De vuelta

De vuelta

—¡Ese puto cabrón! —decía Sweet, golpeando con una vara la rama que colgaba sobre el camino y recibiendo una lluvia de nieve—. ¡Ese jodido de Pollacomo Melacasca[9]! ¡Ese bastardo y viejo cabrón!

—Me parece que eso lo has dicho antes —musitó Shy.

—Dijo «puto cabrón» —afirmó Roca Llorona.

—Me he confundido —dijo Shy—. Son dos cosas muy diferentes.

—¿No querrás joderme llevándome la contraria? —replicó Sweet.

—Claro que no —respondió Shy—. Por supuesto que es un redomado cabrón.

—Mierda… joder… mierda… joder… —Sweet azuzó a su caballo y golpeó los troncos de los árboles cuando pasó junto a ellos, por la rabia que sentía—. ¡Me desquitaré de ese bastardo comido por los gusanos, ya veréis!

—Déjalo estar —rezongó Lamb—. No puedes cambiar las cosas. Tienes que ser realista.

—¡Me robó mi maldito retiro!

—Aún respiras, ¿no es cierto?

—Eso es fácil de decir. —Sweet le miraba con cara de malas pulgas—. ¡Nunca perdiste una fortuna!

—He perdido muchas cosas. —Lamb le echó una mirada asesina.

Sweet cerró la boca por un instante, volvió a decir «¡joder!» por última vez y lanzó la vara entre los árboles.

Reinaba una calma fría y agobiante. Las llantas de hierro del carro de Majud chirriaban, alguna pieza suelta del aparato de Curnsbick, que estaba en la parte de detrás, cubierto con una lona, golpeteaba, y los cascos de los caballos aplastaban la nieve de la carretera, llena de roderas por la gente que salía de Arruga para hacer negocio a cuenta de los mercenarios. Pit y Ro estaban echados en la parte trasera, tapados con una manta, con las caras juntas, durmiendo apaciblemente. Shy observó que se movían lentamente cada vez que el eje del carro se desplazaba.

—Creo que lo conseguimos —comentó ella.

—Sí —dijo Lamb, aunque no parecía muy contento—. Eso creo yo también.

Doblaron otro largo recodo y la carretera dejó de subir y bajar entre montañas para descender de manera uniforme, pasando cerca de un torrente medio helado por cuyas orillas corría el agua clara.

Aunque Shy no tuviera muchas ganas de hablar, como era de esas personas que necesitan librarse de los pensamientos que les rondan por la cabeza, decidió decir lo que le estaba dando vueltas por ella apenas salir de Almenara.

—Lo van a destrozar ¿verdad? En el interrogatorio.

—¿Te refieres a Savian?

—¿A quién si no?

—Supongo que sí. —La mejilla de las cicatrices se le contrajo un poco.

—No pinta bien.

—Como todo.

—Me salvó.

—Sí.

—Te salvó.

—Es cierto.

—¿Y vamos a dejarlo solo para que lo jodan vivo?

A Lamb se le volvió a contraer la cara y apretó con fuerza las mandíbulas mientras miraba, ceñudo, el paisaje que desfilaba ante él. A medida que las montañas quedaban atrás, los árboles comenzaron a escasear. La luna llena se recortaba contra el cielo salpicado de estrellas, llenando con su luz la meseta, cuya vasta extensión de tierra seca y matojos, medio oculta por la nieve que brillaba, no parecía que pudiese albergar ningún tipo de vida. En mitad de ella, tan recta como el filo de una espada, la franja blanca de una antigua carretera imperial, una cicatriz en el terreno que apuntaba hacia Arruga, se encajaba entre las apretadas colinas que se extendían hasta el horizonte.

El caballo de Lamb aminoró la marcha para ponerse al paso y luego se detuvo.

—¿Quieres que hagamos un alto? —preguntó Majud.

—Me dijiste que siempre serías mi amigo —respondió Lamb.

El comerciante pestañeó.

—Y lo dije en serio.

—Quiero que sigas. —Lamb se volvió en la silla para mirar hacia atrás. A su espalda, en algún lugar situado en lo alto de las sinuosas y arboladas colinas, acababa de percibir la luz de un fuego. La enorme hoguera que los mercenarios habían hecho en el centro de Almenara para iluminar sus festejos—. Tienes una buena carretera y mucha claridad. Si viajas toda la noche sin parar, mañana, poco antes del anochecer, llegarás a Arruga.

—¿Por qué tanta prisa?

Lamb respiró profundamente, miró el cielo estrellado y, con un suspiro que más parecía un gruñido, expulsó el aire, que se condensó enseguida.

—Porque tendremos problemas.

—¿Vamos a regresar? —preguntó Shy.

—Tú no. —La sombra del sombrero ocultó su rostro cuando la miró con ojos brillantes—. Yo sí.

