Salvajes

Salvajes

—¡Ya he terminado la lanza! —exclamó Pit, intentando pronunciar aquellas nuevas palabras como Ro le había enseñado y levantando aquella arma para que su padre la viese. Era una buena lanza. Shebat, que le había ayudado a ajustar la hoja al astil, declaró que era excelente, y luego todos afirmaron que el único que sabía más de armas que Shebat era el mismísimo Hacedor, porque, ciertamente, sabía de todo más que nadie. Y si Shebat, que sabía mucho de armas, decía que un arma era buena, pues lo era.

—Es buena —dijo el padre de Pit, aunque casi ni la había mirado. Caminaba deprisa, pisando con sus desnudos pies el antiguo bronce y frunciendo el ceño. Pit no estaba seguro de haberlo visto así antes. Se preguntó si habría hecho algo malo. El nombre que le habían asignado seguía sonándole raro. Se sintió culpable por ser tan desagradecido, y le preocupó que, aun sin quererlo, hubiera hecho algo mal.

—¿He hecho algo mal? —preguntó, teniendo casi que correr para aguantar el paso de su padre y cayendo en la cuenta de que volvía a emplear su antiguo lenguaje.

Su padre le miró como si se encontrara muy lejos de él.

—¿Quién es Lamb?

Pit parpadeó. Era lo último que hubiera esperado que le preguntase.

—Lamb es mi padre —dijo sin pensar, y luego rectificó—. Era mi padre… aunque Shy siempre decía que no lo era. —Quizá ninguno de los dos los fuera, o quizá lo fueran ambos. Al pensar en Shy, recordó la granja y las cosas malas que habían sucedido: Gully que le decía: «¡Huye! ¡Huye!», y el viaje a través de las llanuras hasta llegar a las montañas, y Cantliss, que se reía. Pero como seguía sin saber qué había hecho mal, comenzó a llorar, sintiéndose avergonzado, y por eso lloró con más fuerza, diciendo—: ¡No me hagas volver!

—¡No! —dijo el padre de Pit—. ¡Nunca! —Y porque era el padre de Pit, cualquiera podía leer el dolor pintado en su rostro—. Sólo la muerte nos separará, ¿lo comprendes?

Y aunque Pit no comprendiese nada de nada, asintió llorando, aliviado porque todo volviera a estar en su sitio; y entonces su padre sonrió, se arrodilló junto a él y puso una mano encima de su cabeza.

—Lo siento. —Y de veras que era muy cierto que Waerdinur lo sentía, mientras hablaba en la lengua de los Intrusos porque sabía que el niño comprendería mejor sus palabras—. Es una buena lanza, y tú eres un buen hijo —añadió, dándole una palmadita en la afeitada coronilla—. Pronto saldremos a cazar, pero antes debo atender cierto asunto, pues todos los del Pueblo del Dragón son mi familia. ¿Podrás jugar con tu hermana hasta que te llame?

Él asintió, parpadeando para no llorar. Aquel chico lloraba fácilmente, y eso era bueno, pues las enseñanzas del Hacedor afirman que acercarse a los sentimientos de las personas es como acercarse a la divinidad.

—Bien. Pero… no le cuentes a ella nada de todo esto.

Waerdinur, que volvía a fruncir el ceño, llegó en cuatro zancadas a la Casa Larga. Seis de los miembros de la Asamblea se encontraban desnudos en su cálida penumbra, borrosos en medio del vapor, sentados alrededor del pozo de fuego, escuchando por boca de Uto las palabras del padre del Hacedor, el todopoderoso Euz, que partió en dos los mundos y enunció la Primera Ley. Su voz vaciló al entrar Waerdinur.

—Los Intrusos han llegado al Estanque de la Demanda —dijo con voz ronca mientras se quitaba la túnica sin ningún tipo de ceremonia.

Los presentes se le quedaron mirando, completamente atónitos.

—¿Estás seguro? —La voz de Ulstal parecía aún más cascada de lo usual tras respirar el Vapor de la Videncia.

—¡Hablé con ellos! ¿Scarlaer?

El joven cazador, que era tan alto como fornido, se irguió al instante, indicando con todo su ser que estaba preparado para actuar. En ocasiones, tanto le recordaba a Waerdinur su propia apariencia, cuando era joven, que era como mirarse en el espejo de Juvens, con el que se podía observar el pasado, o eso se decía.

—Coge a tus mejores rastreadores y síguelos. Los encontré en las ruinas situadas al lado norte del valle.

—Los obligaremos a regresar —dijo Scarlaer.

—Eran dos: un viejo y una joven, pero quizá no estuviesen solos. Llevad armas y tened cuidado. Son peligrosos. —Y al recordar la sonrisa siniestra del hombre y su ojo amoratado, que parecía mirar desde el abismo, se turbó. Por eso recalcó—: Muy peligrosos.

—Los atraparemos —dijo el cazador—. Puedes confiar en mí.

—Lo sé. Vete.

Salió con paso elástico de la sala y Waerdinur ocupó su lugar junto al pozo de fuego, cuyo calor casi era insoportable, situándose encima de la piedra redonda que resultaba muy incómoda, porque el Hacedor había dicho que aquellos que deben tratar asuntos importantes nunca deben sentirse cómodos. Así que cogió el cazo y vertió un poco de agua en los carbones, de suerte que la sala se nubló aún más por los vapores y la fragancia de la menta, del pino y de las demás especias sagradas. Como ya casi estaba sudando, pidió en silencio al Hacedor que su sudor arrastrase consigo la necedad y el orgullo, para que él pudiese tomar las decisiones más acertadas.

