Alegría
Casi todos estaban presentes. Los de la caravana. Bueno, casi todos excepto Leef y los que yacían bajo tierra en aquella inmensa soledad. Reían, se daban palmadas en la espalda y mentían respecto a cómo les iban las cosas. Unos maquillando y tiñendo de rosa lo que recordaban del viaje. Otros sugiriendo que podrían trabajar en aquel elegante edificio de la firma Majud y Curnsbick. Quizá Shy hubiera debido ponerse a charlar con ellos, porque ¿cuánto tiempo llevaba sin pasárselo bien? Pero no se divertía, ya que para ella la alegría era algo más fácil de decir que de sentir.
Dab Sweet se quejaba por la falta de fe de los mineros que había llevado a las montañas y que habían regateado el importe de sus servicios antes de que a él se le ocurriera hacerlo. Roca Llorona asentía, añadiendo un mmm en los momentos más críticos. Iosiv Lestek intentaba impresionar a una de las putas con historias de aquellos tiempos en los que dominaba la escena. Y ella le preguntaba si eso había sucedido antes de que construyeran aquel anfiteatro que, echando cuentas, tenía más de mil años. Savian intercambiaba gruñidos con Lamb, ambos apartados en un rincón, tan amigos como si se conocieran desde pequeños. Hedges se agazapaba en otro, acariciando una botella. A pesar de los hijos que se les habían muerto en las llanuras, a Buckhorm y a su esposa aún les quedaba la suficiente descendencia para que algunos de sus miembros correteasen entre las piernas de los presentes.
Shy suspiró mientras brindaba en silencio por Leef y los demás que ya no podían acompañarlos, pensando que quizá, al menos en aquel momento, le convenía más la compañía de los muertos que la de los vivos.
—¡Yo solía cabalgar detrás de toda esta gente!
Shy se volvió hacia la puerta y se quedó impresionada. Ante ella se encontraba la persona más parecida a Temple que jamás hubiese visto, vestido con un traje negro recién comprado, tan aseado como una princesa y con el cabello y la barba recién arreglados. Con su sombrero nuevo y sus nuevas maneras, más parecía el propietario del inmueble que quien lo había construido.
Y hasta que no se sintió decepcionada por verlo de aquella guisa a la que no estaba acostumbrada no cayó en la cuenta de cuánto habría deseado volver a verle.
—¡Temple! —dijo alguien con tono de alegría, y todos se apresuraron a rodearlo para felicitarle.
—¿Quién hubiera pensado en aquel río que el pez que acababais de pescar se dedicaba a la carpintería? —decía Curnsbick, pasándole a Temple un brazo alrededor los hombros como si le conociese de toda la vida.
—¡Fue un encuentro afortunado! —dijo Majud, como si, además de pescarlo en persona, le hubiera pagado para que fuese en la caravana y Shy se hubiese encontrado por entonces muy lejos de allí.
Se pasó la lengua por los labios, pensando que no le sería fácil reclamar el reconocimiento que, aunque modesto, se merecía, y se inclinó para escupir por el hueco que tenía entre los dientes. Pero al ver que Luline Buckhorm, que enarcaba una ceja, la vigilaba, se tragó el escupitajo.
Se dijo que hubiera debido sentirse contenta por evitar que muriese ahogado y conseguir que fuera mejor persona. ¡Que suenen las campanas! Pero, en lugar de eso, descubrió que estaba pensando en la manera de aguarle aquella fiesta, y entonces se sintió aún más turbada, porque pensar de aquella manera era propio de una niña mezquina. Así que les dio la espalda a todos y se echó otro trago que le supo amargo. A fin de cuentas, la botella seguía siendo la botella. Y siempre acababa por dejarla frustrada.
—¿Shy?
Intentó poner cara de sorpresa, como si no le hubiera visto acercarse.
—Vaya, pero si es el tronco a la deriva al que todos quieren, el gran arquitecto en persona.
—El mismo —dijo Temple, echando su sombrero nuevo hacia un lado.
—¿Un trago? —le preguntó, ofreciéndole la botella.
—No debería tomar nada.
—¿Tan importante eres que ya no quieres beber conmigo?
—No es eso, sino que no sé cuándo parar.
—Parar, ¿para no emborracharte?
—Para no acabar en la mierda, que suele ser donde siempre acabo.
—Vamos, sólo un sorbo. Intentaré cogerte si te caes. ¿Te parece bien?
—Supongo que no sería la primera vez. —Cogió la botella y se tomó un sorbo, poniendo una cara como si acabasen de darle una patada en sus partes—. ¡Dios! ¿Con qué demonios harán este licor?
—Hay ciertas cosas que uno no debe saber, como el precio de esas ropas tan elegantes que llevas encima.
—Tuve que regatear mucho —dijo él, golpeándose el pecho para ver si recobraba la voz—. Te habrías sentido orgullosa.
Shy lanzó una risotada.
—No me llevo muy bien con el orgullo. Y sigo diciendo que te has debido de gastar demasiado dinero para ser una persona con deudas.
—¿Deudas, dices?
Al menos volvía a pisar un terreno conocido.
—La última vez que hablamos ascendían a la…
—¿Suma de cuarenta y tres marcos? —Sus ojos chispeaban triunfales cuando acercó un dedo hacia ella. Una bolsa bailoteaba lentamente cerca de su uña.
Shy parpadeó al verla. Luego la cogió con un dedo, tiró de la cuerda que la mantenía cerrada y la abrió. Aunque fuese una excelente muestra del caos monetario que reinaba en Arruga, la mayoría de las monedas eran de plata. Un rápido vistazo confirmó que contenía, al menos, sesenta marcos.
