Los tiempos cambian
La Alcaldesa estaba de pie en su balcón, adoptando la postura de siempre, con las manos en aquella parte de la barandilla desgastada por el uso mientras vigilaba a los trabajadores de Curnsbick, que parecían esforzarse en levantar la nueva factoría. La enorme estructura, que ya casi sobrepasaba la altura del anfiteatro, era buena muestra del triunfo de lo nuevo sobre lo antiguo, pues una red de andamios cubría el sitio donde antes se encontraba la Casablanca de Papá Anillo. Aquel edificio había sido repugnante en muchos aspectos. Un edificio contra el cual había dirigido toda su furia y todo su odio durante muchos años, pues había acaparado toda la astucia de la que era capaz. Y en aquellos momentos lo echaba de menos.
La Alcaldesa se convirtió en la Reina de las Tierras Lejanas en cuanto Anillo dejó de balancearse en un extremo de la cuerda. Pero apenas pudo disfrutar de las mieles del triunfo, porque enseguida se convirtieron en hieles. Primeramente, la violencia y los incendios se encargaron de expulsar a la mitad de la población. Corrió el rumor de que el oro comenzaba a escasear. A aquello se sumó la noticia de que acababan de descubrirlo al sur de Esperanza, de suerte que la gente abandonó Arruga a centenares. Sin enemigos a los que enfrentarse, tuvo que despedir a la mayoría de sus hombres, que, descontentos, se convirtieron en pirómanos, quemando la mayoría de los edificios que habían quedado en pie. Pero como la mayoría de los que no habían ardido estaban vacíos, la Alcaldesa siguió sin percibir los alquileres. Y las parcelas municipales, junto con las concesiones de las colinas por las que antes la gente solía matar, no valieron nada. Los salones de juego y las casas de lenocinio apenas eran más que tablones sueltos, y sólo unos pocos parroquianos entraban en la Iglesia de los Dados, donde antaño ella había acuñado moneda como si poseyese una ceca en propiedad.
Arruga era lo único que tenía, y prácticamente ya no valía nada.
En ocasiones le parecía que se había pasado la vida entera haciendo cosas con sudor, sangre y esfuerzo para ver cómo quedaban en nada o eran destruidas por culpa de su orgullo, de la venganza de los demás y de los veleidosos golpes de la ultrajante Fortuna. Huir de un fracaso a otro. Abandonar, finalmente, su propio nombre. Siempre tenía el equipaje hecho por si tenía que marcharse, incluso en aquellos momentos. Se tomó el contenido de la copa y volvió a llenarla.
En eso residía el coraje. En coger tus decepciones y tus fracasos, tu culpa y tu vergüenza, las heridas recibidas e infligidas y relegarlo todo al pasado. Volver a comenzar. Maldecir al ayer y enfrentarse al mañana con la cabeza bien alta. Los tiempos cambian. Y sólo quienes los ven venir, hacen planes y se acomodan a ellos prosperan. Por eso había hecho un trato con Curnsbick y compartido con él su pequeño imperio sin apenas regatear.
Su pequeña factoría, que, por haberse instalado en lo que había sido un burdel, le había parecido en un principio demasiado grande, echaba humo por sus dos chimeneas de latón. Aquellas chimeneas dieron paso a tres, de ladrillo, que, cuando estaba despejado, llenaban de humo todo el valle, las cuales acabaron por expulsar a las pocas putas que quedaban y que seguían comerciando fuera de sus balcones y puertas adentro.
Al parecer, la nueva factoría tendría unas chimeneas el doble de altas que las antiguas. Iba a ser el mayor edificio en un radio de casi doscientos kilómetros. Aún seguía sin saber exactamente qué iban a fabricar en ella, excepto que tenía que ver con el carbón. Si las colinas apenas habían dado un puñado de oro, no podía decirse lo mismo de aquella cosa negra que abundaba muchísimo. A medida que la sombra arrojada por la factoría crecía, la Alcaldesa se preguntaba si no habría sido más feliz con Anillo al otro lado de la calle. Al menos, sabía lo que pensaba. Pero Anillo se había ido, y el mundo por el que ambos habían luchado se había ido con él. Curnsbick traía a la ciudad hombres que construían, cavaban y alimentaban sus hornos. Y aunque fuesen más limpios, más tranquilos y más sobrios de lo que se acostumbraba en Arruga, seguían necesitando distracciones.
—¿De veras que los tiempos cambian? —Levantó la copa en un mudo saludo a todo y a nada. Quizá dedicado a Papá Anillo. O a sí misma, a la mujer que había tenido un nombre. Al distinguir una imagen deformada a través del vidrio de la copa, miró por encima de ella. Eran dos jinetes que bajaban por la calle principal y que parecían apurados, pues uno de ellos tenía una herida en un brazo. Eran aquella chica, Shy Sur, y Temple, el abogado.
La Alcaldesa frunció el ceño. Tras veinte años de capear una catástrofe tras otra, podía oler los problemas a cien pasos. Y allí estaban de nuevo, delante de la puerta de la fachada principal de su establecimiento. Temple se deslizó de su caballo, cayó al barrizal, se levantó titubeando y ayudó a bajar a Shy, que cojeaba de mala manera.
