Deprisa a ningún lugar
Todos los pernos, sujeciones, planchas y soportes de aquel carruaje monstruoso repiqueteaban o chirriaban con una cacofonía tan demencial y ensordecedora que Temple apenas podía escuchar los chillidos de terror que salían de su boca. El asiento martillaba su trasero, haciéndole dar botes como si fuese un montón de trapos viejos, y amenazaba con arrancarle los dientes que le castañeteaban. Las ramas de los árboles se deslizaban desde la oscuridad para agarrar los costados del carruaje y azotarle en la cara. Una de ellas acababa de quitarle a Shy el sombrero, de forma que su cabellera se agitaba alrededor de sus ojos, que no se apartaban de la carretera, mientras ella, enseñando los dientes, insultaba a los caballos con las palabrotas más horripilantes que uno pueda imaginar.
A Temple le horrorizaba pensar en el peso del carruaje, de la madera, del metal y, sobre todo, del oro que viajaba montaña abajo. En cualquier momento, la tensión, que excedía los límites de cualquier tipo de pruebas imaginada por la ingeniería de los seres humanos, haría que se partiese en pedazos junto con ellos. Pero como el horror formaba parte de la vida de Temple, se limitó a agarrarse a aquel artilugio mortal que daba bandazos, sintiendo que los brazos le ardían desde las uñas a los sobacos y que el estómago le daba vueltas por todo lo que había bebido y el miedo que sentía. Sin saber qué le resultaba más terrorífico, si aguantar aquello con los ojos abiertos o cerrarlos para huir de lo que veía.
—¡Resiste! —le decía Shy a gritos.
—¿Acaso te crees que soy…?
Shy echó hacia atrás la palanca del freno y apoyó las botas contra el suelo del pescante y los hombros contra el respaldo del asiento, de suerte que las fibras de su cuello se marcaron a causa del esfuerzo. Las suelas de las ruedas gimieron como los condenados que están en el Infierno, lanzando unas chispas a ambos lados que le recordaron los fuegos artificiales con los que se conmemoraba el cumpleaños del Emperador. Y cuando tiró de las riendas con la otra mano, todo lo que la rodeaba giró a su alrededor, para ladearse cuando dos de aquellas ruedas enormes decidieron acompañar por su cuenta a aquel suelo que había echado a volar.
El tiempo corrió más despacio. Temple gritó. Shy gritó. El carruaje gritó. Los árboles que estaban al otro lado de la curva volaron como locos hacia ellos, trayendo la muerte consigo. Entonces las ruedas volvieron a traquetear y Temple se quedó colgando entre el suelo del pescante y los cascos de los caballos que amenazaban con destrozarlo, mordiéndose la lengua y ahogándose por el pánico hasta que una mano lo subió hasta el pescante.
Shy soltó el freno y chasqueó las riendas, gritándole al oído:
—¡Podíamos haber tomado esta última curva incluso un poco más deprisa!
Temple acababa de comprobar en carne propia que la línea que separa el terror del júbilo era tan tenue que acababa de cruzarla. Dio un puñetazo al aire mientras gritaba a la noche:
—¡Jódete, Coscaaaaaaaa!
Pero cuando se quedó sin aliento, volvió a ahogarse.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó Shy.
—¡Estoy vivo! ¡Libre! ¡Y soy rico! —Ya estaba seguro de que Dios existía. Un dios benévolo, comprensivo, como una especie de abuelo amable que en aquellos momentos le sonreía con indulgencia. Antes o después tendrás que hacer algo, o nunca harás nada, le había dicho Cosca. Y Temple se preguntó si el Viejo se refería a eso. No le pareció probable. Agarró con fuerza a Shy y casi la abrazó, gritándole al oído—. ¡Lo hicimos!
—¿Estás seguro? —dijo ella con un gruñido, volviendo a tirar de las riendas.
—¿No lo hemos hecho?
—Sólo la parte fácil.
—¿Eh?
—No dejarán que nos vayamos así como así, ¿no te parece? —exclamó ella para vencer el sonido del viento, haciendo que los caballos se pusieran al paso—. ¡Con el dinero! ¡Insultándolos!
—O sea, que nos perseguirán —musitó Temple.
—¡Ahí reside la importancia de este ejercicio!
Temple miró atentamente hacia atrás, deseando estar menos borracho. Sólo vio la tierra y la nieve que despedían las ruedas traseras a cada traqueteo que daban, así como los árboles situados a ambos lados de la carretera que se perdían entre las sombras.
—Pero no tienen caballos, ¿verdad? —dijo, añadiendo al final un quejido esperanzado.
—¡Aunque Sweet los haya retrasado, seguro que vienen a por nosotros! ¡Y este armatoste no es nada rápido!
Temple volvió a echar otra mirada hacia atrás, deseando en aquella ocasión estar más borracho. Como la línea que separaba el terror del júbilo seguía siendo tan tenue como antes, él acababa de cruzarla nuevamente, pero en sentido contrario.
—¡Quizá deberíamos detener el carruaje! ¡Llevarnos dos de los caballos! ¡Dejar el dinero! ¡La mayor parte del dinero, en cualquier caso…!
