El camino fácil
—He sufrido muchas decepciones. —Nicomo Cosca, Capitán General de la Compañía de la Graciosa Mano, se reclinó en su asiento, apoyándose en un codo mientras hablaba—. Supongo que todos los grandes hombres se enfrentan a ellas, abandonando los sueños malogrados por la traición y encontrando otros nuevos a los que perseguir. —Frunció el ceño al mirar la incendiada ciudad de Mulkova y observar las columnas de humo que subían por el azul del cielo—. He abandonado muchos sueños.
—Para eso tuvo que hacer un gran acopio de coraje —dijo Sworbreck, cuyas gafas brillaron durante un instante al levantar él la vista de sus notas.
—¡Por supuesto! Ya he perdido la cuenta de todas las veces en que, de manera prematura, tal o cual enemigo demasiado optimista me declaró muerto. Cuarenta años de juicios, escaramuzas, desafíos, traiciones. Vivir demasiado… para verlo todo en ruinas. —Cosca se despabiló de sus ensoñaciones—. Pero, al menos, ¡no ha resultado aburrido! Menudas aventuras a lo largo del camino, ¿eh, Temple?
Temple hizo una mueca de dolor. Había sentido en sus carnes cinco años de miedo esporádico, de aburrimiento frecuente, de diarrea intermitente, de miedo a coger la peste y de huir del combate casi tanto como de la peste. Pero no le pagaban por decir la verdad. Todo lo contrario.
—Heroicas —comentó.
—Temple es mi notario. Redacta los contratos e intenta que se cumplan. Uno de los bastardos más listos que he conocido. ¿Cuántos idiomas hablas, Temple?
—Con fluidez, sólo cinco.
—¡El hombre más importante de toda la maldita Compañía! Aparte de mí, por supuesto. —La brisa que recorría la falda de la colina agitaba los mechones de pelo blanco dispersos por el cadavérico cráneo de Cosca—. ¡Por eso no he visto el momento de que llegase la hora en que, finalmente, pudiera contarle mis historias, Sworbreck! —Temple reprimió otra mueca de disgusto—. ¡El Sitio de Dagoska! Que acabó en un completo desastre. ¡La batalla de Afieri! Una derrota vergonzosa. ¡Los Años de Sangre! La gente cambiaba de bando como de chaqueta. ¡La campaña de Kadiri! Un fiasco de borrachera.
Sworbreck finalizó la nada desdeñosa empresa de hacer una reverencia servil mientras se sentaba con las piernas cruzadas junto a una loseta de mampostería que se había caído, antes de decir:
—No tengo duda alguna de que mis lectores se estremecerán con sus hazañas.
—¡Que podrían llenar veinte volúmenes!
—Tres serán más adecuados…
—Como sabe, en cierta ocasión me nombraron Gran Duque de Visserine. —Cosca movió la mano para que quienes le rodeaban se arrodillasen, lo que, como era de suponer, no sucedió—. No se preocupe, no tendrá que llamarme «Excelencia»… La informalidad reina en la Compañía de la Graciosa Mano, ¿verdad, Temple?
Temple tomó aire antes de responder:
—Todos somos informales. —Lo cierto era que, si la mayoría de sus miembros eran unos mentirosos, todos eran ladrones y, algunos de ellos, asesinos. La informalidad no era algo de lo que sorprenderse.
—El sargento Amistoso lleva conmigo mucho tiempo, desde que depusimos al Gran Duque Orso y colocamos a Monzcarro Murcatto en el trono de Talins.
Sworbreck levantó la mirada.
—¿Conoce a la Gran Duquesa?
—Íntimamente. Le salvé la vida en el sitio de Muris, ¡y ella salvó la mía! Su ascenso al poder es otra historia que le contaré a su debido tiempo, una noble empresa. Hay muy pocas personas, poquísimas, personas de calidad con o contra las que yo no haya luchado en una u otra ocasión. ¿Sargento Amistoso?
Aquel sargento sin cuello levantó la mirada, y su rostro fue tan inexpresivo como una lápida en blanco.
—¿Qué le parece lo que ha visto durante todo el tiempo que lleva conmigo?
—Me gustaba más la cárcel —dijo, y siguió tirando los dados, una actividad en la que podía pasar varias horas seguidas.
—¡Menudo chistoso que está hecho! —Cosca agitó un dedo huesudo en su dirección, aunque era evidente que, de chistoso, nada. Temple jamás había oído al sargento Amistoso contar chistes—. ¡Sworbreck, descubrirá que las bromas son muy frecuentes en la Compañía!
Por no hablar de las disputas enconadas, los castigos por holgazanería, la violencia, las enfermedades, los saqueos, la traición, la ebriedad y un libertinaje capaz de sonrojar incluso a un diablo.
