Ya llega la sangre
Era justo antes del amanecer, el cielo estaba despejado y hacía frío, porque el barro aparecía cubierto de escarcha. La mayoría de las velas situadas cerca de las ventanas acababan de apagarse, las antorchas que iluminaban los carteles estaban a punto de consumirse, y el cielo seguía cuajado de estrellas. Las había a cientos, tan brillantes como piedras preciosas, ordenadas en constelaciones que se arremolinaban, se desplazaban y parpadeaban. Temple se las quedó mirando boquiabierto mientras el frío le pellizcaba las mejillas, y luego torció la cabeza hasta que se mareó, absorto en la contemplación de la belleza del cielo. Qué extraño le parecía no haberse fijado en ella hasta entonces. Quizá se debiera a que sus ojos siempre habían estado mirando al suelo.
—¿Crees que las respuestas estarán ahí arriba? —preguntó Bermi, cuyo aliento y el de su caballo se condensaban en el frío amanecer.
—No sé dónde pueden estar —respondió Temple.
—¿Ya te has decidido?
Se volvió para contemplar la casa. Ya habían puesto las grandes vigas y la mayoría de las traviesas, así como los marcos de las ventanas y las puertas, de suerte que el altivo esqueleto del edificio se perfilaba en negro contra el cielo sembrado de estrellas. Majud había esperado hasta la mañana del día que acababa de terminar para decirle que estaba haciendo un buen trabajo y que incluso Curnsbick daría por bien empleado el dinero que había invertido en él. Mientras estaba a punto de ruborizarse por el orgullo que le producían aquellas palabras, se preguntó cuándo lo había sentido por última vez. Pero Temple era de esas personas que siempre dejan las cosas a medias. Y así era desde hacía mucho tiempo.
—Puedes montar el percherón. Sólo se tarda uno o dos días en llegar a las colinas.
—¿Por qué no? —Después de haber cabalgado varios cientos de kilómetros montado en una mula, su trasero era tan duro como la madera. Por encima del anfiteatro, los carpinteros comenzaban a trabajar de manera deslavazada. Por la parte que estaba abierta, levantaban una nueva bancada de asientos con capacidad para varias docenas de espectadores. Los soportes y abrazaderas, doblados y mal encajados, sobresalían, recortándose contra la oscura falda del valle, y a algunas de las vigas les hacía falta un buen cepillado.
—Sólo faltan dos semanas para el gran combate.
—Es una pena que nos lo perdamos —dijo Bermi—. Apresurémonos, porque el resto de los muchachos ya debe de ir muy por delante de nosotros.
Temple metió su nueva pala entre los jaeces del caballo y echó a andar despacio, muy despacio, hasta casi detenerse. Aunque llevara uno o dos días sin ver a Shy, no se había olvidado del dinero que le debía. Se preguntó si aún seguiría buscando a los niños costara lo que costase. No podía por menos de admirar a alguien como ella, que perseguía sus objetivos aun teniéndolo todo en contra, sin arredrarse. Sobre todo siendo él alguien que nunca había podido sentir apego por nada. Ni siquiera cuando lo había deseado.
Pensó en todo aquello durante un instante, metido hasta los tobillos en el barro medio helado. Luego alcanzó a Bermi y le dio una palmada en el hombro.
—No puedo irme. Te agradezco encarecidamente la invitación, pero tengo que terminar un edificio. Y pagar una deuda.
—¿Desde cuándo pagas las deudas que tienes?
—Desde este momento, supongo.
—¿Puedo hacerte cambiar de parecer? —Bermi le miraba sorprendido.
—No.
—Tus pareceres siempre se los ha llevado el viento.
—Pero las personas crecen.
—¿Y la pala?
—Considérala un regalo.
Bermi entornó los ojos antes de preguntar:
—Hay una mujer, ¿verdad?
—La hay, pero no para lo que estás pensando.
—¿Y ella piensa en esto que estoy pensando?
—No —respondió Temple con un bufido.
—El tiempo lo dirá. —Bermi se subió en la silla de montar—. Supongo que lo lamentarás cuando vuelva con unas pepitas tan grandes como cagarros.
—Quizá lo lamente mucho antes de que eso suceda. Así es la vida.
—Allí te encontrarías bien. —El estirio se quitó el sombrero y lo levantó por encima de su cabeza a modo de saludo, diciendo—: ¡No se razona con un malnacido! —Y entonces se fue, y los cascos de su caballo lanzaron barro cuando tomó la calle principal y dispersó a un grupo de prospectores que se tambaleaban por la borrachera que tenían encima.
Temple suspiró profundamente. No estaba seguro de que no fuera a lamentarlo. Luego frunció la frente. Le parecía conocer a uno de aquellos prospectores que se tambaleaban, el hombre mayor que llevaba una botella en una mano, cuyas mejillas estaban surcadas de lágrimas.
