Apuestas altas
—¿Un arreglo? —preguntó Faukin, dirigiendo aquella sonrisa suya tan inexpresiva, blanda y profesional hacia el espejo—. ¿O algo más radical?
—Aféitemelo todo, el pelo y la barba, y déjemelo lo más apurado que pueda.
Faukin asintió como si aquella elección hubiese sido suya. A fin de cuentas, el cliente siempre tiene razón.
—Entonces, un buen afeitado de toda la mollera.
—No quiero dejarle a ese malnacido nada por donde pueda agarrarme. Y me parece que ya es un poco tarde para preocuparme de mi imagen, ¿no cree usted?
Faukin puso su sonrisa inexpresiva, anodina y profesional y comenzó a peinar el crespo y revuelto pelo de Lamb. Después, el rítmico sonido de las tijeras comenzó a cortar el silencio en pequeños fragmentos. Al otro lado de la ventana, el ruido de la gente que iba creciendo en número se hizo más sonoro, más excitado, y la tensión que existía dentro la habitación también fue en aumento. Los mechones de cabello gris caían desde la toalla para amontonarse en el suelo, formando esos motivos tan complicados que siempre parecen tener un significado que somos incapaces de comprender.
Lamb los apartó con un pie.
—¿Adónde irá todo?
—¿Nuestro tiempo o los cabellos?
—Todo.
—En lo que respecta al tiempo, supongo que debería preguntárselo a un filósofo, y no a un barbero. Y en lo que concierne a los cabellos, pues los barro y los tiro a la basura. A menos que el cliente tenga alguna dama por amiga a la que quiera confiar un mechón…
Lamb miró a la Alcaldesa. Se asomaba por una ventana, mirando con un ojo los preparativos de Lamb y con otro los que tenían lugar en la calle, y su grácil silueta se recortó en la puesta de sol. Descartó la idea con una fuerte risotada:
—Es parte de ti y poco después sólo es basura.
—Si tratamos a los hombres como basura, ¿por qué no íbamos a hacer lo mismo con sus cabellos?
—Supongo que usted tiene todo el derecho del mundo a hablar de esa manera —dijo Lamb, suspirando.
Faukin hizo bastante ruido cuando, para mejorar el filo de la navaja, la pasó por la correa. A los clientes les complacía ver cómo la pasaba rápidamente por ella, un destello de luz en el acero que anunciaba el drama que estaba a punto de comenzar.
—Con cuidado —dijo la Alcaldesa, que, como resultaba evidente, no necesitaba aquel día un nuevo drama que añadir al que debía comenzar más tarde. A Faukin ella le imponía mucho más que Lamb. Aun sabiendo que el norteño era un asesino despiadado, le parecía ver en él cierto atisbo de amabilidad. Lo que no era el caso de la Alcaldesa. Por eso le concedió su reverencia más inexpresiva, blanda y profesional, dejó de pasar la navaja para afilarla, enjabonó una brocha, la pasó por la barba y los cabellos de Lamb y luego comenzó a afeitarlo lenta y pacientemente, de suerte que sólo se oía el sonido que la navaja hacía al deslizarse.
—¿No le parece un fastidio que siempre vuelva a crecer? —preguntó Lamb—. ¿No le gustaría que desapareciera de una vez y para siempre?
—¿Y no cree usted que pasa lo mismo con todas las profesiones que conocemos? El comerciante vende una cosa para comprar otra. El granjero, después de la cosecha, guarda unas cuantas semillas para plantarlas y que salga otra. El herrero…
—Si matas a una persona, sigue muerta —se limitó a decir Lamb.
—Bueno… pero si me permite que le haga una observación… los asesinos raramente se contentan con matar a una sola persona. Una vez que comienzan, siempre hay alguien a quien matar.
Lamb miró el reflejo de Faukin en el espejo.
—A fin de cuentas, veo que usted es todo un filósofo.
—Sólo desde el punto de vista del aficionado. —Faukin recogió con mucho estilo la toalla que seguía caliente y dejó al descubierto la cabeza ya afeitada de Lamb, que venía a ser un impresionante parterre de cicatrices. En todos sus años de barbero, incluidos los tres transcurridos al servicio de una compañía mercenaria, jamás había afeitado una cabeza tan machacada, abollada y maltratada.
—Uh. —Lamb se acercó el espejo, moviendo la mandíbula ladeada y arrugando la nariz torcida como si necesitara convencerse de que lo que estaba mirando no era más que su propio rostro—. Es la cara de un tipo malvado y malnacido, ¿no le parece?
—Si me permite decirlo, creo que una cara no es más malvada que una chaqueta. Lo que cuenta es el hombre que está debajo, y sus actos.
—Sin duda alguna. —Lamb miró a Faukin durante un instante y luego observó su propia imagen—. Pero sigue siendo la cara de un tipo malvado y malnacido. Ha hecho con ella lo mejor que podía. Y no tiene la culpa de que sea como es.
—Sólo intento hacer mi trabajo como me gustaría que los demás hiciesen el suyo en mi persona.
—Trata a la gente como te gustaría que te tratasen y todo irá bien, como solía decir mi padre. A fin de cuentas, creo que nuestras profesiones son completamente diferentes. Porque en la mía intento hacer a la gente lo que no me gustaría que me hiciesen a mí.
—¿Está preparado? —La Alcaldesa se había acercado en silencio a ellos y los miraba por el espejo.
Lamb se encogió de hombros y dijo:
—Un hombre o está siempre preparado para algo como esto o nunca lo está.
—Estoy de acuerdo. —Se acercó más a ellos, cogiendo a Faukin con fuerza de la mano. Y aunque el barbero sintió la imperiosa necesidad de echar a correr, por un momento se aferró débilmente a su profesionalismo—. ¿Tiene algo más que hacer por hoy?
—Sólo una cosa más —respondió Faukin, tragando saliva.
—¿Al otro lado de la calle?
Faukin asintió. La Alcaldesa le puso una moneda en la palma de la mano y se acercó más a él.
—Llega el momento en el que todos los habitantes de Arruga tendrán que elegir el lado de la calle que prefieren. Espero que elija con sabiduría.
El atardecer confería a la ciudad una atmósfera de carnaval. La corriente creada por la muchedumbre de borrachos y de gente ansiosa arrastraba a todo el mundo hacia el anfiteatro. Mientras cruzaba la calle, Faukin distinguió el Círculo de seis pasos de diámetro pintado en el antiguo empedrado de la calle, delimitado por las pértigas en cuyo extremo superior se encontraban las antorchas que iluminarían lo que iba a acontecer en su interior. Las antiguas bancadas de piedra y las nuevas, de carpintería hecha a toda prisa, estaban a rebosar con un público que aquel lugar no había visto en siglos. Los intermediarios anunciaban con gritos disonantes a cómo estaban las apuestas, escribiendo con tiza en las altas pizarras dispuestas al efecto los porcentajes del momento. Los vendedores vendían botellas y comidas picantes a precios que eran escandalosos incluso en aquella ciudad de escándalo.
Faukin miró a todas aquellas personas que se amontonaban unas al lado de otras, a la mayoría de las cuales él jamás les habría dado trabajo, y, diciéndose por centésima vez en el transcurso del día que no hubiera debido aceptar aquel encargo, apretó su bolsa con fuerza y apresuró el paso.
Papá Anillo era una de esas personas que, cuanto más dinero tienen, menos les gusta gastarlo. Sus oficinas eran humildes en comparación con las de la Alcaldesa; sus muebles, una colección de trastos llenos de arañazos; el techo, tan arrugado como una colcha vieja. A la luz de unas velas humeantes, Glama Dorado se sentaba ante un espejo rajado, dando lugar a un espectáculo absurdo, su enorme cuerpo envuelto en una sábana raída y repantingado en un taburete, con la cabeza sobresaliendo como una guinda sobre un montón de nata.
Anillo, asomado a la ventana al igual que la Alcaldesa, se cogía las manos por detrás de la espalda, diciendo:
—Aféitele todo.
—Excepto el bigote. —Dorado sacó un índice y un pulgar de enorme tamaño por entre la sábana, para tirarse del bigote—. Lleva conmigo toda la vida y aquí se queda.