—¿Has vuelto a robar?
—He caído aún más bajo. He vuelto a ser abogado. Hay un extra de diez marcos con los que quiero devolverte el favor. A fin de cuentas, me salvaste la vida.
Aunque Shy sabía que lo sucedido se merecía una sonrisa, sin saber por qué hizo todo lo contrario.
—¿Estás seguro de que tu vida vale diez marcos?
—Sólo para mí. ¿Pensaste en algún momento que no te iba a pagar?
—Pensé que aprovecharías la primera oportunidad que se te presentara para largarte cuando fuese de noche. Eso si antes no te mataba.
Temple enarcó las cejas.
—Eso me pareció. Bueno, pues creo que lo que acabo de hacer nos ha sorprendido a los dos. Gratamente, espero.
—Pues claro —mintió ella, guardándose la bolsa.
—¿No vas a contarlo?
—Confío en ti.
—¿De veras? —Ambos parecían muy sorprendidos por lo sucedido. Shy estaba segura de que su reacción era genuina, tanto como que en aquella habitación había un montón de gente.
—Y, si no está todo el dinero, siempre me queda la opción de perseguirte y matarte.
—Me agrada saber que sólo es una opción.
Estaban uno al lado del otro, en silencio, de espaldas a la pared y en una habitación llena de amigos que charlaban. Cuando Shy le echó una mirada, él la miró lentamente de soslayo, como si quisiese comprobar que, en efecto, le estaba mirando; y, entonces, ella disimuló, como si no le mirase a él, sino a Hedges, que estaba más atrás. Que Temple se encontrase tan cerca le producía a Shy cierto embarazo. Como si, al no existir ya la deuda que los había mantenido unidos, su cercanía le resultase incómoda.
—Has hecho un trabajo muy bueno en este edificio —fue lo mejor que se le ocurrió decirle tras pensárselo durante un buen rato.
—Los buenos trabajos sirven para pagar las deudas contraídas. Sé de bastante gente que ahora no me reconocería.
—Yo no estoy segura de reconocerte.
—¿Y eso es bueno o malo?
—No lo sé. —Una larga pausa, mientras la habitación empieza a caldearse por toda la gente que parlotea en ella, lo mismo que la cara de Shy, que está colorada. Le pasa a botella a Temple, quien encogiéndose de hombros la acepta para echarse un trago, y luego se la devuelve. Ella se echa otro mayor—. ¿Y de qué vamos a hablar ahora que ya no me debes nada?
—Pues de lo que suele hablar la gente, supongo.
—¿Y de qué habla la gente?
Temple contempla con desgana aquella habitación tan llena de gente.
—Pues de la gran calidad de mi trabajo, que…
—Si todo ese éxito se te sube a la cabeza, acabara por estallarte.
—Otros hablan del combate que tendrá…
—Ya estoy aburrida de oír siempre lo mismo —dice Shy, sin dejarle terminar.
—Pues siempre nos queda el recurso de hablar del tiempo.
—He oído que habrá mucho barro en la calle principal.
—Y yo que habrá más barro en los caminos. —Sonríe a Shy y ella le devuelve la sonrisa. A fin de cuentas, no le parece que la distancia que los separa sea muy grande.
—¿Quiere decir unas palabras antes de que comience la fiesta? —Cuando Curnsbick aparece ante ella, surgiendo de la nada, Shy comprende que está algo más que achispada.
—¿Unas palabras respecto a qué? —pregunta Shy.
—Lo siento, querida, pero me dirigía a este caballero. Parece sorprendida.
—La verdad es que no sé qué me deja más sorprendida, que me llame «querida» o que a él lo llame «caballero».
—Pues me reitero en ambos apelativos —dice el inventor. Shy no está muy segura del significado de la palabreja—. Como ex consejero espiritual de esta ex caravana, y arquitecto y carpintero en jefe de este notable edificio, ¿qué otro caballero podría conducir mejor que él nuestra pequeña reunión a su final?
Temple levanta las manos para pedir ayuda mientras Curnsbick se lo lleva a toda prisa y Shy se echa otro largo trago. La botella comienza a perder peso. Y ella comienza a estar menos aburrida.
Probablemente haya una relación entre ambas cosas.
—¡Mi viejo profesor solía decir que a las personas se las conoce por los amigos que tienen! —dice Temple al otro lado de la puerta—. ¡Me parece que no soy tan malo como creía!
Risas al otro lado, junto con los gritos de:
—¡Te equivocas! ¡Te equivocas!
—Antes, apenas conocía a nadie que mereciese el calificativo de «decente». Y ahora, todas las personas que lo merecen apenas caben en una de las habitaciones que me ayudaron a construir. Solía preguntarme por qué la gente venía a este culo del mundo olvidado de Dios. Ahora sé la respuesta. Han venido para formar parte de algo nuevo. Para renovarse. Yo mismo estuve a punto de morir en las llanuras, y nadie lo habría lamentado. Pero las personas de una caravana me rescataron, dándome la oportunidad que apenas me merecía. Y aunque muy pocas se comportasen cordialmente conmigo al principio, admitámoslo, uno de ellas… sí que fue cordial, y eso me bastó. Mi viejo profesor solía decir que uno conoce al justo por la manera en que ayuda a quienes no podrían ayudarle. Y aunque no creo que quienes tuvieron la mala fortuna de regatear con ella vayan a estar de acuerdo conmigo, siempre contaré a Shy Sur entre los justos.
Un murmullo general de asentimiento, unas cuantas copas en alto, la palmada que Corlin le da a Shy en la espalda y la mirada de ella, triste hasta lo indecible.
