Entre los bárbaros
—No parecen demonios. —Cosca empujó la mejilla de aquella representante femenina del Pueblo del Dragón con un pie y observó que su cabeza afeitada caía hacia atrás—. Ni tienen escamas. Ni lenguas bífidas. Ni aliento llameante. Me siento un poco deprimido.
—Simples bárbaros —dijo Jubair con un gruñido.
—Como los de las llanuras. —Brachio se echó un trago de vino y escrutó el contenido del vaso—. Un peldaño por encima de los animales, pero pequeño.
Temple se aclaró la garganta, que sentía dolorida, y comentó:
—La espada no está hecha por bárbaros. —Se agachó y observó aquella arma—. Es recta, está correctamente equilibrada y su filo es perfecto.
—No te confundas —dijo Sweet—. No son Fantasmas corrientes. Realmente ni siquiera son Fantasmas. Intentan matar y saben cómo conseguirlo. No se asustan por nada, y además se conocen todas las rocas de la región. Mataron a todos los prospectores de Almenara sin darles la oportunidad de luchar.
—Pero es evidente que sangran —le replicó Cosca, metiendo el dedo en la herida producida por la saeta de Savian, sacándolo lleno de sangre—. Y, también, que pueden morir.
—Todo el mundo sangra. —Brachio se encogía de hombros—. Todo el mundo muere.
—La vida es lo único cierto —dijo Jubair con voz de trueno, levantando los ojos al cielo. O, al menos, al techo manchado de moho.
—¿Qué tipo de metal es éste? —preguntó Sworbreck, sacando el amuleto que la mujer llevaba escondido bajo el cuello de la camisa, una hoja de color gris opaco que brillaba bajo la luz de la lámpara—. Aunque es muy delgado… —enseñó los dientes mientras hacía fuerza con los dedos— no puedo doblarlo. Es un trabajo excelente.
—El acero y el oro son los únicos metales que me interesan —dijo Cosca, que acababa de darse la vuelta—. Enterrad los cadáveres lejos del campamento. —Se arrebujó en la capa al recibir el fuerte golpe de viento helado que entró por la puerta—. Maldito frío. —Acuclillado junto al fuego, parecía una vieja bruja inclinada encima de su caldero, con aquellos cabellos lacios y aquellas manos como garras que se frotaba junto a las llamas—. Me recuerda al Norte, y eso no es nada bueno, ¿eh, Temple?
—No, general. —Lo cierto era que ningún momento de los que había vivido en los últimos diez años le parecía bueno a Temple… todos se resumían en un exceso de violencia, derroche y culpa. Excepto, quizá, aquellos en los que había contemplado las vastas llanuras desde su silla de montar. O aquellos otros que había pasado en Arruga, dentro del armazón de la tienda de Majud. O cuando discutía con Shy acerca de su deuda. O cuando bailaba con ella y se apretujaba contra su cuerpo, inclinándose para besarla, viendo su sonrisa cuando ella se apretaba contra él para devolverle el beso… Se estremeció. Había acabado fastidiándolo todo de mala manera. Hasta que uno no salta por la ventana, no puede valorar lo que tiene.
—Esa maldita retirada. —Cosca se entretenía en pelearse con sus fracasos, que eran muchos—. Esa maldita nieve. Ese maldito traidor de Calder el Negro. Tantos hombres perdidos, ¿eh, Temple? Como… Bueno… se me han olvidado sus nombres, pero tengo razón. —Se volvió para quejarse. Parecía molesto—. Cuando me hablaron de un «fuerte», pensé en algo más… consistente.
De hecho, se trataba de una larga cabaña de madera que tenía una planta y una buhardilla, en la que unas cuantas pieles de animales formaban una especie de habitaciones. La puerta era bastante recia, y las ventanas, estrechas, y desde uno de sus rincones podían llegar hasta la torre en ruinas. Pero lo mejor de todo era que disponía de un gran surtido de corrientes de aire.
—General —dijo Sweet, encogiéndose de hombros—, la gente de las Tierras Lejanas no es muy exigente. En cuanto ponen juntos tres palos, los llaman «fuerte».
—Supongo que debemos dar gracias por disponer de este refugio. Otra noche al raso y hubierais tenido que esperar hasta la primavera para que me deshelase. ¡Cuánto echo de menos las torres de la hermosa Visserine! ¡Una agradable noche estival cerca del río! Esa ciudad fue mía una vez, ¿lo sabías, Sworbreck?
—Creo que lo mencionó una vez —respondió el escritor, haciendo una mueca.