—Hay que darles tiempo a Lamb y a Savian, ¿no lo recuerdas?
—Claro. Eso. —El problema del sacrificio valeroso estaba en lo del sacrificio. Simplemente no iba con su carácter. Cuando el carruaje volvió a traquetear, las tripas se le revolvieron, enviando a su boca una oleada de vómito. Pero como intentó tragárselo, se ahogó, le entraron arcadas y entonces se le fue por la nariz, quemándole por el camino y haciendo que se estremeciese. Miró al cielo, que ya cambiaba del negro al gris acerado, y comprobó que las estrellas comenzaban a apagarse a medida que iba llegando la aurora.
—¡So! —Como otra curva acababa de aparecer sin previo aviso, Shy tiró del freno, que chirrió. Cuando el carruaje tomó la curva, Temple pudo escuchar el tintineo de la carga, que no dejaba de ir de un sitio para otro como si quisiera librarse de su encierro y mandarlos montaña abajo.
Entonces se produjo un fuerte crujido. Shy salió disparada del asiento, golpeándose en una pierna y gritando al darse cuenta de que se iba a caer. Temple la agarró por el cinturón y la levantó. Pero, cuando se la acercó, a punto estuvo de sacarse un ojo con el extremo del arco que llevaba en bandolera. A todo esto, nadie manejaba las riendas.
Shy tenía algo en la mano. La palanca del freno. Era evidente que se había desprendido.
—¡Se acabó!
—¿Qué hacemos?
Tiró la palanca del freno, que rebotó en la carretera.
—¿Seguir avanzando?
El carruaje acababa de abandonar la zona de arbolado y entraba en la meseta. Ya aparecía por el este el primer destello de la aurora, y los brillantes rayos del sol se insinuaban en las cumbres, mudando el color embarrado del cielo en un azul deslavado, tiñendo las nubes deshilachadas con un tono rosado y haciendo que la nieve helada que cubría la meseta resplandeciese.
Tiró con fuerza de las riendas y volvió a insultar a los caballos. A Temple no le pareció justo hasta que recordó que, en su caso, los insultos habían sido más efectivos que las palabras de ánimo. Con la cabeza hacia abajo y las crines flotando al viento, los caballos volaban, arrastrando consigo el carruaje a mayor velocidad que antes. Las ruedas corrían cada vez más deprisa por aquel terreno, las malezas nevadas pasaban a toda prisa y el viento golpeaba a Temple en la cara, resbalando por sus mejillas y metiéndosele por la nariz.
Más adelante pudo ver varios caballos que retozaban en la llanura. Prueba evidente de que Sweet y Roca Llorona debían de haber pasado por allí con la mayoría de la manada. Aunque el dinero obtenido al vender doscientos caballos no pudiera equipararse a lo que valía el tesoro del Pueblo del Dragón para retirarse, era un buen pellizco; además, su venta no les causaría ningún problema, porque la gente de aquella región se preocuparía más por lo que costaba cada caballo que por su procedencia.
—¿Nos siguen? —preguntó Shy, sin dejar de mirar la carretera.
Temple pudo soltar la mano del asiento el tiempo suficiente para levantarse y mirar hacia atrás. Sólo veía la negrura, alterada por los troncos de los árboles y la franja blanca, cada vez más larga, que se encontraba entre los árboles y el carruaje.
—¡No! —respondió Temple, pero su seguridad comenzaba a menguar—. ¡Nadie… un momento! —Entonces captó un movimiento. Un jinete—. Oh, Dios —musitó, perdiendo del todo la esperanza. Llegaban más—. ¡Oh, Dios!
—¿Cuántos son?
—¡Tres! ¡No, cinco! ¡No, siete! —Aún estaban a varios cientos de pasos de distancia, pero se iban acercando rápidamente—. Oh, Dios —repitió, hundiéndose en aquel asiento que traqueteaba—. ¿Cuál es el plan?
—¡Ya no hay plan!
—Tenía el espantoso presentimiento de que dirías eso.
—¡Coge las riendas! —exclamó ella mientras se las pasaba.
—¿Qué hago con ellas? —dijo él, abriendo y cerrando las manos.
—¿No sabes conducir?
—¡Lo hago muy mal!
—Pensaba que sabías hacerlo todo.
—¡Lo hago muy mal!
—¿Quieres que nos detengamos para enseñarte? ¡Conduce! —Desenvainó su cuchillo y se lo ofreció—. ¡O lucha!
Temple tragó saliva. Y cogió las riendas.
—Conduciré. —Estaba seguro de que Dios existía. Era un golfante que se partía el culo de risa a cuenta de Temple. Y no era la primera vez que lo hacía.
Shy se preguntó cuánto tiempo habría malgastado durante toda su vida lamentándose por tomar tal o cual decisión. Seguro que era muchísimo. Y tenía la impresión de volver otra vez a las andadas.
Gateó por encima del parapeto de madera para llegar hasta el tejado del carruaje, que habían pintado con una capa de brea, y que corcoveaba tanto como el toro que quiere quitarse de encima a un jinete. Se agarró a su parte trasera, cogió el arco que llevaba en bandolera, se apartó de la cara la cabellera que ondeaba al viento y escrutó la meseta.