—Una brillante muestra de cabello facial —dijo Faukin, aunque con aquella luz tan pobre apenas conseguía ver más que unos cuantos pelos grises—. Si tuviese que eliminarlo, sentiría un profundo pesar.
A pesar de ser el favorito indudable en la contienda que estaba por llegar, los ojos de Dorado tenían una extraña expresión de desánimo al encontrarse en el espejo con los de Faukin.
—¿Tiene usted algún pesar?
Faukin perdió durante unos instantes su inexpresiva y profesional sonrisa.
—¿No lo tenemos todos, señor? —Y comenzó a cortarle el pelo—. Pero supongo que eso nos previene, al menos, de repetir los errores que antes cometimos.
Dorado miró con cara de pocos amigos su imagen en aquel espejo rajado.
—Pues aunque yo tengo cada vez más pesares, sigo cometiendo los mismos errores una y otra vez.
Faukin no tenía respuesta para eso, pero, siendo barbero, pudo salvar la situación, porque sus tijeras respondían por él. Tris, tras, y los mechones rubios comenzaban a amontonarse en el suelo, formando esos complicados motivos que siempre parecen tener un significado que somos incapaces de comprender.
—¿Ha estado con la Alcaldesa? —preguntó Papá Anillo desde la ventana.
—Sí, señor, he estado.
—Y, ¿cómo le parece que está?
Faukin pensó en el comportamiento de la Alcaldesa y, lo más importante, en lo que Papá Anillo quería escuchar. Un buen barbero jamás antepone la verdad a las expectativas de sus clientes.
—Me parece que está muy tensa.
Anillo retrocedió, retorciéndose de manera nerviosa los pulgares con los índices, y dijo:
—Tiene motivos para estarlo.
—¿Qué hay del otro hombre? —preguntó Dorado—. Aquel contra quien debo luchar…
Faukin dejó de afeitarlo durante un instante.
—Parecía pensativo. Pesaroso. Pero decidido. En honor a la verdad… usted me lo recuerda mucho. —Pero Faukin no mencionó lo que se le acababa de ocurrir.
Que, con toda probabilidad, a uno de ellos ya nadie volvería a cortarle el pelo nunca más.
Abeja limpiaba el suelo cuando él pasó por la puerta. No necesitó mirarle, porque conocía sus pasos.
—¿Grega? —Salió a toda prisa hacia el recibidor. Su corazón latía con tanta fuerza que le dolía—. ¡Grega!
Él se volvió e hizo una mueca, como si el hecho de escuchar su propio nombre en la boca de aquella mujer le pusiera enfermo. Parecía cansada, algo bebida y resentida. Al verla, siempre se ponía de mal humor.
—¿Qué quieres?
Se había imaginado todo tipo de historias respecto al momento en que volverían a encontrarse. En una de ellas, él la cogía entre sus brazos y le decía que iban a casarse en aquel mismo instante. En otra, él estaba herido y ella le cuidaba hasta que se ponía bien. En otra discutían, en otra reían. Y en otra, él se echaba a llorar y le pedía perdón por lo mal que la trataba.
Pero en ninguna de aquellas historias la ignoraba.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
—¿Y qué más quieres? —Ni siquiera la miraba a los ojos—. Tengo que hablar con Papá Anillo. —Y se dispuso a salir del recibidor.
Ella le cogió de un brazo.
—¿Dónde están los niños? —No le gustaba que su voz fuese tan chillona.
—Métete en tus asuntos.
—Ya lo hago. Me dijiste que ayudara, ¿no lo recuerdas? ¡Me obligaste a traerlos!
—Hubieras podido negarte. —Sabía que tenía razón, porque ella quería agradarle tanto que habría saltado al fuego sólo con que él se lo hubiese pedido. Cantliss sonrió como si algo le resultase divertido—. Por si quieres saberlo, los vendí.
—¿A quién? —Era como si acabase de recibir una patada en el estómago.
—A los Fantasmas de las colinas. A esos cabrones del Dragón.
Sintió un nudo en la garganta que casi no le dejó hablar.
—¿Qué harán con ellos?
—No lo sé. ¿Follárselos? ¿Comérselos? ¿A quién le importa? ¿Acaso pensabas que iba a fundar un orfanato? —Le ardía la cara como si acabara de recibir una bofetada—. Eres una cerda estúpida. No sé si me habré encontrado alguna vez con alguien que sea más estúpido que tú. Eres más estúpida que…
Acababa de lanzarse contra él, y ya le estaba arañando la cara con sus uñas. Y posiblemente le habría mordido si él no la hubiese golpeado primero, justo encima del ojo, haciendo que cayera en el rincón para luego estrellarse de cara contra el suelo.
—¡Zorra loca! —Comenzó a levantarse del suelo, aún mareada y con aquel latido en la cara que le era tan familiar, mientras él se tocaba la mejilla herida, como si no pudiera creer lo que le había sucedido—. ¿Por qué lo has hecho? —Entonces comenzó a mover los dedos—. ¡Me has jodido la mano! —Y dio un paso hacia ella, que aún intentaba seguir de pie, y le dio una patada en las costillas que la obligó a doblarse en dos.
—Te odio —consiguió decir ella después de toser.
—No me digas. —Y la miró como si contemplase un gusano.
Aún recordaba el día en que la había sacado a bailar y ella se había sentido más importante que nadie. Pero en aquellos momentos, en que aquella escena parecía repetirse delante de sus ojos, le parecía tan feo, insignificante, superficial y egoísta que ya no podía ni mirarlo. Abusaba de la gente y, cuando ya no la necesitaba, la abandonaba, dejando a su paso un sendero de ruina. ¿Cómo podía haberse enamorado de él? Pues porque en alguna ocasión le había hecho sentir que estaba a sólo un paso por encima de la mierda. Y en aquellos momentos comprendía que el resto del tiempo le había hecho sentirse a diez pasos por debajo de ella.
—Qué insignificante eres —le susurró al oído—. ¿Cómo no me di cuenta antes?
Como aquellas palabras acababan de herir su vanidad, dio otro paso hacia ella, pero Abeja sacó un cuchillo y lo esgrimió ante él. Cuando vio el cuchillo, pareció sorprendido durante un instante y, acto seguido, se enfadó, para luego echarse a reír como si le estuviese gastando una broma.
—¡Clávamelo si tienes lo que hay que tener! —Y se puso a su alcance para que lo acuchillase si quería. Pero ella, que no dejaba de sangrar por la nariz, se limitó a arrodillarse y a tocarse la pechera del vestido. Era el mejor que tenía, y no se lo había quitado en tres días porque sabía que él estaba a punto de llegar.
En cuanto se le pasó el mareo, se levantó y fue a la cocina. Aunque todo diese vueltas a su alrededor, no era el primer golpe que recibía, ni el peor disgusto que le daba. Lo más que harían al ver su nariz ensangrentada sería enarcar una ceja. La Casablanca era un lugar tranquilo.
—Papá Anillo dice que tengo que dar de comer a la mujer.
—Hay sopa en la cazuela —dijo el pinche, rezongando, para luego subirse encima de una caja y mirar lo que había al otro lado de una pequeña ventana, no viendo más que unas botas.
Así pues, Abeja puso un cuenco y un vaso de agua en una fuente y bajó por las escaleras que olían a humedad y que llevaban a la bodega, sorteando a oscuras los toneles y luego las estanterías llenas de botellas que apenas iluminaba la luz de una antorcha.
La mujer que se encontraba en la celda extendió las piernas y se incorporó, deslizando sus manos, que estaban sólidamente atadas, por la barandilla dispuesta a su espalda. Mientras veía llegar a Abeja, el ojo que no estaba cubierto del todo por su desordenada cabellera relució débilmente. Torcido se sentaba junto a una mesa en la que descansaba un manojo de llaves, haciendo como que leía un libro, porque creía que eso le daba un aire especial. Pero no engañaba a nadie, ni siquiera a Abeja, pues, aunque a ella no se le dieran muy bien las letras, sí que era capaz de distinguir si un libro estaba puesto hacia arriba o hacia abajo.
—¿Qué quieres? —preguntó con una sonrisa de desprecio, como si acabara de encontrar una babosa en la comida.
