Un infierno barato

Un infierno barato

¿Arruga por la noche?

Imaginaos un infierno barato. Y luego meted más putas en él.

El mayor asentamiento de la nueva frontera, el paraíso de los prospectores, el destino al que la caravana había previsto llegar desde que se creó, estaba metido con calzador en un valle que parecía hecho a trompicones, por cuyas empinadas laderas se dispersaban los inútiles tocones de pinos talados. Era un lugar de abandono atroz, de esperanza atroz, de desesperación atroz, dominado por la desmesura y carente de la más elemental moderación, donde los antiguos sueños acababan pisoteados en el estiércol para que los nuevos, que siempre nacían de una botella, no tardaran en convertirse en vómitos que, al caer en el estiércol, terminaban tan pisoteados como los que les precedieron. Un lugar donde lo inusual se convertía en algo cotidiano y donde lo cotidiano parecía algo inusual. Y puesto que la Muerte podía ir mañana al encuentro de cualquiera, lo mejor era pasar el presente de la manera más divertida que a uno se le ocurriese.

En su periferia embarrada, la ciudad se convertía en un montón de tiendas cochambrosas que, cada vez que el viento agitaba los faldones de sus respectivas entradas, mostraban en su interior escenas tan crueles que nadie hubiera debido ver. Si sus edificios miserables, construidos con madera de pino rajada y grandes esperanzas, parecían apuntalados por los borrachos que se apoyaban en ellos a lo largo de su perímetro, las mujeres que se anunciaban por sus balcones desvencijados se jugaban el tipo.

—Ha crecido —dijo Corlin, observando el tumulto de gente empapada que atascaba la calle principal.

—Muchísimo —ratificó Savian con uno de sus gruñidos.

—Supongo que no para mejor.

Shy siempre se ponía en lo peor. Un despliegue de rostros que cualquiera hubiera podido observar en una procesión de idiotas pasó ante ellos en medio de aquel barro lleno de desperdicios. Rostros que no habrían desentonado en cualquier espectáculo que intentase reproducir lo que solemos ver en las pesadillas. Un carnaval de demencia asentado permanentemente en la ciudad. Las risas desaforadas, los gemidos de placer o de terror, las llamadas de los tenderos, los berridos del ganado, los crujidos de los somieres desvencijados y los chirridos de violines descacharrados rasgaban el silencio de la noche, componiendo una sinfonía de desesperación que no tenía bien ni dos compases y que salía hacia la noche por los quicios de puertas y ventanas mal encajadas, sin que los bramidos de risa propiciados por la Fortuna en cualesquiera de los juegos que acontecían pudieran distinguirse de aquellos otros, de ira, causados por la mala suerte en las cartas o los insultos de los jugadores.

—Cielos misericordiosos —musitó Majud, que acababa de taparse la cara con una manga para evitar aquel hedor que se esparcía por doquier.

—Esto le hace a uno creer en Dios —dijo Temple—. Y en que Él tiene que andar por ahí.

Las ruinas dominaban de manera omnipresente la húmeda noche. Unas columnas de factura inhumana se levantaban a ambos lados de la calle principal, tan grandes que ni siquiera tres hombres hubieran podido abarcar el contorno de una sola con los brazos de todos ellos. Unas no eran muy altas, otras alcanzaban la altura de diez pasos y algunas de ellas llegaban tan alto que sus cimas se perdían en la tiniebla que las rodeaba. La parpadeante luz de las antorchas revelaba escenas esculpidas, letras y runas de alfabetos olvidados desde hacía siglos, recuerdos de antiguos acontecimientos que hablaban de vencedores y vencidos convertidos en polvo hacía mil años.

—¿Cómo sería antes este sitio? —musitó Shy, a quien le dolía el cuello de tanto mirar hacia arriba.

—Seguramente más limpia —comentó Lamb.