—¿Intrusos en el Estanque de la Demanda? —El arrugado rostro de Hirfac mostraba incredulidad—. ¿Cómo han podido llegar al territorio sagrado?

—Llegaron hasta los túmulos con veinte Intrusos —respondió Waerdinur—. Ignoro qué hicieron después.

—Debemos dar prioridad a lo que se decida acerca de esos veinte. —Akarin entornaba sus ojos medio ciegos. Todos sabían lo que iba a proponer, pues tendía a comportarse de manera más violenta a cada invierno que pasaba. En ocasiones, la edad acrisola la naturaleza de las personas, convirtiendo a la que es tranquila en más tranquila, y a la que es violenta en más violenta.

—¿Por qué han venido hasta aquí? —Uto se inclinó hacia la zona más iluminada, de suerte que las sombras resaltaron aún más las depresiones de su cráneo—. ¿Qué quieren?

Waerdinur observó aquellos viejos rostros bañados en sudor y se pasó la lengua por los labios. Si se enteraban de que el hombre y la mujer habían llegado hasta allí para reclamar a sus pequeños, era posible que le obligaran a dárselos. Aunque le pareciese muy poco probable, no podía descartarlo, y lo único que él quería darles era la muerte. Aunque estuviese prohibido mentir a la Asamblea, el Hacedor nada había dicho de que no se pudieran decir medias verdades.

—Lo que quieren todos los Intrusos —respondió—. Oro.

Hirfac extendió sus manos engarabitadas.

—Podríamos entregárselo. Tenemos mucho.

—Siempre querrían más. —La voz de Shebat era débil y llena de tristeza—. Su codicia nunca se muestra satisfecha.

Se hizo el silencio mientras todos consideraban lo dicho hasta aquel momento y los carbones crepitaban en el pozo, lanzando chispas que se arremolinaban y relucían en la penumbra, y a todos les bañaba el dulce aroma del Vapor de la Videncia.

Akarin asintió lentamente mientras los colores suscitados por el fuego recorrían su rostro.

—Enviaremos a todos los que puedan empuñar un arma. ¿Acaso no podemos mandar a los ochenta que iban a ir al Norte para luchar contra los Shanka?

—Ochenta espadas que son nuestra reserva. —Shebat movía la cabeza como si no estuviese de acuerdo.

—Me desagrada dejar Ashranc a cargo de los mayores y de los más jóvenes —dijo Hirfac—. Si algunos de nosotros…

—Pronto despertaremos al Dragón —dijo Ulstal, sonriendo sólo con pensarlo.

—Pronto.

—Pronto.

—El próximo verano —dijo Waerdinur—. O quizá el verano siguiente. Por ahora, sólo podemos contar con nuestras propias fuerzas para defendernos.

—¡Hay que expulsarlos! —Akarin golpeó con su nudoso puño derecho la palma de su mano izquierda—. Tenemos que ir a los túmulos para expulsar a los salvajes.

—¿Expulsarlos? —Uto se rió de él—. Llámalo por su nombre, puesto que no serás el único que empuñe una espada.

—He empuñado la espada durante toda mi vida. Pues para matarlos, si quieres llamarlo así. Para matarlos a todos.

—Siempre hemos acabado matándolos, y siempre llegan más.

—Y, entonces, ¿qué quieres que hagamos? —preguntó Akarin, riéndose de ella—. ¿Recibirlos en nuestros lugares sagrados con los brazos abiertos?

—Quizá haya llegado el momento de pensar en eso —replicó Uto. Akarin lanzó un bufido de disgusto. Ulstal torció el gesto, como si acabara de escuchar una blasfemia. Hirfac disintió con la cabeza—. ¿Acaso no éramos salvajes en el momento de nacer? ¿No nos enseñó el Hacedor que antes que cualquier otra cosa debíamos hablar de paz?

—Así fue —dijo Shebat.

—¡No quiero escuchar lo que decís! —exclamó Ulstal, haciendo ademán de levantarse y ahogándose por el esfuerzo.

—Lo escucharás. —Waerdinur movió una mano para indicarle que siguiera sentado—. Seguirás sentado y sudando hasta que todos nos vayamos de aquí. Uto tiene derecho a hablar. —Waerdinur la miró a los ojos—. Pero se equivoca. ¿Salvajes en el Estanque de la Demanda? ¿Las botas de los Intrusos en nuestro territorio sagrado? ¿En las piedras que pisaron los pies del Hacedor? —Cuando los demás acogieron con gemidos los ultrajes que iba desgranando, Waerdinur supo que ya los tenía en sus manos—. Uto, ¿qué crees tú que debemos hacer?

—No me agrada que sean seis personas quienes tomen la decisión de…

—Con seis basta —dijo Akarin.

Al ver que todos estaban decididos a seguir la vía del acero, suspiró. Y entonces, aunque a regañadientes, claudicó, diciendo:

—Matarlos a todos.

—La Asamblea ha hablado. —Waerdinur se levantó y, tomando la sagrada bolsa que estaba en el altar, se arrodilló y recogió una pizca del polvo que cubría el suelo, el sagrado polvo de Ashranc, cálido y húmedo de vida, metiéndolo luego en la bolsa para entregársela a Uto, diciendo—. Puesto que parecías contraria a tomar esta decisión, tú nos dirigirás.