—Mi viejo profesor solía decir que no hay nada mejor que un edificio bien construido. Siempre ofrece algo bueno a los que viven en él y a quienes lo visitan, y, por más que pasen los días, él sigue en pie. Aunque nunca me propusiera hacer grandes cosas en mi vida, sí que me propuse desde un principio que este edificio estuviese bien construido. Espero que dure un poco más que los otros que lo rodean. Que Dios le sonría como me sonrió a mí cuando me caí en aquel río, y que otorgue refugio y prosperidad a sus ocupantes.
—¡Y bebida gratis para todos! —exclamó Curnsbick. Nadie escuchó las quejas del horrorizado Majud a causa de la estampida que llegó hasta la mesa donde se encontraban las botellas—. ¡Sobre todo para el mismísimo maestro carpintero! —El inventor sacó de la nada una copa para ponerla en la mano de Temple y servirle en ella una generosa dosis de licor, sonriendo de manera tan ostensible que Temple no pudo negarse. Y aunque él y la botella hubieran tenido algún desacuerdo, como la botella siempre intentaba que la perdonase, ¿quién era él para negarse? ¿Acaso el perdón no le acerca a uno a la divinidad? ¿Se emborracharía mucho por tomarse otra copa?
Al final resultó que sí.
—Buen edificio, muchacho, siempre supe que tenías algún talento oculto —dijo Sweet, que no dejaba de moverse mientras llenaba la copa de Temple por tercera vez—. Muy oculto, porque, de lo contrario, no habría sido un talento oculto.
—¡Pues claro! —le concedió Temple, tomándose la cuarta copa. Aunque para entonces no pudiera decir que tuviese un gusto agradable, al menos ya no le sabía como si se estuviese tragando un alambre al rojo. ¿Estaría lo bastante borracho después de tomarse cuatro copas?
Si Buckhorm, que acababa de sacar un violín, comenzaba a destrozar una melodía, Roca Llorona, sentada en el suelo, aporreaba un tambor. Comenzaba el baile. O, al menos, una serie de pisotones que seguían el compás de la música, pero no directamente relacionados con ella. Un juez benévolo lo habría llamado «baile», y Temple comenzaba a sentirse por entonces como un juez. Pero, como a cada copa que se tomaba —ya había perdido la cuenta— el juez perdía la rectitud en aras de la benevolencia, cuando Luline Buckhorm le puso encima sus pequeñas pero fuertes manos, él no lo consideró un desacato y decidió probar por sí mismo el piso de los suelos que había instalado con gran entusiasmo sólo dos días antes.
Aunque aquella habitación comenzase a estar dominada por el calor, las conversaciones y el humo, y los rostros relucientes de sudor dieran vueltas a su alrededor y lanzasen risotadas, apenas recordaba otra ocasión en la que hubiera disfrutado tanto. Quizá la noche de su ingreso en la Compañía de la Graciosa Mano, cuando la vida de mercenario sólo tenía que ver con hombres buenos que se enfrentaban juntos a todos los peligros y se reían del mundo, y no con el robo, el estupro y el asesinato, todo ello a escala industrial. Lestek intentó acompañar a la orquesta con su gaita, pero le entró un acceso de tos por el que tuvieron que sacarlo afuera, para que tomase aire. A Temple le pareció ver a la Alcaldesa hablando en voz baja con Lamb bajo la atenta mirada de varios de sus sicarios. Luego Temple estaba bailando con una de las putas, felicitándola por sus ropajes, que eran repugnantemente chillones, y como ella no podía oírle, no dejaba de decir todo el tiempo: «¿Qué?». Después bailaba con uno de los primos de Gentili y lo felicitaba por sus ropas, que, manchadas con el barro de las minas, olían igual que una tumba recién abierta, mientras aquel simple sonreía por el cumplido. Corlin pasó a su lado, majestuosa, agarrando a Roca Llorona, los dos tan solemnes como jueces, cada una intentando tirar de la otra en el baile, y Temple estuvo a punto de lanzar una risotada al pensar en lo inverosímil que le resultaba verlas juntas formando una pareja. De repente, estaba bailando con Shy. Entonces le pareció que ambos realizaban un considerable esfuerzo, mejor, una gran hazaña, pues si él aún tenía una copa medio llena en una de sus manos, Shy llevaba en la suya una botella medio vacía.
—Nunca me imaginé que supieses bailar —dijo él, gritándole en el oído—. Eres demasiado dura para que te gusten los bailes.
—Ni yo que tú supieses. —Sentía su cálido aliento en la mejilla—. Es algo demasiado delicado.
—Seguro que tienes razón. Me enseñó mi mujer.
Ella se envaró, pero sólo durante un instante.
—¿Estás casado?
—Lo estuve. Y también tuve una hija. Las dos murieron. Hace ya mucho. Pero, en ocasiones, no me parece que haya pasado tanto tiempo.
Ella se echó un trago, mirándolo de soslayo por encima del cuello de la botella. Había algo en aquella mirada que le quitó la respiración. Cuando se inclinó para mirarla, ella le rodeó la cabeza con los brazos y le besó con mucha pasión. Si hubiera tenido tiempo para pensar, seguro que hubiese caído en la cuenta de que ella no era de ese tipo de chicas que besan lánguidamente, pero no tuvo tiempo para pensar, ni para devolverle el beso, ni para dejarla a un lado, ni, incluso, para decirle que le gustaba, porque ella apartó la cabeza y se fue a bailar con Majud, dejando que Corlin lo recogiese del suelo.
—Si piensas que voy a darte otro beso, te encontrarás con algo bien distinto —dijo ella con malos modos.