Alrededor de aquellas antiguas columnas, las chabolas proliferaban como los hongos que crecen sin freno sobre los troncos de los árboles muertos. Por encima de ellas habían dispuesto unos inestables andamios, cincelado unos cuantos escalones en su superficie, echado sogas desde sus remates e incluso instalado pasarelas entre ellas, hasta tal punto que buena parte de dichas columnas quedaban ocultas por aquellas muestras de carpintería chapucera. Eran como buques salidos de una pesadilla que, después de recorrer miles de kilómetros, hubiesen acabado en dique seco para ser engalanados con antorchas, faroles y letreros chillones que anunciaban cualquier vicio imaginable. Y todo aquello era tan precario que, cuando la brisa soplaba con fuerza, cualquiera podía observar cómo se meneaba.

El valle acogió a los supervivientes de la caravana. El estado de ánimo general dio otro paso a otro dominado por la orgía, el tumulto y el frenesí. Los juerguistas de mirada alucinada se miraban boquiabiertos, pensando que tenían que pasárselo bien antes de que saliera el sol, como si la violencia y los excesos fueran a terminarse al amanecer.

A Shy le pareció que no se terminarían.

—Es como una batalla —dijo Savian, rezongando.

—Pero sin bandos —subrayó Corlin.

—Pues como cualquier victoria —puntualizó Lamb.

—O como un millón de derrotas —musitó Temple.

La gente avanzaba a empujones, cojeando y volviéndose con andares grotescos o cómicos, borracha hasta lo indecible, incapacitada en cuerpo o mente, o medio enloquecida tras largos meses de cavar en solitario en lugares perdidos donde las palabras sólo eran un recuerdo. Shy evitó a un hombre cuyas piernas desnudas estaban salpicadas de barro, porque tenía bajados los pantalones hasta los tobillos: mientras, con una mano desfallecida, se daba unos cuantos restregones en la polla, baboseaba la botella que agarraba con la otra.

—¿Cuándo demonios quieres ponerte a trabajar? —Shy oyó que Goldy le decía a su chulo en voz baja.

Era evidente que, con tantas competidoras, la situación era humillante. Había mujeres de toda forma, color y edad, repantigadas sin el traje nacional de una veintena de naciones diferentes, y todas ellas enseñando carne al por mayor. Por lo general, carne de gallina, porque el tiempo estaba empeorando. Unas arrullaban y sonreían como bobaliconas o tiraban besos, otras musitaban con voz cascada promesas poco convincentes acerca de la calidad de sus servicios a la oscura luz de una antorcha, y algunas se dejaban de sutilezas para, con una muestra de feroz ardor guerrero, hincarles las caderas a los hombres de la caravana que pasaban a su lado. Una dejó que su buen par de tetas, oscilantes y surcadas por unas venas azules, colgasen por encima de la barandilla de un balcón, mientras preguntaba a gritos:

—¿Qué os parecen estas dos?

Y aunque a Shy le parecieran tan atractivas como un par de jamones podridos, nunca sabremos qué es lo que realmente enciende a cierto tipo de personas. Porque un tipo con cara de salido las miraba con una mano metida en la bragueta, que tenía abierta de par en par. Los transeúntes pasaban a su lado como si ver a alguien que se la estaba meneando en la calle fuese un acontecimiento de lo más corriente. Shy hinchó los carrillos para luego dar un resoplido.

—He estado en sitios muy bajos, haciendo en ellos todo tipo de cosas sucias, pero nunca llegué a ver nada parecido a esto.

—Lo mismo digo —musitó Lamb, frunciendo el ceño, pero sin apartar la mano de su espada, un ademán que últimamente se había convertido en una costumbre que Shy agradecía, porque le daba seguridad. Además, no eran los únicos que tenían el acero al alcance de la mano. La sensación de amenaza era tan densa que casi se masticaba: las bandas de individuos de feas cataduras y peores propósitos, armados hasta las cejas, merodeaban por los portales, apuntando con sus caras desagradables a otras bandas de tipos tan desagradables como ellos instaladas al otro lado de la calle.

Mientras aguardaban a que el tráfico disminuyera, un rufián con demasiada barbilla y escasa frente se acercó al carro de Majud.

—¿En que lado de la calle estáis? —preguntó.

Como siempre se tomaba las cosas con calma, Majud necesitó unos instantes para pensar cuál podía ser la respuesta.