Uto se apartó de la piedra y tomó la bolsa, diciendo:

—Sabed que no me regocijaré en ello.

—No es necesario que nos regocijemos. Bastará con que lo hagamos. Prepara las armas. —Y Waerdinur apoyó una mano en el hombro de Shebat.

Shebat asintió lentamente, se levantó lentamente y, también lentamente, se puso la túnica. Como ya no era joven, todo lo hacía sin prisa, incluso lo más apremiante, pues su corazón no tenía ansia de nada. Sabía que la Muerte se encontraba muy cerca de él, demasiado cerca para que pudiera decírselo a los demás.

Salió de la estancia arrastrando los pies y se dirigió al arco mientras el cuerno llamaba a las armas con su sonido áspero y escalofriante y los más jóvenes dejaban sus tareas y salían al sol del atardecer para despedirse de sus allegados con un beso y prepararse para el viaje. Apenas dejarían atrás a sesenta personas, en su mayoría niños y ancianos. Tan viejos, inútiles y cerca del fin de sus días como él.

Llegó hasta los Árboles del Corazón y acarició el suyo, sintiendo la necesidad de trabajar en él, así que sacó su cuchillo y, tras cavilar durante un instante, le quitó un pequeño trozo de corteza. Aquella simple acción cambiaría el aspecto que había tenido hasta entonces. Al día siguiente le haría otro ligero corte para cambiarlo de nuevo. Se preguntó cuánta gente habría hecho lo mismo antes de que él naciera. Y cuántos seguirían haciéndolo después de que él muriera.

Cuando lo engulló la oscuridad de la piedra, sintió el peso abrumador de las montañas que estaban encima de su cabeza y distinguió los mandatos del Hacedor, que, grabados en el metal tres veces sagrado que había sido encastrado en la piedra del suelo, brillaban al recibir la luz del aceite que ardía. En aquel silencio, los pasos de Shebat reverberaron cuando, arrastrando tras de sí la pierna que le dolía, se dirigió a la primera sala de la armería. Una antigua herida, una antigua herida que nunca se cerraba. Si la gloria de la victoria dura un momento, las heridas duelen para siempre. Y aunque amase las armas, pues el Hacedor enseña a amar el metal y las cosas bien hechas que se adaptan a Sus designios, había renunciado a ellas con poco pesar.

Porque el Hacedor también enseñó que cada golpe asestado lleva consigo un fracaso, recitaba en voz baja cada vez que sacaba un arma de los estantes y comprobaba que sus partes de madera estaban desgastadas por los dedos de quienes las habían empuñado. La victoria sólo se encuentra en las manos que se estrechan, en las palabras que se musitan con amabilidad, en el regalo desinteresado. Pero al ver los rostros de los jóvenes que con ansia y ardor le arrebataban aquellos instrumentos de muerte, temió que no llegaran a comprender el significado de aquellas palabras. Últimamente, la Asamblea hablaba cada vez más en el lenguaje del acero.

Uto fue la última en aparecer, tal y como convenía a su condición de líder. Shebat aún pensaba que ella hubiera debido ser la Mano Derecha, pero, en aquellos días difíciles, las palabras amables pocas veces llegaban a oídos dignos de escucharlas. Shebat le tendió la última espada.

—Guardaba ésta para ti. Yo mismo la forjé con mis propias manos cuando era joven y fuerte y nada me hacía dudar. Mi mejor trabajo. En ocasiones, el metal… —y rozó su propio pulgar con los extremos de sus dedos resecos, como si buscase las palabras— se porta bien.

Ella sonrió con amargura mientras cogía la espada y preguntaba:

—¿Y crees que en esta ocasión se portará bien?

—Sí.

—Lamento que no hayamos conseguido lo que queríamos. Hubo un tiempo en el que me sentía tan segura de lo que había que hacer que me bastaba con intentarlo para que todo saliese bien. Pero ahora estoy llena de dudas y apenas sé por dónde ir.

—Waerdinur sólo quiere para nosotros lo mejor. —Pero Shebat no dejaba de preguntarse si eso era lo que quería que creyeran.

—Como todos. Pero nunca estaremos de acuerdo en lo que es mejor ni en el modo de conseguirlo. Waerdinur es una buena persona, fuerte y amable, a la que hay que admirar por muchos motivos.

—Pues lo dices como si fuese todo lo contrario.

—Quizá le demos la razón cuando hayamos recapacitado. Las palabras amables acaban por perderse cuando todos hablan. Pero Waerdinur está lleno de fuego. Arde en deseos de despertar al Dragón. De hacer que el mundo sea como fue.

—¿Y eso sería tan malo?

—No. Pero el mundo no puede volver atrás. —Levantó la hoja de la espada que le había entregado y la miró, recibiendo en la cara la luz que reflejaba—. Tengo miedo.

—¿Tú? —dijo él—. ¡Nunca!

—Siempre. No de nuestros enemigos. Sino de nosotros.

—El Hacedor nos enseñó que lo que cuenta no es el miedo, sino la manera en que nos enfrentamos a él. Cuídate, vieja amiga. —Y, al estrechar a Uto entre sus brazos, deseó volver a ser joven.