Temple se apoyó en la pared. La cabeza le daba vueltas, le sudaba la cara y su corazón latía con tanta fuerza que pensó si no tendría fiebre. Qué extraño que el hecho de compartir un poco de saliva tuviera ese efecto. Bueno, eso y también el efecto que las reiteradas dosis de aquel licor tan fuerte debían de hacer en un hombre que se había pasado sobrio los diez últimos años. Observó su copa y, aun sabiendo que lo mejor hubiera sido lanzar su contenido a la pared, como antes prefería dañar su salud que la de la pared, se lo bebió.
—¿Estás bien?
—Me besó —dijo en voz baja.
—¿Shy?
Temple asintió, dándose cuenta demasiado tarde de que su interlocutor era Lamb y de que quizá acabara de meter la pata.
Pero el enorme norteño se limitó a hacer una mueca.
—Vaya, es lo menos sorprendente que he oído en mi vida. Todos los de la caravana lo veíamos venir. Tanto insultarse, discutir y hablar con la excusa de la deuda. Es un caso clásico.
—¿Y por qué nadie dijo nada?
—Pues algunos no hablaban de otra cosa.
—Quiero decir que por qué no me lo dijeron a mí.
—Yo no te dije nada porque Savian y yo hicimos una apuesta respecto a cuándo sucedería. Y aunque ambos supusimos que sucedería un poco antes, he ganado yo. El tal Savian puede ser un tipo divertido.
—¿Qué puede ser… qué? —Temple no sabía cuál de las dos cosas le dejaba más perplejo: que el beso de Shy no hubiera sido para ellos ninguna sorpresa o que el tal Savian fuese un tipo divertido—. Lamento ser tan predecible.
—Por lo general, la gente prefiere el desenlace obvio. Hace que uno se enfrente a las expectativas.
—Suponiendo que me quede alguna.
Lamb se encogió de hombros como si acabara de hacerle una pregunta que apenas necesitase respuesta y luego se encasquetó su viejo sombrero.
—¿Adónde vas? —le preguntó Temple.
—¿Acaso no tengo derecho a divertirme yo también? —respondió, poniendo una mano en su hombro. Una mano amistosa y paternal, pero también espantosamente fuerte—. Ten cuidado con ella. No es tan dura como parece.
—¿Y de mí, qué? Si ni siquiera lo parezco.
—Tienes razón. Pero no pensarás que, si Shy te hace daño, vaya a partirle las piernas.
Para cuando Temple comprendió lo que Lamb le acababa de decir, éste ya se había ido. Dab Sweet, mientras, tocaba el violín, aserrando las cuerdas con el arco como si rodeasen el cuello de su mujer y él apenas tuviese tiempo de salvarla, se había subido encima de una mesa y seguía el ritmo, dando unos pisotones tan fuertes que los platos tintineaban.
—Creía que íbamos a bailar.
Shy tenía las mejillas enrojecidas, y sus ojos de mirada profunda chispeaban. Por motivos que Temple no podía detenerse a examinar, pero que posiblemente no fueran muy complejos, le pareció peligrosamente hermosa. Así que, con un varonil movimiento de muñeca, tiró al suelo el contenido de la copa. Y cuando se dio cuenta de que estaba vacía, se echó hacia delante y le quitó la botella de la mano mientras ella le agarraba de la otra, de suerte que cada uno de ellos ayudó al otro a pasar entre el montón de cuerpos que se tambaleaban.
Aunque ya llevase un buen rato sintiendo que todo daba vueltas a su alrededor, Shy aún no había perdido del todo la coordinación de sus movimientos. Y al comprender que, si miraba al suelo con atención, ya no se caería tantas veces como antes, el hecho de poner un pie delante del otro se convirtió en una especie de desafío. La posada le pareció muy iluminada. Cuando Camling le dijo algo acerca de las reglas que debían guardar los huéspedes, ella le replicó que en aquel maldito lugar había más putas que huéspedes, y Temple lanzó una risotada, burlándose de él en sus mismas barbas. Luego la persiguió por las escaleras, empujando su trasero con una mano hasta que ella se cansó de la gracia y le atizó un bofetón que a punto estuvo de tirarlo escaleras abajo. Entonces, cuando él la miró sorprendido, ella le cogió por la camisa y le pidió perdón por el bofetón, y él le preguntó que a cuál bofetón se refería y comenzó a besarla en el descansillo superior, y el beso le supo a licor. Lo que a ella no le desagradó.
—¿Lamb no está aquí?
—Ahora se hospeda en casa de la Alcaldesa.
Para entonces todo le daba vueltas. Ella rebuscaba en sus bolsillos para encontrar la llave y se reía. Y luego comenzó a meterle la mano por los suyos y acabaron apoyándose en la pared y besándose de nuevo. La boca de ella se llenó con el aliento y la lengua de él, y él la besó en el pelo, y entonces la puerta se abrió de golpe y los dos cayeron dentro de la habitación, quedándose tirados en el suelo, que se encontraba a oscuras. Ella reptó por encima de él y ambos comenzaron a lanzar gruñidos y la habitación a dar vueltas, y ella sintió una náusea por debajo de la garganta, pero la ignoró, porque no creyó que fuese mucho peor que la que había sentido la primera vez, y tampoco le pareció que Temple lo hubiese notado, ya que estaba demasiado atareado peleándose con los botones de su camisa, y no le habría costado más trabajo si hubieran sido como cabezas de alfiler.