—Oh, mierda —musitó.
Siete jinetes, tal y como había dicho Temple, que iban ganando terreno. Sólo tenían que seguir al carruaje y esperar a que uno o dos caballos desfallecieran. Clavarles una flecha hubiera sido tan difícil como hacer blanco desde la balsa que se desplaza entre los rápidos de un río y además seguían estando fuera de alcance. Shy no era mala con el arco pero tampoco podía hacer milagros. Entonces, al ver la portezuela practicada en el techo, bajó el arco y se deslizó con manos y rodillas para luego desenvainar la espada y meter su punta por la aldaba del candado. Pero era demasiado robusta. Al comprobar que la pintura de alrededor de las bisagras de la portezuela apenas las cubría, supuso que la madera en las que se asentaban estaría medio podrida, así que metió la punta de la espada cerca de una de las bisagras, la retorció, hizo fuerza con ella y la soltó.
—¿Aún nos siguen? —preguntaba Temple con voz chillona.
—¡Qué va! —respondió ella mientras apretaba los dientes para encajar la espada entre la portezuela y su marco, y así poder arrastrarse—. ¡Ya los he matado a todos!
—¿De veras?
—¡No! ¡Claro que no! —Y avanzó con el trasero por delante cuando la portezuela dejó de estar sujeta por las bisagras. Entonces soltó la espada, completamente doblada, levantó la portezuela con las uñas y se coló por ella, gateando en medio de la oscuridad. En ese momento, el carruaje chocó con algo y traqueteó como si fuera a partirse, arrancándole a Shy de las manos la escalerilla por la que bajaba y haciendo que se golpease con ella.
La luz entraba desde arriba y se filtraba por las rendijas de las diminutas contraventanas del carruaje. Había unos pesados armarios enrejados a ambos lados, protegidos con candados y llenos de arquetas, cajas y alforjas que chocaban unas contra otras, tintineando, dejando escapar los tesoros que guardaban: oro que resplandecía, gemas que chispeaban, monedas que resbalaban hasta el suelo; en suma, el importe de cinco veces el rescate de un rey, más un poco de calderilla para comprarse uno o dos palacios. Shy se sentó encima de dos sacos que crujían con ese sonido que sólo hacen las monedas. Y allí estaba ella, saltando de un armario a otro cada vez que la gemebunda suspensión del carruaje daba un bote, intentando arrastrar el saco que tenía más cerca hacia la línea brillante que alcanzaba a ver entre los dos batientes de la puerta trasera. Aunque pesase una barbaridad, no se dio por vencida, porque en su momento había cargado a la espalda tantos sacos que no iba a permitir que aquel saco la venciese. La habían vencido muchas veces, pero seguía sin gustarle.
Maldiciendo, con el sudor cayéndole a chorros por la frente, tiró de los cerrojos y, agarrándose con fuerza a la reja que tenía al lado, abrió las puertas de una patada. El viento la fustigó, la blanca y brillante vacuidad de la meseta la recibió, la estruendosa silueta de las ruedas y la nieve que éstas lanzaban se mostraron ante ella, así como las negras siluetas de los jinetes que los seguían, para entonces más cerca. Mucho más cerca.
Sacó el cuchillo y rajó el saco. Luego metió la mano y lanzó un puñado de monedas por las puertas, seguido de otro. Después las lanzó a manos llenas, como si fueran las semillas que solía sembrar en su granja. Entonces recordó todo lo que había luchado cuando se dedicaba al bandidaje, lo esclavizada que se sentía cuando era granjera y todo lo que había tenido que regatear como comerciante para obtener una mísera parte de lo que estaba tirando a puñados. El siguiente puñado se lo guardó en el bolsillo, porque, si iba a morir, ¿por qué no hacerlo siendo rica? A continuación siguió lanzando monedas con ambas manos y, cuando el saco se quedó vacío, agarró otro.
Entonces el carruaje encontró un bache y la lanzó de un sitio a otro, de suerte que, tras golpearse en la cabeza con el techo, se quedó desmadejada encima de aquel suelo de madera. Durante un momento, todo le dio vueltas. Cuando todo volvió a su sitio, se levantó y llevó a rastras otro saco hasta las puertas, que no dejaban de abrirse y de cerrarse, echando pestes por el carruaje, el techo y la herida que tenía en la cabeza. Se apoyó en la reja y, con una bota, empujó el saco, que reventó al caer en la nieve, regando de oro toda la llanura.
Un par de jinetes se detuvieron. Uno de ellos, que había desmontado para buscar las monedas a gatas, se perdió rápidamente en la distancia. Pero los demás no se detuvieron, más decididos a perseguirlos de lo que ella había supuesto. Sus esperanzas habían quedado en nada. Casi podía ver el rostro del mercenario que estaba más cerca, agachado encima de su caballo. Sin cerrar las puertas, que siguieron moviéndose a su aire, subió gateando por la escalerilla y se quedó encima del carruaje.
—¿Aún nos siguen? —preguntó Temple, casi chillando.
—¡Sí!
