Gente corriente

Gente corriente

La lluvia había cesado. Shy miró a través de los árboles que goteaban agua y lo primero que vio fue un tronco abandonado y medio descortezado que descansaba encima de unos soportes, así como el cepillo empleado para aquella faena, el cual se encontraba cubierto por varias cortezas peladas, y después los ennegrecidos huesos de la casa.

—No es difícil seguir a esos malnacidos —musitó Lamb—. Van dejando edificios quemados por donde pasan.

Lo más seguro era que acabasen con cualquiera que intentara seguirlos. No quería pensar en lo que podía suceder al ver que Lamb y Shy, subidos en su carreta que traqueteaba, los seguían.

Siempre había estado obsesionada por el tiempo, el de Lamb, el de Gully, el de Pit y el de Ro, siempre asignándoselo a todos en cada lugar y momento precisos. Siempre mirando hacia delante, esperando que el futuro fuese mejor que el presente, y casi percibiéndolo tan claramente como la casa que casi había terminado. Era difícil creer que desde entonces sólo hubieran pasado cinco noches bajo la lona de la carreta, que no dejaba de ondear al viento. Y cinco mañanas en las que se había despertado rígida y cansada bajo una aurora que le hacía sentir como si la tierra fuese a abrirse bajo sus pies. Cinco días siguiendo la pista entre la campiña vacía y los bosques, sin perder de vista su aciago pasado y preguntándose, cada vez que saludaba con una mueca a la mañana, qué parte del mismo se había librado del frío abrazo de la tierra y le había robado la vida.

Nerviosa, se rascó la palma de una mano con las uñas de la otra.

—¿No echamos un vistazo? —Tenía miedo de lo que pudiese encontrar. Miedo de mirar y de no mirar. Miedo de cualquier espacio vacío donde pudiera encontrarse su esperanza.

—Iré a dar una vuelta. —Lamb se golpeó las rodillas con el sombrero y comenzó a rodear el claro. Al tronchar las ramitas de vegetación con sus botas, unos pichones que volaban por el blanco cielo se sobresaltaron, avisando a todo el mundo de su llegada. Pero no había nadie por los alrededores. Nadie con vida.

Distinguió una pequeña extensión que estaba cubierta por unas hortalizas muy crecidas. En su duro suelo habían excavado una zanja que llegaba a la altura de los tobillos. Junto a ella, una manta sucia cubría algo abultado. Bajo ella sobresalían un par de botas y un par de pies huesudos que tenían las uñas de los dedos cubiertas de barro.

Lamb se agachó, agarró la manta por un extremo y la levantó. Los rostros grises y flácidos de un hombre y de una mujer, ambos con profundos cortes. La cabeza de la mujer cayó hacia un lado, revelando la herida carmesí, aún fresca, que tenía en el cuello.

—¡Ah! —Shy metió la lengua por el hueco que formaban sus incisivos y se quedó mirando al suelo. Aunque no era tan optimista como para creer que no fueran a encontrar a nadie, aquellos rostros le quitaron la poca esperanza que le quedaba. Le preocupaban Pit y Ro, o quizá ella misma, aunque quizá fuesen los malos recuerdos de los malos tiempos, en los que contemplar cadáveres estaba a la orden del día.

—¡Soltadlos, bastardos!

Lo primero que vio fue cómo brillaba la punta de la flecha. Lo siguiente, la mano que asía el arco, cuyos nudillos resaltaban por su blancura contra la madera oscura. Lo último, el rostro que estaba detrás… el de un chico de unos dieciséis años que, a causa de la humedad, tenía sus enmarañados cabellos del color de la arena pegados a la blanca piel de su cabeza.

—¡Te mataré! ¡Lo haré! —Acababa de dejar atrás los arbustos y hacía esfuerzos para pisar tierra más compacta, mientras las sombras se deslizaban por su estrecho rostro y le temblaba la mano con que agarraba el arco.

Shy hizo todo lo posible para no moverse, intentando hacer caso omiso de aquellos instintos, contrarios entre sí, que le obligaban a abalanzarse contra él o a salir corriendo. Le dolían todos los músculos por las ganas de hacer una cosa u otra, pues en otro tiempo Shy solía hacer caso a lo que le decían sus instintos. Pero como, indefectiblemente, habían acabado llevándola por el desagradable camino que conduce directamente hacia la mierda, en aquella ocasión no hizo caso de aquellos cabronazos y se limitó a quedarse quieta y a mirar directamente los ojos de aquel chico. Unos ojos asustados, lo que no era de extrañar, y abiertos como platos, cuyas comisuras relucían. Decidió hablar en voz baja, como si ambos estuvieran en el baile de la cosecha y no hubiese entre ellos edificios quemados, gente muerta ni una flecha lista para salir volando.