—Durante estos cinco años —decía Temple— apenas he podido dejar de reírme.
En cierta ocasión, las historias que contaba el Viejo le habían parecido hilarantes, encantadoras y emocionantes. Una muestra de lo que era no tener miedo. Pero en aquel momento le daban asco. Mas no es fácil decir si Temple había descubierto la verdad o si Cosca la había olvidado. Quizá un poco de ambas cosas.
—Sí, ha sido toda una carrera. Muchos momentos de orgullo. Muchos triunfos. También muchas derrotas. Todo gran hombre las tiene. Como Sazine solía decir, los pesares son los costes del negocio. La gente me ha acusado con frecuencia de ser inconsecuente, pero yo creo que siempre, ante cualquier coyuntura, he actuado de la misma manera. Haciendo, exactamente, lo que me apetecía. —Puesto que la veleidosa atención del viejo mercenario había vuelto a vagabundear por el lejano pasado que tanto le gustaba recordar, Temple decidió escaquearse. Así que aprovechó la ocasión para deslizarse por detrás de una columna rota—. Tuve una infancia feliz, aunque una juventud desenfrenada, repleta de incidentes desagradables, de suerte que cuando cumplí diecisiete años abandoné el lugar que me había visto nacer y, con sólo mi ingenio, mi coraje y mi fiel espada, fui en busca de fortuna…
Los sonidos de tanta baladronada fueron desvaneciéndose misericordiosamente cuando Temple abandonó la falda de la colina, dejando atrás las sombras de las antiguas ruinas para salir al sol. A pesar de lo que Cosca pudiese decir, no le resultaba divertido seguir en aquel sitio.
Temple había visto miseria. Había vivido más cosas de las que hubieran debido tocarle en suerte. Pero en muy pocas ocasiones había visto personas más miserables que las que componían la última hornada de prisioneros de la Compañía: una docena de los temibles rebeldes de Starikland, desnudos, ensangrentados, con la mirada perdida, mugrientos y encadenados a un poste hincado en el suelo. Se le hacía difícil pensar que supusieran una amenaza para la nación más poderosa del Círculo del Mundo. Se le hacía difícil pensar en ellos como en seres humanos. Sólo los tatuajes de sus antebrazos mostraban algún desafío fútil.
Que se joda la Unión. Que se joda el Rey. Así decía el tatuaje que estaba más cerca de él, una línea de letras oscuras que iban desde el codo hasta la muñeca. Temple sentía cada vez más simpatía por aquel sentimiento de rebeldía, al punto de tener la extraña sensación, cada vez más acuciante, de que había ido a parar al bando equivocado. Y en aquellos momentos volvía a sentirla. Pero cuando escoges un camino, no siempre sabes adónde puede llevarte. Quizá fuese como Kahdia le había dicho en cierta ocasión, que ya estás en el camino desde que escoges uno. A lo que Temple había objetado que quienes deciden no seguir ningún camino siempre llevan la peor parte. Y él había terminado por escoger el peor.
Sufeen estaba entre los prisioneros, con una cantimplora vacía en la mano.
—¿Qué haces? —preguntó Temple.
—Malgastar agua —dijo Bermi, que haraganeaba bajo el sol y se rascaba su barba rubia.
—Al contrario —repuso Sufeen—, intento administrar la piedad de Dios a nuestros prisioneros.
Uno de ellos, desnudo, tenía una herida terrible en un costado. Sus ojos parpadeaban y sus labios murmuraban órdenes sin sentido, a menos que se tratase de oraciones también sin sentido. En cuanto una herida comienza a oler, la esperanza también comienza a desaparecer. Pero el aspecto de los demás prisioneros no era mejor.
—Si hay Dios, entonces debe de ser un estafador que da largas y en el que no se puede confiar a la hora de tratar asuntos importantes —dijo Temple en voz baja—. La muerte sería un acto de piedad.
—Es lo que le he estado diciendo —apostilló Bermi.
—Para eso se necesita coraje. —Sufeen levantó su espada envainada para acercarle su empuñadura—. ¿Tú lo tienes, Temple?
Temple lanzó un bufido.
Sufeen bajó el arma y dijo:
—Yo tampoco. Por eso les doy agua y me siento en paz. ¿Qué sucede en la cima de la colina?
—Esperamos a nuestros patrones. Mientras tanto, el Viejo alimenta su vanidad.
—Pues parece tener un apetito insaciable —dijo Bermi, cogiendo unas margaritas y lanzándolas al aire.
—Que aumenta día a día. Lo mismo que la culpabilidad que siente Sufeen.