Atravesaron la Gran Puerta con paso raudo y seguro, porque, cuando la Asamblea ha sopesado los argumentos y emitido su juicio, nadie puede llegar tarde. Marchaban con espadas afiladas y escudos colgados del hombro que ya eran viejos en los días del padre del tatarabuelo de Uto. Pisaban los nombres de sus ancestros, grabados al aguafuerte sobre bronce, mientras Uto se preguntaba si el antiguo Pueblo del Dragón habría aceptado su causa, si las Asambleas realizadas en el pasado los habrían enviado a matar. Quizá. Las épocas cambian mucho menos de lo que pensamos.

Aunque hubieran dejado atrás la ciudad de Ashranc, la llevaban de manera simbólica en la bolsa que albergaba su sagrado polvo. Avanzaron con paso raudo y seguro y no tardaron en llegar al valle donde se encontraba el Estanque de la Demanda, el cual aún reflejaba un retazo de cielo en el espejo que era su superficie. Scarlaer los aguardaba en las ruinas.

—¿Los has apresado? —preguntó Uto.

—No. —El joven cazador frunció el ceño como si él fuese el único irritado porque los Intrusos hubieran escapado. Algunos hombres, especialmente los jóvenes, parecen ofenderse por todo, desde un chaparrón hasta el árbol que les cae encima. Pues la ofensa les da una excusa para cumplir todo tipo de desatinos y de ultrajes—. Pero hemos encontrado sus huellas.

—¿Cuántos son?

Maslingal se agachó y, apretando los labios, dijo:

—Las huellas son extrañas. En ocasiones pienso que son de dos personas que quieren hacernos creer que son una docena, y en otras que son de una docena de personas que quieren hacerse pasar por dos. Y hay momentos en los que tengo la impresión de que no quieren que los descubramos, y otros en los que me parece que quieren que los sigamos.

—Pues entonces su deseo se verá cumplido con creces —dijo Scarlaer, casi gruñendo.

—Nunca es bueno concederle al enemigo lo que más ansía. —Pero Uto sabía que no tenía otra elección. A fin de cuentas, ¿quién la tiene?—. Sigámoslas. Pero con cautela.

Sólo cuando llegó la nieve y ocultó la luna, Uto ordenó un alto. Aquella noche la pasó despierta a causa del pesado fardo del liderazgo con el que cargaba, sintiendo el calor del suelo y temiendo lo que estaba por llegar.

Cuando a la mañana siguiente sintieron los primeros fríos, hizo una seña a los demás para que se pusieran encima las pieles. Luego dejaron atrás el territorio sagrado y se adentraron en el bosque, avanzando con carreras cortas, como acostumbraban. Sin apiadarse de nadie, Scarlaer los llevó a toda prisa tras las huellas, siempre en cabeza, siempre haciéndoles señas, mientras Uto, a quien le dolía todo, temblaba y perdía el resuello, preguntándose constantemente cuántos años más podría resistir todas aquellas carreras.

Cerca de un lugar despoblado de árboles que estaba cubierto de nieve impoluta hicieron un alto para comer. Pero Uto sabía lo que aquella extensión de blancura virginal ocultaba bajo su corteza helada: cadáveres. Los restos podridos de los Intrusos que habían llegado para apuñalar la tierra, hurgar en los arroyos, talar los árboles y plantar sus asquerosas cabañas entre los túmulos de los honrados muertos de antaño, agotando los recursos y agotándose ellos mismos en su afán de extender una plaga de codicia por los lugares sagrados.

Uto se agachó para contemplar aquella blancura sin tacha. Como, después de que la Asamblea haya discutido los argumentos y emitido su juicio, no hay lugar para los pesares, ella había guardado para sí los suyos como un avaro, mirándolos de vez en cuando para cerciorarse de que seguían en su sitio y sacándoles brillo antes de devolverlos a él. A fin de cuentas, le pertenecían.

El Pueblo del Dragón siempre había luchado. Y siempre había vencido. Luchaban para proteger el territorio sagrado. Para proteger los lugares que excavaban en busca del alimento del dragón. Para llevar a los niños hasta allí, de suerte que tanto las enseñanzas como la obra del Hacedor perdurasen y no se desvanecieran como humo ante el viento del tiempo. Las hojas de bronce recordaban a los que habían luchado y a los que habían caído, a los que habían ganado y a los que habían perdido en las batallas de antaño y de los tiempos aún más remotos, hasta llegar al Tiempo Antiguo e incluso antes. Uto no creía que el Pueblo del Dragón hubiera matado a tanta gente por una simple menudencia como la que en aquellos momentos les impelía a ellos.

Habían encontrado en el campamento de los mineros a una niña de pecho que no logró sobrevivir, y a dos chicos que quedaron al cuidado de Ashod y que prosperaron. También habían encontrado a una muchacha de cabello rizado y ojos que imploraban, la cual estaba a punto de convertirse en mujer. Uto se había ofrecido para hacerse cargo de ella, pero ya había cumplido trece inviernos, y a partir de los diez la adopción resulta muy difícil. Le recordaba a la hermana de Waerdinur, que habían robado a los Fantasmas cuando ya era mayor y que no pudo cambiar, de suerte que el deseo de venganza que encerraba en su interior les obligó a expulsarla de su tierra. Así que Uto le rebanó el cuello y la depositó con mucho cuidado en su tumba, preguntándose, como volvía a preguntarse en aquel mismo instante, por qué no se había negado a hacerlo, y si las enseñanzas que les habían llevado a aquella situación eran las correctas.