—¡Nicomo Cosca, Gran Duque de Visserine! —El Viejo hizo una pausa para echarse otro trago de la petaca—. Y volverá a serlo. Las torres, el palacio, el respeto que se le debe a mi persona. La verdad es que he tenido muchas desilusiones. Mi espalda está llena de cicatrices metafóricas. Pero aún tengo tiempo para conseguirlo, ¿no crees?
—Por supuesto. —Sworbreck le dedicó una sonrisilla falsa—. ¡Puedo asegurarle que aún le quedan muchos años de prosperidad!
—Apenas un poco de tiempo para arreglar las cosas… —Cosca parecía ensimismado, mirando el arrugado dorso de una de sus manos para luego hacer una mueca de dolor al mover los artríticos dedos—. No sé si sabrás, Sworbreck, que solía hacer maravillas con el cuchillo de lanzar. Podía derribar una mosca a veinte pasos. ¡Mírame ahora! —Lanzó un bufido lleno de conmiseración—. Apenas puedo ver a más de veinte pasos en un día con sol. Eso es lo que más me hiere. Que tu propia carne te traicione. ¿Vivir lo suficiente para ver que todo se desmorona?
El siguiente vendaval anunció la llegada del sargento Amistoso, que, excepto por la nariz colorada y las orejas un poco sonrosadas, apenas parecía sentirse incómodo por el frío. Era como si el sol, la lluvia o la tormenta le diesen lo mismo.
—Los últimos rezagados acaban de llegar al campamento, junto con la impedimenta de la Compañía —dijo con voz monocorde.
Brachio se llenó el vaso.
—Los parásitos nos rodean como las moscas al cadáver.
—No creo que la imagen de nuestra noble hermandad se avenga bien con la de un despojo que supura —precisó Cosca.
—Pero está muy bien traída —dijo Temple por lo bajo.
—¿Quién más viene con ellos?
Amistoso comenzó a contar:
—Diecinueve putas y cuatro alcahuetes…
—Estarán muy entretenidos —dijo Cosca.
—… veintidós conductores de carros y ayudantes, incluyendo a Hedges, el tullido, que insiste en hablar contigo…
—¡Todo el mundo quiere sacarme algo! ¡Como si yo fuera un pastel de cumpleaños que quisieran repartirse!
—… trece comerciantes surtidos, buhoneros y zapateros remendones, seis de los cuales se quejan de que los nuestros les han robado…
—¡Yo no viajo con criminales! Ya sabes que fui Gran Duque. ¡Es decepcionante!
—… dos herreros, un comerciante de caballos, un vendedor de pieles, un taxidermista, un barbero que se jacta de tener conocimientos de cirugía, un par de lavanderas, un vinatero sin existencias y diecisiete personas sin profesión reconocida.
—¡Vagabundos y merodeadores que esperan engordar a cuenta de mis migajas! Temple, ¿es que ya no queda honor?
—Sólo un poquito —dijo Temple, hablando por sí mismo y pensando en el poco honor que le quedaba.
Cosca se acercó aún más a Amistoso para, después de echarse otro trago de la petaca, preguntar con una voz que todos pudieron escuchar:
—¿Y el carruaje misterioso del Superior Pike también ha llegado al campamento?
—Sí —respondió Amistoso.
—Vigiladlo estrechamente.
—¿Qué guarda dentro? —preguntó Brachio, quitándose con el extremo de una uña la gotita que estaba a punto de caer de aquel ojo que le lloraba.
—Si compartiera contigo esa información, ya no sería un carruaje misterioso, sino… un carruaje cualquiera. Y coincidirás conmigo en que entonces perdería su encanto.
—¿Y cómo vamos a encontrar un refugio para toda esa avalancha de gente? —preguntó Jubair, ansioso por conocer la respuesta—. Si apenas queda sitio para nosotros, los militares.
—¿Y los túmulos? —preguntó el Viejo.
—Están vacíos —respondió Sweet—. Los saquearon hace siglos.
—Lo pregunto porque pueden aprovecharlos para cobijarse, con tal de que se apretujen lo suficiente. ¡Qué ironía!, ¿eh, Temple? ¡Los héroes del pasado echados a patadas de sus tumbas por las putas del presente!
—Me estremezco por ese pensamiento tan profundo —musitó Temple, que se estremecía sólo con imaginarse durmiendo en las húmedas entrañas de aquellas antiguas tumbas, no digamos ya follando en ellas.
—General, como no quiero molestarle mientras hace los preparativos, creo que me iré —dijo Sweet.