Y cuando vio que la puerta seguía abierta, intentó cerrarla de una patada, pero, como calculó mal la distancia, no lo consiguió, haciendo un agujero en el estucado que rodeaba el marco, con lo que volvió a entrarle la risa. Para cuando consiguió cerrar la puerta con otra patada, él ya le había abierto la camisa y le besaba los pechos, lo que a ella le gustó, aunque le hiciera cosquillas. Al ver su propio cuerpo tan pálido y tan extraño, se preguntó cuándo había sido la última vez que había hecho algo parecido a aquello, contestándose a sí misma que había sido demasiado tiempo. En aquel momento, Temple se quedó inmóvil y comenzó a mirar fijamente la oscuridad. Sus ojos eran como un par de fogonazos.
—¿Estamos haciendo lo correcto? —preguntó, tan cómico y a la vez tan serio que a ella le entraron ganas de reír.
—¿Y cómo cojones voy a saberlo? Quítate los pantalones.
Ella intentó quitarse los suyos, pero como aún tenía puestas las botas, cada vez se enredaba más. Entonces comprendió que hubiera debido quitarse las botas lo primero, pero como ya era demasiado tarde, gruñó y pataleó, de suerte que el cinturón se revolvió como una serpiente partida en dos, haciendo que el cuchillo que llevaba en él se desplazase hasta uno de sus extremos y chocase contra la pared con un sonido metálico. Cuando al fin se quitó la bota y la pernera del mismo lado, el problema pudo solucionarse.
De alguna manera consiguieron irse a la cama más desnudos que vestidos, contorsionándose a su placer y sintiéndose muy a gusto, él con una mano entre las piernas de ella, y ella haciendo fuerza con las caderas, ambos riendo menos y gruñendo más, no tan deprisa como antes, sino con voz más gutural. Y cuando aquellos fogonazos, que ella veía a pesar de tener cerrados los párpados, se hicieron más intensos, tuvo que abrir los ojos para evitar la sensación de que iba a caerse de la cama para quedarse en el techo. Pero abrir los ojos fue peor, porque la habitación parecía girar a su alrededor a cada respiro que daba, aumentando la amplitud de todos los sonidos: los latidos de su corazón, el cálido roce de la piel contra la piel y los muelles del viejo somier cada vez que ellos se movían, lo que no les importaba en absoluto.
Entonces le preocupó algo que tenía que ver con sus dos hermanos, con Gully colgado y con Lamb y un combate, pero lo dejó pasar como si se lo llevara el humo, y entonces giró al ritmo de aquel techo que daba vueltas.
Porque, a fin de cuentas, ¿cuánto hacía que no se divertía de esa manera?
—Oh —decía Temple, quejándose—. Oh, no.
Gemía tanto como los condenados que están en el infierno, enfrentándose a una eternidad de sufrimientos mientras se lamentan amargamente por haber tenido una vida llena de pecados.
—Que Dios me ayude.
Pero Dios ayudaba a los justos y Temple no podía aspirar a pertenecer a esa categoría. Y menos después de la juerga de aquella noche.
Todo le molestaba. La manta con la que se tapaba las piernas desnudas. La mosca que zumbaba cerca del techo. El sol que serpenteaba entre las cortinas. Los sonidos de la vida y de la muerte que dominaban Arruga. Recordó por qué se había hecho abstemio. Pero no conseguía recordar por qué le había parecido buena idea volver a beber.
Le despertó un ruido que venía a ser una mezcla de tamborileo y de gorgoteo. Entonces levantó la cabeza unos cuantos grados por encima de la horizontal y vio que Shy se arrodillaba encima del orinal. Estaba desnuda excepto por la bota y los pantalones, que seguían enredados alrededor del mismo tobillo que antes. Comprobó la tensión de sus costillas mientras vomitaba. La franja de luz que se filtraba por la ventana caía justo encima de uno de sus omóplatos, iluminando una gran cicatriz, una antigua quemadura que adoptaba la forma de una letra puesta del revés.
Ella se enderezó, posó en él sus ojos, rodeados por unas grandes ojeras, y se limpió el hilillo de baba que le colgaba de una de las comisuras de la boca.
—¿Otro beso?
Temple hizo un sonido indescriptible con la boca. Parte risa, parte eructo y parte gemido. No habría podido repetirlo ni aunque hubiera estado un año intentándolo. Pero ¿por qué hubiera querido intentarlo?
—Tomemos un poco de aire. —Shy se subió los pantalones, pero como no se abrochó el cinturón, se le cayeron por debajo del trasero cuando se acercó a la ventana.
—No lo hagas —dijo Temple con un gemido, sin conseguir detenerla. Para eso hubiera tenido que levantarse, algo que le parecía inconcebible. Ella descorrió las cortinas y abrió la ventana mientras él intentaba taparse los ojos con la mano para evitar aquella luz despiadada.
Shy maldecía mientras buscaba algo debajo de la otra cama. Temple no dio crédito a sus ojos cuando se levantó con una botella que aún conservaba la cuarta parte de su contenido, quitó el corcho con los dientes y se sentó para recobrar el valor, como si fuese el nadador que contempla una piscina llena de agua helada.
—No irás a…
Ella se acercó la botella a los labios, la empinó y se tomó un buen trago, limpiándose luego la boca con el dorso de una mano. Después de que los músculos de su estómago se hubiesen relajado, eructó, hizo una mueca, se estremeció y le pasó la botella.
—¿Quieres? —le preguntó con una voz entre húmeda y ronca.
—No, por Dios —contestó él, intentando poner cara de enfermo.
—Esto es lo único que a uno le ayuda.
—¿De verdad crees que el remedio contra una puñalada consiste en recibir otra?
—En cuanto uno comienza a apuñalarse, ya no puede parar.