—¿Qué haces?
—¡Echarme una puñetera siesta antes de que lleguen!
El carruaje llegaba a un terreno accidentado, pues la meseta estaba surcada por riachuelos, peñascos y columnas de roca retorcida. La carretera bajó hasta un valle lleno de sombras cuyas abruptas pendientes pasaron rápidamente ante su vista, mientras las ruedas traqueteaban más que nunca. Shy se secó la sangre de la frente con el dorso de una mano para luego deslizarse hasta la parte trasera del vehículo, coger el arco y poner una flecha en él. Y allí se quedó agachada durante un momento, respirando agitada.
Mejor hacerlo que vivir asustada. Mejor hacerlo.
Se levantó. El jinete que iba en cabeza estaba a menos de cinco pasos de las puertas, que seguían abriéndose y cerrándose. Tenía los ojos abiertos como platos, el cabello amarillo y las mejillas sonrosadas por efecto del viento. A ella le pareció haberlo visto en Almenara, escribiendo una carta, llorando mientras lo hacía. Disparó a su caballo en el pecho. El animal echó la cabeza hacia atrás, se enredó con las patas delanteras y caballo y jinete cayeron juntos, dando vueltas uno encima del otro, en una confusión de correas y de avíos. Los demás los evitaron rápidamente mientras ella se agachaba para coger otra flecha. Entonces oyó que Temple murmuraba algo.
—¿Estás rezando?
—¡No!
—¡Pues comienza a rezar!
Apenas subió, una flecha se clavó en la madera muy cerca de ella, donde se quedó vibrando durante unos instantes. Un jinete, negra silueta que se recortaba contra el cielo del extremo del valle, acababa de ponerse a su altura. Apenas veía los cascos de su caballo mientras él, haciendo gala de una gran maestría, se ponía de pie en los estribos y tiraba de la cuerda de su arco nuevamente hacia atrás.
—¡Mierda! —Shy se agachó cuando la saeta pasó velozmente por encima de su cabeza para clavarse en el parapeto del otro lado. Instantes después llegaba otra. Ya podía escuchar a los demás jinetes, que se hablaban a gritos justo detrás del carruaje. Cuando levantó la cabeza para mirar, otra flecha se clavó en la madera, mostrando su hierro apenas a un palmo de su cara, de suerte que volvió a pegarse al techo. Había visto a algunos Fantasmas que eran muy buenos lanzando flechas mientras montaban, pero ninguno lo era tanto como aquel mercenario. Le pareció que no jugaba limpio. Pero el juego limpio jamás había sido una norma que hubiera que respetar cuando se lucha a muerte.
Colocó la flecha, tomó aliento y levantó el arco por encima del parapeto. Cuando la flecha abandonó el arco, Shy se levantó. Sabía que no era tan buena como él, pero no le importaba, porque el caballo era un blanco grande.
Cuando la flecha se hundió entre las costillas del caballo, éste cayó de lado, lanzando de la silla a su jinete, que con un aullido soltó el arco y cayó dando vueltas con el arco y el caballo por la ladera del valle.
—¡Ja! —exclamó Shy, volviéndose a tiempo de ver que un mercenario acababa de subir de un salto al parapeto.
Le echó un vistazo. Era kantic. Entornaba los ojos y enseñaba unos dientes enmarcados por una barba negra mientras empuñaba en cada mano las armas con forma de gancho que debía de haber utilizado para subir al carruaje en marcha. Si no hubiera sido porque estaba decidido a matarla, Shy habría admirado muchísimo aquella hazaña. Pero es evidente que la inminencia de la muerte atenúa la admiración que puedas sentir por un cuerpo.
Le lanzó el arco, que él paró con un brazo mientras le tiraba una estocada con el otro. Como Shy se echó a un lado, la hoja sólo golpeó el parapeto. Luego, cuando intentó herirla de nuevo, lo agarró por el otro brazo y le lanzó un directo a las costillas mientras esquivaba el golpe. Pero se golpeó en un costado al moverse el carruaje. El mercenario retorció la espada curva que se había clavado en la madera del carruaje, pero no pudo liberarla y sacó la mano por la cuerda que la sujetaba a su muñeca. Para entonces, Shy ya había desenvainado su cuchillo y estaba acuclillada, describiendo pequeños círculos en el aire con la punta del mismo. Círculos y más círculos. Ambos se vigilaban, plantando con fuerza las botas en el suelo, muy separadas, y bajando mucho las rodillas, pues si el carruaje amenazaba con hacerles perder la estabilidad a fuerza de traqueteos, el viento los abofeteaba.
—Menudo sitio para un duelo a cuchillo —dijo Shy para sus adentros.
Cuando el carruaje dio una sacudida, el mercenario dio un traspié, apartando la mirada el tiempo suficiente para que Shy, de un salto, levantara el cuchillo como si fuera a clavárselo de arriba abajo. Pero, en lugar de hacerlo, se agachó y le hizo un tajo en una pierna, volviéndose para clavárselo en la espalda, pero el carruaje dio un salto y la lanzó hacia el parapeto, donde cayó con un gruñido.