—¡Pues claro! ¡La gloria es como el pan, se pone mohosa con el tiempo! ¿Quién lo dijo? ¿Farans? ¿O fue Stolicus? ¿Qué plan tiene?
—Espero que el explorador que salió huyendo vaya a decirles a sus amigos del Dragón que sólo somos veinte personas.
—¡El mejor enemigo es el que se encuentra distraído y perplejo! ¿Lo dijo Farans? ¿O Bialoveld? —Cosca dedicó una mirada de desprecio a Sworbreck, que seguía peleándose con sus cuadernos—. Todos los escritores son iguales. ¿Qué estaba diciendo?
—Que ellos se preguntarán si deben seguir bien calientes en Ashranc, ignorándonos, o bajar hasta donde estamos para aniquilarnos.
—Les daremos un buen susto si lo intentan —dijo Brachio, y soltó una risotada que hizo que sus mofletes se agitaran.
—Eso es, precisamente, lo que queremos que hagan —dijo Sweet—. Pero no bajarán hasta aquí a menos que tengan un buen motivo. Una pequeña incursión en su territorio debería motivarlos. Son condenadamente picajosos con eso del territorio. Roca Llorona conoce el camino. Conoce los caminos secretos que llegan hasta Ashranc, pero son muy peligrosos. Así que saldremos de aquí sigilosamente y dejaremos algún rastro que puedan ver. Restos de fuego, unas cuantas huellas por el camino…
—Y una mierda —dijo Jubair, pronunciando la última palabra con la misma solemnidad que si fuese el nombre de algún profeta.
—¡Magnífico! —Cosca levantó en alto su petaca—. ¡Engañarlos con una mierda! Estoy razonablemente seguro de que Stolicus jamás recomendó esa estrategia, ¿eh, Temple?
Brachio aplastó su enorme labio inferior entre el índice y el pulgar antes de decir:
—¿Estáis seguros de que se tragarán el truco de la mierda?
—Desde siempre han llevado la voz cantante en este sitio —decía Sweet—. Solían matar a los Fantasmas y asustar a los mineros. El hecho de que nunca los derrotasen los convirtió en gente arrogante. Todo lo hacen a la antigua usanza. Pero aún son peligrosos. Ustedes tendrán que ser los mejores y estar siempre al acecho. Y no tirar del sedal hasta que no hayan picado el anzuelo.
—Créame —Cosca asentía— cuando le digo que he estado en los dos extremos de lo que constituye la emboscada y que por eso conozco sus fundamentos. ¿Qué opina de este plan, maese Cantliss?
El desgraciado bandido, que se había descosido las costuras de la ropa para meterse por dentro toda la paja que podía y así protegerse del frío, estaba sentado en un rincón de la habitación, cuidándose la mano rota y respirando dificultosamente. Al escuchar su nombre se animó, asintiendo vigorosamente como si su ayuda fuera crucial para cualquier empresa.
—Me parece bastante bueno. Estoy de acuerdo con eso de que se creen los dueños de las colinas. Y como Waerdimur mató a mi amigo Puntillanegra, me es indiferente lo que ustedes vayan a hacerle. ¿Puedo…? —preguntó, pasándose la lengua por los labios que tenía resecos y acercando una mano a la petaca de Cosca.
—Por supuesto —respondió Cosca, dejándola seca de un trago, poniéndola boca abajo para que viera que estaba vacía, encogiéndose de hombros y añadiendo, mirando a Sweet—. El capitán Jubair ha escogido a siete hombres de entre los más competentes para que lo acompañen.
Sweet lanzó al enorme mercenario de Kantic una mirada de infelicidad y comentó:
—Preferiría hombres de mi confianza.
—Los demás podríamos decir lo mismo, pero acaso existen, ¿eh, Temple?
—Muy pocos. —Temple nunca se hubiera incluido entre las personas en quienes podía confiar, ni mucho menos hubiese incluido a cualquiera de las que se encontraban en la habitación.
—Así que ¿no confías en nosotros? —Sweet adoptaba un aire de inocencia herida.
—La naturaleza humana me ha decepcionado con frecuencia —dijo Cosca—. Desde que la Gran Duquesa Sefeline se volvió contra mí y envenenó a mi amante favorita, no volví a lastrar las relaciones laborales con el fardo de la confianza.
Brachio lanzó un largo eructo.
—Lo mejor es vigilarse mutuamente con mucho cuidado, permanecer tan bien armado como desconfiado y pensar que los intereses propios son lo más importante.
—¡Qué noble parlamento! —dijo Cosca, dándose una palmada en un muslo—. Y luego, como en el cuchillo que guardamos en el calcetín, confiar en nuestra arma secreta por si acontece alguna emergencia.