Shy se puso la camisa, cubriéndose la cicatriz. Cuando ya se había abotonado dos ojales, cayó en la cuenta de que tenía torcida la camisa. Entonces se dio por vencida y se dejó caer encima de la otra cama. A Temple le pareció que ni siquiera cuando se miraba en el espejo había visto a alguien tan agotado y vencido.
Se preguntó dónde podría haber puesto los pantalones. Algunos de los harapos embarrados que andaban tirados por el suelo guardaban cierto parecido con ciertas partes de su traje nuevo, pero no hubiera podido asegurarlo. No estaba seguro de nada. Se sentó a regañadientes, sacando las piernas de la cama como si fuesen de plomo. Cuando pudo estar seguro de que su estómago tardaría algún tiempo en rebelarse, miró a Shy y dijo:
—Los encontrarás, ya sabes.
—¿Y cómo puedo saberlo?
—Porque todo el mundo se merece recibir de vez en cuando una buena mano de cartas.
—Tú no sabes lo que me merezco. —Se apoyó en los codos y hundió la cabeza entre sus huesudos hombros—. No sabes todo lo que he hecho.
—No creo que sea peor que lo que me hiciste la pasada noche.
Ella no se rió. Le miraba como si sus ojos enfocasen algún punto lejano situado a su espalda.
—Cuando tenía diecisiete años maté a un chico.
Temple tragó saliva y dijo:
—Bueno, pues sí, eso es peor.
—Salí huyendo de la granja. Me resultaba odiosa. Odiaba a la zorra de mi madre. Y al bastardo de mi padrastro.
—¿A Lamb?
—No, al que estaba antes. Mi madre había terminado con él. Tengo el vago recuerdo de intentar descerrajar un almacén. Luego las cosas salieron mal. No quería matar a ese chico, pero me asusté y lo apuñalé. —Sin darse cuenta, se rascaba por debajo de la mandíbula—. No dejaba de sangrar.
—¿Había entrado en el almacén?
—Supongo que sí. Pero no estoy segura. Aquel chico tenía familia, y sus familiares me persiguieron. Y yo corrí y corrí. Como estaba hambrienta, comencé a robar. —A partir de aquel momento, Shy habló de carrerilla, sin alterar el tono de voz—. Poco después comencé a pensar que nadie te da ninguna oportunidad y que es mejor robar lo que sea que conseguir las cosas a fuerza de trabajar. Me junté con gente de la peor calaña y logré que fuesen aún peores. Más robos, más asesinatos. Quizá algunos se lo mereciesen, y otros quizá no. ¿Quién lo sabe?
—Debo admitir que a Dios no le gusta sembrar el camino precisamente de rosas. —Temple pensaba en Kahdia.
—Al final, la mitad de las Tierras Cercanas estaba llena de pasquines que ordenaban mi arresto. Decían que Humo, así es como me llamaba por entonces, era peligrosa y también indicaban el precio que se había puesto a su cabeza. Creo que fue la única vez en toda mi vida que tuve algún valor para alguien. —Echó los labios hacia atrás, enseñando los dientes—. Capturaron a una mujer y la ahorcaron en mi lugar. Aunque no se pareciese a mí, ella murió y yo seguí en libertad, y sigo sin saber por qué.
Se hizo un profundo silencio. Shy se llevó la botella a la boca y tomó dos largos tragos. Mientras bebía, Temple pudo ver el esfuerzo que hacía para beber y lo nublada que luego se le puso la mirada al intentar respirar. Aquél hubiera sido un momento excelente para musitar alguna excusa y echar a correr. Hace unos meses, la puerta ya habría estado cerrándose detrás de él. Sus deudas estaban saldadas, así que podía irse sin avergonzarse. Pero no quería irse.
—Me temo que no puedes obligarme a compartir contigo esa opinión tan pobre que tienes de ti misma. Creo que en todo lo que me has contado hay unas cuantas equivocaciones.
—¿Llamas a todo eso equivocaciones?
—Sí, y algunas son completamente estúpidas. Nunca elegiste hacer el mal.
—¿Y quién elige hacer el mal?
—Yo lo elegí. Pásame la botella.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras se la pasaba—. ¿Una de competición para ver quién tiene el peor pasado?
—En efecto, y gano yo. —Cerró los ojos mientras, haciendo de tripas corazón, se echaba un trago que le quemó el gaznate y le obligó a toser—. Cuando murió mi mujer, me pasé un año entero bebiendo hasta convertirme en el borracho más miserable de todos los que hubieras podido conocer.
—He conocido a muchos que eran de lo más miserables.
—Pues entonces, piensa que yo lo era más. Como creía que no podría caer más bajo, firmé un contrato con una compañía mercenaria y me convertí en su abogado, y entonces descubrí que sí podía. —Levantó la botella a modo de saludo, diciendo—: ¡La Compañía de la Graciosa Mano, bajo el mando del capitán general Nicomo Cosca! ¡Oh, cuán noble hermandad! —Y se echó otro trago. Se sentía bien, aunque un tanto asqueado, como cuando uno se rasca una costra.
—Parece algo divertido.
—Eso fue lo que pensé.
—¿Y no lo era?
—Era el peor montón de escoria humana que jamás se haya visto.
—He visto a mucha que era de lo peor.