—¿Iosiv Lestek? —Temple se remangó los pantalones para pisar la calle—. ¿Qué le ha pasado?
—¡Una desgracia! —respondió el actor con voz cascada—. El público… pésimo. Mi representación… abyecta. La fantasía de carácter cultural… ¡una catástrofe! —Agarró a Temple por la camisa—. ¡Me echaron del escenario! ¡A mí, a Iosiv Lestek! ¡El mismo que gobernó los teatros de las Tierras del Medio como si fueran parte de su reino! —Agarró su propia camisa, que tenía manchas en la pechera—. ¡Me tiraron boñigas! Y me reemplazaron por un trío de chicas con las tetas al aire. Que consiguieron un aplauso entusiasta, tengo que admitirlo. ¿Es eso lo que le gusta a los espectadores de hoy en día? ¿Las tetas?
—Supongo que siempre han sido populares…
—¡Acabado! —dijo Lestek, que parecía gritar al cielo.
—¡Cierra la puta boca! —dijo alguien desde una ventana situada por encima de ellos.
Temple cogió al actor por un brazo.
—Permítame que le lleve de vuelta a la posada de Camling…
—¡Camling! —Lestek se soltó y agitó su botella como si fuese una porra—. ¡Ese maldito gusano! ¡Ese cuco traicionero! ¡Me echó de su posada! ¡A mí! ¡A Lestek! ¡Pero me vengaré de él!
—No lo dudo.
—¡Ya lo verá! ¡Todos lo verán! ¡Aún me aguarda la representación definitiva!
—Ya la hará usted más adelante, quizá mañana por la mañana. Hay más posadas…
—¡No tengo dinero! ¡Vendí mi carro, dejé todo lo que tenía, empeñé mis trajes! —Lestek cayó de rodillas en la porquería—. ¡Sólo tengo los harapos que llevo encima!
Temple lanzó un suspiro que se condensó instantáneamente mientras miraba el cielo cuajado de estrellas. Al parecer, no se había salido del camino difícil. Aquel pensamiento le agradó extrañamente. Se agachó para levantar a aquel anciano.
—Tengo un sitio bastante espacioso en el que caben dos personas, siempre que no le importen mis ronquidos.
Lestek se movió hacia uno y otro lado durante un instante.
—No me merezco tanta gentileza.
—Yo tampoco. —Temple se encogió de hombros.
—Querido muchacho —murmuró el actor, abriendo los brazos para abrazarle mientras las lágrimas volvían a brillar en sus mejillas.
Y entonces le vomitó en la camisa.
Shy fruncía el ceño. Hubiera estado a punto de asegurar que Temple se montaría en aquel percherón y saldría de la ciudad, pisoteando con sus cascos su fe infantil, y que ella nunca volvería a oír hablar de él. Pero lo único que había hecho era darle una pala a un hombre y agitar una mano para despedirse de él. Y luego había recogido a un viejo, que estaba borracho y lleno de mierda, para llevárselo al edificio de Majud, que aún estaba en el esqueleto. Realmente, era un misterio.
Para entonces Shy se pasaba despierta buena parte de la noche. Vigilando la calle. Pensando, quizá, que Cantliss podía pasar por ella a caballo… aunque no tuviera ni idea de cuál era su aspecto. Pensando, quizá, que a lo mejor conseguía ver a Pit y a Ro, eso si era capaz de reconocerlos, porque ya debían de haberse hecho mayores. Pero, sobre todo, pasando revista a sus preocupaciones. Los niños, Lamb, el combate que cada vez estaba más cerca. Cosas, lugares y rostros que ya hubiera debido olvidar.
Jeg, que se encasquetaba el sombrero mientras decía: «¿Humo? ¿Humo?», y Dodd, atónito cuando ella le disparó. Y aquel banquero, que le decía de manera muy educada: «Me temo que no puedo serle de ayuda», con una sonrisa desconcertada, como si ella fuese una dama que hubiera ido a verle para pedirle un préstamo y no la ladrona que acabó matándolo por nada. La chica a la que habían ahorcado en lugar de ella, cuyo nombre no había podido conocer, que seguía balanceándose con una marca alrededor de su cuello roto mientras sus ojos muertos seguían preguntándole: ¿Por qué yo, y no tú?, y a la que Shy aún era incapaz de responder.
En aquellas horas tan oscuras que transcurrían lentamente, las dudas llenaban su cabeza como si ésta fuera una vieja barca de remos que hiciera cada vez más agua por más que ella se esforzase en achicarla. Pensaba en Lamb como si ya diese por segura su muerte, y en Pit en Ro, cuyos cuerpos debían de pudrirse en algún sitio perdido, y se sentía como una traidora por pensar de esa manera, pero ¿cómo se puede detener un pensamiento cuando ya se le ha metido a uno en la cabeza?