La Alcaldesa apuró la copa y se pasó la lengua por los dientes. Mientras cruzaba sus habitaciones abotonándose el cuello de su vestido, echó un vistazo al armario donde guardaba el equipaje, preguntándose si ya sería hora de irse.
Algunas personas se convierten en un problema. Cosca era una de ellas. También Lamb. Iba al encuentro de otras dos que, sin ser un problema en sí mismas, no tardaban en crearlo en cuanto se les daba pie para ello. Siempre había sospechado que Temple podía ser una de ellas. Cuando bajaba por la escalera y lo vio apoyado en el mostrador de la desierta sala de juegos ya no tuvo duda alguna de que lo era. Tenía la ropa destrozada, llena de sangre y tiesa por el polvo que se le había pegado, la expresión alucinada y la respiración agitada.
—Parece encontrarse en un apuro —dijo la Alcaldesa.
—No lo sabe usted bien —dijo Temple, con cierto aire de culpabilidad en la mirada.
—Y de haber sufrido algún percance por el camino.
—Repito lo de antes. ¿Puedo pedirle un trago?
—¿Puede usted pagarlo?
—No.
—Pues no hago obras de caridad. ¿Qué hacen aquí?
Temple se concedió un instante para prepararse, y entonces, como el mago que se saca de improviso algo de la chistera, adoptó una expresión muy seria, que a ella le puso instantáneamente en guardia, y respondió:
—No tenía otro sitio adonde ir.
—¿Está seguro de haber buscado bien? —Entornó los ojos—. ¿Dónde está Cosca?
—Qué gracia que me lo pregunte —respondió Temple, tragando saliva.
—No estoy bromeando.
—No.
—¿Ahora ya no le parece tan divertido como antes?
—No. —Su expresión seria acababa de dar paso a otra dominada por el miedo—. Creo que llegará dentro de unas horas.
—¿Aquí?
—Supongo.
—¿Con todos sus hombres?
—Los que le quedan.
—¿Y son muchos?
—Algunos murieron en las montañas, un montón desertaron…
—¿Cuántos?
—Supongo que aún le quedarán unos cien.
La Alcaldesa se clavaba las uñas en las palmas de las manos.
—¿Y el Inquisidor?
—Supongo que seguirá con él.
—¿Y qué quieren?
—El Inquisidor, torturar a su estilo para conseguir un mañana más radiante.
—¿Y Cosca?
—Cosca, la fortuna en oro antiguo que robó al Pueblo del Dragón y que… —Temple se tiró con aire distraído del cuello de la camisa— yo le robé a él.
—¿Y dónde está ahora esa fortuna robada por partida doble? —preguntó ella, casi susurrando.
—Robada otra vez —respondió Temple, sonriendo de manera siniestra—. Corlin la robó. Y resultó que era ese jefe rebelde al que llaman Conthus. Ha sido un día lleno de sorpresas —dijo finalmente, en tono de disculpa.
—Eso… parece —susurró la Alcaldesa—. ¿Dónde está Corlin?
Temple se encogió de hombros como le gustaba tanto y respondió:
—Con el viento.
Pero, a la Alcaldesa no le gustaba tanto que la gente se encogiera de hombros. Por eso se limitó a decir:
—Carezco de los hombres suficientes para luchar contra ellos. Y del dinero suficiente para pagarles. Tampoco tengo un tesoro antiguo que poder entregar al maldito Nicomo Cosca, ni un mañana radiante para el jodido Inquisidor Lorsen. ¿Sería posible que la cabeza de usted sirviese para calmarlos?
—Me temo que no —respondió Temple, volviendo a tragar saliva.
—Supongo que tiene razón. Pero, como no me sugiere nada mejor, tendré que ofrecérsela.
—Pues… —Temple se pasó la lengua por los labios— da la casualidad de que sí puedo hacerle una sugerencia.
La Alcaldesa agarró a Temple por el cuello de la camisa y se lo acercó a la cara.
—¿Es buena? ¿La mejor sugerencia que me hayan hecho en mi vida?
—Sinceramente lo dudo, pero, dadas las circunstancias… Por cierto, ¿no tendrá por ahí el tratado?
—Estoy cansado —dijo el cabo Brillante, mirando con desgana las casuchas de Arruga que se amontonaban unas junto a otras.
—Claro —rezongó el viejo Piñón a modo de réplica. Tenía que esforzarse en abrir los ojos, porque le pesaban después de la juerga de la noche anterior, del susto de la estampida, de la pesada marcha a pie y de la larga cabalgada.
—Y me siento sucio —añadió Brillante.
—Claro. —A lo antedicho había que sumar el humo de los incendios de la noche anterior, las carreras entre los matojos para escapar de los pisotones de los caballos y la lluvia de barro producida por los caballos que iban delante de él.
—Y dolorido —dijo Brillante.
—Sin duda. —De nuevo la juerga de la noche anterior, la cabalgada y el brazo que le dolía cuando se había caído en las montañas, junto con la antigua herida del trasero que siempre le molestaba. Nadie hubiera pensado que un flechazo en el trasero fuera a ser una maldición para el resto de su vida, pero lo era. Tener el trasero acorazado. Ahí estaba la clave de la vida del mercenario.
—Ha sido una campaña dura —declaró Piñón.
—Bueno, siempre que llames «campaña» a pasar medio año cabalgando a todas horas, bebiendo aún más, matando y robando.
—¿Y tú cómo lo llamarías?