—¿Cómo?

—Vosotros os lleváis a los niños, y yo regreso.

—Todo este tiempo sabías que ibas a volver ¿verdad?

Lamb asintió.

—Sólo querías que estuviésemos lejos.

—He tenido muy pocos amigos. De hecho casi ninguno. Podría contarlos con los dedos de una mano. —Levantó la mano izquierda y miró el muñón del dedo que le faltaba—. Incluso con los de ésta. Así tiene que ser.

—No tiene por qué ser así. No dejaré que vayas solo.

—Sí que me dejarás. —Acercó su caballo lo suficiente para poder mirarla a los ojos—. ¿Sabes lo que sentí cuando, tras bajar de aquella colina, vi que habían quemado la granja? ¿Lo primero que sentí, antes de que el miedo y la ira me dominasen?

Shy tragó saliva, sintiendo la boca súbitamente seca, pues no quería responder, pero tampoco conocer la respuesta.

—Alegría —susurró Lamb—. Alegría y alivio. Porque sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Lo que tenía que ser. Sabía perfectamente que debía poner fin a diez años de mentiras. Shy, un hombre tiene que ser lo que es. —Volvió a mirar su mano y cerró los cuatro dedos—. No… siento el mal dentro de mí. Pero las cosas que he hecho, ¿cómo las llamarías?

—Tú no eres malvado —dijo ella en voz baja—. Sólo eres…

—Si no hubiese sido por Savian, te habría matado en aquellas cuevas. A ti y a Ro.

Shy tragó saliva. Lo sabía demasiado bien.

—Y si no hubiese sido por ti, no hubiéramos podido rescatar a los niños.

Lamb miró a Ro, que pasaba un brazo alrededor de Pit. La pelusa que le cubría la cabeza se estaba oscureciendo y casi le tapaba el arañazo de la cabeza. Los dos habían cambiado mucho.

—¿De veras crees que los rescatamos? —preguntó, y su voz sonó ronca—. A veces pienso que fuimos nosotros quienes se perdieron.

—Yo sigo siendo la que era antes.

Lamb asintió, pero sin mirarla. A Shy le pareció que los ojos le brillaban porque estaba a punto de llorar.

—Tú quizá lo seas. Pero yo no estoy seguro de poder volver a encontrarme. —Se inclinó en la silla de montar y la abrazó—. Te quiero. Y también los quiero a ellos. Pero ese amor es un peso que debo llevar conmigo. Te deseo la mejor de las suertes, Shy. De veras. —Y entonces la soltó, dio media vuelta a su caballo y se alejó, siguiendo el rastro que habían dejado y que le llevaría de vuelta hasta los árboles, las colinas y lo que había más allá.

—¿Qué demonios pasó con eso de ser realista? —le preguntó Shy, a gritos.

Lamb se detuvo un instante, una silueta solitaria en el claro de luna.

—Siempre me pareció buena idea, pero, para ser honesto, creo que, en mi caso, nunca funcionó.

Shy se dio la vuelta lentamente, sintiéndose entumecida. Y avanzó por la meseta, siempre siguiendo al carro, a los trabajadores de Majud, a Sweet y a Roca Llorona, mirando la blanca carretera que tenía delante, pero sin ver nada, lamiendo con la punta de la lengua el hueco que tenía entre los dientes y sintiendo el frío aire de la noche en el pecho cada vez que respiraba. Frío y vacuidad. Pensando en lo que Lamb le había dicho. En lo que ella le había dicho a Savian. Pensando en la larguísima distancia que había recorrido durante los últimos meses y en los peligros a los que se había enfrentado para llegar tan lejos, sin saber si lo conseguiría. Así tenía que ser.

El problema venía a ser que, cuando la gente le decía a Shy cómo tenían que ser las cosas, ella comenzaba a pensar en hacerlas de otra manera.

Cuando el carro pasó por encima de un bache, Pit se despertó por el golpe. Se incorporó, parpadeó, miró a su alrededor y preguntó:

—¿Dónde está Lamb?

Y Shy aflojó las riendas y puso su caballo al paso, para luego entrar y sentarse a su lado.

Majud le echó una mirada por encima del hombro.

—¡Lamb dijo que no nos detuviéramos!

—¿Siempre haces lo que te dice? ¿Acaso es tu padre?

—Supongo que no —respondió el comerciante, tirando de las riendas.

—Pero sí que es el mío —musitó Shy. Por fin lo comprendía. Quizá no fuese el padre que quería, pero seguía siendo el único que había tenido. El único que los tres habían tenido. Ya tenía bastantes remordimientos para vivir con otro más.

—Tengo que volver —dijo.

—¡Es una locura! —dijo Sweet, que cabalgaba cerca de ella—. ¡Una maldita locura!

—No lo dudo. Y tú vendrás conmigo.