—No es culpabilidad —repuso Sufeen, mirando ceñudo a los prisioneros—, sino rectitud. ¿No te lo enseñaron los sacerdotes?
—Nada mejor que una educación religiosa para curar de su rectitud a cualquier hombre —musitó Temple. Y recordó al Haddish Kahdia, impartiendo sus enseñanzas en aquella habitación blanca que era tan austera, y a él mismo, pero mucho más joven, burlándose de ellas. Caridad, piedad, desapego. La conciencia, esa parte de Sí Mismo que Dios pone en cada uno de los hombres. Una astilla de la conciencia divina. La misma que Temple tardó largos y azarosos años en arrancarse. Captó la mirada de uno de los rebeldes. Una mujer con el cabello enmarañado alrededor del rostro. Se abalanzaba hacia delante todo lo que se lo permitían las cadenas. Para coger el agua o, quizá, la espada. ¡Agarra tu futuro!, decían las palabras grabadas con tinta en su piel. Temple tomó su cantimplora y frunció el ceño mientras la sopesaba para ver si aún le quedaba agua.
—¿Algún sentimiento de culpa? —preguntó Sufeen.
Aunque hubiera pasado bastante tiempo desde la última vez que había cargado con cadenas, Temple no había olvidado lo que se siente al llevarlas.
—¿Cuánto tiempo llevas de explorador? —preguntó de repente.
—Dieciocho años.
—Pues ya deberías saber que la conciencia es un navegante desastroso.
—Es evidente que no conoce el mundo de ahí fuera —añadió Bermi.
—Entonces, ¿quién os mostró el camino? —Sufeen abrió los brazos y enseñó las palmas de sus manos.
—¡Temple! —era el grito de Cosca, que llegaba desde arriba.
—Nuestro jefe te llama —dijo Sufeen—. Tendrás que dejar el agua para más tarde.
Temple les tiró la cantimplora mientras comenzaba a subir por la falda de la colina.
—Dásela tú —dijo Temple—. La Inquisición no tardará en llevárselos.
—Siempre el camino fácil, ¿eh, Temple? —comentó Sufeen.
—Siempre —musitó Temple. Y no se disculpó.
—¡Bienvenidos, caballeros, bienvenidos! —Cosca se despojó de su inaudito sombrero cuando sus ilustres patrones se acercaron, cabalgando en estrecha formación alrededor de un gran carruaje reforzado con planchas metálicas. Aunque, gracias a Dios, el Viejo hubiese abandonado las bebidas espirituosas unos pocos meses antes, seguía dando la impresión de estar beodo. El floreo poco enérgico de sus nudosas manos, la indolente caída de sus arrugados párpados, la musicalidad titubeante de su parloteo. Eso y que nadie podía estar completamente seguro de lo siguiente que iba a hacer o a decir. Hubo un tiempo en el que Temple había encontrado estremecedora aquella incertidumbre permanente, pensando que era como ver girar la ruleta mientras te preguntas si saldrá tu número. Pero en aquellos momentos se sentía como si se encontrase bajo un nubarrón, esperando que el rayo fuese a caer de un momento a otro.
—General Cosca. —El Superior Pike, cabeza de la Inquisición de Su Augusta Majestad en Starikland y el hombre más poderoso en ochocientos kilómetros a la redonda, fue el primero en desmontar. Su rostro estaba quemado hasta lo irreconocible, sus ojos relucían bajo la sombra de una máscara de color rosado, las comisuras de su boca estaban fruncidas permanentemente en lo que era una sonrisa o el efecto de los estragos del fuego. Una docena de sus enormes Practicantes, con ropas y máscaras negras, fuertemente armados y dispuestos estratégicamente alrededor de las ruinas, vigilaban celosamente lo que sucedía.
Cosca hizo una mueca y señaló las brasas de la ciudad que se encontraba al otro lado del valle, en absoluto intimidado.
—Mulkova está en llamas.
—Mejor que arda bajo la Unión que prospere en manos de los rebeldes —dijo el Inquisidor Lorsen mientras se acercaba a él: alto y nervudo, sus ojos brillaban como los de un fanático. Temple sintió envidia de él, porque estaba seguro de lo que hacía sin que le importasen los errores que pudiera cometer.
—Estoy de acuerdo —dijo Cosca—. Un sentimiento que deben de compartir todos sus habitantes. Ya conoce al sargento Amistoso, y éste es maese Temple, el notario de mi Compañía.
El general Brint fue el último en desmontar, operación que siempre le resultaba muy incómoda desde que perdiera un brazo en la batalla de Osrung junto con su sentido del humor, tal y como atestiguaba la manga izquierda, doblada y sujeta al hombro con un imperdible de su uniforme carmesí.