—¿Cómo te llamas?

La lengua del chico se asomó rápidamente por su boca mientras la punta de la flecha temblaba, consiguiendo que la parte del pecho adonde apuntaba le picase terriblemente.

—Yo soy Shy. Y éste es Lamb.

Los ojos del chico cambiaron de objetivo, lo mismo que su arco. Lamb no se acobardó, y se limitó a dejar la manta como se la había encontrado y luego a quedarse inmóvil. Visto con los inocentes ojos del chico, parecía cualquier cosa excepto inocuo. Aunque se hubiese dejado aquella barba gris que se le enmarañaba, aquel hombre tenía que ser muy, pero que muy descuidado para hacerse accidentalmente tantas cicatrices con la navaja de afeitar. Porque, aunque Shy siempre hubiera pensado que debía de haber participado en las guerras del Norte, nada en él recordaba en aquellos momentos al antiguo combatiente. Por eso siempre decía que era una especie de cobarde. Pero aquel chico ignoraba todo aquello.

—Estamos siguiendo a unos hombres. —Shy seguía hablándole con mucha, mucha dulzura, como si quisiera convencer al chico y a la punta de la flecha que se encontraba ante ella—. Quemaron nuestra granja, cerca de Tratojusto. La quemaron, mataron al hombre que trabajaba para nosotros y se llevaron a mi hermana y a mi hermanito… —Como la voz se le quebró, tuvo que aclararse la garganta para seguir hablando con aquel tono meloso—. Los estamos persiguiendo.

—Creemos que han pasado por aquí —dijo Lamb.

—Les seguimos la pista. Deben de ser unos veinte hombres, y se mueven deprisa. —La punta de la flecha comenzó a bajar hacia el suelo—. Se detuvieron antes en otras dos granjas. Igual que en ésta. Luego los seguimos por los bosques. Y aquí estamos.

—Yo estaba cazando —dijo el chico en voz baja.

—Y nosotros en la ciudad —Shy asintió—, vendiendo el grano.

—Volví, y… —Para alivio de Shy, la punta de la flecha ya apuntaba al suelo—. No habría podido hacer nada.

—No.

—Se llevaron a mi hermano.

—¿Cómo se llama?

—Evin. Tiene nueve años.

Un silencio sólo roto por el suave quejido de la cuerda del arco que se distiende.

—¿Sabes quiénes son? —preguntó Lamb.

—No llegué a verlos.

—¿Sabes por qué se llevaron a tu hermano?

—No lo sé. ¿No os he dicho que no estaba aquí?

—De acuerdo —dijo Shy, calmándolo—. Ya nos lo has dicho.

—Seguiremos tras ellos —dijo Lamb.

—¿Para traer de vuelta a tus hermanos pequeños?

—Puedes contar con ello —dijo Shy, como si no sólo intentara convencer al chico sino a sí misma.

—¿Y también podréis traer al mío?

Shy miró a Lamb, pero él apartó la mirada y no dijo nada.

—Podemos intentarlo —respondió Shy.

—Entonces iré con vosotros.

Un nuevo silencio.

—¿Estás segura? —preguntó Lamb.

—¡Yo puedo hacer lo que haya que hacer, viejo bastardo! —exclamó el chico, con las venas hinchándosele en el cuello.

Lamb ni siquiera movió un músculo al replicar:

—Ni siquiera nosotros sabemos lo que hay que hacer.

—Creo que queda sitio en la carreta, por si sigues queriendo venir con nosotros. —Tendió la mano al chico, que la miró durante un instante antes de dar un paso adelante y estrecharla. Con mucha fuerza, como suelen hacer los hombres cuando intentan convencer a otro de que son más duros de lo que realmente son.

—Me llamo Leef.

Ella asintió, mirando los dos cadáveres.

—¿Son tu familia?

El chico parpadeó al mirarlos.

—He intentado enterrarlos, pero el suelo está muy duro y no tengo nada con qué cavar. —Se pasó el pulgar de una mano por las uñas rotas—. Lo he intentado.

—¿Quieres que te ayudemos? —le preguntó ella.

Sintiéndose abrumado, agachó la cabeza y asintió, haciendo que sus cabellos mojados se movieran de un lado para otro.

—De vez en cuando, todos necesitamos algo de ayuda —dijo Lamb—. Cogeremos las palas.