Silencio.

—¿Ignoras que nos estarán esperando más de cien mercenarios, todos ellos asesinos…?

—El Dab Sweet del que hablan las historias no se habría asustado por unos cuantos mercenarios.

—Por si no lo sabes, el Dab Swet del que hablan las historias no es muy parecido al que ahora lleva puesto encima este abrigo.

—Había oído que sí lo era. —Se acercó a él y cogió su caballo por las riendas—. Que era todo un hombre.

—Es cierto —dijo Roca Llorona, asintiendo lentamente.

Sweet miró malhumorado a la vieja Fantasma y luego a Shy y, entonces, paulatinamente, se derrumbó en la silla de montar y comenzó a rascar su barba encanecida.

—Solía serlo. Cuando eres joven, los sueños siempre van por delante de ti. Y nunca sabes por qué. Un día eres algo muy prometedor y lleno de desafíos, y te sientes tan grande que el mundo te parece demasiado pequeño para vivir en él. Y entonces, antes de que te des cuenta, te has hecho viejo y comprendes que todo lo que pensabas hacer quedará en nada. Todas aquellas puertas que te parecían demasiado grandes para pasar por ellas ya se han cerrado. Sólo sigue abierta una, y sabes que no te llevará a ningún sitio. —Se quitó el sombrero para rascarse la blanca cabellera con sus uñas llenas de mugre—. Pierdes el valor. Y después de que lo pierdes, ya no sabes encontrarlo. Estoy asustado, Shy Sur. Y cuando estás asustado, ya no hay vuelta atrás, no hay…

Shy le agarró por el abrigo de piel y lo acercó a ella.

—No voy a abandonar de esta manera, ¿me estás escuchando? ¡Joder! ¡No lo voy a permitir! Ahora necesito al malnacido que mató un oso pardo con sus propias manos en la cabecera del Sokwaya, le guste o no. ¿Me has oído, vieja cagarruta?

—Te oigo. —Sweet parpadeó durante un instante.

—¿Y bien? ¿Quieres arreglar tus diferencias con Cosca o prefieres pasar lo que te queda de vida maldiciendo?

Roca Llorona se había acercado hasta ellos.

—Quizá deberías hacerlo por Leef —dijo—. Y por todos los que se quedaron en las llanuras.

Sweet se quedó mirando un largo rato su rostro curtido por la intemperie, y, por algún motivo, su mirada pareció extraña y atormentada. Entonces torció los labios en un rictus y le preguntó:

—¿Cómo es posible que tu rostro siga pareciéndome tan hermoso después de tanto tiempo?

Roca Llorona se limitó a encogerse de hombros, como si sus palabras sólo expusieran lo evidente, y se metió la pipa en la boca, apretándola con fuerza.

Sweet se enderezó y apartó la mano de Shy. Se alisó el abrigo. Se agachó y escupió. Luego, entornando los ojos y mirando a Almenara en la lejanía, echó la barbilla hacia delante y dijo:

—Si me matan, merodearé alrededor de ese culo huesudo tuyo por el resto de tu vida.

—Si te matan… no creo que mi vida pueda durar mucho más tiempo. —Shy se dejó caer de la silla y caminando con dificultad por las piernas entumecidas se acercó hasta el carro para ver a Ro y a Pit—. Tengo que ocuparme de un asunto —dijo, poniendo despacio sus manos en los hombros de los niños—. Seguiréis con Majud. Aunque sea un poquito gruñón, es muy buena persona.

—¿Adónde vas? —preguntó Pit.

—Me he olvidado una cosa.

—¿Tardarás mucho?

—Creo que no. —Shy esbozó una sonrisa—. Lo siento, Ro. Siento mucho todo lo que ha pasado.

—Yo también —dijo Ro. Al menos ya era algo. Era todo lo que podría sacar de ella.

Tocó a Pit en una mejilla. Apenas una caricia con las yemas de los dedos.

—Os veré en Arruga. Casi ni os daréis cuenta de que me he ido.

Ro sorbió por la nariz, adormilada y molesta, y no quiso mirarla a los ojos, mientras que Pit se la quedó mirando con la cara surcada de lágrimas. Se preguntó si, realmente, volvería a verlos en Arruga. La locura era llegar hasta allí para dejar que se fueran, como decía Sweet. Pero no era el momento de dilatar la despedida. En ocasiones, como Lamb solía decir, es mejor hacer lo que sea que no hacerlo y vivir con miedo.

—¡En marcha! —exclamó, dirigiéndose a Majud antes de que volviera a cambiar de parecer. Majud asintió, tiró de las riendas y el carro se puso en marcha.

—Es mejor hacerlo —susurró al cielo nocturno, y luego gateó hasta la silla, hizo dar media vuelta a su caballo y lo azuzó con los talones.