—Ya veo que está preparado para discutir los aspectos legales —dijo mientras se ajustaba el cinturón de la espada y miraba a Temple como si acabase de ver la carreta que se lleva cada mañana a los apestados.
—La segunda cosa que un mercenario necesita es una buena arma. —Cosca le dio un palmada paternal a Temple en el hombro—. Porque la primera es disponer de un excelente consejero legal.
—¿Y dónde dejamos la más absoluta carencia de escrúpulos morales?
—En el quinto lugar —dijo Temple—, exactamente después de una memoria frágil y un ingenio agudo.
El Superior Pike, a quien no se le había escapado que Sworbreck tomaba notas todo el tiempo, preguntó:
—¿Y qué tipo de consejos le da este hombre?
—Es Spillion Sworbreck, mi biógrafo.
—¡Sólo un simple narrador de historias! —Sworbreck hizo al Superior una reverencia extravagante—. Aunque no tengo ningún reparo en confesar que mi prosa ha hecho llorar a más de un hombre maduro.
—¿Para bien? —preguntó Temple.
Pero el autor estaba demasiado atareado en hacerse el panegírico para contestar a aquella pregunta, siempre que la hubiese oído.
—¡Escribo historias de heroísmo y de aventuras que inspiran a los ciudadanos de la Unión! Y que ahora han sido distribuidas por doquier gracias a esa maravilla que son los talleres de imprenta de la editorial Rimaldi. Quizá usted haya oído hablar de mis Cuentos de Harod el Grande, publicados en cinco volúmenes… —silencio— en los que expuse el mítico esplendor de los orígenes de la mismísima Unión. —Silencio—. O su secuela en ocho volúmenes, La vida de Casimir, héroe de Angland… —silencio—, en la que esgrimí ante los lectores el espejo de las antiguas glorias, para resaltar el colapso moral de los tiempos presentes…
—Creo que no. —El rostro quemado de Pike no dejaba traslucir ninguna emoción.
—¡Tengo que enviarle unos cuantos ejemplares, Superior!
—Siempre podrá utilizarlos para que confiesen sus prisioneros —comentó Temple por lo bajo.
—No se moleste —dijo Pike.
—¡No es ninguna molestia! ¡El general Cosca me ha permitido acompañarle en esta última campaña mientras me relata los detalles de su fascinante carrera como soldado de fortuna! ¡Quiero convertirlo en el protagonista de la obra más célebre de todas las que he escrito!
Los ecos de las palabras de Sworbreck se desvanecieron en un silencio aplastante.
—Aparten a este hombre de mi presencia —ordenó Pike—. Su manera de hablar me ofende.
Escoltado por dos Practicantes, que se lo llevaron como si ellos fueran perros pastores y él una oveja, Sworbreck desapareció a toda prisa colina abajo. Cosca prosiguió, sin dar a entender que se hubiera molestado.
—General Brint, creo que usted tiene ciertas inquietudes que comentar respecto a nuestra participación en el asalto…
—¡Es la falta de ellas lo que me ha molestado! —contestó enérgicamente Brint.
Cosca alargó sus labios hacia fuera, como haciéndose el inocente, mientras replicaba:
—¿Considera usted que nos quedamos cortos con lo que había quedado estipulado en el contrato?
—Ustedes se quedaron cortos de honor, de decencia, de profesionalidad…
—No recuerdo que en el contrato se hiciera la menor alusión a todo eso —dijo Temple.
—¡Se le ordenó atacar! ¡Su negativa a hacerlo les costó la vida a varios de mis hombres, entre ellos un íntimo amigo mío!
Cosca movió indolentemente una mano, como si los amigos íntimos fuesen unas cosas efímeras que nadie debía mencionar en una conversación de personas adultas.
—Manteníamos un combate en este sitio, general Brint, y muy arduo.
—¡Un maldito intercambio de flechas!
—Usted habla como si un maldito intercambio, a secas, hubiera sido preferible. —Temple hizo una seña a Amistoso. El sargento sacó el contrato de uno de sus bolsillos interiores—. Creo que es la cláusula ocho. —Encontró rápidamente la cláusula a la que se refería y la señaló para que la leyese—. Técnicamente, cualquier intercambio de proyectiles equivale a un combate. Por tanto, cada uno de los miembros de la Compañía recibirá el correspondiente emolumento.
—¿Un emolumento, además? —Brint estaba pálido—. ¿Aunque ninguno de ustedes resultase herido?
—Se nos ha presentado un caso de disentería —dijo Cosca después de aclararse la garganta.
—¿Es una broma?
—¡Le aseguro que no se lo parecerá a aquellos que han sufrido los estragos de la disentería!