Shy se acercó al chico, lo observó durante un instante y, con mucha calma, le puso una mano en el hombro. Al sentir que estaba muy tenso, pensó que se apartaría, pero no lo hizo, y ella se lo agradeció. Quizá lo necesitase más que él.

Prosiguieron viaje sin grandes novedades, excepto por el hecho de ser antes dos y en aquellos momentos tres. El mismo viento, el mismo cielo, las mismas huellas que seguir, el mismo silencio pesaroso entre ellos. El carro se iba deteriorando a medida que seguían las huellas, tambaleándose cada vez más a cada kilómetro que quedaba atrás de los pacientes bueyes. Una de las ruedas tembló como si fuera a hacerse pedazos dentro de la llanta de hierro que la rodeaba. Descargaron los pertrechos, dejaron que los bueyes pastaran a su aire en la hierba y Lamb levantó uno de los costados del toldo, gruñendo y encogiéndose de hombros mientras Shy recogía las herramientas y el medio saco de clavos, y Leef, que parecía ansioso por echarle una mano, se contentaba con pasarle el martillo cada vez que se lo pedía.

Las huellas los condujeron hasta un río y unos bajíos poco profundos. Puesto que Calder y Scale no mostraron muchas ganas de cruzarlos, Shy optó por llevarlos hasta un molino de piedra bastante alto, de tres plantas. Como aquellos a quienes perseguían no se habían molestado en quemarlo, su rueda aún seguía moviéndose sin trabas, chirriando al recibir el agua que caía en ella. Dos hombres y una mujer colgaban juntos de la ventana de la buhardilla. El cuello roto de uno de los hombres aparecía tremendamente estirado, mientras que los pies del otro, que habían quemado de una manera atroz, oscilaban encima del barro como si se movieran a zancadas sobre él.

—¿Qué clase de gente puede hacer una cosa así? —Leef los miraba con unos ojos como platos.

—Gente corriente —dijo Shy—. Para hacer este tipo de cosas no se necesita ser especial. —Pero en ocasiones a ella le parecía que aquellos a quienes perseguían tenían que ser algo más. Una tempestad de locura que golpeaba aquella tierra abandonada, agitando el fango y dejando a su paso cascos de botellas, excrementos, edificios quemados y gente ahorcada. Una tempestad que se llevaba a los niños vaya usted a saber adónde y con qué propósito—. Leef, ¿quieres acercarte hasta ellos y bajarlos?

Aunque no pareciera tener muchas ganas de hacerlo, sacó su cuchillo y se dirigió a donde se le decía.

—Me parece que últimamente estamos enterrando a demasiada gente —musitó Shy.

—Menos mal que le sacaste a Clay unas palas —dijo Lamb.

Ella rió por la ocurrencia, para luego comprobar que su risa se convertía en una tos bastante fea. Leef se asomaba por la ventana mientras cortaba las cuerdas, haciendo que los cadáveres cayeran al suelo.

—No me gusta tener que limpiar todo lo que dejan esos bastardos.

—Alguien tiene que hacerlo. —Lamb le tendió una de las palas—. ¿O prefieres dejar que esa gente siga bailoteando?

Al atardecer, cuando el sol poniente teñía de fuego el borde de las nubes y el viento formaba senderos entre la hierba y obligaba a bailar a las ramas de los árboles, llegaron a lo que quedaba de un campamento. Un gran fuego había ardido cerca de la linde de un bosque, pues las ramas quemadas y las cenizas mojadas tenían un diámetro de tres pasos largos. Shy abandonó de un salto el carro mientras Lamb indicaba a Scale y a Calder que se detuviesen. Luego sacó su cuchillo y hurgó con él en los restos, dándoles la vuelta a algunas brasas que aún ardían.

—Estuvieron aquí anoche —comentó.

—Entonces, ¿vamos a atraparlos? —preguntó Leef, que bajaba de un salto del carro y colocaba una flecha en el arco.

—Eso creo. —Pero Shy no dejaba de preguntarse si sería buena idea. Recogió un trozo de cuerda deshilachada que estaba entre la hierba y encontró entre los arbustos de la linde una telaraña rota, así como un pedazo de tela que había quedado encima de una zarza.

—¿Ha pasado alguien por aquí? —preguntó Leef.