Caía la oscuridad cuando avistaron Almenara. Aunque ya no nevase, los nubarrones que cubrían el cielo le indicaron que la nevada no tardaría en reanudarse. Una llama parpadeaba en lo alto de la torre en ruinas junto con otras cuatro más, dispersas, cuyas luces iluminaban otras tantas ventanas. Por lo demás, el lugar estaba a oscuras. Entre las siluetas de los carros descubrió que una de ellas era mucho más grande que las demás, como la que hubiese podido hacer una casa montada sobre ruedas. Unos cuantos caballos se apiñaban junto a una barandilla. Era lo que se esperaba de veinte hombres que nada temían, a no ser…

Las huellas chispeaban tenuemente bajo la luz del crepúsculo, tan cubiertas por la nieve reciente que apenas eran simples hoyuelos. Y justo en el momento en que no les daba mayor importancia, cayó en la cuenta de que aquel lugar estaba lleno de ellas. Cruzaban el valle de una a otra linde y luego volvían al punto de partida. Rodeaban los túmulos, en cuyas entradas habían retirado la nieve. Observó que el camino que había entre las cabañas estaba pisoteado y surcado por las ruedas de los carros, al igual que la antigua carretera que subía hasta el campamento. La nieve que cubría las techumbres goteaba a causa del calor que hacía dentro de ellas. La nieve de todas las techumbres.

Demasiadas huellas para sólo veinte hombres. Demasiadas, por muy descuidados que fueran los Intrusos. Algo no iba bien. Levantó la mano para ordenar un alto, vigilando, observando.

Entonces vio que Scarlaer, que seguía a su lado, decidía moverse por su cuenta y atravesar el bosque.

—¡Aguarda! —dijo entre dientes.

—La Asamblea tomó una decisión —respondió él en tono de burla.

—¡Y decidió ponerme al mando! ¡Te digo que esperes!

Con un bufido burlón, él siguió en dirección al campamento, y Uto se le pegó a los talones.

Intentó agarrarlo, pero, como era débil y lenta, Scarlaer esquivó su mano temblorosa. Quizá hubiera sido alguien importante en su tiempo, pero aquel tiempo ya había pasado y ahora le pertenecía a él. Rápido y silencioso, bajó la pendiente sin apenas dejar huellas en la nieve y se detuvo ante una de las esquinas de la cabaña más próxima.

Sentía la fortaleza de su cuerpo, la fuerza con que le latía el corazón, el poder del acero que empuñaba. Tendría que haber ido al Norte para luchar contra los Shanka. Dijera lo que dijese aquella vieja marchita de Uto, estaba más que dispuesto a demostrar que se encontraba preparado. Lo escribiría con la sangre de los Intrusos y les haría lamentar haber traspasado los límites del territorio sagrado. Lo lamentarían en el mismísimo instante de su muerte.

Ningún sonido salía del interior de la cabaña, construida tan pobremente con madera de pino y arcilla resquebrajada que incluso se sentía incómodo mirándola. Se agachó junto a una de sus fachadas y pasó por debajo de las contraventanas que goteaban, para llegar hasta la esquina, y todo ello sin perder de vista la calle. Una tenue capa de nieve, unas pocas huellas recientes de botas y muchas más hechas con anterioridad. Aunque hubieran sido creados por el aliento del Hacedor, aquellos Intrusos eran sucios y descuidados, pues dejaban boñigas por doquier. Demasiadas boñigas para tan pocas bestias. Se preguntó si sus jinetes también cagaban en la calle.

Salvajes, dijo para sí, frunciendo la nariz al sentir el olor de sus fogatas, de su comida chamuscada, de sus cuerpos desaseados. Como no había ni rastro de aquellos hombres, supuso que todos estarían durmiendo profundamente, confiados en su arrogancia, pues puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto, y sólo la luz del interior se derramaba por sus resquicios para juntarse con el azul de la aurora.

—¡Maldito idiota! —Uto se deslizó a su lado, casi sin resuello a causa de la carrera, mientras el aliento se condensaba en su rostro. Pero él tenía la sangre demasiado ardiente para que le afectase aquel reproche—. ¡Aguarda! —Consiguió soltarse de la mano que le agarraba. Ya cruzaba la calle para guarecerse bajo la sombra de otra cabaña. Al volverse, vio que Uto le hacía señas seguida por los demás, que como sombras silenciosas comenzaban a dispersarse por todo el campamento.

Dominado por la excitación, Scarlaer sonrió. ¡Cómo se lo harían pagar a aquellos Intrusos!

—¡Esto no es un juego! —dijo Uto entre dientes, y él se limitó a sonreír, lanzándose hacia la puerta del edificio más grande, que estaba reforzada con hierro, y sintiendo los crujidos que el numeroso grupo que le seguía, dispuesto a todo, suscitaba en la nieve…

Cuando la puerta se abrió de improviso, Scarlaer se quedó helado al recibir la luz que brotaba de su interior.

—¡Buenos días! —Un hombre de cierta edad, que tenía poco pelo en la cabeza y que cubría con una mugrienta chaqueta de pieles la placa metálica sobredorada y llena de óxido con la que se protegía el pecho, se apoyaba en el marco de la puerta. Aunque una espada pendiese de uno de sus costados, lo que empuñaba en la mano era, simplemente, una botella. Cuando la levantó hacia los recién llegados, el licor que contenía se agitó, haciendo ruido—. ¡Bienvenidos a Almenara!