—Estoy buscando una parcela donde instalar un negocio, pero hasta que la encuentre…

—No se refiere a ninguna parcela, menguado —dijo otro rufián que llevaba el pelo tan pringoso como si acabase de meter la cabeza en un estofado frío—. Lo que quiere saber es si os pondréis en la acera de la Alcaldía o en la que ocupa Papá Anillo.

—Yo he venido aquí para montar un negocio —Majud tiró de las riendas y el carro dio un salto—. No para estar en el bando de nadie.

—¡Pues lo único que no está en ninguna de las aceras es el albañal! —le espetó Barbillaza—. ¿Quieres acabar en el maldito albañal, eh?

La calle se ensanchaba para acoger a mucha más gente, un mar de porquería en movimiento dominado por columnas mucho más altas y acotado en uno de sus extremos por las ruinas del antiguo teatro que se levantaba en la falda de la colina donde el valle se dividía en dos partes. Sweet se encontraba al lado de un edificio que parecía hecho con cien casuchas amontonadas unas encima de otras. Algún optimista debía de haber intentado pintarlo de blanco para luego desistir a media faena, pues la parte sin pintar se descascarillaba lentamente, como la piel de un lagarto gigante en mitad de la muda.

—Estás contemplando el Emporio de los Amoríos, la Canción y las Mercancías de Papá Anillo, mejor conocido por estos pagos con el nombre de la Casablanca —decía Sweet a Shy mientras ésta ataba las riendas de su caballo—. Ahí, a lo lejos, se encuentra la Alcaldía, también conocida por el nombre de la Iglesia de los Dados —añadió el viejo explorador, señalando con la cabeza el edificio situado cerca del arroyo que dividía la calle en dos partes y que servía no sólo de suministro de agua potable sino de alcantarilla, el cual estaba cruzado por un amasijo de piedras hincadas, planchas de madera mojadas y puentes improvisados.

La Alcaldía se levantaba en las ruinas de un antiguo templo —un grupo de columnas rematadas por medio frontón cubierto de musgo—, que, tras haber sido ligeramente remozado con un montón de planchas, acogía a otros dioses muy diferentes de los originales.

—Y como —prosiguió Sweet— en ambos se puede follar, beber y jugar, a la hora de la verdad la única diferencia entre ambos reside en la suerte que tenga uno. Adelante, quien manda en la Alcaldía tiene ganas de conoceros —añadió, retrocediendo para que pasara un carro renqueante que despedía barro al avanzar.

—¿Y yo qué tengo que hacer? —preguntó Temple, que aún seguía con cara de asustado encima de su mula.

—Mirar y aprender. Seguro que en este sitio encuentras suficiente material para toda tu vida, siempre que sigas de predicador. Pero, por si acaso decides experimentar en carne propia sus peculiaridades, debo recordarte que aún tienes deudas que pagar —dijo Shy, y luego siguió a Lamb. Cuando comprobó que aquella agua sucia quería llevarse sus botas, intentó pisar en las zonas más firmes. Poco después esquivaba una piedra monstruosa, la cabeza de una estatua derruida que sólo asomaba media cara por encima del fango y un ceño fruncido, no exento de majestuosidad, y pisaba la escalera de la Iglesia de los Dados, flanqueada por dos grupos de rufianes de fea catadura, para luego llegar a una zona iluminada.

El pestazo de los cuerpos sudorosos que atestaban el lugar, y el calor que desprendían, le causó a Shy el efecto de una bofetada y la dejó sin respiración durante un buen rato. El humo producido por las antorchas situadas en la parte más alta, junto con el que despedían las pipas de chagga y las lámparas baratas, que quemaban un aceite tan malo que siseaba y se apagaba continuamente, era tan abundante, que Shy sintió la necesidad acuciante de mojarse los ojos. Las paredes, manchadas por el verdín de las maderas y el musgo de las piedras, goteaban a causa del aliento de toda aquella gente, que se condensaba en ellas. Dispuestas en unos nichos situados por encima de aquella colmena humana, descubrió una docena de armaduras imperiales llenas de polvo, que debían de haber pertenecido a algún general de la Antigüedad y a sus guardias, y entonces le pareció que el orgullo del pasado miraba con desaprobación las miserias del presente.

—¿No se está poniendo peor? —preguntó Lamb en voz baja.