Brillante se pensó la respuesta durante un instante.
—Tienes razón. Además, has tenido que ver cosas peores. Llevas varios años al lado de Cosca.
—En el Norte hacía más frío. Y en Kadir había más polvo. El último conflicto que pasamos en Estiria fue el más sangriento. Estuvo a punto de acabar con la Compañía. —Movió las esposas que llevaba en el cinto—. Dejamos de usar cadenas y comenzamos a colgar a todo el mundo a la menor infracción. Pero, pensándolo bien, no. No he visto peores campañas que ésta. —Piñón aspiró el moco que tenía en la nariz, se lo pasó a la boca, comprobó tranquilamente su consistencia, se echó hacia atrás y lo lanzó con una trayectoria curva que le permitió entrar por la ventana de una cabaña.
—Nunca vi a nadie que escupiera como tú —dijo Brillante.
—Sólo es cuestión de práctica —explicó Piñón—. Como todo.
—¡No os paréis! —dijo Cosca, volviendo la cabeza hacia atrás desde su posición al frente de la columna. Si es que se puede llamar «columna» a un grupo de dieciocho hombres. El resto de la Compañía debía de estar cruzando la meseta a pie. Los que siguieran vivos, por supuesto.
Era evidente que los pensamientos de Brillante eran parecidos a los del general cuando dijo:
—Hemos perdido un montón de hombres en las últimas semanas.
—Así nos durarán más lo suministros.
—Ya sabes a lo que me refiero. No me creo que Brachio se haya ido.
—Es una baja.
—Y Jubair.
—No diré que lamente el hecho de que la cabeza de ese bastardo negro acabara separada de su cuerpo.
—Era raro, pero bastante correcto, y un buen aliado en cualquier aprieto.
—Ya sabes que yo suelo huir de cualquier aprieto.
Brillante le miró de soslayo y dejó que su caballo fuese más lento, para que quienes marchaban delante no le viesen.
—No podría estar más de acuerdo contigo. Lo único que estoy diciendo es que quiero irme a casa.
—¿Y dónde está la casa de los que son como nosotros?
—En cualquier lugar que no sea éste.
Piñón echó un vistazo a la maraña de maderas y ruinas en que Arruga se había convertido, pues, si nunca había supuesto solaz alguno para un individuo cultivado, para entonces lo era mucho menos, ya que las partes de ella que no habían ardido aparecían desiertas. Quienes quedaban parecían ser los únicos que no habían encontrado la manera de irse, a menos que estuvieran tan lejos de cualquier lugar que prefirieran quedarse. Un mendigo que parecía dominado por la miseria más absoluta los siguió con la mano extendida antes de caerse en el albañal. Al otro lado de la calle una mujer anciana y desdentada reía sin poder parar. Loca. A menos que hubiera escuchado algo divertido. La locura parecía la opción más probable.
—Te comprendo —dijo Piñón—. Pero aún tenemos que encontrar el dinero. —No estaba muy convencido de que fueran a encontrarlo. Durante toda su vida no había hecho más que agarrar con sus ávidos dedos hasta la moneda de cobre más pequeña que pudiese encontrar. Y, de repente, tenía tanto oro que ya nada parecía importarle. Hasta el mundo dejaba de tener sentido para él.
—¿No te quedaste con nada?
—Claro que sí. Con un poco. —En realidad, algo más que un poco, pues el bolsillo que tenía bajo el sobaco estaba lleno de monedas. Y aunque no fuese suficiente para hacerle sudar por el esfuerzo de cargar con él, suponía una pequeña fortuna.
—Como todos —musitó Brillante—. Así que podemos decir con toda propiedad que todos vamos detrás del dinero de Cosca, ¿no te parece?
—También están los principios y todo eso —dijo Piñón, enarcando las cejas.
—¿Los principios? ¿De veras?
—No dejar que la gente se te suba a las barbas y te robe.
—Así que por eso nos robamos a nosotros mismos, ¿te refieres a eso? —dijo Brillante, y Piñón estuvo de acuerdo—. Te diré que ese oro está maldito. Desde el momento en que le echamos las manos encima, las cosas comenzaron a irnos de mal en peor.
—Las maldiciones no existen.
—Pues cuéntaselo a Brachio y a Jubair. ¿Cuántos éramos al partir de Starikland?
—Más de cuatrocientos, según Amistoso, y ya sabes que él nunca se equivoca.
—¿Y cuántos somos ahora?
Piñón abrió la boca y luego la cerró. No era necesario que contestase.
—Exacto —dijo Brillante—. Si seguimos merodeando más tiempo por aquí, no quedaremos ninguno.
Piñón sorbió, gruñó y volvió a escupir, llegando en aquella ocasión hasta la ventana de un primer piso. A fin de cuentas, el artista siempre se encuentra sometido a un desafío constante.
—Llevamos con Cosca mucho tiempo.
—Los tiempos cambian. Fíjate en este sitio. —Brillante miraba las cabañas amontonadas en las que se hacinaba la gente uno o dos meses antes—. ¿Qué olerá tan mal?
Piñón arrugó la nariz. Aunque el lugar siempre hubiese apestado, aquel fuerte olor a mierda y a gentuza siempre le hacía pensar en su hogar. Había un olor acre en el aire a causa del sudario de humo marrón que pendía sobre todas las cosas.