Cuando se volvió, su contrincante se dirigía hacia ella, rugiendo y tirando tajos al aire, avanzando a tirones a causa de la herida y haciendo eses para evitar otra. Mientras miraba, bizqueando, el brillo del metal, pensó que el tejado del carruaje era tan traicionero como las arenas movedizas. Shy paró el tercer golpe con la hoja de su cuchillo. El acero chirrió contra el acero, dejándole a ella un corte en el antebrazo izquierdo y una manga rajada que ondeó al viento.
Volvieron a enfrentarse, ambos respirando afanosamente, y ambos con cortes de poca importancia, sin que la situación se hubiera decidido. El brazo de Shy cantó de dolor cuando apretó los dedos manchados de sangre y comprobó que aún podía moverlos. Hizo una finta y luego otra, para ver si podía confundir al mercenario, pero éste seguía sobre aviso, agitando su gancho ante Shy como si fuese un anzuelo con el que quisiera pescar un pez, mientras el accidentado valle seguía pasando a toda velocidad por ambos lados.
Cuando el armatoste dio un considerable rebote, Shy perdió el equilibrio por un instante, lanzando un grito mientras caía de costado. El mercenario le lanzó un tajo, pero falló. Ella trató de apuñalarle, pero la hoja sólo le rozó una mejilla. Cuando otro rebote los lanzó a uno contra otro, el mercenario le agarró la muñeca con la mano que tenía libre e intentó clavarle el gancho, pero éste se enredó con la chaqueta de Shy, así que ella le agarró a él por la muñeca y se la retorció. Y aunque aquello no fuera en lo que había estado pensando, no se la soltó. De tal suerte, los cuchillos de ambos siguieron apuntando al cielo, manchados con la sangre del contrario mientras sus dueños se tambaleaban encima del techo del carruaje.
Shy le propinó una patada en la rodilla que le hizo doblarse, pero él tenía más fuerza y, aunque titubeando, paso a paso la empujó hacia el parapeto y comenzó a dominarla al cargar todo su peso. Retorció el cuchillo y logró soltarse, y ambos se gruñeron, mientras la madera rechinaba por el peso y las ruedas se desplazaban por el suelo no muy lejos de la cabeza de Shy, manchándole las mejillas con gotas de barro al tiempo que la cara del mercenario, convertida en una mueca, se acercaba más y más…
Shy se echó hacia delante y clavó los dientes en la nariz del mercenario, mordiéndola cada vez más, hasta que la boca le supo salada por la sangre. Su contrincante rugió, se retorció y se soltó, haciendo que Shy, que acababa de caer hacia atrás, se quedara sin aliento al llegar al parapeto y chocara contra la superficie del carruaje, mientras su cuchillo rebotaba en la carretera con un sonido metálico y ella se agarraba con una mano, sintiendo todas las fibras de su hombro tan tensas como si fueran a rompérsele en cualquier momento.
Finalmente, al ver que la carretera avanzaba a toda prisa más abajo, hizo un requiebro con el cuerpo y se libró de caer. Apretaba los dientes, dejando escapar entre ellos los sonidos propios de un loco y, mientras intentaba agarrarse con la otra mano al parapeto, movía las piernas como si fuesen las aspas de un molino. Pero como no tenía fuerza en la mano, se soltó, de suerte que una de las vertiginosas ruedas agarró una de sus botas y estuvo a punto de arrancársela del pie. Cuando lo intentó por segunda vez, pudo pasar las yemas de los dedos por encima, de suerte que, entre gemidos y quejas, y ya casi sin fuerzas, sintiendo entumecidos todos sus miembros, pudo, finalmente, subir para quedarse tumbada boca abajo.
El mercenario seguía de pie, tambaleándose porque alguien acababa de echarle un brazo alrededor del cuello. Temple. La cara que estaba al lado de aquel brazo era la suya. Los dos hombres gruñían, enseñando los dientes. Entonces Shy arremetió contra el mercenario. Y aunque poco le faltó para caerse, agarró con ambas manos, y con toda su fuerza, el brazo con el que el otro cogía el cuchillo, retorciéndoselo de arriba abajo; y entonces los mofletes de aquel hombre comenzaron a temblar, y la nariz mordida a rezumar sangre, y sus ojos fueron hacia la punta de su cuchillo cuando Shy concentró toda su fuerza en dirigirlo hacia su cuerpo. El mercenario dijo algo en kantic, moviendo la cabeza para uno y otro lado, y repitiendo muchas veces la misma palabra. Pero Shy no estaba de humor para atender ninguna súplica, ni aunque hubiese podido comprender lo que decía. Resolló cuando la punta del cuchillo le cortó la camisa y luego la piel, abriendo la boca cuando la hoja penetró profundamente en su pecho, justo hasta la empuñadura. Cuando Shy se desplomó encima de él, la sangre cubría el techo del carruaje.
Tenía algo en la boca. El extremo de una nariz. Lo escupió y, hablando entre dientes, preguntó a Temple:
—¿Quién conduce?
El carruaje se inclinó. Después escucharon una sacudida, seguida de un chirrido, y Shy salió volando.