—¿Y qué se pone mejor? —Sweet le devolvía la pregunta con otra.

El aire vibraba por el estruendo de los dados y los gritos de los jefes de mesa, por el ruido de los insultos y de las advertencias que unos lanzaban a otros. Una banda tocaba como si la vida de sus músicos estuviese en juego, acompañada por unos cuantos mineros borrachos que, como ni siquiera se sabían la cuarta parte de la letra, improvisaban con palabrotas lanzadas al azar. Un camarero patinó, se agarró a la rota nariz de una estatua y se estrelló contra la barra —que estaba hecha con una madera reluciente, posiblemente lo único de aquel sitio que se encontraba medianamente limpio— para luego recorrer lo que le pareció casi un kilómetro, pues a cada pocos centímetros tenía que aguantar las caras de los parroquianos que reclamaban a gritos la bebida. Al echarse hacia atrás, Shy estuvo a punto de tropezar con una mesa de juego. A uno de los jugadores lo cabalgaba una mujer que le lamía la boca como si, intentando explorar sus profundidades, quisiera sacar de ellas con la lengua la hipotética pepita de oro que pudiesen albergar.

—¿Dab Sweet? —preguntó un individuo que tenía una barba que casi le llegaba hasta los ojos, mientras le daba una palmada en el hombro—. ¡Eh, mirad, Dab Sweet ha regresado!

—Así es, y vengo con la gente de una caravana.

—¿Tuvisteis algún problema con el viejo Sangseed?

—Lo tuvimos —respondió Sweet—. Y murió a consecuencia de él.

—¿Ha muerto?

—Sin lugar a dudas —dijo y, señalando con el pulgar a Lamb, añadió—: Este muchacho se encargó de…

Pero aquel tipo barbudo ya estaba dando un puñetazo en la mesa más cercana a la suya, haciendo tintinear vasos, fichas e incluso naipes, mientras decía:

—¡Escuchad todos! ¡Dab Sweet ha matado a ese cabrón de Sangeed! ¡El viejo Fantasma ha muerto!

—¡Un aplauso para Dab Sweet! —exclamó alguien, y una ola de simpatía llegó hasta las pringosas traviesas del techo mientras la banda atacaba una nueva pieza con resultados aún más desastrosos que los anteriores.

—¡Aguardad! —dijo Sweet—. ¡Yo no lo maté, sino…!

Lamb no le dejó terminar.

—Como suele decirse, el silencio es la mejor armadura del guerrero. Vayamos a ver al Alcalde.

Se abrieron paso entre el gentío y dejaron atrás una jaula donde dos empleados pesaban polvo de oro y monedas acuñadas en mil sitios para, gracias a la alquimia del ábaco, transformarlo todo en fichas de juego, y viceversa. Los hombres a quienes Lamb apartaba de su camino no le crearon ningún problema porque, aunque se dieran la vuelta con una palabra desagradable a flor de labios, en cuanto le veían la cara se achantaban. Y eso que seguía siendo la misma cara descuidada y triste de la que los chicos solían reírse por lo bajo allá en Tratojusto. Pero él había cambiado mucho en los últimos días. O quizá sólo fuera que se había convertido en otro hombre.

Al encontrarse ante la pareja de rufianes de mirada salvaje que impedía el acceso a las escaleras, Sweet se limitó a anunciar que quienes le acompañaban querían ver al Alcalde, y luego subió con ellos hasta una balconada que dominaba el piso inferior, para llegar a una robusta puerta flanqueada por otros dos individuos con peor catadura aún que la que tenían los de abajo.

—Ya hemos llegado —dijo Sweet, y llamó a la puerta.

Le contestó una mujer.

—Bienvenidos a Arruga. —Llevaba puesto un vestido oscuro de tela reluciente y mangas largas, el cual llevaba abotonado hasta la garganta. A Shy le pareció que rondaba la cuarentena, a juzgar por las hebras grises de sus cabellos. En su juventud debía de haber sido toda una belleza, pues aún le quedaba algo de ella. Tomó una de las manos de Shy con una de las suyas y puso la otra encima con una leve palmada, diciendo:

—Ustedes tienen que ser Shy y Lamb.