—No lo sé. Y no creo que me importe mucho.
—Quiero irme a casa —dijo Brillante, sintiéndose desgraciado.
La columna estaba llegando al centro de la ciudad, si es que aún lo tenía. A juzgar por los andamios que oscilaban y las maderas apiladas en montones muy altos, estaban construyendo algo a uno de los lados de la fangosa calle principal. Al otro lado de ella aún seguía en pie la Iglesia de los Dados, donde Piñón había pasado unas cuantas veladas muy agradables uno o dos meses antes. Cosca acababa de levantar un puño para que la columna se detuviese y, ayudado por el sargento Amistoso, desenredaba sus piernas de la silla de montar y bajaba de ella.
La Alcaldesa aguardaba en la escalinata de su establecimiento, ataviada con un vestido negro abotonado hasta el cuello. Menuda mujer. Si Piñón hubiese podido encontrar la palabra que pugnaba por salir de los recovecos más profundos de su memoria, seguro que hubiera sido la de «dama».
—General Cosca —decía ella, sonriendo cordialmente—. No suponía…
—¡No pretenda hacerse la sorprendida! —le espetó él.
—Pero lo estoy. Llega en un momento inoportuno, porque estamos esperando a…
—¿Dónde está mi oro?
—¿Perdón?
—Por favor, deje de hacerse la inocente, que nos conocemos. ¿Dónde está mi maldito notario?
—Dentro, pero…
El Viejo la apartó hacia un lado y subió refunfuñando por la escalinata, seguido de Amistoso, Sworbreck y el capitán Dimbik.
Con mucha delicadeza, la Alcaldesa tocó a Lorsen en el brazo.
—Inquisidor Lorsen, debo protestar.
Lorsen frunció el ceño y comentó:
—Mi querida señora Alcaldesa, yo llevo protestando durante meses. Y no me ha servido de nada.
No parecía que Cosca se preocupase por la media docena de asesinos que le miraban con cara de pocos amigos desde ambos lados de la puerta. Pero Piñón sí que se fijó en ellos mientras subía detrás de los demás, y Brillante también, a juzgar por la cara de preocupación que acababa de poner. A pesar de que la Compañía tuviese una superioridad numérica que iría en aumento a medida que fuesen llegando los mercenarios que recorrían la meseta, a Piñón no le apetecía pelearse con aquellos tipos.
La verdad era que no le apetecía pelearse con nadie.
El capitán Dimbik se alisó el uniforme. Aunque el polvo del camino se hubiese incrustado en su pechera. Aunque estuviera destrozado. Aunque ya no perteneciera a ningún ejército ni tuviese nación, ni luchase por ninguna causa o principio de esos en los que suele creer la gente sensata. Aunque se sintiese completamente perdido y se ocultara desesperadamente en un pozo de odio y de autocompasión creado por él mismo.
Mejor derecho que doblado.
El lugar había cambiado mucho desde la última vez. El salón de juego había cedido buena parte de su superficie a los tablones que se amontonaban en él, de suerte que las mesas para jugar a los dados y a las cartas estaban apoyadas contra la pared. A las mujeres las habían llevado a otro sitio y los clientes habían desaparecido. Sólo quedaban allí diez o doce de los matones de la Alcaldesa, que, bastante bien armados, vigilaban desde los reservados dispuestos junto a las paredes. Un hombre secaba los vasos a lo largo de la gran barra, y una mesa colocada en el centro de la estancia, al parecer, recientemente abrillantada, mostraba los signos de su prolongado uso. Junto a ella estaba Temple, consultando un montón de papeles, sin preocuparse demasiado de la llegada de Dimbik y de sus soldados, que ya comenzaban a rodearle.
Pero ¿realmente se merecían aquel nombre? Se los veía harapientos y con la mirada perdida, como si la moral y cualquier creencia que hubiesen podido tener, por otra parte, nunca demasiado elevadas, acabaran de menguar para llegar a su punto más bajo. Lo cierto era que nunca habían sido unos ejemplos muy prometedores de lo que debe ser la humanidad. Ya había pasado mucho tiempo desde que Dimbik intentase imponerles algún tipo de disciplina. Después de que lo expulsaran del ejército. Después de su desgracia. Apenas recordaba, pues lo veía como a través de una cortina vaporosa, su primer día vestido de uniforme, tan elegante ante el espejo, imaginándose historias heroicas, con una brillante carrera al alcance de la mano. Volvió a alisarse los harapos mugrientos en que se había convertido su uniforme. ¿Cómo podía haber caído tan bajo? Ni siquiera era escoria. Era el lacayo de la escoria.
Vio al infame Nicomo Cosca pisando el piso vacío con un tintineo de espuelas, mirando a Temple con aquella cara de rata en la que se mezclaban el odio y la venganza. Y luego mirando la barra, a la que no tardó en ir, ¿a qué otro sitio hubiese podido ir? Cogió una botella, le quitó el corcho con los dientes, lo escupió y se bebió de una sentada la cuarta parte de su contenido.
—¡Vaya, si está aquí! —dijo el Viejo, rechinando los dientes—. ¡El cuco en el nido! ¡La serpiente en el seno! ¡El… el…!
—¿El gusano en la mierda? —le sugirió Temple.