—Papá Anillo dice que hay que darle de comer.
Abeja casi podía ver cómo trabajaba su cerebro dentro de aquella enorme cabeza gorda.
—¿Por qué? No creo que siga aquí por mucho más tiempo.
—¿Crees que me ha dicho el porqué? —le contestó ella—. No importa, si quieres, me voy y le digo a Papá Anillo que no quieres dejarme pasar…
—De acuerdo. Dale de comer. Pero te estaré echando un ojo. —Se inclinó más, dejándola para el arrastre a causa de su mal aliento—. Bueno, los dos.
Metió una llave en la puerta, que se abrió con un gemido, y Abeja pasó por ella con la bandeja. La mujer no dejó de observarla. Aunque no se podía alejar mucho de la barandilla, se apoyaba con fuerza en ella. La celda olía a sudor, a orines y a miedo, los de aquella mujer y los de quienes la habían ocupado antes que ella mientras aguardaban un futuro nada halagüeño. En aquel lugar no había ninguno que lo fuera.
Abeja dejó la bandeja y cogió el vaso de agua. La mujer bebió como si estuviese sedienta y ya no le quedase una pizca de orgullo, siempre que alguna vez lo hubiese tenido. El orgullo no suele durar mucho cuando se está en la Casablanca, y menos allí abajo. Abeja se acercó más a ella y dijo en voz baja:
—Antes me preguntaste por Cantliss. Por Cantliss y por los niños.
La mujer dejó de beber y fijó sus ardientes y salvajes ojos en los de Abeja.
—Ha vendido los niños al Pueblo del Dragón. Eso me ha dicho. —Abeja miró por encima de su hombro, pero como Torcido había vuelto a sentarse en el mismo sitio que antes para seguir bebiendo de su jarra, no las miraba. Ni siquiera se le ocurría pensar que Abeja fuese capaz de hacer algo que pusiera en peligro su vida. Se acercó aún más, sacó lentamente el cuchillo y comenzó a cortar con él la cuerda que rodeaba una de las muñecas en carne viva de aquella mujer.
—¿Por qué lo haces? —preguntó ella en voz baja.
—Porque Cantliss necesita que le hagan daño. —Y aunque en aquellos momentos tan apurados no se atreviera a decir «que lo maten», el significado de sus palabras fue evidente para ambas mujeres—. Y yo no se lo puedo hacer. —Con la empuñadura por delante, Abeja depositó el cuchillo en la mano de la mujer, que lo escondió detrás—. Pero creo que tú sí.
Papá Anillo se toqueteaba, nervioso, el anillo que tenía en la oreja, una vieja costumbre que le venía de sus días de bandido en las Tierras Malas, pues, a medida que el ruido del gentío aumentaba, su nerviosismo también lo hacía, al punto de inducirle una dolorosa contractura bajo la mandíbula. Había estado jugando muchas manos, tirando muchas veces los dados y ganando casi siempre, pero las apuestas no habían sido altas. Se preguntó si la Alcaldesa estaría nerviosa. La verdad era que no lo parecía, siempre sola y tiesa en su balcón, con la luz a la espalda, mostrando incluso en la lejanía aquel orgullo suyo que la caracterizaba. Pero tenía que estar asustada. Tenía que estarlo.
Cuántas veces se habían estado mirando el uno al otro desde ambos lados de la calle, planeando la caída del contrario por cualquier medio, limpio o sucio, duplicando una y otra vez el número de los hombres que tenían en nómina mientras las apuestas subían cada vez más. Cien asesinatos, estratagemas, maniobras y redes de pequeñas alianzas, hechas y desechas, y todo aquello para nada.
Se refugió en uno de los tópicos en los que más le gustaba pensar: Qué hacer con la Alcaldesa después de que hubiese ganado. ¿Ahorcarla, para que sirviera de advertencia? ¿Pasearla desnuda por la ciudad y azotarla como si fuese un cerdo? ¿Quedársela para que se convirtiese en su puta? ¿Qué tal la puta de todos? Pero sólo se trataba de un juego. Porque le había dado su palabra de que le permitiría marcharse, y la cumpliría. Aunque la gente de la Alcaldesa que estaba al otro lado de la calle pensara que era un malnacido, y quizá con razón, él había mantenido la palabra dada durante toda su vida.
Pero la palabra dada puede hacerle pasar a uno momentos desagradables. Puede obligarle a ir a sitios adonde no le gustaría ir, o exigirle la resolución de rompecabezas cuyas tramas no son fáciles de comprender. Mas no se trataba de que las cosas fuesen o no fáciles de hacer, sino de hacer lo correcto. Porque siempre hay mucha gente que, sin pensárselo dos veces, tira por el camino fácil.
Grega Cantliss, por ejemplo.
Papá Anillo lo miró de refilón, amargado. Ahí estaba él con tres días de retraso, como siempre, apoyado de mala manera en el balcón de Anillo como si careciese de esqueleto, hurgándose en los dientes con un palillo. Parecía cansado y envejecido, tenía la cara llena de arañazos recientes y olía a rancio. Algunos hombres envejecen deprisa. Pero él siempre pagaba las deudas contraídas, más un jugoso extra por la demora. Por eso seguía respirando. A fin de cuentas, Anillo le había dado su palabra.
Cuando los luchadores se aproximaron al anfiteatro, la excitación de la muchedumbre fue en aumento. La gran cabeza afeitada de Dorado se movía por encima del gentío, mientras el grupo de hombres de Anillo que lo rodeaban le abrían paso a medida que se acercaba al anfiteatro, y las viejas piedras se encendían de naranja bajo la luz de aquel atardecer que comenzaba a desvanecerse. Y como Dorado, por muy mago con los puños que fuese, tenía la costumbre de distraerse, Anillo se había limitado a decirle que, si era posible, dejase con vida al viejo; y entonces no consideró que, por decírselo, estuviese incumpliendo la palabra dada a Lamb. Porque, como uno no sea un poco flexible a la hora de cumplir la palabra dada, nada conseguirá.
Acababa de ver a Lamb saliendo por entre los asientos del sitio reservado entre las antiguas columnas para la Alcaldesa, la cual se hallaba rodeada por su guardia de matones. Lamentó que el viejo norteño fuese uno de esos malnacidos en los que no se puede confiar para que las cosas salgan como uno quiere. Era una carta muy buena, y a Papá Anillo le encantaba saber que ya estaba en el mazo. Sobre todo cuando las apuestas eran tan altas.
—No me gusta la manera de mirar de ese viejo bastardo —dijo Cantliss.
Papá Anillo le miró con desgana, diciendo:
—¿Tú crees? Pues a mí no me parece que mire mal.
—¿Estás seguro de que Dorado le vencerá?
—Dorado ha vencido a todos los demás, ¿o no?
—Supongo que sí. Pero, para ser un ganador, tiene la mirada demasiado triste.
Anillo ya se había percatado de eso, sin que aquel idiota tuviese que decírselo para ponerle más nervioso.
—Bueno, pues supongo que por eso te dije que secuestraras a la chica. Por si acaso.
Cantliss se frotó una mandíbula que necesitaba un afeitado.
—De todas maneras, parece que es correr un gran riesgo.
—Un riesgo por el que no tendríamos que preocuparnos si no hubieras secuestrado a los niños de ese viejo bastardo y se los hubieras vendido a los salvajes.
Cantliss dio un respingo a causa de la sorpresa.
—Sé sumar dos y dos —comentó Anillo, y entonces Cantliss sintió un escalofrío, como si no pudiese quitarse la mierda que acababa de caerle encima—. ¿Hasta dónde puede caer una persona? ¿Puede caer tan bajo que no le importe vender niños?
Cantliss parecía profundamente herido en su orgullo.
—¡Eso es jugar muy sucio! Me dijiste que si no te pagaba a comienzos del invierno, sería hombre muerto. No parecía importante de dónde sacara el dinero. ¿Has pensado en devolvérmelo para que no te manche su procedencia?
Anillo observó la vieja caja que se encontraba encima de la mesa y pensó en el oro tan brillante que guardaba en su interior, así que volvió a mirar a la calle mientras decía, torciendo la boca con un rictus de pena:
—Creo que no. —Cantliss asintió, como si aquel asunto del secuestro de niños fuera un excelente plan que mereciese una felicitación más cordial—. ¿Cómo podía imaginarme que ese viejo bastardo conseguiría llegar hasta aquí?