Dio a la curtida zarpa de Lamb el mismo tratamiento que había otorgado antes a Shy, y él contestó con voz cascada, cayendo en la cuenta de que debía quitarse el sombrero, con lo que su cabellera, que ya iba necesitando un buen arreglo, se desparramó en todas las direcciones.

La mujer se limitó a sonreír como si nunca antes hubiera sido objeto de una deferencia tan caballeresca y cerró la puerta. Apenas producirse el sonoro clic que lo ratificaba, el griterío de fuera cesó y todo quedó en una relativa calma.

—Siéntense, maese Sweet ya me ha contado el percance que han sufrido. Los niños que les han robado. Un asunto terrible. —Era tanto el dolor reflejado en su rostro que cualquiera hubiera podido pensar que aquellos niños eran suyos.

—Sí —musitó Shy, no muy segura de cómo comportarse ante tan grandes muestras de simpatía.

—¿Les apetece tomar algo? —Y, sin aguardar una respuesta, sirvió cuatro generosas dosis de licor en otras tantas copas—. Les ruego que disculpen las condiciones de este sitio, porque, como podrán imaginar, resulta muy difícil conseguir un mobiliario adecuado.

—Creo que nos lo podemos imaginar —dijo Shy, aunque estuviera pensando que la silla que ocupaba era una de las más confortables de todas en las que se había sentado, por no hablar de que aquella habitación era una de las más bonitas que había visto nunca, con visillos de factura kantic en las ventanas, arañas de cristal coloreado y un escritorio de buen tamaño, forrado en la parte de la mesa con un cuero negro que apenas mostraba las huellas circulares que suelen dejan las botellas.

Por el modo en que les ofrecía las copas, Shy vio que aquella mujer tenía unas maneras realmente elegantes. No altaneras, pues no les pasaba las copas por debajo de la nariz, tal y como los idiotas suelen hacer para ponerse por encima de la gente corriente, sino de esa manera que a uno le hace sentirse importante aunque esté tan cansado y sucio como un perro, tenga la culera de los pantalones desgastada por el uso y ni siquiera sepa cuántos cientos de kilómetros ha recorrido con el polvo de las llanuras pegado encima desde que disfrutó del último baño.

Shy dio un sorbo, comprobó que la calidad del licor estaba tan alejada de la clase a la que ella pertenecía como todo lo que la rodeaba, se aclaró la garganta y dijo:

—Esperábamos ver al Alcalde.

La mujer se apoyó en el borde del escritorio —Shy tuvo el presentimiento de que también se habría sentido a gusto sentada en el filo de una navaja— y dijo:

—Pues pueden seguir.

—¿Esperándolo?

—Viéndolo. Yo soy la Alcaldesa.

Lamb se movió incómodo en su silla, como si no pudiera permitirse el lujo de sentirse demasiado cómodo en ella.

—¿El Alcalde es una mujer[5]? —preguntó Shy, como si su cabeza, acostumbrada al infierno de gritos que había fuera de la habitación, no se hubiese adaptado aún al silencio.

La Alcaldesa sonrió. Pero, por mucho que sonriera, uno no se cansaba de mirarla.

—En efecto. Aunque al otro lado de la calle seguro que emplean otra palabra para referirse a mí. —Apuró el contenido de su copa de una manera que sugería que no era la primera que se había tomado aquel día y que no sería la última y, también, que no le importaba—. Sweet me contó que están buscando a alguien.

—A un individuo llamado Grega Cantliss —dijo Shy.

—Lo conozco. Es una escoria de hombre que siempre va muy atildado. Roba y asesina para Papá Anillo.

—¿Dónde podemos encontrarlo? —preguntó Lamb.

—Creo que ahora no está en la ciudad. Pero supongo que no tardará en volver. Mientras tanto, pueden esperarlo aquí.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —preguntó Shy.

—De cuarenta y tres días.

Sintió retortijones sólo con oírlo. Había resistido hasta aquel momento con la esperanza de escuchar alguna buena noticia, o alguna noticia más. Se había mantenido entera al pensar en los sonrientes rostros de Pit y de Ro y en los alegres achuchones que se darían al verse de nuevo. Hubiera debido saber que la esperanza trae consigo el desaliento, el cual siempre acaba alcanzándonos por mucho que intentemos alejarlo de nuestro lado. Haciendo caso omiso de su costumbre de beber a sorbos, apuró el contenido de la copa, que ya no le sabía tan dulce, y dijo entre dientes:

—Mierda.