—Ya que lo mencionas, ¿por qué no? ¿Qué dijo Verturio? Nunca temas a tus enemigos, pero teme siempre a tus amigos. ¡Era más sabio que yo, es evidente! ¡Te perdoné! ¡Te perdoné, y mira cómo me lo pagaste! ¡Espero que lo estés anotando todo, Sworbreck! Quizá te sirva para escribir una pequeña parábola acerca del mito de la redención y del precio de la traición. —El escritor rebuscó en sus bolsillos para encontrar un lápiz mientras la sonrisa siniestra de Cosca desaparecía, dando paso a un Cosca simplemente siniestro—. ¿Dónde está mi oro, Temple?
—Yo no lo tengo. —El notario cogió el montón de papeles—. Pero sí esto otro.
—Mejor será que tenga algún valor —le espetó Cosca, echándose otro trago. El sargento Amistoso se había dado un paseo hasta una de las mesas de juego, para, aparentemente ajeno a la tensión que iba en aumento, clasificar los dados que estaban encima de ella. El Inquisidor Lorsen, que acababa de entrar, saludó con un breve movimiento de cabeza al capitán Dimbik, quien respetuosamente se lo devolvió para luego llevarse un dedo a la boca y, tras mojárselo, alisarse los cabellos de la frente, sin dejar de preguntarse si el Inquisidor habría hablado en serio al decirle que, tras regresar a Adua, le recomendaría para cumplir una misión al servicio del Rey. Aunque lo más seguro fuese que no, necesitaba tener algo en qué soñar para no sentirse perdido. Si no era una segunda oportunidad, al menos la esperanza de poder conseguirla…
—Es un tratado. —Temple hablaba lo suficientemente alto para que le escucharan todas las personas de la sala—. Para el ingreso en el Imperio, de Arruga y de las tierras que la circundan. Me temo que su Brillantez Imperial no se sentirá muy complacida cuando se entere de que un grupo armado, pagado por la Unión, ha procedido a la ocupación de su territorio.
—Ya te daré yo a ti una ocupación que nunca olvidarás. —Cosca apoyó la mano izquierda en el pomo de su espada—. ¿Dónde demonios está mi oro?
La atmósfera de la habitación auguraba de manera inminente el derramamiento de sangre. Los chaquetones dejaban al descubierto dedos inquietos dispuestos a empuñar las espadas, las espadas asomaban por sus vainas, listas para salir por ellas, y todos entornaban la mirada. Dos mercenarios de Dimbik quitaron el seguro de sus ballestas cargadas. El empleado que secaba los vasos levantó subrepticiamente una mano por algún sitio situado bajo la barra. Dimbik observaba todos aquellos preparativos con una sensación de impotencia y de horror que iba en aumento. Odiaba la violencia. Se había hecho militar por el uniforme. Por el uniforme, los desfiles, las bandas…
—¡Un momento! —exclamó Lorsen, cruzando a zancadas la habitación. Dimbik se sintió aliviado al comprobar que alguien con autoridad aún parecía guardar algo de sentido común—. ¡El Superior Pike dijo claramente que debíamos evitar cualquier implicación con el Imperio! —Y arrancó el tratado que Temple cogía con una mano—. ¡Esta expedición ya ha resultado demasiado desastrosa para que, además, dé comienzo a una guerra!
—No querrá legalizar esta charada —dijo Cosca, mofándose—. ¡Temple se gana la vida mintiendo!
—Ahora no miente. —En la sala acababa de entrar la Alcaldesa, flanqueada por dos de sus matones, uno de los cuales, tuerto, había ganado en amenaza lo que había perdido en vista—. Este documento ha sido aprobado por representantes elegidos entre el pueblo de Arruga, y es vinculante.
—Lo considero mi mejor trabajo. —No parecía que Temple estuviese mintiendo, porque se mostraba más pagado de sí mismo de lo que era usual en él—. Aplica el principio de propiedad inviolable que dio lugar al nacimiento de la Unión, remite a la antigua reclamación imperial del territorio e incluso es vinculante según la ley de minas. Estoy seguro de que ningún tribunal podrá impugnarlo.
—Ay, mi abogado ha dejado de estar a mi servicio de forma bastante sospechosa —comentó Cosca entre dientes—. Si decidimos impugnar tu tratado, será en el tribunal de las hojas afiladas.
—Si ni siquiera está firmado —dijo Lorsen, burlándose. Y arrojó el documento encima de la mesa.
—Y aunque lo estuviera. —Cosca entornó sus ojos inyectados en sangre—. De entre toda la gente, tú, Temple, deberías saber que las únicas leyes que importan son las que se hallan respaldadas por la fuerza. Las tropas imperiales más próximas se encuentran a varias semanas de distancia.
La sonrisa de Temple aumentó imperceptiblemente cuando dijo:
—Oh, me parece que están un poquito más cerca.
De repente, las puertas se abrieron de par en par ante la incrédula mirada de aquella asamblea fuertemente armada, y unos soldados entraron marcando el paso en la Iglesia de los Dados. Tropas imperiales que llevaban grebas y pectorales sobredorados, que empuñaban alabardas, que ceñían al cinto espadas cortas, que se protegían con escudos redondos en los que aparecía pintada la mano de Juvens con los cinco rayos y la gavilla de trigo, y que parecían surgir de la mismísima Antigüedad.
—¿Pero qué coño…? —musitó Cosca.