—¡Ya deberías saber —respondió Anillo, hablando con frialdad y muy despacio— que joder a la gente trae consecuencias, y que nadie puede pasarse toda su puta vida sin mirar más allá de la punta de su polla!
Cuando Cantliss se masajeó nuevamente la mandíbula y musitó: «No es justo», Anillo no pudo por menos de preguntarse desde cuándo no le partía la cara a alguien. Porque estaba muy, pero que muy tentado de hacerlo en aquel momento. Pero como sabía que con eso no arreglaría nada, no lo hizo. Tenía en nómina a mucha gente que podía hacerlo por él.
—¿Acaso eres un crío para lamentarte de lo que es justo o no? —le preguntó—. ¿Te parece justo que yo tenga que aguantar a alguien que no es capaz de distinguir una buena mano de cartas de otra mala y que va a apostar el montón de dinero que no tiene? ¿Te parece justo que tenga que amenazar a alguien con matar a una chica para asegurarme del desenlace de una pelea? ¿Acaso crees que eso no me perjudica? ¿Te parece que me conviene cuando estoy a punto de comenzar una nueva etapa? ¿Te parece justo que tenga que mantener la palabra dada a personas a las que no les importa nada la suya? ¿Eh? ¿Qué cojones hay de justo en todo eso? Trae a la mujer.
—¿Yo?
—Intento arreglar el maldito desaguisado que cometiste. Tráela aquí para que nuestro amigo Lamb vea que Papá Anillo es un hombre de palabra.
—Me perderé el comienzo —dijo Cantliss, como si no pudiera creer que la posible muerte de dos personas le molestase tanto a Anillo.
—Si sigues hablando, muchacho, perderás lo poco que te queda de tu cochina vida. Trae a la mujer.
Cantliss se fue hacia la puerta, pisando fuerte y rezongando, de manera que Anillo le oyó murmurar:
—No es justo.
Apretó los dientes y se dio la vuelta para contemplar el anfiteatro. Seguro que aquel malnacido, que creaba problemas a su paso, no acabaría bien. Y se dijo que cuanto antes llegara aquel final, mejor que mejor. Apretó los puños, consolándose al pensar que, cuando la Alcaldesa recibiera aquella zurra en el trasero, muchos matones se quedarían sin trabajo y entonces él podría contratar a los mejores por menos dinero. La muchedumbre comenzaba a tranquilizarse. Anillo se acarició la oreja y dejó las manos tranquilas, porque se estaba poniendo nervioso. Aunque estuviera seguro de tener la ventaja de su parte, las apuestas nunca habían estado tan altas.
—¡Bienvenidos todos! —exclamaba Camling, disfrutando por el hecho de que su voz reverberase hacia el mismísimo cielo—. ¡A este lugar, el histórico teatro de Arruga! ¡Durante los muchos siglos transcurridos desde su construcción, apenas había contemplado un acontecimiento tan trascendente como el que dentro de muy poco tendrá lugar ante vuestros afortunados ojos!
¿Los ojos pueden ser afortunados por su cuenta, sin contar con sus propietarios? La pregunta distrajo a Camling durante un instante antes de apartarla de su mente. No podía permitirse ninguna distracción. Era el momento que había estado esperando, pues el semicírculo iluminado por la luz de las antorchas estaba a rebosar de espectadores, la calle de más allá estaba llena de gente que se ponía de puntillas para mirar, las ramas superiores de los árboles del valle de más arriba estaban llenas de observadores intrépidos. Y todos ellos estaban pendientes de sus palabras. Al conseguir la fama como hostelero, las artes del espectáculo habían perdido a uno de sus más eximios representantes.
—¡Un combate, amigos y conciudadanos, y menudo combate! ¡Una contienda de fuerza y astucia entre dos campeones notables que será arbitrada con toda humildad por quien os habla, Lennart Camling, parte neutral por todos respetada y ciudadano prominente de esta comunidad en la que lleva viviendo por largo tiempo!
Le pareció oír que alguien decía: «¡Gilipollas!», pero lo ignoró.
—Una contienda para resolver la disputa que dos partes mantienen según la ley de minas…
—¡Anda y que te jodan! —exclamó alguien.
Se produjo una mezcla de risas, abucheos y burlas. Camling hizo una larga pausa, irguió la barbilla y dio a los salvajes una lección de aplomo cultural. El tipo de lección que había estado esperando que diera Iosiv Lestek, menuda farsa que luego resultó ser.
—Defendiendo a Papá Anillo, un hombre que no necesita presentación…
—Si no la necesita, ¿por qué la haces? —Más risas.
—… porque desde que abandonó el Norte que le vio nacer se ha forjado un nombre en los fosos, las jaulas y los Círculos de las Tierras Cercanas y Lejanas. Un hombre victorioso en veintidós encuentros. ¡Glama… Dorado!
Dorado se abría paso a empujones para llegar al Círculo. Desnudo hasta la cintura, untado con grasa el voluminoso cuerpo para que su oponente no pudiera hacer presa en él, sus grandes tabletas de músculo relucían blancas bajo la luz de las antorchas, recordando a Camling las gigantescas babosas albinas que ocasionalmente encontraba en su bodega y por las que sentía un pavor irracional. Y aunque el lujuriante bigote del norteño le pareciese más que nunca un signo de afectación de lo más absurdo, pues contrastaba con su cráneo pelado, los aullidos de la muchedumbre crecieron al ver al norteño. Un frenesí absoluto dominaba a los espectadores, que habrían sido capaces de recibir con aplausos a una de aquellas babosas albinas siempre que consintiese en derramar su sangre para satisfacerlos.
—Y, defendiendo a la Alcaldesa, su oponente… Lamb.
Los aplausos fueron mucho menos entusiastas cuando el segundo luchador entró en el Círculo, dando pie a que finalizase la última ronda de apuestas, dominada en aquellos momentos por un frenesí inimaginable. Igual de afeitado que Dorado, y cubierto de grasa como él, su cuerpo tenía tantas cicatrices que, aunque nada se supiese de su fama como luchador, era evidente que estaba muy familiarizado con la violencia.
Camling se agachó para preguntarle:
—¿Eso es un nombre?
—Un nombre tan bueno como cualquier otro —respondió el viejo norteño sin apartar los ojos de su oponente. Era evidente que todos pensaban que perdería. Si hasta aquel mismo instante, Camling había ido subiendo el porcentaje de las apuestas a favor de aquel hombre mayor, más bajo y más delgado que Dorado, lo que acababa de ver en su mirada le obligó a detenerse. Una mirada de impaciencia, como si estuviera ansioso por comer y Dorado fuese su cena.
En cambio, el más alto de los dos norteños parecía dudar cuando Camling llevó a ambos al centro del Círculo.
—¿Te conozco? —preguntó Dorado, imponiéndose a los berridos de la audiencia—. ¿Cuál es tu auténtico nombre?
Lamb torció el cuello a uno y otro lado antes de responder:
—Creo que no tardarás en recordarlo.
Camling levantó una mano mientras decía con voz chillona:
—¡Que gane el mejor!
Y, por encima del rugido de la gente, oyó que Lamb decía:
—El peor es el que siempre gana.
Dorado sabía que aquel combate sería el último. De eso estaba seguro.
Se movían en círculo uno alrededor del otro, haciendo juego de pies, más juego de pies, dando un paso adelante y otro detrás, echando los puños hacia delante, y la cara, contorsionada, hacia un lado, y todo ello entre el clamor salvaje de los espectadores. Era evidente que estaban ansiosos de que comenzara el combate, sin ser conscientes de que la mayoría de las veces el combate se gana y se pierde en aquellos momentos previos en que los luchadores no llegan a tocarse.