—Intenté guardar un cuchillo en el calcetín —musitó Brachio, tocando los que llevaba en su bandolera—. Pero rozaba muchísimo.
—¿Nos vamos? —preguntó Jubair con voz tonante—. Se acaba el tiempo y aún queda por hacer la obra de Dios.
—Pues a hacerla —dijo el explorador, subiéndose el cuello de su enorme abrigo de piel hasta las orejas y perdiéndose en la noche.
Cosca ladeó la petaca, vio que estaba vacía y la tendió para que se la rellenaran.
—¡Traedme más licor! ¡Temple, ven y habla conmigo como hacías antes! Ofreciéndome consuelo y consejo.
Temple respiró profundamente antes de decir:
—No sé qué consejo puedo ofrecerle. En este sitio estamos muy lejos del alcance de la ley.
—¡Vamos, no me refería a consejos legales, sino espirituales! Gracias. —La última palabra se la dirigía al sargento Amistoso, que rellenaba con una botella recién abierta la petaca que Cosca agarraba con mano temblorosa—. ¡Me siento como si navegase a la deriva por mares extraños y mi brújula moral girase como loca! ¡Temple, encuentra una estrella de ética por la que pueda guiarme! ¡Vamos! ¿Qué hay de Dios, hombre, qué hay de Dios?
—Me temo que también podemos estar muy lejos del alcance de Dios —musitó Temple, dirigiéndose a la puerta. En ese momento Hedges la abría para entrar cojeando en la habitación.
—¿Y éste quién es? —preguntó Cosca.
—Se llama Hedges, Capitán General, uno de los conductores de carros que viene con nosotros desde Arruga. Señor, lo hirieron en Osrung cuando dirigía una carga.
—He aquí la razón de que las cargas deban dirigirlas los demás —apostilló el Viejo.
Hedges entró con mucho cuidado, moviendo los ojos nerviosamente.
—Creo que no disiento de usted. ¿Me concedería un momento?
Aprovechando la distracción, Temple se escabulló en la oscuridad de la noche.
En la única calle del campamento, la cautela no parecía ser la prioridad principal. Un grupo de hombres enfundados en chaquetones, pieles y piezas de armadura malamente conjuntadas maldecían haciendo un ruido de mil diablos, reduciendo la nieve a un limo blancuzco, levantando en alto antorchas que chisporroteaban, tirando a regañadientes de caballos que no querían moverse y descargando cajas y barriles de los carros que parecían vencidos por su propio peso, mientras el aliento se condensaba alrededor de los trapos con los que se tapaban la cara.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó Sworbreck, abriéndose paso hacia Temple en medio de aquel caos.
—Si no temes que se te acabe pegando algo de mi mala suerte…
—No creo que sea peor que la mía —se lamentó el biógrafo.
Dejaron atrás a un grupo de personas que, apretujadas dentro de una cabaña a la que le faltaba una pared, se jugaban las mantas a los dados; a un hombre que entre una lluvia de chispas ponía a punto unas armas con una piedra de afilar demasiado estruendosa, y a tres mujeres que discutían respecto a la mejor manera de encender un fuego. Ninguna de ellas sabía cómo hacerlo.
—¿Alguna vez has tenido la sensación… —preguntaba Sworbreck, agachando la cabeza para abrigarse con el desgastado cuello de su chaquetón— de haber caído de cabeza en algo en lo que no querías participar y ser consciente de que no sabes cómo salir?
Temple miró de soslayo al escritor.
—Últimamente, a todas horas.
—¿Y que se trata de un castigo, aunque no sepas por qué?
—Yo sí lo sé —dijo Temple en voz baja.
—Éste no es mi sitio —dijo Sworbreck.
—Me gustaría decir lo mismo. Pero me temo que mentiría.
Habían quitado la nieve del acceso a uno de los túmulos, y la luz de las antorchas reverberaba en el arco de su entrada. Uno de los alcahuetes se afanaba en colgar un cuero desgastado a la entrada de otro, mientras fuera del mismo comenzaba a formarse una cola desordenada. Un buhonero que tiritaba acababa de montar su tienda entre ambos túmulos, ofreciendo cinturones y abrillantadores de calzado en medio de aquella noche tan inclemente. El comercio no descansa.
Temple escuchó la áspera voz que salía por la puerta entreabierta de una cabaña. Era del Inquisidor Lorsen.
—… Dimbik, ¿realmente cree usted que hay rebeldes por estas montañas?