En el centro de aquella singular guardia de honor se encontraba un anciano de barba tan blanca como la nieve, que se cubría con un yelmo sobredorado al que adornaba una larga pluma. Caminaba adrede lentamente, como si le doliese cada paso que daba, aunque perfectamente erguido. No miró a derecha ni a izquierda, como si Cosca y sus hombres, la Alcaldesa y los suyos, Temple, Lorsen y cualquier persona que se encontrase allí sólo fuesen insectos que no merecían su mirada. Como si fuese un dios que se viese obligado a caminar entre la mugrienta humanidad. Los mercenarios se apartaron, nerviosos no sólo por el miedo que les causaban las legiones del Emperador, sino por el aura de poder inaccesible que desprendía aquel anciano.
La Alcaldesa se postró ante él con un susurro de faldas.
—Legado Sarmis… —dijo casi sin aliento—. Excelencia, no podemos expresar cuánto honor nos produce su presencia…
A Dimbik se le desencajó la mandíbula. Era el Legado Sarmis, el mismo que había aplastado a los enemigos del Emperador en la Tercera Batalla de Darmium y pasado por las armas a todos los prisioneros. El mismo que, a todo lo largo y ancho del Círculo del Mundo, era famoso por su brillantez militar e infame por su falta de piedad. El mismo al que se le suponía a varios cientos de kilómetros al sur. Y en aquellos momentos se encontraba en carne y hueso ante ellos. A Dimbik le pareció haber visto antes aquel rostro tan magnífico. Quizá en una moneda.
—Debéis sentiros honrados —dijo el anciano—, pues mi presencia es la de Su Brillantez, el Emperador Goltus Primero. —Aunque el cuerpo del Legado quizá mostrase los signos de la edad, su voz, aderezada con un leve acento de la lengua del Imperio, retumbaba entre las altas traviesas tanto como la de un coloso, inspirando el mismo respeto que el sonoro trueno que cae muy cerca. Las rodillas de Dimbik, que siempre tendían a temblar en presencia de la autoridad, comenzaron a doblarse.
—¿Dónde está el utensilio? —preguntó el Legado con voz llena de inflexiones.
La Alcaldesa se levantó y, de manera servil, indicó la mesa donde Temple había dejado el documento y una pluma de escribir. Sarmis emitió un ligero gruñido cuando se inclinó sobre ella.
—Firmo con el nombre de Goltus, pues esta mano mía es la mano del Emperador. —Y, con un gesto floreado que hubiera parecido insolente en cualesquiera otras circunstancias, firmó—. Ya está hecho. ¡Ahora pisáis el suelo del Imperio y sois súbditos imperiales sujetos a la protección de Su Brillantez! Abrigados por su munificencia. Humildes bajo su ley. —Cuando los ecos de su voz cantarina se desvanecieron, enarcó las cejas, como si en aquel preciso momento acabara de reparar en la presencia de los mercenarios. Y cuando su mirada exenta de piedad los recorrió uno tras otro, Dimbik sintió que se helaba el corazón.
»¿Quién es… toda esta gente? —Sarmis pronunciaba aquellas palabras con una precisión en el lenguaje que daba escalofríos.
Aunque Cosca se hubiera visto acallado por la teatralidad de la escena que acababa de desarrollarse, decidió hablar, para consternación de todos los presentes. Y para hacer más énfasis, agitó la botella medio vacía mientras con voz chillona, débil, casi ridícula comparada con la del Legado, decía:
—Soy Nicomo Cosca, Capitán General de la Compañía de la Graciosa Mano, y…
—¡Y nos disponíamos a irnos! —añadió Lorsen sin darle tiempo a terminar, mientras le agarraba del codo.
—¿Sin mi oro? —El Viejo se negaba a moverse—. ¡No lo creo!
A Dimbik no le gustaba en absoluto el cariz que estaba tomando la situación. Ni, probablemente, a nadie. Un sonido apagado. El de los dados que Amistoso acababa de lanzar. El matón tuerto de la Alcaldesa acababa de empuñar un cuchillo. A Dimbik no le pareció que eso mejorase la situación.
—¡Ya basta! —masculló Lorsen, que agarraba al Viejo por un antebrazo—. ¡En cuanto lleguemos a Starikland, todos recibirán una paga extra! ¡Todos!
Sworbreck estaba agachado en el suelo, junto a la barra, intentando pasar desapercibido mientras garrapateaba como un loco en su cuaderno. El sargento Piñón ya estaba cerca de la puerta, llevado por su instinto de conservación. La situación había cambiado, y no para mejor. Dimbik le había dicho al viejo loco de Cosca que esperase, pero lo mismo le hubiese dado hablar con una pared. En cuanto a alguien se le disparase una ballesta, habría un baño de sangre.
Dimbik levantó una mano hacia los ballesteros, haciendo el mismo gesto con el que habría intentado calmar a un caballo nervioso.
—Tranquilos…
—¡A la mierda su paga extra! —dijo Cosca, quitándose de encima con muy poca dignidad la mano con la que Lorsen le agarraba—. ¿Dónde está mi maldito oro?
Cuando la Alcaldesa comenzó a retirarse, llevándose una pálida mano a su pecho, Sarmis pareció más alto. Un instante después bajó las cejas y dijo:
—¿Qué impertinencia es ésta?