—Pues entonces piensa que ésa era mucho peor. Al principio pensé que los motivos por los que hacían todo lo que hacían eran buenos. Lo que hacíamos. Luego me convencí de que lo eran. Más tarde me di cuenta de que ni siquiera eran buenas excusas, pero seguí haciéndolo porque era demasiado cobarde para dejarlo. Nos enviaron a las Tierras Cercanas para limpiarlas de rebeldes. Un amigo mío intentó salvar a toda la gente que pudo. Lo mataron. Y a aquella gente. Se mataron unos a otros. Yo me limité a escaquearme, como siempre, y huí como el cobarde que soy, me caí a un río y, por razones que sólo Dios conoce, Él envió a una mujer buena para que pescara de aquel río esta envoltura mía que nada vale.
—Mejor sería decir que Dios envió a una asesina buscada por la ley.
—Bueno, sus caminos son condenadamente misteriosos. Aunque no puedo decir que me gustaras desde el principio, estoy empezando a pensar que Dios me envió exactamente lo que necesitaba. —Temple permaneció en silencio durante unos instantes porque no le resultaba fácil hablar de todo aquello, y luego prosiguió—. Me siento como si no hubiera hecho más que huir durante toda mi vida. Quizá sea el momento de sentirme cerca de algo. O, al menos, de intentarlo. —Se dejó caer en la cama, sintiendo a través de su cuerpo los crujidos de los muelles del somier—. No me importa lo que hayas podido hacer. Y te debo la vida, aunque no sea gran cosa. Déjame que me sienta cerca de ti. —Tiró la botella a un lado, respiró profundamente, se lamió el índice y el pulgar y se los pasó por la barba—. Que Dios me ayude, pero ahora quiero recibir ese beso.
Ella no sólo se había quedado bizca al oír todo aquello, sino que todos los colores de su cara parecían descolocados: la piel estaba un poco amarilla, los ojos tenían un tono ligeramente rosado, los labios se veían una pizca azulados.
—¿Lo dices en serio?
—Quizá sea un necio, pero no estoy dispuesto a permitir que una mujer capaz de llenar un orinal con vómitos sin echar nada fuera pase de mí. Enjuágate la boca y ven aquí.
Se inclinó hacia ella mientras se producía un ruido metálico en el pasillo de fuera y la boca de Shy se convertía en una sonrisa. Se inclinó hacia él. Sus cabellos le hacían cosquillas en los hombros. Aunque su aliento fuese espantoso, no le importó. Entonces el pomo de la puerta comenzó a girar, haciendo mucho ruido. Tanto que Shy, con voz tan fuerte y aguda que a Temple le pareció recibir un hachazo en la frente exclamó, mirando a la puerta:
—¡Te has confundido de habitación, idiota!
En contra de lo que cualquiera hubiera podido esperar, la puerta de la habitación se abrió de golpe y un hombre entró por ella. Un hombre alto y de buena apariencia, con el cabello rubio recién cortado y ataviado con ropas elegantes. Sin inmutarse, su mirada decidida recorrió a su placer la habitación, como si le perteneciera y acabara de descubrir, entre molesto y divertido, que alguien la había estado utilizando para follar.
—Creo que no me he confundido de habitación —dijo, y otros dos hombres aparecieron en el umbral, los cuales eran de ese tipo de gente que a nadie le gusta invitar a la habitación de su hotel, ni mucho menos encontrársela en ella—. Me dijeron que estabas buscándome.
—¿Y quién coño eres tú? —preguntó Shy, mirando el rincón donde su puñal descansaba dentro de su vaina.
El recién llegado sonrió como el mago que se dispone a hacer ese truco que sorprenderá a toda su audiencia y dijo:
—Grega Cantliss.
Entonces pasaron varias cosas al mismo tiempo: Shy tiró la botella hacia la entrada y se abalanzó para coger su cuchillo; Cantliss también se abalanzó, pero para cogerla a ella; y los otros dos chocaron entre sí para seguir a Cantliss.
Y Temple se abalanzó hacia la ventana.
Y eso a pesar de todas sus declaraciones acerca de que quería sentirse cerca de ella. Lanzó un chillido de terror mientras caía, luego rodó por el frío barro, se levantó a duras penas y, desnudo como estaba, cruzó la calle principal, lo que en la mayoría de las ciudades se habían considerado una muestra de malas maneras, pero en Arruga no llamó especialmente la atención. Al oír que alguien gritaba con potente voz, aceleró la marcha, resbalando, mientras su corazón latía con tanta fuerza que pensó que la cabeza le estallaría antes de llegar a la Iglesia de los Dados de la Alcaldesa.
Cuando le vieron quienes montaban guardia ante su puerta, sonrieron y luego fruncieron el ceño, agarrándolo cuando comenzaba a subir por los escalones.
—La Alcaldesa no permite la entrada sin pantalones…
—Tengo que ver a Lamb. ¡Lamb!
Uno de los guardias le dio un puñetazo en la boca que lanzó su cabeza hacia atrás, de suerte que chocó contra el marco de la puerta. Pero, aunque Temple supiera que se lo tenía bien merecido, le pilló por sorpresa, porque uno nunca encaja bien que le aticen un puñetazo en la cara.
—¡Lamb! —volvió a repetir, cubriéndose la cara como mejor podía—. ¡La…! ¡Uf! —El puño del matón se hundió en sus tripas, obligándole a doblarse en dos al sacarle todo el aire de los pulmones y a caer de rodillas. Mientras, con la boca llena de burbujas de saliva manchadas de sangre, consideraba en silencio las piedras que estaban bajo su cara, uno de los guardias le agarró de los pelos y lo levantó, al tiempo que también levantaba uno de sus puños.
—Déjalo en paz. —Para gran alivio de Temple, Savian agarró aquel puño con una de sus manos nudosas antes de que bajara—. Está conmigo. —Y, diciendo esto, cogió a Temple con el otro brazo, poniéndoselo bajo la axila, y franqueó la puerta con él, quitándose al mismo tiempo la chaqueta para echársela a Temple por encima de los hombros—. ¿Qué demonios ha pasado?