¡Por los muertos, qué cansado se sentía Dorado! Los fracasos y los remordimientos tiraban de él hacia abajo como las cadenas con las que un nadador enloquecido hubiese lastrado su cuerpo, porque le pesaban cada día más, le pesaban cada vez que respiraba. Aquél tenía que ser su último combate. Como había oído que las Tierras Lejanas eran un sitio excelente para quien quisiera encontrar por fin los sueños que anhelaba, decidió acercarse a ellas para ver si encontraba lo que había perdido, y aquello fue con lo que se encontró. Glama Dorado, aquel poderoso jefe guerrero y héroe de Ollensand, admirado y temido por igual, que en los cantares de gesta y en los campos de batalla aparecía erguido todo lo alto que era, podía acabar en el barro para diversión de los imbéciles.
Inclinar la cintura y bajar el hombro, un par de golpes desmañados que se quedan cortos para tomarle la medida a su oponente. El tal Lamb se movía bien a pesar de su edad. No era ajeno a aquel asunto… con sus movimientos, precisos y ágiles, conseguía ahorrar energía. Dorado se seguía preguntando por sus fracasos y sus remordimientos. ¿Cuál era el sueño por el que había acabado metiéndose en aquel Círculo?
«Déjalo con vida, si puedes», le había dicho Anillo, mostrando con aquellas palabras lo poco que conocía del mundo de la lucha, por mucho que se jactase de mantener siempre la palabra dada. En aquel tipo de combates no había lugar para hacer una elección, porque la Gran Niveladora no le permitía a uno escoger entre la vida y la muerte que representaba su balanza. No había lugar para la piedad, tampoco para las dudas. Los ojos de Lamb le decían que él pensaba lo mismo. Después de que los dos entrasen en el Círculo, lo que hubiera quedado al otro lado de su circunferencia, ya fuese el pasado o el futuro, dejaba de importar. Pasaría lo que tuviera que pasar.
Dorado ya había visto bastante de su oponente.
Apretó los dientes y corrió al interior del Círculo. El hombre mayor hizo una buena finta, pero Dorado le agarró por una oreja y le propinó un fuerte golpe en las costillas que repercutió en todas las articulaciones de su brazo derecho. Cuando Lamb le devolvió el golpe, Dorado lo evitó, y entonces se separaron tan rápidamente como antes se habían juntado, volviendo a dar vueltas uno alrededor del otro, vigilándose mutuamente cuando un golpe de viento que recorrió el anfiteatro hizo que la luz de las antorchas se estremeciese.
Aquel viejo que se movía lentamente y sin bajar la guardia sabía encajar un golpe porque no acusaba ningún dolor. Si Dorado hubiera conseguido mantenerlo dentro de su radio de acción, habría podido machacarlo, pero no pudo. Comenzaba a acalorarse. Su respiración se hacía más rápida, haciéndole jadear, mientras su rostro se contorsionaba por el acopio de energía que estaba realizando, olvidando cualquier duda cuando su ira extinguió la vergüenza y la frustración que sentía.
Juntó las palmas de sus manos con mucha fuerza, soltó el aire a través de los dientes, hizo una finta y se lanzó contra Lamb más deprisa que antes, alcanzándolo con dos directos lanzados desde lejos y haciéndole sangrar por la nariz ya partida, sorprendiéndolo y alejándose de él antes de que le devolviera los golpes, mientras las piedras del anfiteatro resonaban por las burlas, las palabras de ánimo y las apuestas proferidas en una docena de idiomas.
Dorado comenzó a tomárselo en serio. Aunque el peso, la juventud y las apuestas estuvieran a su favor, aún no podía estar seguro del desenlace. Tenía que ser precavido. Tenía que asegurarse.
A fin de cuentas, aquél iba a ser su último combate.
—¡Ya voy, bastardo, ya voy! —exclamaba Pane, que, a causa de su pierna, cojeaba al atravesar el recibidor.
Él, que era del montón, se encontraba por debajo de todos los demás. Pero no le importaba, porque siempre tiene que haber alguien que esté debajo de todos y, a fin de cuentas, no valía gran cosa. La puerta bailaba dentro del marco por los golpes que alguien le estaba propinando al otro lado. Aquella puerta necesitaba una mirilla. Ya se lo había dicho a los demás, pero no le habían hecho ni caso. Quizá incluso ni le habían oído, por culpa de toda la gente que siempre había arriba. Por eso no tuvo más remedio que tirar del cerrojo y abrir ligeramente la puerta para ver quién llamaba.
Era un viejo que estaba borracho. Alto y huesudo, con los cabellos grises pegados a un lado de la cara, unas manos grandes que parecían colgar de sus brazos y una chaqueta tan gastada que era como si la mitad de ella guardase el recuerdo de antiguos vómitos, y la otra mitad, los restos de un vomitado reciente.
—Quiero follar —dijo con una voz que recordaba el crujido de la madera podrida al partirse.
—Pues no seré yo quien te lo impida —replicó Pane, intentando cerrar la puerta.
El viejo metió la punta de una bota para que no se cerrase.
—¡He dicho que quiero follar!
—Hemos cerrado.
—¿Que habéis qué? —El viejo alargó el cuello, al parecer, tan sordo como borracho.
Pane entreabrió un poco más la puerta para decirle, a gritos:
—¡Por si no te has enterado, se está celebrando un combate! ¡Hemos cerrado!
—Pues sí que me he enterado, pero me importa una mierda. Quiero follar, y quiero follar ahora mismo. Tengo polvo de oro y, por lo que he oído, la Casablanca nunca cierra si hay un negocio por medio. Nunca cierra.
—Mierda —masculló Pane. Tenía razón. «No cerramos nunca», como Papá Anillo siempre les decía para que no lo olvidasen. Aunque, refiriéndose al día del combate, había añadido que no sólo extremaran las precauciones, sino que las triplicasen: «Sed el triple de precavidos». Y había terminado con la siguiente observación: «No podré seguir trabajando con quien no sea precavido». Y eso le extrañó, porque ninguno de los que trabajaban en aquel lugar lo era.
—Quiero echar un polvo —rezongó el viejo, que apenas podía mantenerse en pie por lo borracho que estaba. Pane se apiadó de la chica que tuviese que atenderle, porque aquel tipo olía igual de mal que toda la mierda acumulada en Arruga. Aunque, por lo general, solía haber tres guardias en la puerta, los otros dos se habían escaqueado para ir a ver el combate, dejándole solo, como el último del montón, que era en lo que había llegado a convertirse.
Al comprobar, para su gran y desagradable sorpresa, que un brazo le agarraba del cuello con mucha fuerza, que la fría punta de algo acerado hacía fuerza contra su garganta y que la puerta acababa de cerrarse de golpe, lanzó un gemido de desánimo que, en el caso de que se hubiese encontrado sólo un poco más arriba en el montón, habría sido un simple chillido.
—¿Dónde está la mujer que os llevasteis? —El aliento del viejo apestaba como una destilería, pero sus dedos eran tan duros como tornillos—. Shy Sur, una cosa flaca con una boca muy grande. ¿Dónde está?
—No sé nada de una mujer —consiguió decir Pane, que, a pesar de hablar alto para llamar la atención de quien pudiera escucharle, apenas podía pronunciar las palabras por la fuerza con que el otro apretaba su cuello.
—Entonces tendré que hacer algo para soltarte la lengua —dijo, y Pane sintió que la punta del cuchillo se hundía en su mandíbula.
—¡Joder! ¡De acuerdo! ¡Está en la bodega!
—Tú delante. —Y el viejo le empujó. Un paso, otro, y entonces le pareció a Pane que la indignidad que estaba a punto de cometer superaba cualquier otra, y por eso comenzó a retorcerse y a dar codazos y empujones, como si acabara de llegar el momento que había estado esperando para salir debajo del montón y ser merecedor, al menos, de su propio respeto.
Pero aquel viejo era de hierro. Tan fuerte agarró su nudosa mano la tráquea de Pane, que apenas pudo emitir un gorgoteo, sintiendo al mismo tiempo la quemazón que la punta del cuchillo, antes de detenerse justo debajo de su ojo derecho, le producía en la cara.
—Si sigues resistiéndote, te quedarás sin ojo. —Tan grande era la frialdad que dejaba traslucir la voz de aquel viejo, que hasta las ganas de seguir peleando con él se le congelaron—. Eres el idiota que, precisamente, abrió la puerta, así que no creo que Papá Anillo vaya a tenerte en mucha estima. De cualquier modo, ya está acabado. Llévame hasta la mujer sin cometer ninguna estupidez, y pasarás el resto de tu vida siendo el idiota que abrió la puerta. ¿Esto que te digo tiene algún sentido para ti?