—Hemos recorrido un largo camino. —Lamb dejó con mucho cuidado su copa encima del escritorio. Preocupada, Shy observó que los nudillos estaban blancos por la fuerza con que cerraba los puños—. Aprecio su hospitalidad, créame, pero no estoy para que me jodan haciéndome perder el tiempo. ¿Dónde está ahora Cantliss?

—Yo tampoco suelo estar para que me jodan de ninguna manera. —Aquellas palabras tan soeces sonaron el doble de vulgares en la educada boca de la Alcaldesa, que le sostenía la mirada a Lamb. Con maneras o sin ellas, era evidente que se trataba de una mujer a la que uno no podía dejar de lado—. Cantliss estará de vuelta en cuarenta y tres días.

Shy nunca había sido una persona que se deprimiera. Un instante para pasarse la lengua por el hueco que tenía entre los incisivos y pensar en todas las injusticias que el mundo le había hecho sufrir, y ya estaba lista para acometer lo que fuera.

—¿Eso de los cuarenta y tres días tiene algún significado mágico?

—Es cuando las cosas van a llegar a su punto crítico en Arruga.

Shy asintió, mirando a la ventana y escuchando la algarabía que se filtraba por ella.

—Me parece que ya han llegado.

—No de esa manera. —La Alcaldesa se puso en pie y les enseñó la botella.

—¿Por qué no? —dijo Shy, mientras Lamb y Sweet tampoco la rechazaban. En Arruga, el hecho de negarse a tomar un trago les parecía algo tan irracional como no querer respirar. Especialmente cuando el trago es tan bueno y el aire está tan cargado de olor a mierda.

—Papá Anillo y yo llevamos ocho años mirándonos desde una acera a otra. —La Alcaldesa se acercó a la ventana para mirar el montón de carne que parloteaba más abajo. Tenía una manera de andar tan suave y graciosa que era como si tuviera ruedas en lugar de piernas—. Cuando llegamos, lo único que había en el mapa era una arruga[6]. Veinte chozas entre las ruinas, un sitio donde los tramperos podrían aguantar el invierno.

—No debiste de pasar desapercibido entre ellos —comentó Sweet.

—Pronto se acostumbraron a mí. Ocho años, mientras la ciudad crecía a nuestro alrededor. Sobrevivimos a la peste, a cuatro incursiones de los Fantasmas, a otras dos de los bandidos, nuevamente a la peste y, después de sufrir el gran incendio, la reconstruimos, haciéndola más grande y mejorándola. Ya estábamos a punto de terminar cuando se descubrió oro y la gente comenzó a llegar. Ocho años mirándonos desde un lado a otro de la calle y tratándonos con desprecio, para terminar prácticamente en guerra.

—¿Cómo llegaron a eso? —preguntó Shy.

—Nuestra enemistad comenzó a deteriorarse por culpa de los negocios. Ambos acordamos zanjar nuestras diferencias haciendo una ley de minas, que es la única que tenemos ahora, y puedo asegurarles que la gente se la toma muy en serio. Y ahora hemos convertido la ciudad en una única parcela que se disputan dos personas, de suerte que el ganador se lo llevará todo.

—¿El ganador de qué? —preguntó Lamb.

—Del combate. Yo no lo decidí, pero Papá Anillo me obligó a aceptarlo. Un combate, un luchador contra otro, con las manos desnudas, dentro del Círculo dibujado en el viejo anfiteatro.

—Un combate en el Círculo —musitó Lamb—. ¿A muerte?, si me permite preguntarlo.

—Por lo que sé, así es como suele terminar ese tipo de combates. Maese Sweet me dijo que usted tenía algo de experiencia al respecto.

Lamb miró a Sweet, luego a Shy y después al Alcaldesa, para decir, casi con un gruñido:

—Un poco.

Hubo un tiempo en el que Shy se habría partido el culo de risa sólo con imaginarse a Lamb luchando a muerte. Pero en aquellos momentos nada le parecía menos divertido.