—Cantliss —dijo Temple con voz cascada mientras entraba cojeando en el salón de juegos y apuntaba con un brazo tembloroso hacia donde estaba la posada, incapaz de pronunciar más de una palabra seguida cada vez que tomaba aire—. Shy…
—¿Qué ha pasado? —Lamb, que acababa de salir de la habitación de la Alcaldesa, bajaba las escaleras a trompicones, descalzo y con la camisa abotonada a medias. Temple se preguntó por un momento por qué iba así, pero luego vio que Lamb llevaba una espada en la mano y se asustó mucho, especialmente al ver la expresión de su cara.
—Cantliss… está en… la posada… de Camling… —consiguió farfullar.
Lamb se quedó inmóvil durante unos instantes, abriendo unos ojos como platos, y se precipitó hacia la salida, apartando a los guardias. Savian salió tras él.
—¿Todo está bien? —La Alcaldesa se encontraba en la balconada que rodeaba sus habitaciones, vestida con una bata de diseño gurko, mostrando la cicatriz pálida que tenía en la depresión que separa ambas clavículas. Temple parpadeó, preguntándose si Lamb habría estado con ella, y echó a correr tras los dos, sin decir palabra.
—¡Póngase unos pantalones! —dijo la Alcaldesa.
Cuando Temple terminó de subir a duras penas los escalones de la posada, vio que Lamb cogía a Camling por el cuello de la chaqueta y lo arrastraba con una mano por el mostrador de la recepción, pues la otra no soltaba la espada que empuñaba, mientras el posadero chillaba desesperadamente, diciendo:
—¡Acaban de llevársela! ¡Supongo que a la Casablanca, pero no sé más, yo no he hecho nada!
Lamb soltó a Camling, que estuvo a punto de caerse, y se quedó inmóvil, respirando ruidosamente. Entonces dejó con mucho cuidado la espada en el mostrador y puso las palmas de sus manos junto a ella, abriendo los dedos. El brillo de la madera mostró el espacio libre que quedaba entre ellos, donde hubiera debido estar su dedo corazón. Savian dio una vuelta alrededor del mostrador, apartó con el hombro a Camling, cogió una botella y un vaso de un estante alto, dejó el vaso y le quitó el corcho a la botella.
—Si quieres, puedo echarte una mano —dijo con voz ronca mientras servía una buena dosis.
—Quizá no sea bueno para tu salud —dijo Lamb, asintiendo.
Savian tosió mientras le acercaba el vaso.
—Mi salud ya es un desastre.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Temple.
—Echarnos un trago. —Lamb cogió el vaso y apuró su contenido de una sola vez, mientras los pelos blancos del cuello se agitaban al tragárselo. Savian cogió la botella y volvió a llenar el vaso.
—¡Lamb! —Lord Ingelstad acababa de entrar. Parecía un poco nervioso, con el rostro pálido y el chaleco lleno de manchas—. ¡Me dijo que le encontraría aquí!
—¿Quién se lo dijo?
Ingelstad emitió una risita mientras dejaba el sombrero encima del mostrador y unos cuantos pelos se le quedaban levantados en la cabeza.
—Es un asunto de lo más extraño. Después de la fiesta en casa de Majud me fui a jugar a las cartas al local de Papá Anillo. Cuando ya había perdido por completo la noción del tiempo y, no me importa admitirlo, estaba a punto de perder la del dinero, llegó un caballero para decirle algo a Papá Anillo, y entonces éste me dijo que me perdonaría lo que le debía si le llevaba un mensaje.
—¿Y qué dice el mensaje? —Lamb apuró el contenido del vaso que Savian acababa de reponer.
Ingelstad bizqueó, mirando a la pared, y respondió:
—Dijo que está haciendo de anfitrión de una amiga suya… y que le gusta mucho ser un buen anfitrión… pero que usted tendrá que besar el barro mañana por la noche. Añadió que, como va a perder de todos modos, lo mejor será perder voluntariamente, de manera que los dos puedan marcharse de Arruga sin perder nada más. Me dijo que podía contar con su palabra al respecto. Insistió mucho en este punto. Al parecer, le da su palabra.
—Bueno, pues no sabe lo afortunado que me siento.
Lord Ingelstad bizqueó al ver a Temple, como si en aquel momento acabara de caer en la cuenta de lo inusual de su atavío.
—Al parecer, algunos han tenido una noche más movida que yo.
—¿Puede llevarle la respuesta? —preguntó Lamb.
—No creo que unos cuantos minutos más vayan a importarle a Lady Ingelstad. Haga lo que haga, ya estoy perdido.
—Entonces, dígale a Papá Anillo que acepto la palabra que me da. Y que espero que siga comportándose bien con su invitada.
El aristócrata bostezó mientras se ponía el sombrero.
—¡Acertijos! ¡Acertijos! ¡Me voy a la cama! —dijo, y salió a la calle, contoneándose.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Temple en voz baja.
—Hubo un tiempo en el que habría entrado a la carga, costara lo que costase, para hacer una carnicería. —Lamb se aclaró la garganta y levantó el vaso, entreteniéndose en mirarlo durante un instante—. Pero mi padre siempre decía que la paciencia es la reina de todas las virtudes. Un hombre tiene que ser realista. No hay más remedio.
—Entonces, ¿qué vais a hacer?
—Esperar. Pensar. Preparar. —Lamb apuró el licor y le enseñó los dientes al vaso—. Y después, una carnicería.