Codicia

Codicia

Era una alegre compañía cuyos miembros reían, sonreían, se felicitaban unos a otros por lo que habían hecho o comparaban los trofeos de oro y de sangre que habían robado a los muertos. Si Ro había pensado tiempo atrás que no volvería a ver en su vida a un hombre peor que Grega Cantliss, a cada sitio que mirase en aquellos momentos los veía mucho peores. El que había cogido la gaita de Akarin tocaba tontamente una jiga de tres notas cuyo ritmo seguían algunos, bailando y haciendo cabriolas valle abajo con las ropas manchadas con la sangre de la familia de Ro.

Salían de una Ashranc en ruinas tras destrozar las tallas, convertir los Árboles del Corazón en rescoldos humeantes, pasar la gubia por los paneles de bronce e incendiar la Casa Larga con los carbones sagrados que ardían en su hogar, dejando todo ello mancillado con la impronta de la muerte. Incluso habían saqueado las cuevas más sagradas y volcado el Dragón para robar con mayor facilidad las monedas que conformaban su lecho, dejándolo encerrado en su caverna y volando el puente que conducía hasta él con un polvo que ardía, el cual hizo estremecerse la mismísima tierra por el horror que le provocó tamaño sacrilegio.

—Lo mejor es asegurarse —había dicho aquel asesino llamado Cosca, y luego, inclinándose hacia el viejo que se llamaba Savian, preguntó—: ¿Encontró a su chico? Mi notario rescató a varios niños. Desconocía esa faceta suya.

Savian denegó con la cabeza.

—Una pena. ¿Lo seguirá buscando?

—Me había prometido a mí mismo llegar sólo hasta aquí. No lo buscaré más.

—Bien. Todos tenemos un límite, ¿no cree? —y le dio una palmada amistosa en el hombro para, acto seguido, acariciar a Ro debajo de la barbilla mientras le decía—: ¡Anímate, el cabello te crecerá enseguida!

Y Ro le miró mientras se iba, deseando tener el coraje, o la presencia de ánimo, o la ira necesaria, para coger un cuchillo y clavárselo, o arañarle con las uñas, o morderle en la cara.

Aunque abandonaron la ciudad a buena marcha, no tardaron en ir más despacio, cansados, irritados y empachados por la destrucción que habían cometido. Agachados y sudando por el peso de su saqueo, pues sus mochilas y bolsillos, llenos de monedas, estaban a punto de reventar. No tardaron en pelearse entre sí, en maldecir y en discutir por naderías. Uno le quitó la gaita a quien la llevaba y la destrozó contra una roca, y el otro le golpeó, de suerte que el enorme negro tuvo que separarlos y hablarles de Dios, dándoles a entender que Él los estaba mirando, y entonces Ro pensó que, si Dios lo veía todo, por qué iba a estar mirándolos, precisamente, a ellos.

Shy hablaba sin parar, muy diferente de cómo era antes. Tan decaída, pálida y cansada como la vela que se ha consumido hasta la mecha, y tan llena de contusiones como un perro apaleado, tanto que Ro apenas la reconocía. Era como una mujer que en cierta ocasión había visto en sueños. Una pesadilla. Parloteaba de manera alocada y nerviosa bajo la máscara de una sonrisa. Les pedía a los nueve niños que le dijeran cómo se llamaban, y algunos de ellos le decían los nombres antiguos y otros los nuevos, casi sin saber ya quiénes eran en realidad.

Shy se agachó delante de Evin cuando él le confesó su nombre, y entonces le dijo:

—Tu hermano Leef nos acompañó durante algún tiempo. —Se tapó la boca con el dorso de la mano, y Ro vio que estaba a punto de llorar—. Murió en las llanuras. Y lo enterramos en un buen sitio, supongo. Tan bueno como el que acabas de dejar. —Y entonces le puso a Ro una mano en el hombro y dijo—: Quería traerte un libro o algo, pero… no encontré nada. —Y Ro no pudo comprender por qué aquel mundo en el que había libros le parecía tan inconsistente que casi lo había olvidado, mientras que los rostros de los muertos le parecían tan cercanos y reales—. Lo siento… hemos tardado mucho. —Shy la miró con las lágrimas a punto de brotar por sus rosados párpados y añadió—: Di algo, por favor.

—Te odio —dijo Ro, empleando la lengua del Pueblo del Dragón para que no la entendiese.

El hombre moreno que se llamaba Temple la miró con tristeza y dijo, en la misma lengua que ella había utilizado:

—Tu hermana ha hecho un viaje muy largo para encontrarte. Durante meses fuiste lo único en que pensaba.

—No tengo ninguna hermana —replicó Ro—. Díselo.