—Cláusula diecinueve… —Los papeles chasqueaban mientras Temple pasaba uno tras otro los folios de aquel documento que había sido redactado con una letra muy apretada—. Cualquier hombre que, durante la vigencia del presente contrato, haya permanecido inactivo a causa de una enfermedad será considerado por la Compañía una baja. O sea, que hay que abonar un nuevo pago por lo que cuesta reemplazar las bajas. Por no mencionar los prisioneros entregados…
—Así que todo se reduce a dinero, ¿no?
Cosca se encogió tanto de hombros que sus charreteras doradas le hicieron cosquillas en los lóbulos de las orejas, para acabar diciendo:
—¿Y a qué otra cosa se va a reducir? Somos mercenarios. Las motivaciones más nobles se las dejamos a quienes lo son más que nosotros.
Brint, inequívocamente lívido, miró a Temple.
—Usted, maldito gusano gurko, debe de estar divirtiéndose con sus culebreos legales.
—Tanto como usted cuando firmó el contrato con su nombre, general. —Temple dio vuelta a la página para mostrar la desmayada firma de Brint—. Si me divierto o no, es algo que no hace al caso. Ni mis culebreos. Y, puesto que usted saca a colación mis orígenes, le diré que siempre me he considerado medio dagoskano y medio estirio…
—Usted es un maldito negruzco hijo de puta.
Temple se limitó a sonreír.
—Si mi madre jamás se avergonzó de su profesión… ¿por qué iba yo a sentirme avergonzado?
El general se quedó mirando al Superior Pike, que, tras sentarse en un bloque de piedra manchado de líquenes, había sacado un mendrugo de pan con el que intentaba atraer a los pajarillos que merodeaban por las ruinas, haciendo mientras tanto unos sonidos que sonaban como besos.
—¿Debo suponer, Superior, que usted aprueba este latrocinio legal? ¿Esta cobardía contractual, este ultrajoso…?
—General Brint, todos apreciamos la diligencia que han mostrado usted y sus hombres. —Aunque amable, la voz de Pike poseía en momentos un timbre tan agudo que, como el sonido que hacen los goznes oxidados al moverse, hería el apacible silencio—. Pero la guerra ha terminado. Nosotros hemos vencido. —Lanzó unas cuantas miguitas a la hierba y observó al pajarillo que revoloteaba hasta el suelo para comérselas—. No resulta apropiado que queramos darle la vuelta a lo que hicimos. Usted firmó el contrato. Lo cumpliremos. No somos bárbaros.
—No lo somos. —Brint miró con furia a Temple y luego a Cosca y a Amistoso, que no se movieron—. Me voy a tomar el aire. ¡Aquí dentro apesta! —Y, no sin cierto esfuerzo, el general subió a su silla de montar, dio media vuelta a su caballo y salió de estampía, perseguido por algunos ayudantes de campo.
—Pues yo encuentro este aire muy placentero —dijo Temple con una súbita inspiración, en cierta forma aliviado porque la confrontación hubiese finalizado.
—Les ruego que disculpen al general —dijo Pike—, está muy comprometido con su trabajo.
—Siempre intento disculpar las flaquezas de otros hombres —dijo Cosca—, porque, a fin de cuentas, ya tengo bastante con las mías.
Pike no intentó llevarle la contraria y añadió:
—Aun así, tengo un nuevo encargo para usted. ¿Puede darle los detalles, Inquisidor Lorsen? —Y les dio la espalda, concentrándose en los pájaros, como si su entrevista tuviese lugar con ellos y todo lo ocurrido hubiera sido una molesta distracción.
Lorsen dio un paso al frente, ciertamente saboreando el momento, y dijo:
—La rebelión está terminando. La Inquisición captura a todos aquellos que son desleales a la Corona. No obstante, algunos rebeldes han logrado escapar para atravesar los pasos y dirigirse al indómito Oeste, donde, sin duda, fomentarán nuevas discordias.
—¡Cobardes y bastardos! —exclamó Cosca, dándose una palmada en el muslo—. ¿Por qué no se han quedado para que los maten como a la gente decente? ¡Me gusta la fermentación, pero en absoluto la fomentación, y menos impuesta!
—Por razones políticas —seguía diciendo Lorsen—, los ejércitos de Su Majestad no pueden perseguirlos…
—Por razones políticas… —le interrumpió Temple— ¿como una frontera?
—Precisamente —musitó Lorsen.
Cosca se miró las uñas antes de decir:
—Bueno, la verdad es que nunca nos tomamos las fronteras muy en serio.
—Precisamente —musitó Pike.