Scarlaer levantó la espada y abrió la boca para lanzar un aullido de guerra, pero entonces algo relampagueó en lo alto de la torre y lo alcanzó en el pecho, empujándole con fuerza hacia atrás.

Gimió, pero no pudo escuchar su propia voz. Se incorporó, aún aturdido, y se quedó con la mirada fija, rodeado de humo que olía a aceite.

Isarult ayudaba a cocinar en la losa y le sonreía cuando le llevaba la ensangrentada presa que acababa de cazar y él le devolvía la sonrisa, pero sólo cuando estaba de buen humor. La habían descuartizado. Sabía que se trataba de su cadáver por el escudo que seguía llevando en un brazo, pero su cabeza había desaparecido, lo mismo que el otro brazo y una pierna, de suerte que apenas parecía una persona, sino trozos de carne. La nieve que la rodeaba estaba llena de gotas y salpicaduras de sangre, así como de cabellos y astillas de madera y de metal. Otros amigos, amantes y rivales se encontraban a su alrededor, destrozados, y el vapor se condensaba alrededor de sus cuerpos.

Tofric, el mejor desollador, dio dos pasos titubeantes y cayó de rodillas. Una docena de heridas comenzaban a teñir de oscuro las pieles que llevaba. Debajo de un ojo, una línea negra comenzaba a gotear. Miraba fijamente sin acusar el dolor, sino triste y sorprendido por la manera en que todo acababa de cambiar de una manera tan súbita y silenciosa. Y Scarlaer se preguntó: ¿Qué brujería es ésta?

Uto yacía a su lado. Metió una mano por debajo de su cabeza para levantarla. Ella se estremeció y tiritó, mientras le castañeteaban los dientes y una espuma roja salía por ellos. Intentó entregarle la bolsa sagrada, pero, como estaba destrozada, el sagrado polvo de Ashranc se desparramó por la nieve ensangrentada.

—¿Uto? ¿Uto? —Seguía sin poder escuchar su propia voz.

Vio que sus amigos corrían calle abajo para acudir en su ayuda, capitaneados por Canto, que era un valiente y el mejor para sacarle a uno de un apuro. Pensó en lo necio que había sido. En lo afortunado que era al contar con tales amigos. En el momento en que pasaban cerca de los túmulos, uno de estos expulsó violentamente una vaharada de humo y Canto salió despedido por encima de la techumbre de la cabaña más próxima. Los demás caían dando vueltas, perdiéndose en la niebla o empujados por lo que parecía un fuerte viento, cubriéndose el rostro con las manos.

Scarlaer vio las contraventanas abiertas y el brillo del metal en ellas. Silenciosas flechas recorrían la calle, clavándose en las paredes de madera, cayendo en la nieve sin hacer daño a nadie, alojándose en blancos vacilantes, poniéndolos de rodillas, arrojándolos al suelo, las manos crispadas, llamando, gritando silenciosamente.

Cuando logró ponerse en pie, el campamento se movió peligrosamente hacia todos los lados. Aquel hombre aún seguía junto a la entrada, señalando con la botella y diciendo algo. Cuando Scarlaer levantó su espada, la sintió muy ligera. Entonces, al mirar su ensangrentada mano, vio que no la empuñaba. Al intentar buscarla, descubrió que una pequeña flecha se le había clavado en una pierna. Aunque no le doliese, el pensamiento de que iba a ser derrotado cayó sobre él como un jarro de agua fría. Y después el de que iba a morir. Y en ese momento el miedo le venció.

Tambaleándose, se dirigió hacia la pared más próxima, mientras una flecha pasaba rápidamente por delante de él para clavarse en la nieve. Siguió avanzando, prácticamente sin resuello por la pendiente del terreno, y echó una mirada por encima del hombro. El campamento estaba cubierto por un sudario de humo similar al Vapor de la Videncia que rodeaba a la Asamblea, dentro del cual se movían unas sombras gigantescas. Algunos de los suyos corrían hacia los árboles, tropezando, cayendo, dominados por la desesperación. Las sombras emergieron de aquella niebla vertiginosa como si fueran diablos de gran estatura… hombres y caballos fundidos en un todo espantoso. Scarlaer había oído historias que hablaban de aquella unión impía y se había reído de su absurdo. Pero en aquellos momentos comprobaba que eran ciertas, y eso le llenaba de espanto. Lanzas y espadas relampaguearon, y las armaduras centellearon por encima de los fugitivos, masacrándolos.

Scarlaer intentó hacer algo, pero apenas podía mover la pierna que había recibido el flechazo, así que subió por la pendiente dejando tras de sí un rastro de sangre, seguido por un hombre-caballo que aplastaba la nieve con sus cascos y esgrimía una espada en una mano.

Al menos, Scarlaer hubiera debido volverse y desafiarlo, pues era un altivo cazador del Pueblo del Dragón. ¿Adónde había ido su orgullo? Antes le había parecido inagotable. Ahora sólo sentía la necesidad de seguir huyendo, que para él era tan imperiosa como la que el ahogado tiene de respirar. Y aunque no oyó al jinete que lo perseguía, sí que sintió el golpe demoledor que le asestó en la espalda y el frío de la nieve que se le metió por la cara al caer.