—Eso de creer es un lujo que no me permito desde hace bastante tiempo, Inquisidor. Simplemente, me limito a repetir lo que me han dicho.
—El problema, capitán, reside en la persona que se lo dice. Por lo menos, a mí me lo dice el Superior Pike, a quien se lo dijo el Archilector, y una sugerencia del Archilector… —El resto de aquella argumentación acabó perdiéndose entre el ruido de las conversaciones que rodeaban a Temple.
En la oscuridad que dominaba el límite del campamento, los antaño camaradas de Temple comenzaban a subirse a sus caballos. Volvía a nevar, y los blancos copos cubrían lentamente las crines de sus monturas, la cabellera gris de Roca Llorona, su vieja bandera, los hombros de Shy, que seguía encogida como si se negara a alzar la mirada, y los bultos que Lamb cargaba afanosamente en su caballo.
—¿Vienes con nosotros? —le preguntó Savian al ver que se acercaba.
—Aunque mi corazón lo desee ardientemente, el resto de mi ser tiene el buen sentido de declinar educadamente la invitación.
—¡Roca Llorona! —Sworbreck sacó su cuaderno de notas con un ademán muy estudiado—. ¡Qué nombre tan intrigante!
Ella se le quedó mirando y dijo:
—Sí.
—Me atrevería a decir que esconde una historia llena de intriga.
—Sí.
—¿No querría compartirla conmigo?
Roca Llorona desapareció lentamente en la oscuridad que los rodeaba.
—Eso significa «no» —dijo Shy.
Sworbreck suspiró antes de decir:
—Un escritor debe aprender a vivir con el desprecio. Dígame, maese Lamb, ¿alguna vez le han hecho una entrevista?
—Acabamos de descubrir un nuevo tipo de mentiroso —dijo Shy con voz burlona.
—He oído —el biógrafo insistía— que usted tiene más experiencia que nadie en el combate individual.
Lamb aseguró la última cincha antes de responder:
—¿Y usted se cree todo lo que oye?
—Entonces, ¿lo niega?
Lamb no contestó.
—¿Algo respecto a esa actividad tan peligrosa que pueda interesar a mis lectores?
—Que no se dediquen a ella.
—¿Es cierto —Sworbreck se acercó aún más a él— lo que me ha contado el general Cosca?
—Por lo poco que he visto de él, yo no diría que es un dechado de honestidad.
—Me ha dicho que antaño usted fue rey.
Temple enarcó las cejas. Sweet se aclaró la garganta. Shy se echó a reír, pero al ver que Lamb seguía muy serio, dejó de hacerlo.
—Me contó que fue el campeón del Rey del Norte —proseguía Sworbreck—, que ganó diez duelos en eso que llaman «el Círculo» y que su rey le traicionó, pero que consiguió sobrevivir para matarlo y ocupar su puesto.
Lamb se irguió lentamente en la silla de montar y miró desafiante a la noche.
—Durante un tiempo, los hombres pusieron una cadena de oro alrededor de mi cuello y se arrodillaron ante mí. Pero si hicieron todo eso fue porque les convenía. En los momentos violentos, a la gente le gusta arrodillarse ante los hombres violentos. Y en los momentos de paz, recuerdan lo felices que eran cuando no lo hacían.
—Entonces, ¿los culpa usted?
—Hace mucho tiempo que no culpo a nadie. La gente es así. —Lamb miró a Temple—. ¿Crees que podremos contar con tu amigo Cosca?
—Ciertamente, no —respondió Temple.
—Tenía el presentimiento de que dirías eso —comentó Lamb mientras, lentamente, en medio de la negrura, llevaba a su caballo hacia las colinas.
—Por lo que veo, no soy el único que tiene historias para contar… —dijo Sweet, saliendo tras él.
Sworbreck se los quedó mirando durante unos instantes, luego sacó un lápiz y se puso a escribir a toda velocidad.
Al volverse, Temple se encontró con la mirada de Shy.
—¡Espero que los encontréis! —fue lo que se ocurrió decir—. ¡A los niños!
—Nosotros también. Espero que tú encuentres… lo que sea que estés buscando.
—Supongo —dijo él en voz baja—. Y que no lo aprovecharé.
Se quedó en silencio durante un instante, pensando qué decirle, luego chasqueó la lengua y su caballo se puso en marcha.
—¡Buena suerte! —exclamó Temple—. ¡Cuídate cuando estés entre los bárbaros!
Ella echó una mirada al fuerte, del que salían las notas de una canción desorejada, y enarcó una ceja.
—Lo mismo digo.