—Queremos que la Compañía de la Graciosa Mano cruce las montañas y pacifique las Tierras Cercanas que se extienden al oeste, llegando al río Sokwaya. Este absceso de putrefacción debe ser extirpado de una vez y para siempre. —Lorsen cortó una podredumbre imaginaria con el filo de su mano derecha, alzando la voz mientras se animaba al hablar—. ¡Debemos sajar ese pozo de depravación al que se le ha permitido enconarse durante largo tiempo en nuestra frontera! ¡Esa… letrina que rebosa! ¡Esa alcantarilla atascada que no deja de lanzar su porquería de caos contra la Unión!
Temple reflexionó en el hecho de que, para ser un hombre que se decía contrario a la porquería, el Inquisidor Lorsen se complaciese en usar tantas metáforas derivadas de la mierda.
—Bueno, a nadie le gusta una alcantarilla atascada —le concedió Cosca—, excepto a quienes las limpian, supongo, porque la mierda es lo que les da de comer. Desatascar alcantarillas es nuestra especialidad, ¿verdad que sí, sargento Amistoso?
El grandullón levantó la vista de los dados el tiempo suficiente para encogerse de hombros.
—¿Me permite que interprete bajo mi óptica todo lo que usted ha dicho? —El Viejo retorció entre los dedos pulgar e índice de ambas manos las puntas enceradas de su bigote gris—. Quiere que le hagamos una visita a la peste que acaba de llegarles a los colonos de las Tierras Cercanas. Quiere que castiguemos ejemplarmente a cualquier rebelde que se cobije entre ellos y a cualquier persona que los cobije. Quiere que les hagamos comprender que sólo tendrán futuro si cuentan con la gracia y el favor de Su Augusta Majestad. Quiere que los obliguemos a volver a los acogedores brazos de la Unión. ¿Me voy acercando bastante a lo que quiere?
—Se acerca bastante —murmuró el Superior Pike.
Temple se dio cuenta de que estaba sudando. Cuando se enjugó la frente, le temblaba la mano.
—El contrato ya está preparado. —Era el turno de que Lorsen sacara un montón de documentos que crujían al rozar entre sí, sujetos en una de sus esquinas superiores con un abultado sello de cera roja.
Cosca los apartó con un ademán.
—Mi notario los examinará. Todas las zarandajas legales me producen mareo. Sólo soy un simple soldado.
El dedo índice de Temple, siempre manchado de tinta, recorrió los párrafos escritos a mano mientras sus ojos se fijaban rápidamente en las cláusulas más importantes. Se detuvo cuando comprendió que pasaba las páginas con mucho nerviosismo.
—Yo mismo los acompañaré en la expedición —explicó Lorsen—. Hemos hecho una lista con los asentamientos susceptibles de dar cobijo a los rebeldes. O que albergan sentimientos de rebeldía.
—¡No hay nada más peligroso que los sentimientos! —comentó Cosca, haciendo una mueca.
—Aparte de esto, Su Eminencia el Archilector ofrece una recompensa de cincuenta mil marcos por la captura, vivo, del jefe que instigó la insurrección, uno al que los rebeldes llaman Conthus. También responde al nombre de Symok. Los Fantasmas lo llaman Hierba Negra. En la masacre de Rostod empleaba el alias de…
—¡No más alias, se lo ruego! —Cosca se masajeaba las sienes como si le dolieran—. Desde que en la batalla de Afieri recibí una herida en la cabeza, mi memoria sufre la maldición de no poder recordar bien los nombres. Son una continua fuente de malestar. Pero el sargento Amistoso se ha quedado con todos los detalles. Si ese tal Conshus…
—Conthus.
—¿Qué he dicho?
—Conshus.
—¡Eso es! Si se encuentra en las Tierras Cercanas, será suyo.
—Lo quiero vivo —especificó Lorsen—. Tiene que responder por sus crímenes. Servirá de lección. ¡Quiero que todos lo vean!
—¡Seguro que será un espectáculo muy educativo!
Pike lanzó otro puñado de migajas a la bandada que ya le rodeaba.
—Los métodos a aplicar se los dejamos a usted, capitán general. Lo único que le pedimos es que en las cenizas que deje quede algo que podamos anexionarnos.
—Espero que comprenda que una compañía mercenaria es más una maza que un escalpelo.
—Su Eminencia ha pensado en el método que debe aplicar, porque comprende sus limitaciones.
—Un hombre inspirado, el Archilector. No sé si sabrá que somos amigos íntimos.
—Como podrá apreciar por el contrato, sólo se le exige evitar cualquier enfrentamiento con el Imperio. Del modo que sea, ¿me ha comprendido? —Pike recalcó las palabras con una mueca—. El Legado Sarmis aún recorre la frontera como un fantasma enfadado. Aunque no creo que vaya a cruzarla, debe saber que, ciertamente, no hay que jugar con él, pues es un adversario de ánimo exaltado, y también un hombre sanguinario. Su Eminencia no desea más guerras por ahora.