Temple gimió mientras se daba la vuelta. Luego abrió los brazos y se quedó contemplando el cielo, disfrutando del frescor de la nieve en el cuello…
—¡Uh! —Se incorporó y comenzó a quejarse por los dolores que sentía. Entonces, con la mirada perdida, observó lo que le rodeaba.
Un cañón poco profundo de paredes jaspeadas, con tierra y nieve acumulada en algunos sitios, por cuya parte central corría la carretera, salpicada con zarzas y piedras sueltas. El carruaje, que estaba volcado una docena de pasos más adelante, había perdido una de sus puertas. La que quedaba colgaba de sus goznes. Una de las ruedas, que hubiera debido encontrarse encima de las dos que se apoyaban en el suelo, había desaparecido. La otra giraba lentamente. El eje se había roto. Los caballos, ciertamente complacidos por la libertad inesperada que les brindaba el accidente, habían abandonado el lugar. Aún podía verlos carretera abajo, perdiéndose en la lejanía.
El sol, que comenzaba a abrirse paso por el fondo del cañón, hacía que el oro, las monedas y las piedras preciosas, el tesoro, en suma, disperso a lo largo de veinte pasos contados desde la parte trasera del accidentado carruaje, brillasen al recibir sus rayos. Shy se sentaba en medio de él.
Temple echó a correr, cayó, se le metió nieve en la boca, escupió una pequeña moneda de oro y luego volvió a caerse. Shy, que intentaba ponerse de pie, pues su chaquetón se había enredado en unas zarzas, seguía sentada cuando Temple llegó a su lado.
—Me he fastidiado una pierna —dijo, apretando los dientes. Y Temple observó que tenía el pelo revuelto y la cara manchada de sangre.
—¿No puedes moverla?
—No. Acabo de decirte que me la he fastidiado.
Temple pasó un brazo alrededor de ella y, con sumo esfuerzo, consiguió levantarse y levantarla consigo, Shy apoyándose en su pierna buena y Temple en las dos suyas, que no dejaban de temblar.
—¿Ya se te ha ocurrido algún plan?
—¿Qué tal si te mato y me escondo dentro de tu cadáver?
—Pues no está mal. —Estudió los dos lados del cañón para ver si encontraba alguna manera de salir de allí y, tirando de Shy, echó a andar en busca de un sitio mejor; él a punto de caerse, ella dando saltitos, y ambos resollando por el dolor y el esfuerzo. Aquella escena hubiera parecido cómica de no ser porque sus colegas de antaño estaban cerca.
—Lamento haberte metido en esto —dijo Shy.
—Yo mismo me metí. Hace mucho tiempo. —Se agarró a una zarza que cedió, lanzando una lluvia de tierra que se le metió por la boca.
—Déjame y huye —dijo Shy.
—Es una oferta tentadora… —Temple seguía mirando para ver si podía encontrar algún camino más arriba—. Pero ya sucumbí a ella en cierta ocasión y no salió bien. —Se agarró a unas raíces que soltaron gravilla. La pendiente era tan poco segura como lo había sido a lo largo de toda su existencia—. Intento no repetir un día tras otro los mismos errores…
—¿Y cómo te va? ¿Lo consigues? —preguntó ella, refunfuñando.
—Podría irme mejor. —El borde apenas se encontraba a dos pasos más arriba, pero le hubiera dado lo mismo que si hubiese estado a más de un kilómetro, porque no había manera de…
—¡Eh, eh, Temple!
Un jinete llegaba al paso por la carretera, avanzando entre las dos roderas dejadas por el carruaje. Aunque estuviese mucho más delgado que cuando habían salido de Starikland, lo reconoció. Era Brachio. Se detuvo a cierta distancia de ellos. Luego, cargando todo su peso en el pomo de la silla de montar, habló en estirio.
—Menuda persecución. No pensaba que fueses en el carruaje.
—¡Capitán Brachio! ¡Dichosos sean los ojos! —Temple se volvió para interponerse entre Shy y el mercenario. Fue una patética muestra de galantería que le hizo ruborizarse. Pero cuando ella le cogió con fuerza de la mano y sintió sus dedos, que estaban pegajosos por la sangre que tenía en ellos, se sintió agradecido, aunque sólo lo hubiera hecho para guardar el equilibrio.
La tierra seguía moviéndose bajo sus pies. Cuando miró a su alrededor, descubrió más arriba a otro jinete que empuñaba una ballesta cargada. Entonces fue consciente de que se le aflojaban las rodillas. Dios, cuánto le hubiera gustado ser un poco más valiente. Aunque sólo hubiese sido en aquellos momentos, quizá los últimos de su vida.
Brachio hizo avanzar indolentemente a su caballo.
—Le dije al Viejo que no se fiase de ti, pero no me hizo caso, porque eras como la niña de sus ojos.
—Bueno, no es fácil encontrar a un buen abogado. —Temple miró a su alrededor como si la manera de salir de aquella situación fuese a materializarse de repente. Nada. Intentó que su voz cascada sonara más convincente—. Llévanos ante Cosca y quizá pueda arreglarlo…
—No es posible. Cosca está de camino y me parece que quiere que todo esté arreglado cuando llegue. —Cuando Brachio desenvainó su espadón con un sonido de acero, los dedos de Shy apretaron con más fuerza los de Temple. Aunque no entendiera lo que decían, sí que comprendía su significado—. Por si te lo estabas preguntando, eso quiere decir que vais a morir.