La mano aflojó su presa lo bastante para que pudiera responder:
—Lo tiene. —Pues claro que tenía sentido para él. ¿Había estado toda su vida pasándolo mal para terminar de esa manera? Realmente era el idiota que había abierto la puerta a quien no debía.
Acababa de volver al fondo del montón.
Dorado acababa de conseguir que la cara del viejo, llena ya de sangre, mostrase la cólera que le embargaba. La luz de las antorchas permitía ver la llovizna que caía. Si su coronilla estaba fría, por dentro, disipadas ya las dudas, sentía mucho calor. Como ya le había tomado la medida a Lamb, incluso la sangre que le manchaba la boca le sabía a victoria.
Sería su último combate. Luego de vuelta al Norte, con el dinero de Anillo para recuperar a sus pequeños, recobrar su honor y vengarse de Cairm Cabeza de Hierro y de Calder el Negro. Al recordar las caras y los nombres de aquellos dos a quienes tanto odiaba, su furia estalló.
Dorado rugió y la muchedumbre le imitó, haciéndole correr por el perímetro del Círculo como si estuviera montado en la cresta de una ola. El viejo esquivó un golpe con una mano y luego, agachándose, otro. Acto seguido, agarró a Dorado por un brazo, de suerte que ambos acabaron propinándose una lluvia de golpes y retorciéndose mientras sus dedos intentaban agarrar al otro por donde fuera, sus manos resbalaban a causa de la grasa y de la lluvia y sus pies intentaban buscar apoyo para vencer al contrario. Dorado hizo fuerza, empujó y finalmente consiguió con un berrido que Lamb perdiese el equilibrio. Pero el viejo le echó la zancadilla mientras caía, haciendo que ambos se estrellasen contra el empedrado para alborozo del gentío, que dio saltos de alegría al ver cómo caían.
Dorado estaba encima de Lamb. Como intentó abarcar con una mano el cuello del viejo y acabó tocando el corte que Lamb tenía en una oreja, hizo todo lo posible para arrancársela; pero, al ser demasiado resbaladiza, su mano fue a parar a la cara de Lamb. Ya en ella, intentó clavarle la uña del pulgar en un ojo, tal y como había hecho con aquel minero grandullón la primavera anterior. Entonces sintió un tirón en la cabeza, que acababa de írsele hacia delante, y notó un dolor muy fuerte, como de quemadura, en la boca. Rugió, bramó y se retorció, le clavó las uñas a Lamb en la muñeca y, dando un tirón, mientras se le desgarraban el labio y las encías, se soltó.
Cuando Lamb se levantó, Dorado vio que aquel viejo tenía unos cuantos pelos rubios en una mano, y entonces comprendió que acababa de arrancarle medio bigote. Aunque las risas que dominaran el anfiteatro fuesen las de la multitud, las que él escuchaba no eran ésas, sino las de los años que había dejado atrás, cuando, caminando penosamente, había abandonado la Sala de Skarling para irse al exilio.
Entonces su rabia creció, y se lanzó chillando contra Lamb, pensando solamente que tenía que aplastarlo con sus puños. Lo alcanzó justo en la cara, enviándolo fuera del Círculo, de suerte que los espectadores sentados en la primera fila de las gradas huyeron como estorninos. Dorado fue tras él, mascullando maldiciones y lanzando una lluvia de golpes que movieron a Lamb a derecha y a izquierda como si fuese de trapo. Cuando sus manos colgaron a lo largo de su cuerpo, su rostro se quedó sin expresión y la mirada se le puso vidriosa, Dorado supo que el momento había llegado. Se acercó a él, preparó el golpe en el que iba a concentrar toda la energía de que disponía y lanzó el padre de todos los directos hacia la barbilla de Lamb.
Al comprobar que el viejo aflojaba las manos y se tambaleaba, aguardó a que se le doblaran las rodillas para ponerse encima de él y acabar con todo aquello.
Pero Lamb no cayó al suelo. Retrocedió, tambaleándose uno o dos pasos hasta regresar al Círculo y quedarse en él, meneándose hacia uno y otro lado, echando sangre por la boca, que tenía abierta, y ladeando la cara hacia la zona sin luz. En ese momento, Dorado captó un sonido entre el ruido atronador de la muchedumbre. Aunque apenas se escuchase, era inconfundible.
El viejo reía.
Dorado se detuvo. El pecho le subía y le bajaba. Y aunque casi no sintiese el peso de las piernas, sí que sentía el de los brazos, a causa del esfuerzo realizado. Y entonces se sintió desanimado por la duda, porque le parecía imposible que pudiera golpearle con más fuerza.
—¿Quién eres? —preguntó, casi rugiendo, mientras los puños le dolían tanto como si hubiera estado golpeando un tronco.
La sonrisa de Lamb le recordó a una tumba que alguien acabase de abrir. El viejo sacó una lengua enrojecida que manchó de sangre sus mejillas. Levantó un puño en alto y luego lo abrió lentamente para que Dorado pudiese verlo, mirándole con unos ojos tan grandes como platos, y tan húmedos como dos pozos de brea, por el hueco creado por el dedo corazón que le faltaba.
Inexplicablemente, la muchedumbre guardaba silencio. Entonces, las dudas de Dorado se convirtieron en un terror insuperable, porque acababa de descubrir cómo se llamaba aquel viejo.
—Por los muertos —musitó—, no puede ser.
Pero sabía que sí podía ser. Porque, por rápido, fuerte y terrible que uno sea, siempre hay alguien más rápido, más fuerte y más terrible, y porque cuantos más combates libres, antes te lo encontrarás. No es posible engañar constantemente a la Gran Niveladora. Por eso, Glama Dorado sintió que su sudor se volvía helado y que del fuego que le consumía ya sólo quedaban cenizas.
Y entonces supo sin género de dudas que, en efecto, aquél iba a ser su último combate.
—Es tremendamente injusto —decía Cantliss, hablando consigo mismo.
¿Cómo le agradecía todo el esfuerzo que había realizado para llevar a rastras a aquellos mocosos llorones por todas las Tierras Lejanas, y los riesgos a los que se había expuesto al vendérselos al Pueblo del Dragón para pagarle el dinero que le debía, más los intereses? Pues con las quejas de siempre y con el encargo de otro trabajo de mierda. Por mucho que se esforzase, las cosas seguían sin salirle bien.
—Nada bueno se puede esperar de él —dijo, hablando al aire, y entonces, como le dolió la cara sólo con hablar, se pasó lentamente la mano por los arañazos, y eso hizo que le doliera la mano, haciéndole pensar con amargura en la estupidez y en la tremenda obcecación del género femenil.
—Después de todo lo que he hecho por esa puta…
Al doblar la esquina, observó que el idiota de Torcido hacía como que leía.
—¡En pie, idiota! —Aunque la mujer siguiera en la celda tan maniatada e impotente como antes, le miró de una manera que le hizo sentirse más furioso, pues su tranquilidad y aplomo revelaban algo que no era miedo. Como si tuviera un plan del que él formaba parte, una parte que no lograba descubrir—. ¿A quién te crees que estás mirando, zorra? —le espetó.
Y ella, con voz tan fría como impávida, le contestó:
—A un maldito cobarde.
Cantliss se quedó helado, parpadeando, incapaz de creer lo que acababa de escuchar. ¿Aquella cosa flacucha le faltaba al respeto? ¿Aquella cosa que hubiera debido ponerse a gimotear para pedir merced? Si no puedes conseguir el respeto de una mujer después de atarla y de golpearla, ¿cómo demonios lo conseguirás?
—¿Cómo dices? —musitó, recobrando el aplomo.
Ella se inclinó hacia delante, le miró con cara burlona, echó los labios hacia atrás, apretó la lengua contra el hueco que tenía entre los dientes y, proyectando la cabeza con fuerza hacia delante, lanzó un escupitajo que franqueó los barrotes y se estrelló en la camisa nueva de Cantliss.
—Cobarde asqueroso —dijo Shy.
Seguir el consejo de Papá Anillo era una cosa, y aquella situación otra muy distinta.