—Eran varias personas. E iban a toda prisa. —Shy siguió avanzando, agachándose, arrastrándose por la pendiente, resbalando por el barro y las traicioneras hojas caídas que pisaba, intentando mantener el equilibrio y mirar entre la penumbra…

Y entonces le pareció ver a Pit. Estaba boca abajo junto a un árbol caído y parecía muy pequeño, comparado con las nudosas raíces. Intentó gritar, pero no podía hablar, ni siquiera respirar. Echó a correr, resbaló, creando una lluvia de hojas muertas, y siguió corriendo. Se agachó a su lado, viendo que su cara era una masa de grumos. Le temblaban las manos cuando se acercó para verle bien la cara, pero no quería mirar. Mantuvo la respiración cuando se puso encima de él, de aquel cuerpo pequeño que estaba tan tieso como una tabla, y apartó con dedos temblorosos las hojas que se le habían pegado a la cara.

—¿Es tu hermano? —preguntó Leef en voz baja.

—No. —El alivio que dominó todo su ser le hizo sentirse enferma. Y luego culpable, por haber experimentado aquella sensación de alivio aun sabiendo que aquel niño estaba muerto—. ¿No será el tuyo?

—Tampoco —respondió Leef.

Shy pasó las manos por debajo del niño muerto y lo levantó, subiendo con mucho esfuerzo por la pendiente, siempre seguida por Leef. Lamb seguía arriba del todo, mirando entre los árboles, una silueta oscura que se recortaba bajo el arrebol del ocaso.

—¿Es él? —preguntó con voz cascada—. ¿Es Pit?

—No. —Shy lo dejó con los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás en la hierba pisoteada.

—¡Por los muertos! —Lamb se pasó los dedos por la larga cabellera gris y se agarró la cabeza como si fuera a estallarle.

—Quizá intentó huir. Y ellos lo aprovecharon para darles una lección a los demás. —Esperaba que Ro no hubiese intentado nada parecido. Era demasiado lista para hacer tal cosa. Sobre todo, teniendo que cuidar de Pit. Shy quería creer que era demasiado lista para hacerlo. Esperaba que lo fuera más que ella, a su edad. Se apoyó en el carro, dándole la espalda a los demás, cerró los ojos y se secó las lágrimas. Otra vez a sacar las malditas palas para luego meterlas.

—A joderse y a cavar otra vez —masculló Leef, atacando al suelo como si fuese el bandido que se había llevado a su hermano.

—Mejor cavar que ser enterrado —aseveró Lamb.

Shy los dejó cavando mientras los bueyes pacían y se movían en círculo, para agacharse y peinar la fría hierba en busca de indicios que poder interpretar bajo la luz que se apagaba. Intentando descubrir lo que habían hecho y el siguiente paso que hubieran podido dar.

—Lamb.

El norteño gruñó al agacharse a su lado, y sus manos se agitaron.

—¿Qué sucede?

—Creo que tres de ellos se separaron en este sitio para dirigirse al suroeste. Los demás siguieron hacia el oeste. ¿Qué te parece?

—No lo sé. Tú eres la rastreadora. Cree lo que quieras, yo no tengo ni idea.

—Sólo es cuestión de imaginarse lo que pudo pasar. —Shy no quería admitir que perseguir y ser perseguido sólo eran las dos caras de una misma moneda, y que ella había estado viendo sólo la segunda durante dos años.

—¿Se separaron? —preguntó Leef.

Lamb se tocó el corte de la oreja mientras miraba hacia el sur.

—¿Porque discutieron?

—Es posible. O quizá los mandaron a moverse en círculo alrededor del grupo para ver si alguien los seguía.

Leef buscó a tientas una flecha mientras escrutaba el horizonte, pero Lamb le hizo desistir.

—Si saben rastrear, ya nos habrán visto. —Siguió mirando al suroeste, hacia la línea de árboles que llevaba hasta una pequeña quebrada, por donde Shy suponía que se habían marchado—. No. Supongo que ya habían aguantado demasiado. Quizá las cosas fueron demasiado lejos para su gusto. Quizá comenzaran a pensar que podían ser los siguientes en colgar de un árbol. Sea como fuere, los seguiremos. Espero cogerlos antes de que las ruedas de este carro terminen por romperse. O yo —añadió con mucha tranquilidad mientras hacía una mueca para acomodarse en el asiento.

—Los niños no iban con esos tres —comentó Leef con cierta hosquedad.

—No —Lamb volvió a ponerse el sombrero—. Pero podrían llevarnos por el camino correcto. Necesitamos reparar bien este carro, encontrar nuevos bueyes o conseguir algunos caballos. Necesitamos comida. Quizá esos tres…

—Viejo, eres un jodido cobarde.