—No se preocupe, evitaré la confrontación todo lo que me sea posible. —Cosca acarició la empuñadura de su espada—. La espada es para enseñarla, no para desenvainarla.
—También tenemos un regalo para usted. —El Superior Pike señaló el carruaje reforzado, un monstruo de madera de roble con remaches de hierro del que tiraban ocho caballos musculosos. Parecía un híbrido de transporte y de castillo, con ballesteras y un parapeto almenado en su parte superior, desde el que, presumiblemente, los defensores podían disparar a los enemigos que hubieran conseguido rodearlos. No era un regalo práctico, pero Cosca nunca había sentido mucho interés por lo práctico.
—¿Para mí? —El Viejo apretó sus ajadas manos contra su peto dorado—. ¡Será como mi casa cuando me encuentre sin casa en medio de la desolación!
—Dentro guarda un… secreto —dijo Lorsen—. Su Eminencia insistió mucho en que se pusiera a prueba.
—¡Me encantan las sorpresas! De esas que no tienen que ver con hombres armados a mis espaldas. Puede decirle a Su Eminencia que será un honor. —Cosca se detuvo, haciendo una mueca al comprobar que sus veteranas piernas chasqueaban de una manera que todos podían oír—. ¿Qué te parece el contrato?
Temple, que ya había llegado a la penúltima página, no dejaba de mirarle.
—Bueno… —El contrato era muy parecido al anterior, con las cláusulas muy claras e incluso más generosas en ciertos apartados—. Algunos problemas con el equipo —añadió mientras buscaba alguna pega—; las armas y las provisiones están cubiertas, pero la cláusula realmente debería incluir…
—Detalles. No hay motivo para posponerlo. Prepáralo para firmarlo y que los hombres se dispongan a ponerse en marcha. Cuanto más tiempo sigan aquí sentados, ociosos, más me costará que levanten el culo. No hay fuerza de la naturaleza tan dañina para la vida y el comercio como los mercenarios sin trabajo. Excepto, quizá, los mercenarios que ya lo tienen.
—Sería prudente que pudiese disponer de un poco más de…
Cosca se acercó a Temple y puso de manera amistosa su mano derecha encima de uno de sus hombros, diciendo:
—¿Tienes que hacer alguna objeción de carácter legal?
Temple rebuscó durante un instante las palabras que pudieran suponer algo importante para un hombre al que nada le importaba y, finalmente, dijo:
—Ninguna objeción de carácter legal.
—¿Y alguna de carácter financiero? —insistió Cosca.
—No, general.
—¿Entonces…?
—¿Recuerda usted la primera vez que nos vimos?
De repente, Cosca le deslumbró con esa sonrisa suya tan radiante que sólo él era capaz de mostrar, y el buen humor y las buenas intenciones iluminaron su rostro curtido.
—Claro que sí. Yo llevaba un uniforme azul, y tú unos andrajos marrones.
—Usted dijo… —en aquellos momentos aquello le parecía imposible— usted dijo que juntos haríamos el bien.
—¿Y no ha sido así, en líneas generales? ¿Legal y financieramente? —respondió Cosca, como si el amplio espectro de lo que se supone que es el bien se encontrase entre ambos polos gemelos.
—¿Y… moralmente?
El Viejo frunció el ceño como si la palabra perteneciese a una lengua extranjera.
—¿Moralmente?
—General, por favor. —Temple miraba a Cosca con toda la seriedad que le era posible. Y Temple sabía que podía ser muy serio cuando se lo proponía. De lo contrario, tenía mucho que perder—. Se lo ruego. No firme el documento. No tiene que ver con la guerra, sino con el asesinato.
—Una excelente diferencia para los que van a morir —dijo Cosca, arqueando una ceja.
—¡No somos jueces! ¿Qué será de la gente de esas ciudades cuando nuestros hombres entren en ellas ansiosos de saqueo? General, mujeres y niños que no participaron en ninguna rebelión. Servimos para algo más que todo eso.
—¿De veras? No decías lo mismo en Kadir. Si lo recuerdo bien, me convenciste de que firmara aquel contrato.
—Bueno…
—Y en Estiria, ¿no fuiste tú quien me animó a que cogiera lo que era mío?
—Su demanda era legítima…
—Y antes de que nos embarcáramos hacia el Norte me ayudaste a convencer a los hombres. Puedes ser condenadamente persuasivo cuando te lo propones.
—Entonces, permítame que le persuada ahora. Por favor, general Cosca. No firme.