Temple denegó con la cabeza y dijo:

—Díselo tú.

Durante todo ese tiempo, el viejo norteño los había estado observando. Aunque tuviese los ojos bien abiertos, era como si mirase a través de ella, como si viera algo espantoso que se encontraba a lo lejos, y Ro recordó el momento en que la había dominado con toda su estatura, riéndose con aquella sonrisa malvada, y recordó a su padre, que había dado la vida por ella. Y entonces se preguntó quién podía ser aquel asesino silencioso que se parecía tanto a Lamb. Y cuando los cortes de su cara comenzaron a sangrar, Savian se sentó a su lado para cosérselos y dijo:

—Al final, los del Pueblo del Dragón apenas parecían demonios.

Y el hombre que se parecía a Lamb, que ni siquiera parpadeaba mientras la aguja le taladraba la piel, contestó:

—Los auténticos demonios son los que llevamos dentro.

Cuando Ro estaba echada en medio de la oscuridad, por más que se metiera los dedos en los oídos, no dejaba de escuchar los gritos interminables de Hirfac mientras la asaban en las placas que servían para cocinar, y seguía viendo el rostro sereno y digno de Ulstal cuando lo empujaban con lanzas por lo alto del precipicio y él caía sin lanzar un grito, y los cadáveres destrozados que se amontonaban más abajo, para entonces convertidos en carroña, de aquellas personas buenas con las que había reído, todas ellas con su propia sabiduría y era incapaz de comprender aquel derroche de vidas. Y aunque comprendiese que debía odiar a aquellos Intrusos con todas sus fuerzas, sólo sentía cansancio y abatimiento, como si estuviera tan muerta como aquella familia suya amontonada al pie del precipicio, como aquel padre suyo al que le habían partido la cabeza, como Gully, que, ahorcado, se mecía en el árbol.

A la mañana siguiente, varios hombres habían desaparecido junto con parte del oro y de las provisiones. Unos dijeron que habían desertado, otros que los espíritus nocturnos los habían seducido, y unos pocos que habían muerto a manos de los escasos supervivientes del Pueblo del Dragón, que los seguían para vengarse. Mientras discutían acerca de lo sucedido, Ro contempló Ahsranc en la lejanía, cubierta por la mortaja de nubes bajo el cielo azul claro, y sintió que acababan de secuestrarla de su hogar por segunda vez, así que metió la mano por debajo de su túnica para tocar la escama de dragón que le había entregado su padre, sintiendo su frialdad sobre la piel. Cerca de ella, subida en una roca, la mujer Fantasma fruncía el ceño.

—Muchacha, mirar demasiado al pasado trae mala suerte —le dijo el viejo llamado Sweet, aunque Ro calculaba que la Fantasma mujer debía de tener al menos cincuenta años, porque sólo unos pocos cabellos rubios asomaban entre la maraña gris que se sujetaba con un trapo.

—No me siento tan bien como esperaba —dijo la Fantasma.

—Cuando uno se pasa media vida esperando a que suceda algo, cuando sucede, la realidad nunca suele estar a la altura de las expectativas.

Ro vio que Shy la observaba, para acto seguido mirar al suelo, echar los labios hacia atrás y escupir por el hueco que tenía entre los dientes. Un recuerdo se coló entonces por su mente, el de Shy y Gully jugando a quién metía antes un escupitajo en un cuenco, mientras ella y Pit reían y Lamb observaba y sonreía. Y, sin saber por qué, Ro sintió una punzada en el pecho y apartó la vista.

—Quizá el dinero te haga sentir mejor —decía Sweet.

—Un necio rico sigue siendo un necio —replicó la vieja Fantasma—. Ya lo verás.

Cansados de esperar a los amigos que habían desaparecido, los mercenarios prosiguieron su camino. Como las botellas comenzaron a correr entre sus filas, la borrachera, el calor y el peso del botín les obligaron a avanzar más despacio entre las rocas, maldiciendo y quejándose, pero sin soltar la carga, como si el oro fuese más importante que su carne y su resuello. Y cuando algunos comenzaron a dejar tras de sí una estela de objetos sin valor que relucía como el rastro de baba del caracol, no faltaron otros que los recogieron, para volver a dejarlos apenas dos kilómetros más adelante. Por la noche volvió a desaparecer más comida y agua, y se pelearon por lo que quedaba, de suerte que un mendrugo de pan comenzó costando su peso en oro para luego valer diez veces más, y media botella de licor se pagaba con una piedra preciosa. Cuando un mercenario mató a otro por una manzana, Cosca ordenó que lo ahorcaran. Y atrás quedó, balanceándose, con las cadenas de plata tintineando alrededor de su cuello.