Los cascos pisaban con fuerza a su alrededor, lo rodeaban, lo rociaban con un polvo blanco. Intentó levantarse, pero sólo pudo apoyarse con manos y pies, y esto a costa de un gran esfuerzo. No podía enderezar la espalda, porque le ardía y le dolía. Y entonces gimió y se encolerizó, sintiéndose desamparado mientras sus lágrimas excavaban unos pequeños agujeros en la nieve que tenía bajo la cara, hasta que alguien lo agarró por el pelo.

Brachio apoyó una rodilla en la espalda del muchacho y le obligó a seguir pegado a la nieve, para luego sacar un cuchillo y, con cuidado, lo cual era un desafío con aquel muchacho retorciéndose y borboteando, cortarle las orejas. Luego limpió el cuchillo en la nieve y lo devolvió a su bandolera, reflexionando en el hecho de que llevar los cuchillos en bandolera era algo muy útil y preguntándose por qué no lo había hecho más a menudo. Mientras Brachio hacía una mueca de dolor al levantar su corpachón hasta la silla de montar, pensó que el muchacho podía seguir vivo. Pero no le importó, porque no podía ir muy lejos. Y menos con aquella cuchillada en la espalda.

Rió entre dientes al contemplar sus trofeos y regresó al campamento, pensando que serían perfectos para asustar a sus hijas cuando Cosca le hubiera hecho rico y por fin regresara a Puranti. Auténticas orejas de Fantasma, ¿qué os parece? Se las imaginó riendo mientras él las perseguía por el saloncito. Pero como en su imaginación aún las veía siendo unas niñas, se entristeció al caer en la cuenta de que casi serían mujeres hechas y derechas cuando volviera a verlas.

—¿Adónde acaba llevándonos el tiempo? —se preguntó.

Sworbreck estaba de pie a la entrada del campamento, mirando boquiabierto la manera en que los jinetes perseguían hasta el bosque a los salvajes que quedaban. Como no parecía muy contento, Brachio decidió animarle.

—Usted es un hombre leído —dijo cuando se acercó a él y le enseñó las orejas que mantenía en alto—. ¿Qué debo hacer con éstas? ¿Secarlas? ¿Encurtirlas? —Sworbreck no le contestó, limitándose a lanzarle una miraba asesina. Brachio saltó de la silla. Aunque su viaje no acababa en aquel sitio, no quería darse prisa, porque ya casi estaba sin resuello. Nadie resulta ser tan joven como cree ser, dijo para sí—. ¡Ánimo! ¿Acaso no hemos vencido? —y dio una palmadita en la espalda al huesudo escritor.

Sworbreck tropezó, echó una mano hacia delante para mantener el equilibrio, sintió calor en ella y entonces comprendió que acababa de meter los dedos entre las tripas humeantes de un salvaje que estaban a cierta distancia de su cuerpo destrozado.

Cosca se echó otro generoso trago de la botella —si Sworbreck hubiera leído en algún sitio la cantidad de licor que el Viejo se tomaba al día, lo habría tachado de mentira infamante—, empujó el cadáver con una de sus botas, echándolo a rodar, frunció su nariz colorada y se limpió la bota en la pared del cobertizo que tenía más cerca.

—He combatido contra hombres del Norte, imperiales, hombres de la Unión, gurkos, todo tipo de estirios y un montón de gente de procedencia nunca confirmada. —Cosca suspiró—. Así que me siento obligado a declarar que el Pueblo del Dragón ha sido excesivamente valorado como oponente. Puedes escribirlo al pie de la letra. —Mientras el Viejo divagaba, Sworbreck intentaba evitar la nueva arcada que estaba a punto de sobrevenirle—. Pero cuando alguien cae en una emboscada bien preparada, el coraje suele volverse contra él. La valentía, como decía Verturio, es la virtud del hombre muerto… Ah, veo que eso te desconcierta. Olvido en ocasiones que nadie está lo suficientemente familiarizado con este tipo de escenas. Pero tú viniste para presenciar batallas, ¿ya lo has olvidado? No siempre la batalla resulta… algo glorioso. Un general debe ser realista. La victoria, primero. ¿Me comprendes?

—Claro que sí. —Sworbreck acababa de darse cuenta de que había hablado sin ser consciente de ello. Había desarrollado de manera automática la facultad de darle a Cosca la razón en todo, por impías, ridículas o ultrajantes que fuesen sus palabras. Se preguntó si había llegado a odiar a alguien en su vida tanto como a aquel viejo mercenario. O a confiar tanto en alguien. Era evidente que ambas cosas estaban relacionadas—. La victoria, primero.

—Los perdedores son siempre los malos, Sworbreck. Los vencedores son los únicos que pueden ser héroes.

—Por supuesto que tiene razón. Los vencedores.

—La única manera buena de luchar es la que acaba con tu enemigo y te deja con el resuello suficiente para reír…

Sworbreck esperaba contemplar el rostro del heroísmo, y en su lugar se había encontrado con el mal. Lo había visto y no sólo había hablado con él, sino que se había visto obligado a tratar con él. Y resultaba que el mal no era gran cosa. Nada tenía que ver con emperadores altivos que deseaban conquistar el mundo. Ni con demonios burlones que conspiraban en las tinieblas situadas fuera de los confines del mundo. Sino con hombrecillos movidos por pequeños propósitos, que operaban a una escala mucho menor. Con el egoísmo, la despreocupación y el derroche. Con la mala suerte, la incompetencia y la estupidez. Con la violencia, alejada de la conciencia o de las consecuencias. Incluso con los grandes ideales, puestos en práctica con vileza.