—Lo lamento muchísimo —farfulló Temple—, nosotros…
Sarmis le cruzó la cara con el dorso de la mano derecha, haciéndolo caer al suelo al tiempo que decía:
—¡Arrodíllese cuando se dirija a mí!
Dimbik tenía la boca seca y las sienes le latían. Que él tuviera que morir por culpa de la absurda ambición de Cosca le parecía terriblemente injusto. Su fajín estaba a punto de entregar la vida por aquella causa tan dudosa, un sacrificio que le parecía más que suficiente. A Dimbik le habían dicho en cierta ocasión que los mejores soldados no suelen ser valientes. Y eso le hizo pensar que el ejercicio de las armas era la carrera que más le convenía. Comenzó a mover lentamente la mano hacia su espada, sin estar muy seguro de lo que haría cuando llegara a tocar la empuñadura.
—¡No volveré a sufrir ninguna decepción más! —decía el Viejo chillando, intentando empuñar su espada mientras Lorsen se lo impedía, pero sin soltar la botella medio vacía que agarraba con la otra mano—. ¡Hombres de la Graciosa Mano, desenvai…!
—¡No! —La voz de Lorsen sonó igual de fuerte que una puerta que acabara de cerrarse de golpe—. ¡Capitán General Dimbik, ponga al traidor Nicomo Cosca bajo arresto!
Se hizo una ligerísima pausa.
Aunque quizá no duró más que lo que se tarda en tomar aliento, a todos les pareció mucho más larga. Mientras sopesaban los pros y los contras. Mientras todos intentaban prever quién acabaría mandando. Mientras todo se asentaba en la mente de Dimbik y en la de todos los que se encontraban en aquel sitio. En menos de lo que dura un respiro, todo volvió a estar donde debía.
—Por supuesto, Inquisidor —dijo Dimbik. Los dos ballesteros levantaron sus armas para apuntar con ellas a Cosca. Y aunque parecieran sorprendidos por lo que hacían, obedecieron.
Amistoso apartó la vista de los dados y enarcó ligeramente las cejas, diciendo:
—Dos.
Cosca miró a Dimbik con la mandíbula desencajada.
—¿Así, sin más? —La botella se escurrió de sus dedos sin fuerza, rebotó en el suelo y salió rodando, vertiendo el licor que aún le quedaba—. ¿Así, sin más?
—¿Acaso podía ser de otra manera? —dijo Dimbik—. ¿Sargento Piñón?
—¿Señor? —El venerable soldado acababa de dar un paso al frente con una muestra impresionante de marcialidad.
—Tenga la amabilidad de desarmar a los señores Cosca, Amistoso y Sworbreck.
—Aherrójelos para el viaje —añadió Lorsen—. Se enfrentarán a un juicio en Starikland.
—¿Por qué yo? —gimió Sworbreck, poniendo unos ojos como platos.
—¿Y por qué no? —El cabo Brillante registró al escritor, y como no encontró ninguna arma, le arrancó el lápiz que tenía en la mano, lo tiró al suelo y lo pisoteó con mucho teatro.
—¿Prisionero? —musitó Amistoso. Por algún motivo que sólo él conocía, su rostro se iluminó con una leve sonrisa cuando le pusieron las esposas.
—¡Volveré! —dijo el Viejo, refunfuñando por encima del hombro y lanzando salivillas por la boca cuando Piñón se lo llevó, mientras la vacía vaina de su espada le golpeaba en una pierna—. ¡Reíd mientras podáis, porque Nicomo Cosca siempre ríe el último! ¡Me vengaré de todos vosotros! ¡Nadie volverá a decepcionarme! ¡Yo haré…! —Y la puerta se cerró de golpe tras él.
—¿Quién era ese borracho? —preguntó Sarmis.
—Nicomo Cosca, Excelencia —contestó Temple, que seguía de rodillas sin soltar la mano con la que restañaba la sangre que le salía de la boca—. Un infame soldado de fortuna.
—Nunca he oído hablar de él —dijo el Legado, todavía molesto.
Lorsen se puso una mano en el pecho e hizo una profunda reverencia, diciendo:
—Excelencia, le ruego que acepte mis disculpas por cualquier inconveniencia, abuso y…
—Disponen de ocho semanas para abandonar el territorio imperial —dijo Sarmis—. Cualquiera de ustedes al que se le encuentre dentro de sus fronteras después de ese tiempo será enterrado vivo. —Apartó con la mano el polvo que le cubría el peto—. ¿No tendrán ustedes algo que se parezca a una bañera?
—Lo tenemos, Excelencia —musitó la Alcaldesa, prácticamente arrastrándose—. Haremos todo lo necesario para que lo disfrute. —Miró a Dimbik mientras llevaba al Legado hacia las escaleras, para decirle en voz baja—: Váyase.
El flamante Capitán General no necesitó que se lo dijera dos veces. Muy aliviados, él y sus hombres salieron a la calle y aprestaron sus cansadas monturas para abandonar la ciudad. Cosca, que seguía esposado en la silla de montar y con el pelo desordenado, miró aturdido a Dimbik.
—Recuerdo cuando te recogí —musitó—. Borracho, abandonado y despreciado por todos. Y entonces te ofrecí mi mano. —Intentó repetir aquel momento en que le había dado la mano, pero las esposas se lo impidieron.