—¡Hay que mantener la disciplina! —decía Cosca con voz tonante, yendo de un lado para otro a lomos de su infortunado caballo. Y Pit, a quien Lamb llevaba encima de sus hombros, sonreía, y Ro cayó en la cuenta de que no le había visto sonreír en mucho tiempo.

Luego dejaron los lugares sagrados y llegaron al bosque, y la nieve comenzó a caer y luego a cuajar, y el calor que les proporcionaba el Dragón se desvaneció, y el frío comenzó a morderlos con fuerza. Cuando los árboles se hicieron más gruesos y más altos, Temple y Shy sacaron pieles para los niños. Varios mercenarios que habían tirado sus chaquetones para poder llevar encima más oro temblaban en el mismo sitio en que, a la ida, habían comenzado a sudar, y sus maldiciones se condensaban a causa del frío mientras la niebla se pegaba a sus talones.

Encontraron a dos hombres muertos entre los árboles, les habían disparado una flecha en la espalda mientras defecaban. Las mismas flechas que los mercenarios habían dejado en Ashranc para meter parte del botín en sus aljabas.

Enviaron a varios hombres para buscar, y matar, a los responsables, pero, como no regresaron, los demás apretaron el paso tras una larga espera, y, dominados por el pánico, iban empuñando sus armas, mirando entre los árboles, sobresaltándose ante cualquier sombra. Los mercenarios comenzaron a desaparecer uno tras otro, y uno de ellos confundió a otro con el enemigo y le disparó una flecha, accidente que Cosca, abriendo las manos, explicó diciendo: «En la guerra no se avanza en línea recta». Y mientras discutían acerca de si debían llevarse al herido o dejarlo abandonado, aquel hombre murió, así que le despojaron de todo lo que tenía y empujaron su cadáver hasta una grieta.

Algunos de los niños se sonreían, porque sabían que su familia debía de estar siguiéndolos: los cadáveres que iban quedando atrás era una suerte de mensaje. Evin se acercó a Ro y, hablando en la lengua del Pueblo del Dragón, le dijo: «Esta noche nos escaparemos», y Ro asintió.

Mientras la oscuridad los rodeaba, pues no se veían la luna ni las estrellas, y la nieve seguía cayendo copiosamente sin hacer ruido, Ro aguardaba, temblando por las ganas de huir y el miedo de que la atrapasen, midiendo aquel tiempo de espera, que le parecía interminable, por la respiración pausada de los Intrusos que dormían; la de Shy, que era acelerada e intermitente; la de Savian, que era más bien un profundo quejido, y la de la Fantasma, que, siendo más locuaz dormida que despierta, hablaba en sueños cada vez que se daba la vuelta. Hasta que a aquel viejo de Sweet, a quien consideraba el más lento de todos sus captores, lo despertaron para que hiciera su turno de guardia, que, sin dejar de refunfuñar, cumplió, recorriendo el campamento de un extremo a otro. Entonces le dio a Evin una palmada en el hombro, y él, asintiendo, dio codazos a los demás niños, que en fila silenciosa se alejaron sigilosamente hasta donde no los viese nadie.

Entonces despertó a Pit, que se incorporó, y le dijo:

—Es hora de irse. —Pero él se limitó a parpadear—. ¡Es hora de irse! —repitió, pellizcándole en un brazo.

—No —dijo él, moviendo la cabeza de un lado para otro.

Ella le obligó a levantarse, pero Pit se debatió, gritando:

—¡No quiero irme! ¡Shy!

Y cuando uno de ellos volcó una lata al retirar las mantas con las que se cubrían sonó el tintineo de una lata y el ruido se generalizó, Ro soltó a Pit y huyó, corriendo por la nieve, siempre hacia los árboles, pero tropezó con una raíz y cayó. Hizo todo lo posible para soltarse y lo consiguió. Entonces sintió un peso terrible en las rodillas y volvió a caer.

Chilló, dando patadas y puñetazos, pero era como si se pelease con una piedra, con un árbol, con la poderosa tierra en persona. El peso le rodeaba las caderas, luego el pecho, dejándola atrapada sin poder moverse. Mientras la nieve se arremolinaba a su alrededor, le pareció ver que Evin la miraba, y que ella alargaba una mano hacia él, diciendo:

—¡Ayúdame!

Luego se perdió en la oscuridad. O quizá fuese ella.

—¡Maldito seas! —Ro gruñó, lloró y se retorció, pero todo fue en vano.

Escuchó que Lamb le decía al oído:

—Ya estoy condenado. Pero no dejaré que te vayas otra vez —y la agarró con tanta fuerza que casi no pudo moverse ni respirar.

Y eso fue todo.