Observó la manera en que el Inquisidor Lorsen caminaba con impaciencia entre los cadáveres, dándoles la vuelta para verles el rostro, apartando con la mano aquel humo tenue que apestaba, subiéndoles las mangas en busca de tatuajes.

—¡No veo a ningún rebelde! —le espetó a Cosca—. ¡Sólo salvajes!

El Viejo consiguió despegar sus labios de la botella el tiempo suficiente para responder:

—¡Nuestro amigo Cantliss dijo que están en las montañas! ¡En lo que ellos llaman su territorio sagrado! ¡En la ciudad de Ashranc! ¡En este momento nos preparábamos para perseguirlos!

Sweet, que miraba la carnicería con el ceño fruncido, asintió, diciendo:

—Roca Llorona nos aguarda con los demás.

—¡Pues sería una falta de cortesía hacerles esperar! Sobre todo, con el enemigo tan derrotado. Amistoso, ¿a cuántos hemos matado?

El sargento movió su grueso dedo índice mientras intentaba hacer el recuento de los muertos.

—No es fácil decirlo con tantos trozos de cadáver tirados por ahí.

—Es imposible. Al menos podremos decirle al Superior Pike que su nueva arma ha tenido mucho éxito. Aunque los resultados apenas pueden compararse con los que obtuve al colocar aquella mina bajo la fortaleza de Fontezarmo, pero tampoco el esfuerzo ha sido el mismo, claro. El arma utilizada ahora, Sworbreck, aprovecha el poder explosivo de la pólvora para lanzar una bola hueca que luego estalla, partiéndose en mil fragmentos… ¡bum! —Cosca hizo una demostración práctica con las manos. Que fue completamente innecesaria, puesto que las pruebas de lo efectiva que era recorrían la calle en todas las direcciones, aunque aquellos restos ensangrentados apenas fuesen reconocibles en su mayoría como partes de seres humanos.

—Vaya, así que es esto. —Sworbreck escuchaba las palabras de Temple—. ¡Cuántas veces me habré preguntado qué aspecto tendría el éxito!

Era evidente que el abogado pensaba lo mismo por la manera en que contemplaba aquella carnicería, abriendo mucho los ojos y torciendo ligeramente la mandíbula. Le reconfortaba algo saber que en aquella banda había al menos otra persona que, de estar con la gente adecuada, habría mostrado algo de decencia. Pero Temple se encontraba tan desamparado como él. Lo único que podían hacer era observar y, al no hacer nada más, participar. ¿Cómo podrían detenerla? Al ver que un caballo pasaba rápidamente a su lado, Sworbreck se agachó, recibiendo una lluvia de nieve y de cuajarones de sangre. Sólo era un hombre, no un combatiente. Su pluma, que era su única arma, jamás podría competir en duelo con un hacha y una armadura, por alto que fuera el concepto que los escritores tuviesen de su poder. Aunque no hubiera aprendido gran cosa en los últimos meses, eso no había tardado en aprenderlo.

—¡Dimbik! —exclamó Cosca con voz chillona, echándose otro trago de la botella. Se había pasado a la botella porque la petaca no satisfacía del todo sus necesidades y era evidente que poco le faltaba para beber directamente de la barrica—. ¡Dimbik! ¡Ya has llegado! ¡Quiero que ahora mismo comiences a exterminar a todas las criaturas que hayan podido llegar al bosque! ¡Brachio, que tus hombres se dispongan a montar! ¡Maese Sweet nos mostrará el camino! ¡Jubair y los demás nos aguardan para abrir las puertas! ¡Muchachos, no perdamos tiempo, hay oro! ¡Y rebeldes! —añadió sobre la marcha—. También rebeldes, por supuesto. Temple, acompáñame, quiero revisar algunas cláusulas del contrato referentes al saqueo. Sworbreck, quédate. Si no tienes estómago para lo que has visto hasta ahora, creo que…

—Por supuesto —dijo Sworbreck. Estaba muy cansado. Y muy lejos de su hogar, Adua, y de su ordenada oficina con paredes limpias y de la nueva editorial Rimaldi de la que estaba tan orgulloso. Todo aquello se encontraba ya muy lejos, al otro lado de un inconmensurable abismo de tiempo, espacio y maneras de pensar. Muy lejos de un lugar donde llevar el cuello bien abotonado parecía algo importante y donde sufrir una crítica adversa suponía un desastre. ¿Cómo era posible que aquel fantástico lugar y aquel matadero estuviesen en el mismo mundo? Se miró las manos: llenas de callos, manchadas de sangre, cubiertas de suciedad. ¿Cómo podían ser las mismas que antes colocaban cuidadosamente los tipos de imprenta con la punta de los dedos manchados de tinta? ¿Podrían volver a hacerlo alguna vez?

Las dejó caer, demasiado cansado para montar a caballo, no digamos ya para escribir. La gente no comprende el abrumador esfuerzo que supone la creación literaria. El dolor que supone arrancar las palabras de una mente torturada. ¿Y para qué? ¿Quién leía luego los libros? Quizá el mundo estuviese al revés. Comenzó a caminar lentamente hacia el fuerte.

—Cuídate, escritor —dijo Temple, mirándole muy serio desde su silla de montar.

—Tú también, abogado —le replicó Sworbreck, dándole una palmada en la pierna cuando pasó a su lado.