—Los tiempos cambian —dijo Dimbik, alisándose el pelo.
—¡Esto es justicia, Sworbreck! ¡Esto es lealtad! ¡Ved adónde os ha conducido la caridad! ¡Y considerad adónde han conducido los frutos de la urbanidad y de los miramientos a este compañero vuestro!
—¡Por favor, que alguien haga que se calle! —exclamó Lorsen, y el sargento Piñón se inclinó desde lo alto de su silla y le metió a Cosca dos calcetines en la boca.
—Deberíamos matarlos a los tres —dijo Dimbik, acercándose al Inquisidor—. Cosca aún tiene amigos en la Compañía, y…
—Es un buen argumento, y muy bien expuesto, pero no. Mírelo. —El infame mercenario ofrecía una imagen de lo más miserable, sentado de mala manera en la silla de montar, con las manos esposadas a la espalda; la capa, llena de barro y medio rota, ladeada; el baño de su pectoral, casi pelado, por debajo del cual asomaba el óxido; la arrugada piel de su rostro, llena de eczemas; y uno de los calcetines de Piñón, colgando de su boca—. El hombre del ayer, si es que existió uno alguna vez. En cualquier caso, mi querido capitán general… —Dimbik se irguió en la silla y se estiró el uniforme al escuchar el tratamiento propio de su nuevo empleo. Le gustaba mucho como sonaba—, necesitamos alguien a quien echarle todas las culpas.
A pesar del profundo dolor que sentía en el estómago, de los calambres que tenía en las piernas, del sudor que se extendía rápidamente por debajo de su armadura, siguió erguido de manera majestuosa en el balcón, tan rígido como un poderoso roble hasta que el último de los mercenarios se perdió en la calina. Porque, ¿acaso el noble Legado Sarmis, jefe inmisericorde, general invicto, mano derecha del Emperador, temido a lo largo y ancho del Círculo de Mundo, podía mostrar debilidad?
Transcurrió toda una era de agonía antes de que la Alcaldesa, seguida por Temple, entrara en el balcón y dijera las palabras que estaba aguardando:
—Ya se han marchado.
Todas las partes de su ser se relajaron cuando gimió desde lo más profundo de su ser. Se quitó aquel yelmo ridículo y se secó el sudor de la frente con una mano que le temblaba. Apenas podía recordar haberse puesto ropas más absurdas que aquéllas durante los largos años de su vida teatral. Y aunque echara de menos las guirnaldas de flores que solía lanzarle el público que le adoraba, las cuales habían alfombrado en Adua el amplio escenario de la Casa del Drama tras interpretar por primera vez el personaje del Primero de los Magos, su satisfacción no era por ello menos completa.
—¡Ya les dije que aún me quedaba por hacer la mejor representación de todas! —dijo Lestek.
—Y tenía razón —dijo la Alcaldesa.
—Ustedes dos hicieron un magnífico trabajo como secundarios. Me atrevería a decir que les aguarda un buen futuro en el teatro.
—¿Era necesario golpearme? —dijo Temple, tocando el labio que le había partido.
—Alguien tenía que hacerlo —musitó la Alcaldesa.
—Piense que el terrible Legado Sarmis fue quien le golpeó, y échele toda la culpa de su dolor —dijo Lestek—. ¡Cualquier representación depende de los detalles, muchacho, de los detalles! Uno debe vivir completamente el personaje. Lo que me recuerda que debo darles las gracias a los miembros de mi pequeña legión antes de que rompan filas, porque hicieron un magnífico trabajo.
—Tratándose de cinco carpinteros, tres prospectores en bancarrota, un barbero y un borracho, creo que hicieron muy bien de guardia de honor —dijo Temple.
—El borracho consiguió dar muy buena imagen —dijo Lestek.
—Fue un feliz hallazgo —añadió la Alcaldesa.
—¿Realmente funcionó? —Shy Sur acababa de llegar cojeando y se apoyaba en el marco de la puerta.
—Te dije que funcionaría —dijo Temple.
—Pero era evidente que no estabas seguro.
—No —admitió él, mirando al cielo—. Pero ahora creo que Dios sí existe.
—¿Está seguro de que se lo seguirán creyendo? —preguntó la Alcaldesa—. ¿Cuando se reúnan con el resto de la Compañía y tengan tiempo para pensar en lo sucedido?
—La gente cree en lo que quiere creer —dijo Temple—. Esos bastardos querían dejar a Cosca y volver a sus casas.
—¡Una victoria de la cultura ante la barbarie! —dijo Lestek, pasando el dedo por la pluma del yelmo.
—Una victoria de la ley ante el caos —dijo Temple, abanicándose con aquel tratado que no valía nada.
—Una victoria conseguida con la mentira —dijo la Alcaldesa—, y por un margen muy apurado.
Shy Sur se encogió de hombros antes de decir, con aquel talento suyo que lo simplificaba todo:
—Una victoria es una victoria.
—¡Tiene toda la razón! —Lestek respiró profundamente por la nariz y, a pesar del dolor y de saber que no habría resistido mucho tiempo más haciendo su papel, o quizá porque lo sabía, expulsó el aire con una expresión de profunda satisfacción, diciendo—: Cuando era joven, los finales felices me parecían empalagosos, pero, llámenme sentimental si quieren, a medida que voy haciéndome mayor, cada vez me gustan más.