Sweet bromeó mientras apartaba su copa vacía.

—Creo que ya no es necesario seguir buscando un campeón.

—¿A qué campeón te refieres? —preguntó Shy.

—A Lamb —respondió Sweet—. Pues lo es. ¿Sabes cómo llamo a un lobo con piel de cordero?

Lamb volvió a mirarle.

—Tengo el presentimiento de que nos lo vas a decir.

—Un lobo. —El viejo explorador movió un dedo para recorrer con él toda la habitación, al parecer muy contento consigo mismo—. Me imaginé quién eras cuando allá abajo, en Averstock, un enorme norteño con nueve dedos en una mano mandaba al infierno a dos vagabundos. Y cuando vi cómo aplastabas a Sangseed como si fuera un escarabajo, ya no tuve ninguna duda. Debo admitir que entonces se me ocurrió que tú y la Alcaldesa podrías ayudaros mutuamente a resolver vuestros problemas…

—¡Eres un pequeño y astuto bastardo! —le espetó Lamb con la mirada encendida y venas muy marcadas en su robusto cuello—. ¡Ten cuidado cuando me quites la máscara, so cabrón, porque quizá no te guste lo que veas!

Sweet se crispó, Shy vaciló, y a todos les dominó la sensación de que aquella habitación tan confortable acababa de convertirse en un sitio demasiado peligroso para seguir charlando en él. Entonces la Alcaldesa se rió como si todo lo sucedido no fuese más que una broma entre amigos, tomó gentilmente la temblorosa mano de Lamb y llenó su copa, rozando sus dedos durante un breve instante.

—Papá Anillo ya tiene campeón —dijo, más amable que nunca—. Un norteño apellidado Dorado.

—¿Glama Dorado? —Lamb se encogió en la silla como si se avergonzase por su temperamento.

—He oído ese nombre —comentó Shy—. Y también que sólo un loco se atrevería a retarle.

—Eso depende de quién sea ese loco. Ninguno de mis hombres sería rival para él, pero usted… —Se inclinó hacia delante, y una dulce vaharada de perfume, tan preciada como el oro entre los hedores de Arruga, le produjo a Shy un suave calorcillo por debajo del cuello de la camisa—. Bueno, por lo que Sweet me ha contado, usted es algo más que un rival para cualquiera.

Hubo un tiempo en el que Shy se habría partido el culo de risa sólo con escuchar aquellas palabras. Pero en aquel momento ni siquiera se atrevía a lanzar una risita.

—Es posible que mis mejores años hayan quedado atrás —musitó Lamb.

—Vamos, no creo que ninguno de nosotros esté para jubilarse. Necesito su ayuda. Y yo puedo ayudarle a usted. —La Alcaldesa miró fijamente a Lamb, que le devolvió la mirada como si nadie más estuviese en aquel sitio. Entonces Shy tuvo un mal presentimiento, como si, de alguna manera, aquella mujer acabase de vencerla sin regatear.

—¿Qué nos impide buscar a los niños por nuestra cuenta? —le espetó con una voz tan ronca como la del cuervo que merodea entre las tumbas.

—Nada —se limitó a responder la Alcaldesa—. Pero, si lo que quieren es encontrar a Cantliss, Papá Anillo se cruzará en su camino. Y yo soy la única que puede sacarle de él. ¿No te parece un trato justo, Dab?

—Yo diría que es legítimo —respondió Sweet, que aún parecía nervioso—. Si es justo o no, habrá quienes puedan juzgarlo mejor.

—Pero no tiene que decidirlo en este momento. Les buscaré una habitación en la posada de Camling. Es lo más parecido a un terreno neutral. Si consiguen encontrar a sus niños sin mi ayuda, los dejaré ir con mis bendiciones. Si no… —entonces les obsequió con una nueva sonrisa— aquí estaré.

—Hasta que Papá Anillo la eche a patadas de la ciudad.

Sus ojos parpadearon al mirar a Shy, que sintió la ardiente ira que mostraron durante un instante. Después se encogió de hombros, diciendo:

—Pero aún espero quedarme —y les sirvió otra ronda.