La muerte era lo único de todo aquello que le parecía seguro. Lo único seguro entre el pro y el contra, las apuestas y las perspectivas. ¿Cuántas personas habían muerto en las llanuras? Leef, los hijos de Buckhorm y un número indeterminado de Fantasmas. ¿Y cuántas en Arruga? En peleas, ahorcadas por una simple evidencia que no se sostenía, a causa de una calentura o por un error estúpido, como el vaquero a quien, justo el día antes, el caballo de su hermano le abrió la cabeza de una coz, o como el comerciante de zapatos que se ahogó en el canal. La muerte caminaba a diario entre ellos, y no tardaría mucho en llamarlos a todos.
Ruido de cascos de caballos en la calle, Shy que se asoma para ver, antorchas que parpadean, la gente que se retira a los porches de sus casas para evitar la lluvia de barro que lanzan los caballos montados por una docena de jinetes. Se vuelve para mirar a Lamb, que es una sombra enorme cubierta por la manta, surcada a su vez por las sombras más oscuras que forman sus arrugas. Por encima sólo consigue ver una de sus orejas y el trozo que le falta en una de ellas. Escucha su respiración pausada.
—¿Estás despierto?
Él respira profundamente y responde:
—Ahora sí.
Los hombres se detienen ante la Iglesia de los Dados, y sus rostros maltratados y cosidos de cicatrices parecen agitarse bajo la luz de las antorchas. Shy se encoge al verlos. No ve a Pit ni a Ro, ni siquiera a Cantliss.
—La Alcaldesa ha llamado a más asesinos.
—Hay muchos asesinos rondando por ahí —comenta Lamb con voz ronca—. No necesitamos a nadie que sepa interpretar las runas para saber que correrá la sangre.
Los cascos de los caballos pisotean la calle. Se escucha una risa y el grito de una mujer. Silencio. El rápido repiqueteo del martillo que llega desde el anfiteatro le recuerda que el gran espectáculo sigue adelante.
—¿Qué pasará si Cantliss no aparece? —pregunta Shy a las sombras—. ¿Qué haremos para encontrar a Pit y a Ro?
Lamb se incorpora lentamente para pasarse los dedos por la gris cabellera.
—Pues supongo que seguir buscándolos.
—¿Y si…? —Mientras charlaba con Lamb, Shy no había querido pronunciar aquellas palabras—. ¿Y si hubieran muerto?
—Los seguiremos buscando hasta estar seguros de que han muerto.
—¿Y si han muerto en las llanuras y no encontramos sus tumbas? A cada mes que pasa, nuestras probabilidades de encontrarlos disminuyen, ¿no te parece? Al final no podremos encontrarlos. —A medida que hablaba, su voz se hacía más agitada y chillona, sin que pudiese impedirlo—. Ahora podrían estar en cualquier sitio, vivos o muertos. ¿Cómo vamos a encontrar a dos niños en ese enorme territorio vacío que no figura en los mapas? Me pregunto cuándo dejaremos de buscarlos. Cuándo podremos dejar de buscarlos.
Lamb echó la manta hacia atrás, hizo un ovillo con ella y se acomodó para mirar a Shy, haciendo una mueca de dolor al apoyarse.
—Puedes dejar de buscarlos cuando quieras, Shy. Has recorrido un camino muy largo y penoso, pero te queda un trecho que puede serlo aún más. Le hice una promesa a tu madre que mantendré. El tiempo necesario. Tampoco es que nadie haya venido a verme para ofrecerme algo mejor. Pero tú eres joven. Tienes una vida por delante. Si dejas de buscarlos, nadie te lo reprochará.
—Yo me lo reprocharé. —Y se echó a reír, quitándose con el dorso de la mano la lágrima que estaba a punto de caer—. Y tampoco es que mi vida sea gran cosa.
—En eso te pareces a mí —dijo él, echando a un lado las mantas—, seas o no mi hija.
—Creo que estoy cansada.
—Sería lo lógico.
—Quiero que vuelvan —dijo ella, deslizándose entre las sábanas.
—Haremos que vuelvan —le aseguró él mientras la tapaba, poniendo una pesada mano encima de sus hombros. Ella casi le creyó—. Y ahora duerme un poco, Shy.
Excepto por el suave roce de la aurora que se filtraba entre las cortinas para iluminar la colcha de Lamb con una tenue línea gris, la habitación estaba a oscuras.
—¿Vas a luchar contra ese hombre que se llama Dorado? —le preguntó poco después—. Me pareció que era buena persona.
Como Lamb no respondió, comenzó a pensar que se había quedado dormido. Entonces él dijo:
—Lamento decirte que he matado a hombres mejores que él por cosas menos importantes.