Se hizo una larga pausa. Cosca respiraba con dificultad mientras arrugaba la frente más de lo habitual. Finalmente dijo:
—Entonces se trata de una objeción de conciencia.
—¿No es la conciencia —murmuró Temple, lleno de esperanza— una astilla de la conciencia divina? —Por no mencionar que también era un navegante desastroso que había acabado por meterle en aquellas aguas peligrosas. Fue consciente de que, a causa de los nervios, tiraba del dobladillo de su camisa mientras Cosca le miraba—. Tengo la sensación de que este trabajo… —se peleó consigo mismo para encontrar las palabras capaces de detener la marea que estaba por llegar— saldrá mal —acabó diciendo, casi sin convicción.
—Los buenos trabajos raramente requieren el servicio de los mercenarios. —La mano de Cosca le apretó un poco más fuerte en el hombro, al tiempo que la presencia de Amistoso a sus espaldas seguía incomodándole. Inmóvil y silencioso, pero sin apartarse del sitio—. Es posible que los hombres con principios y conciencia se amolden mejor a otros trabajos. Creo que la Inquisición de Su Majestad responde al sentido de lo que es la justicia, ¿no te parece?
Temple tragó saliva cuando miró al Superior Pike, que para entonces había conseguido atraer a toda una multitud aviar que gorjeaba.
—No estoy seguro de que me guste su sentido de la justicia.
—Bueno, eso es lo que suele pasar con lo que pensamos de la justicia —musitó Cosca—, pues cada uno la interpreta a su manera. Por otra parte, el significado del oro es universal. Según mi amplia experiencia, las personas hacen mejor preocupándose de lo que es bueno para su bolsa que de lo que es simplemente… bueno.
—Yo sólo…
—No quiero ser cruel, Temple —el apretón sobre su hombro se hizo más fuerte—, pero no depende de ti. Tengo que pensar en el bienestar de toda la Compañía. Quinientos hombres.
—Quinientos doce hombres —precisó Amistoso.
—Más otro con disentería. No puedo importunarlos a cuenta de tus sensaciones. Sería… inmoral. Te necesito, Temple. Pero si quieres irte… —Cosca le miró fijamente—, a pesar de todas las promesas que intercambiamos, a pesar de mi generosidad, a pesar de todo aquello por lo que hemos pasado juntos… —movió un brazo hacia Mulkova, que ardía, y enarcó las cejas— la puerta sigue abierta.
Temple tragó saliva. Habría podido irse. Habría podido decir que no quería tomar parte en aquello. ¡Maldición, ya estaba harto! Pero para eso se necesitaba coraje. Si lo hacía, dejaría de tener hombres armados que le cubriesen las espaldas. De nuevo estaría solo y se sentiría débil, y volvería a ser una víctima. No le sería fácil soportarlo. Y Temple siempre tomaba el camino fácil. Aunque supiera que no era el correcto. Porque el camino fácil, aunque no fuese el correcto, siempre le proporcionaba una buena compañía. Y aunque supiera exactamente lo que significaba el bien, siempre terminaba por seguir el mal camino. ¿Por qué pensar en el mañana cuando el ahora no es un camino de rosas?
Quizá Kahdia hubiera encontrado la manera de detener todo aquello. Lo más seguro es que tuviera que ver con un acto supremo de sacrificio personal. Pero Temple, ni falta hará decirlo, no era Kahdia. Así que se enjugó la frente, lustrosa por el sudor, y, a regañadientes, enarboló una débil sonrisa mientras declaraba, con una reverencia:
—Para mí seguirá siendo un honor servir bajo su mando.
—¡Excelente! —Cosca le arrancó el contrato de su mano, ya sin fuerza, lo extendió encima de una columna torcida y se dispuso a firmarlo.
El Superior Pike se levantó. Cuando limpió de miguitas su casaca negra, para entonces bastante arrugada, los pájaros echaron a volar.
—¿Sabe usted lo que nos aguarda en el Oeste?
Dejó la pregunta en el aire durante un instante. Más abajo podían escuchar el ruido de las cadenas y los débiles gemidos de los prisioneros, a quienes se llevaban sus Practicantes. Entonces la contestó.
—El futuro. Y el futuro no pertenece al Viejo Imperio… que gobernó hace mil años. No a los Fantasmas, que son unos salvajes. Tampoco a los fugitivos, escoria de oportunistas y aventureros que han echado sus primeras raíces en su suelo virgen. No. El futuro pertenece a la Unión. Y nosotros debemos tomarlo en nuestras manos.
—Y no nos arredra hacer lo que sea preciso para ello —apostilló Lorsen.
—No teman, caballeros. —Cosca hizo una mueca mientras rascaba el papel al firmarlo a toda prisa—. Juntos tomaremos el futuro en nuestras manos.