—¡Abre esa celda! —dijo entre dientes, casi ahogándose de ira.
—Ahora mismo. —Torcido comenzó a manosear el manojo de llaves para encontrar la correcta. Sólo tenía tres. Cantliss se lo quitó de la mano, metió la llave en la cerradura y dio una patada en la puerta, que chocó contra la pared y le hizo un desconchón.
—¡Te daré una lección que no olvidarás! —exclamó, pero la mujer seguía vigilándole, enseñando los dientes y respirando de manera tan agitada que podía ver las salivillas de sus labios. La agarró con una mano por la camisa, descosiendo algunas costuras y casi levantándola en vilo, y luego la cogió por la mandíbula con la otra, aplastándole la boca con sus dedos como si quisiera convertir su cara en papilla. Y entonces…
Recibió un golpe. El fuerte dolor que sintió en una pantorrilla le obligó a lanzar un chillido de terror. Al siguiente golpe, su pierna cedió, haciéndole retroceder, cojeando, hasta la pared.
—¿Qué has…? —dijo Torcido, y Cantliss escuchó unos gruñidos parecidos a los que hace la gente cuando se pelea. Luego se volvió, levantándose a duras penas, porque el dolor le subía hasta la ingle.
Torcido se apoyaba en la celda con la sorpresa pintada en aquella cara suya de idiota mientras la mujer le agarraba con una mano y le clavaba algo en las tripas con la otra. A cada golpe que le daba, y que él recibía bizqueando y haciendo un gorgoteo, ella emitía un bufido lleno de salivillas. Cantliss vio que empuñaba un cuchillo del que salían hilachas de sangre que caían en el suelo a cada puñalada que le asestaba. Entonces, comprendiendo que le había apuñalado a él, gimió, no sólo por todo lo que le dolía la herida, sino por el ultraje que acababa de hacerle, dio un paso adelante, que le obligó a tambalearse, y la agarró por un hombro, de suerte que ambos se colaron por la puerta de la celda y cayeron al suelo que estaba manchado de porquería incrustada, con lo que el cuchillo rebotó en él.
Le pareció que era tan escurridiza como una trucha, porque, después de levantarse, ella le propinó un par de fuertes directos en la boca y luego, incluso antes de comprender lo que estaba pasando, agarró su cabeza y la golpeó contra el suelo varias veces. Pero cuando ella intentó coger el cuchillo, él la agarró por la camisa y la llevó hacia atrás, desnudándola casi en el intento, gruñendo, escupiendo y retorciéndose los dos en el suelo mientras se acercaban a la mesa. Mientras ella le lanzaba un nuevo directo que sólo le alcanzó en la coronilla, él la agarró por los pelos y la zarandeó. Y aunque la chica chilló y pataleó, como la tenía agarrada, Cantliss llevó una y otra vez su cabeza contra una de las patas de la mesa, de modo que cuando la dejó lo suficientemente desmadejada, pudo ponerse encima de ella, gimiendo al apoyarse en la pierna herida, para entonces empapada y caliente por la sangre que manaba de ella.
Podía escuchar su respiración agitada mientras ambos se retorcían con todas sus ganas y ella le daba un rodillazo; pero, como la dominaba con su peso, finalmente consiguió ponerle el antebrazo encima del cuello y hacer fuerza con él, lo que le permitió levantarse un poco para estrangularla con los dedos de una mano mientras buscaba a tientas el cuchillo con los de la otra. Cuando su mano se cerró alrededor del arma, lanzó un grito de alegría, porque había vencido.
—Ahora estaremos tranquilos —dijo, susurrando confusamente con los labios partidos e hinchados. Entonces levantó el cuchillo para que lo viera. El rostro de la chica estaba rojo por la falta de oxígeno, sus cabellos pringados de sangre, y sus ojos, a punto de reventar, seguían la punta del cuchillo mientras le agarraba el brazo, pero cada vez con menos fuerza. Cantliss mantuvo el cuchillo en alto y luego lo movió dos veces para burlarse de ella, como si fuese a apuñalarla, disfrutando cada vez que apartaba el rostro. Entonces lo levantó aún más, listo para asestarle la puñalada definitiva.
Una mano le retorció la muñeca y, haciéndole tragar saliva, lo alejó de la chica. Mientras abría la boca, algo se estrelló contra sus dientes y todo empezó a girar. Al mover la cabeza a uno y otro lado, le pareció que las toses de la mujer sonaban desde muy lejos. Al ver el cuchillo en el suelo, estiró un brazo para cogerlo.
Una enorme bota bajó hasta su mano y la aplastó contra la mugre del suelo. Un paso más y, con una patada, la bota alejó el cuchillo. Cantliss gimió, se lamentó e intentó mover la mano, pero no pudo.
—¿Quieres que lo mate? —preguntó el viejo que le estaba mirando.
—No —dijo la chica con voz cascada, agachándose para coger el cuchillo—. Yo lo haré —añadió, dando un paso y escupiendo sangre por el hueco que tenía entre los dientes.
—¡No! —dijo Cantliss, gimiendo mientras intentaba apoyarse en la pierna que aún le quedaba entera, pero sin conseguirlo a causa de la mano, para entonces inútil, que el viejo seguía pisando con su bota—. ¡Me necesitáis! Queréis recuperar a vuestros niños, ¿no es así? ¿No es así? —Al mirar la cara de la mujer, supo que acababa de encontrar un hueco por donde colarse—. ¡No es fácil llegar hasta allí! ¡Puedo mostraros el camino! ¡Me necesitáis! ¡Os ayudaré! ¡Todo terminará bien! ¡No fue culpa mía, sino de Anillo! ¡Dijo que me mataría! ¡No tenía elección! ¡Me necesitáis! —Y parloteó, lloró y suplicó, pero sin sentir vergüenza, porque, cuando ya no le queda otra opción, el hombre que aún tiene algo de sensatez suplica como un malnacido.
—Qué cosa —musitó el viejo caduco, frunciendo los labios con desprecio.
La chica volvió a salir de la celda con la cuerda que habían usado para maniatarla.
—Supongo que no debemos desechar ninguna opción.
—¿Nos lo llevamos?
Se agachó para dedicarle a Cantliss una sonrisa de color rojo.
—Siempre podremos matarlo más tarde.
Abram Majud estaba muy preocupado. No por el resultado, pues nunca había dudado de él, sino por lo que pudiera suceder después.
Dorado se debilitaba tras cada intercambio de golpes. Su cara, por lo poco que de ella se podía ver a causa de la sangre que la cubría y de la hinchazón que la deformaba, era una máscara de miedo. En terrible contraste con ella, la sonrisa de Lamb se hacía mayor a cada golpe que daba o recibía. Se había convertido en la sonrisa malvada de un borracho, o de un lunático, o de un demonio, pues nada quedaba en ella de la sonrisa de aquel hombre con quien Majud había compartido penas y alegrías en las llanuras. Era tan monstruoso su aspecto que, cada vez que Lamb se acercaba tambaleándose a los asientos de la primera fila, los espectadores que los ocupaban trepaban a gatas por los respaldos para ocultarse.
La audiencia se estaba deteriorando tanto como el espectáculo. Majud no se atrevía a pensar en el monto total de las apuestas, pues ya había visto que las disputas comenzaban a surgir entre los espectadores. Cada vez con más insistencia, aquel sentimiento de locura colectiva le recordaba una batalla —un lugar en el que deseaba ardientemente no volver a encontrarse—, porque en una batalla suele haber muchas bajas.
Con su pesada mano derecha, Lamb atizó a Dorado varios golpes seguidos, lo recogió antes de que cayera, le metió por la boca un dedo doblado a la manera de un gancho y le abrió con él la mejilla, de suerte que la sangre que Dorado escupió llegó hasta la primera fila.
—¡Ay de mí! —exclamó Curnsbick, que contemplaba la escena por entre los dedos de la mano con la que se tapaba la cara.
—Deberíamos irnos —dijo Majud, pero eso era más fácil de decir que de hacer. Lamb agarraba a Dorado por un brazo mientras rodeaba su cuerpo con el otro para obligarle a ponerse de rodillas, y la otra mano de Dorado colgaba inerte junto a su costado. Majud escuchó el grito, que más parecía un borborigmo, de Dorado, antes de que la articulación de su codo emitiese un chasquido perfectamente audible y la piel que lo rodeaba se distendiese de una manera atroz.