—Sí, me di cuenta en cuanto desenvainaste la espada. Pero gracias por la aclaración —dijo Temple con voz cascada.
—Era lo menos que podía hacer por ti. Me gustas, Temple. Siempre me gustaste. Eres una persona fácil de querer.
—Aun así, vas a matarme.
—Lo dices como si me quedase otra opción.
—Yo tengo la culpa. Como siempre. Sólo que… —Temple se pasó la lengua por los labios, se soltó de Shy y miró directamente a los cansados ojos de Brachio. Pero sólo vio en ellos que estaba dispuesto a hacer lo que había dicho— suponía que podrías dejar libre a la chica. Eso sí que puedes hacerlo.
Brachio miró muy serio a Shy, que acababa de sentarse junto al borde y guardaba silencio, y dijo:
—Me gustaría hacerlo. Lo creas o no, no me agrada en absoluto matar a una mujer.
—Claro que no. No te gustaría volver al lado de tus hijas con esa carga encima. —Sintiéndose incómodo, Brachio movió los hombros, haciendo que los cuchillos que cruzaban su barriga se moviesen. Al ver que había dado en el blanco, Temple decidió aprovecharlo. Así que se hincó de rodillas en la nieve, juntó las manos con fuerza y comenzó a rezar en silencio. No por él, sino por Shy—. Todo lo sucedido fue idea mía. Sólo mía. Yo la metí en esto. Ya sabes lo convincente que puedo llegar a ser. A ella, pobrecilla, se la engaña tan fácilmente como a un niño. Suéltala. Te sentirás mejor cuando emprendas el viaje de regreso. Suéltala. Te lo ruego.
Brachio enarcaba las cejas.
—Todo esto resulta conmovedor. Pensaba que le echarías la culpa de todo.
—Pues a mí sí que me conmueve un poquito —reconoció el que tenía la ballesta.
—No somos monstruos —dijo Brachio, acercándose más a él mientras derramaba unas pocas lágrimas por su ojo legañoso. El otro seguía tan seco como siempre—. Pero intentó robarnos, fuera quien fuese el que le metió esa idea en la cabeza. Y luego están todos los problemas que nos ha causado su padre… Así que no. Cosca no lo comprendería. Además, no podrías pagarme el favor, ¿no te parece?
—Es cierto —musitó Temple—. No lo había pensado. —Intentaba encontrar algo que decir para, al menos, retrasar lo que era inevitable y disponer de un poco más de tiempo. Qué extraño. No parecía disfrutar mucho mintiendo—. ¿Serviría de algo decir que estaba muy borracho?
—Todos lo estábamos. —Brachio disentía con la cabeza.
—¿Y que tuve una infancia asquerosa?
—Mi mamá solía dejarme encima de un aparador.
—¿Y una madurez asquerosa?
—¿Y quién no la tiene? —El caballo de Brachio avanzó unos pocos pasos, cubriendo a Temple con su enorme sombra—. Vamos, levantaos. Acabaremos enseguida. —Y movió el hombro que se terminaba en su espada—. Todos queremos que salga bien a la primera.
Temple miró a Shy, que, tan cansada y cubierta de sangre como antes, seguía sentada.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros, sintiéndose derrotado. Ella asintió, tan derrotada como él. Daba la impresión de que hubiera desistido de luchar. Temple miró al cielo, parpadeando, y luego bajó la mirada. Era un cielo de lo más corriente, grisáceo. Si había un Dios, debía de ser un banquero sin sentido del humor. Un tipo frío y pedante que tachaba los asientos de sus deudas en algún libro de cuentas cósmico. Pues todos los que habían recibido algo de él al final acababan devolviéndoselo con creces.
—No es nada personal —dijo Brachio.
Aunque Temple cerrase los ojos, el sol seguía insinuándose a través de sus párpados cuando dijo:
—Aun así, insistes en saldar personalmente esta cuenta.
—No queda más remedio.
Entonces escuchó un sonido parecido al de un resorte metálico. Hizo una mueca. Siempre había pensado que se enfrentaría a la muerte con algo de dignidad, tal y como había hecho Kahdia. Pero para mostrar algo de dignidad, antes uno tiene que practicar con ella, lo que Temple nunca había hecho. Por tanto, nada pudo impedir que se encogiese mientras se preguntaba cuánto le dolería la cabeza cuando se la cortara. Luego escuchó un par de chasquidos y un gruñido, y entonces se encogió aún más. ¿Cómo hubiese podido evitarlo? El caballo de Brachio resolló, piafando, y luego escuchó el ruido de metal que hace una espada al caer al suelo.
Temple abrió un ojo. Brachio miraba al suelo, sorprendido. Tenía clavada una flecha en el cuello y dos más en el pecho. Cuando abrió la boca, las palabras que intentaba pronunciar se convirtieron en sangre que le manchó la pechera de la camisa. Luego, lentamente, comenzó a ladearse en la silla y terminó por caer boca abajo al suelo, muy cerca de las botas de Temple, con un pie aún metido en el estribo.