Una pausa, que Lamb aprovechó para asentir mientras replicaba, dirigiéndose a Leef:

—Ella y yo llevamos muchos años discutiendo acerca de esta cuestión, así que el último comentario no añade nada nuevo a lo ya dicho.

Ella los miró, al chico que seguía en el suelo, al parecer, muy enfadado, y al viejo grandullón, que le devolvió la mirada desde su asiento sin inmutarse.

—Tenemos que ir a por los niños, o… —Leef apretaba los labios.

—Sube al carro, chaval, o tendrás que ir tú solo a por los niños.

Leef abrió la boca, pero Shy le cogió por un brazo antes de que pudiera decir nada.

—Yo quiero cogerlos tanto como tú, pero Lamb tiene razón… por ahí andan sueltos veinte hombres malos, armados y decididos a todo. No podemos hacer nada.

—Pero antes o después los atraparemos, ¿verdad? —preguntó Leef, que respiraba de manera muy agitada—. ¡Mejor cuanto antes, mientras mi hermano y los tuyos aún siguen vivos!

Aunque no pudiera darle toda la razón, Shy tuvo que admitir que la tenía en parte. Así que siguió mirándole mientras le decía a la cara, tranquila pero sin ceder:

—Sube al carro, Leef.

En esa ocasión, hizo lo que le pedía y se sentó entre los pertrechos, dándoles la espalda en silencio.

Shy puso un brazo lleno de arañazos cerca de Lamb y tiró de las riendas, obligando a Scale y a Calder a moverse, lo cual hicieron a regañadientes.

—¿Y qué haremos cuando atrapemos a esos tres? —preguntó en voz baja, para que Leef no pudiera oírlo—. Estoy segura de que estarán armados y decididos a todo. Mucho mejor armados que nosotros.

—Entonces nosotros tendremos que mostrarnos mucho más decididos que ellos.

Enarcó las cejas al oírlo. Aquel hombre del Norte tan enorme y amable, que solía correr entre el trigo con Ro encima de uno de sus hombros y con Pit encima del otro, que acostumbraba a sentarse fuera con Gully al atardecer para compartir una botella durante horas y que jamás le había puesto la mano encima cuando ella se había hecho mayor, a pesar de algunas provocaciones…, hablaba de mancharse de sangre hasta los codos como si no tuviera importancia.

Pero Shy sabía que sí la tenía.

Cerró los ojos y recordó la cara de Jeg después de que ella lo apuñalara, con su maldito sombrero calado hasta los ojos, dando tumbos por la calle mientras murmuraba: Humo, Humo. Y a aquel empleado de la tienda que la miraba fijamente mientras la camisa se le oscurecía. Y la mirada de Dodd, que boqueaba al ver la flecha que ella acababa de clavarle en el pecho. ¿Por qué lo has hecho?

Se restregó fuertemente la cara con una mano, sudando de repente, mientras el corazón le latía tan fuerte como entonces, y se retorció la grasienta ropa que llevaba como si pudiese hacer otro tanto con el pasado. Pero el pasado se resistía y la atrapaba. Tenía que volver a mancharse las manos de sangre por Pit y por Ro. Agarró con fuerza la empuñadura de su cuchillo, respiró hondo y apretó la mandíbula. No había elección entonces y no la había ahora. Y nada de derramar lágrimas por gente de la calaña de los que estaban siguiendo.

—Cuando los encontremos —su voz sonaba empequeñecida en la tiniebla que la rodeaba—, ¿harás lo que te diga?

—No —contestó Lamb.

—¿Eh? —Lamb llevaba acatando sus órdenes tanto tiempo que ella no se imaginaba que pudiera hacer las cosas por su cuenta.

Cuando lo miró, su viejo rostro lleno de cicatrices se retorció como si algo le doliese.

—Le hice una promesa a tu madre. Antes de morir. Le prometí cuidar de sus pequeños. Pit y Ro… Y creo que eso te incluye a ti, ¿no te parece?

—Creo que sí —dijo por lo bajo, aunque un tanto insegura.

—He incumplido muchas promesas a lo largo de mi vida. Dejé que pasaran ante mí como hojas que llevaba la corriente. —Se secó los ojos con el dorso de una de sus manos enguantadas—. Pero ésta pienso cumplirla. Así que cuando los encontremos… tú seguirás mis órdenes. Al menos por esta vez.

—De acuerdo. —Si le servía de ayuda, ¿por qué no seguirle la corriente?

Luego ya haría ella lo que mejor le pareciese.