Lamb era como un lobo en medio de la carnicería, riéndose mientras agarraba a Dorado por el cuello, y arqueaba la espalda al golpear con la frente, una y otra vez, la cara de su contrincante, todo ello en medio de los gritos de alegría o de pena que lanzaba la gente según por quien hubiesen apostado.
Majud escuchó un gemido y observó mucho movimiento en las gradas. Entonces le pareció que dos individuos apuñalaban a un tercero. De repente, el cielo se iluminó por el fulgor de una llama anaranjada. Era tan brillante que pudo sentir el calor que despedía. Instantes después un estallido atronador estremecía el anfiteatro, obligando a los espectadores a echarse al suelo y a taparse la cabeza con las manos, y convirtiendo los gritos producidos por la sed de sangre en gemidos de desánimo.
Un hombre que se agarraba las tripas cayó dentro del Círculo, no muy lejos de donde Lamb seguía intentando aplastar con sus manos la cabeza de Dorado. El fuego saltó hacia la acera de la calle que pertenecía a Papá Anillo. Un individuo que paseaba a menos de dos pasos de ella recibió un cascote en la cabeza y cayó al suelo.
—Potencia explosiva —musitó Curnsbick, mientras las lentes de sus gafas parecían cobrar vida a causa del fuego que se reflejaba en ellas.
Majud le cogió por el brazo y se lo llevó a rastras. Entre los cuerpos que se movían pudo ver la sonrisa petrificada de Lamb, apenas iluminada por la luz de una antorcha medio apagada, que estrellaba la cabeza de alguien contra una de las columnas, cuya piedra se volvía más oscura a cada crujido del cráneo. Majud sospechó que pudiera tratarse de Camling. Era evidente que el tiempo de los árbitros ya había pasado.
—Ay de mí —musitaba Curnsbick—. Ay de mí.
Majud desenvainó su espada. Se la había regalado un tal general Malzagurt por salvarle la vida. Aunque siempre hubiese odiado aquella cosa maldita, en aquellos momentos se sentía muy contento de tenerla. El ingenio del hombre no ha concebido nada mejor para apartar a la gente de tu camino que un buen palmo de acero afilado.
Con la celeridad de una avalancha de tierra, la excitación dio paso al pánico. Al otro extremo del Círculo, la bancada recién construida comenzó a oscilar de manera alarmante cuando la gente la abandonó a toda prisa, empujándose unos a otros para salir rápidamente de aquel sitio. Con un crujido de dolor, toda la estructura se inclinó hacia un lado y comenzó a doblarse y a retorcerse, mientras las viguetas de madera se rompían como si fueran palillos, para luego desplomarse cuando la gente se dirigía hacia las barandillas de mala calidad, haciendo que cayera en medio de la oscuridad.
Majud condujo a Curnsbick a través de todo aquel caos, ignorando a los que se peleaban y a los heridos, entre los que se contaba una mujer que, apoyándose en los codos, miraba fijamente el hueso que sobresalía por una de sus rodillas. Era cuestión de pensar en uno mismo y quizá en sus allegados, siempre que a éstos les sonriera la fortuna, y dejar a los demás al amparo de Dios.
—Ay de mí —seguía diciendo Curnsbick.
Lo que acontecía en la calle no se parecía a una batalla, sino que era una batalla campal. En medio de aquella locura, la gente farfullaba bajo la luz de las llamas que ya prendían en los locales de Papá Anillo. Una muchedumbre hendía a otra muchedumbre como el hierro de un arado, cruzando el barrizal con un propósito definido. Eran tantos que Majud ni siquiera pudo hacerse idea de su número, pues sólo podía ver el brillo de sus espadas y el ruido que hacían al combatir, al caer y al rodar por el barro, forcejeando contra la corriente, sin que le fuese posible calcular las bajas. Vio a un hombre lanzar contra el tejado de una casa una botella de líquido inflamable, la cual, al estallar, propagó su fuego por la paja a pesar de lo húmeda que estaba.
Tuvo una imagen fugaz de la Alcaldesa, que seguía de pie en su balcón mientras miraba fijamente la locura que se propagaba por la calle. Apuntó a algún sitio con el dedo y ordenó algo al hombre que se encontraba a su lado, pero sin perder la compostura. Majud tuvo la firme convicción de que nunca había tenido intención de ocupar el territorio del contrario y que se había limitado a esperar humildemente el resultado.
Varias flechas titilaron en la oscuridad. Una cayó en el barro, cerca de ellos. Majud escuchó los gritos de una mujer, y los chillidos pronunciados en idiomas que desconocía resonaron en sus oídos. Entonces se produjo otra detonación atronadora que le obligó a agacharse mientras unas vigas salían volando a bastante altura y el humo subía, arremolinándose, por el cielo cargado de humedad.
Alguien agarraba a una mujer por el pelo y la arrastraba por el barro sin dejar de darle patadas.
—Ay de mí —repetía Curnsbick una y otra vez.
Alguien agarró del tobillo a Majud, que se limitó a golpearle de plano con su espada para, después de soltarse, seguir caminando sin mirar atrás, atravesando los porches de los edificios situados en la acera de la Alcaldesa. Más arriba, en el extremo superior de la columna más cercana, distinguió las siluetas de tres hombres. Dos estaban armados con arcos. El tercero encendía los extremos untados con brea de las flechas que iban a partir hacia los edificios situados enfrente.
El edificio en cuyo cartel aparecía escrito El Palacio de la Jodienda estaba en llamas. Una mujer saltó del balcón y cayó al barrizal. A su lado ya había dos cadáveres. Cuatro hombres aguardaban con las espadas desenvainadas. Uno se fumaba una pipa. Majud supuso que debía de ser uno de los empleados de la Iglesia de los Dados de la Alcaldesa.
Curnsbick intentó soltarse, diciendo:
—Deberíamos…
—¡No! —Majud no le dejó hablar—. No podemos hacer nada.
La piedad, por no hablar de las demás ataduras de la civilización, era un lujo que no podían permitirse. Majud sacó la llave de su tienda y la dejó en la temblorosa mano de Curnsbick, mirando a la calle con la espada en alto.
—Ay de mí —dijo el inventor, peleándose con la cerradura—. Ay de mí.
Se resguardaron dentro de la tienda, cuya oscuridad iluminaban unos ramalazos de luces naranjas, rojas y amarillas. Majud empujó la puerta con el hombro, respiró aliviado después de correr el cerrojo y se volvió al sentir una mano en el hombro, estando a punto de decapitar a Temple con la espada que agarraba con mano temblorosa.
—¿Qué demonios está pasando? —Una franja de luz recorría parte del rostro de Temple, que parecía tan sorprendido como él—. ¿Quién ha ganado?
Majud descansó la punta de su espada en el suelo y luego se apoyó en su empuñadura, respirando con dificultad.
—Lamb. Hizo pedazos a Dorado. Literalmente.
—Ay de mí. —Curnsbick, que seguía gimiendo, se escurrió por la pared hasta que su trasero chocó con el suelo.
—¿Y qué le ha pasado a Shy?
—No tengo ni idea. No tengo ni idea de nada de lo que está pasando. —Majud entreabrió la puerta para mirar por la rendija—. Pero sospecho que la Alcaldesa está haciendo limpieza.
Las llamas de los edificios de Papá Anillo iluminaban toda la ciudad con unos tonos chillones. El fuego ya había llegado al tejado de la Casablanca, y las llamas, voraces y asesinas, salían disparadas hacia el cielo, alcanzando los árboles de la pendiente situada encima de ella y haciendo que las chispas y las cenizas titilasen entre la lluvia.
—¿No deberíamos echar una mano? —preguntó Temple en voz baja.
—Un buen hombre de negocios debe quedarse al margen.
—Supongo que hay un momento en el que uno debe dejar de ser un buen hombre de negocios para convertirse, simplemente, en un buen hombre.
—Es posible —Majud volvió a cerrar la puerta—. Pero este momento no es ése al que te refieres.