Temple miró a su alrededor. El hombre de la ballesta había desaparecido. Su montura paseaba tranquilamente, sin jinete, en la parte superior de la pared del cañón.
—Menuda sorpresa —dijo Shy, que casi no podía ni hablar.
Se acercaba un jinete. Montado en la silla, con las manos cruzadas alrededor del pomo, su rostro huesudo se enmarcaba en una corta cabellera que ondeaba al viento. Era Corlin.
—Agradable, supongo.
—Por los pelos. —Shy agarró la mano de Temple, que parecía muerta, y tirando con fuerza de ella se levantó—. Pero justo a tiempo.
Unos caballos aparecieron a ambos lados del valle, todos con sus correspondientes jinetes, unas tres docenas de hombres y de mujeres bien armados, y algunos de ellos con armadura. Jóvenes y mayores, algunos conocidos de cuando había estado en Arruga, y otros desconocidos. Tres o cuatro llevaban ballestas cargadas. Aunque no apuntasen directamente con ellas a Temple, tampoco parecían apuntar en una dirección determinada. Varios tenían sus desnudos antebrazos llenos de tatuajes: Abajo la Unión. Muerte al Rey. ¡Levantaos!
—Rebeldes —susurró Temple.
—Siempre tuviste la virtud de manifestar lo obvio. —Corlin se deslizó de la silla, soltó del estribo la bota de Brachio y dio la vuelta con un pie a su cadáver, que, con la cara llena de barro, se quedó con los ojos abiertos mirando al cielo—. ¿Cómo va ese brazo?
Shy se subió la destrozada manga con los dientes para mostrarle un corte alargado del que manaba sangre que le manchaba los dedos de la mano. A Temple se le aflojaron las rodillas nada más verlo. Le sorprendía que todavía siguiera de pie.
—Aún sangra.
—Es como si la escena se repitiese, ¿no te parece? —dijo Corlin, sacando una venda del bolsillo y mirando a Temple con sus ojos de azul intenso mientras rodeaba con la venda el brazo de Shy. Si no hubiera sido porque ya había perdido los nervios, Temple se habría sentido muy nervioso al constatar una vez más que aquella mujer no parpadeaba—. ¿Dónde está mi tío?
—En Almenara —respondió con voz cascada. Los rebeldes ya habían desmontado y llevaban sus monturas hacia las empinadas pendientes del cañón, llenándolo todo de polvo.
—¿Con vida?
—No lo sabemos —dijo Shy—. Se enteraron de que era Conthus.
—¿Ah, sí? —Corlin cogió a Temple una mano inerte para que apretara con ella la muñeca de Shy—. Aprieta con fuerza. —Y entonces comenzó a desabrocharse el chaquetón.
—Lamb volvió para rescatarlo, pero se metieron en problemas. Entonces nos llevamos el carruaje. Sweet provocó una estampida para darnos algo de… tiempo.
Corlin acabó de quitarse el chaquetón y se lo pasó a su caballo por el cuello, mostrando unos brazos nervudos que desde los hombros hasta las muñecas estaban llenos de letras, palabras y consignas.
—Yo soy Conthus —declaró, sacando un cuchillo de su cinturón.
Una pausa.
—Oh —dijo Temple.
—Ah —dijo Shy.
Corlin, o Conthus, cortó la venda con un simple movimiento del cuchillo y luego la aseguró con un imperdible. Sus entornados ojos se dirigieron hacia lo que quedaba del carruaje, deteniéndose en el oro que chispeaba en la nieve.
—Al parecer, nos habéis traído un poco de dinero.
—Sólo un poco. —Temple se aclaró la garganta—. Los honorarios de los abogados se han disparado últimamente…
—Cogeremos un par de caballos. —Shy se soltó de la mano de Temple y movió los dedos—. Nicomo Cosca no debe de andar muy lejos.
—No puedes evitar meterte siempre en problemas, ¿verdad? —Corlin dio una palmada en el cuello al caballo de Brachio—. Pues resulta que tenemos dos libres. Pero no son gratis.
—¿Vas a regatear conmigo?
—¿Contigo? No lo creo. Digamos que es una contribución muy generosa a la liberación de Starikland. —Hizo una señal a sus seguidores, y éstos se acercaron rápidamente al carruaje, llevándose de él los sacos y las alforjas. Un chico muy alto estuvo a punto de tirar a Temple cuando le golpeó con un hombro. Algunos se pusieron a gatas para recoger todo el oro que se había desparramado por el interior del vehículo. Otros se metieron dentro de él para romper las verjas y las cajas, de suerte que el tesoro del dragón fue robado por tercera vez en el transcurso de una semana.
Como poco antes Temple había sido rico hasta más allá de los sueños de cualquier avaro y unos instantes después había estado a punto de perder, literalmente, la cabeza, consideró que quejarse por el desenlace de los acontecimientos habría sido un despropósito. Por eso replicó:
—Una noble causa. Servíos a vuestro gusto.