El precio justo
Hacía un frío del demonio en lo alto de las colinas. Los niños, helados y muertos de miedo, con las mejillas ateridas y coloradas, se acurrucaban juntos cerca de las fogatas, echándose unos a otros el humeante vaho que exhalaban por la nariz. Ro tomó las manos de Pit entre las suyas para masajearlas y echarles el aliento encima, y luego, aún a oscuras, intentó arroparlo mejor con los pellejos medio pelados que les habían proporcionado.
Poco después de que abandonaran la balsa había llegado un hombre para decirles que Papá Anillo los necesitaba a todos, y entonces Cantliss dijo una palabrota, porque no tenía muchos hombres, y mandó a siete de ellos. Así que se quedó con seis, entre los que se encontraba aquel bastardo de Puntillanegra, de suerte que nadie dijo nada acerca de huir. De hecho nadie dijo nada de nada, como si, tras cada kilómetro recorrido con pértiga, a caballo o a pie, hubiesen comenzado a perder el ánimo y el hábito de pensar, y a convertirse en carne trémula y marchita, lista para encaminarse hacia cualquiera de los mataderos a los que Cantliss quisiera llevarlos.
La mujer llamada Abeja estaba en el grupo de los siete. Pero, antes de irse, preguntó a Cantliss, llorando:
—¿Adónde te llevas a los niños?
A lo que él respondió, burlón:
—Vuelve a Arruga y dedícate a lo tuyo, maldita.
Y de esa manera Ro, el chico llamado Evin y otros dos de los mayores tuvieron que atender las ampollas y los miedos de los demás.
Subieron cada vez más alto por las colinas, culebreando por los meandros apenas transitados que el agua había tallado hacía mucho tiempo. Acamparon entre grandes rocas que parecían edificios derruidos, unos edificios tan viejos como las montañas. Los árboles fueron creciendo de tamaño hasta convertirse en columnas de madera que parecían taladrar el cielo, cuyas ramas más bajas, que se encontraban muy por encima de sus cabezas, chasqueaban en la silenciosa floresta desprovista de hierbajos, de animales y de insectos.
—¿Adónde nos lleváis? —Ro se lo preguntaba a Cantliss por enésima vez, y por enésima vez él le contestaba:
—Sigue caminando.
Y entonces señalaba con su rostro sin afeitar los contornos grises de las cumbres que se encontraban más arriba, y sus ropas de fantasía, para entonces hechas harapos, se movían al viento.
Atravesaron un poblado de casas de madera muy mal construidas, y un perro enflaquecido les ladró; pero en el pueblo no había ni un alma. Puntillanegra frunció el ceño al ver las ventanas vacías y, chupándose el hueco que tenía entre dos dientes, dijo:
—¿Adónde se habrán ido todos? —Aunque lo dijese en norteño, Lamb le había enseñado a Ro lo suficiente de aquel idioma para que ella lo comprendiese, así como lo que dijo a continuación—: No me gusta nada.
Cantliss se limitó a replicarle con voz burlona:
—No tiene por qué gustarte.
Siguieron subiendo cada vez más, hasta que los árboles dieron paso primero a unos pinos raquíticos de color marrón y luego a unos arbustos retorcidos, para luego dejar de ver cualquier tipo de árbol. Curiosamente, el frío helador que soplaba en la falda de la montaña se convirtió en una suave brisa tan cálida como el aliento, que fue haciéndose cada vez más caliente, tanto que los niños avanzaron despacio, pues sus rostros sonrosados estaban bañados de sudor, subiendo por aquellas pendientes de roca que amarilleaban a causa de los cristales de azufre, tocando el suelo que estaba tan cálido como la carne, como si aquella región estuviese viva. El vapor salía con fuerza, siseando por hendiduras que eran como bocas, y la sal se depositaba en piedras que tenían forma de copa, mientras que el agua, de la que Cantliss les advirtió que no bebieran, porque era venenosa, borboteaba con unos gases fétidos que creaban espumas iridiscentes.
—Este lugar es malo —dijo Pit.
—Sólo es un lugar como otro cualquiera. —Pero Ro veía el miedo pintado en los ojos de los demás niños y en los de los hombres de Cantliss, y entonces ella también lo sintió. Era un lugar muerto.
—¿Aún nos sigue Shy?
—Pues claro que sí. —Pero Ro no creía que los estuviese siguiendo, al menos no hasta tan lejos, tanto que le pareció que ya no estaban en este mundo. Apenas podía recordar cómo eran Shy, Lamb o la granja. Comenzaba a pensar que todo se había desvanecido como si fuera un sueño o un susurro.
El camino fue haciéndose demasiado empinado para los caballos y luego para las mulas, de suerte que hubo que dejar a un hombre al cuidado de los animales. Escalaron un valle, profundo y desprovisto de vegetación, cuyos riscos estaban acribillados de agujeros, unos agujeros demasiado cuadrados para haber sido hechos por la Naturaleza, y en el que una aglomeración de montículos corría paralela con el camino, lo cual le hizo pensar a Ro que pudieran ser excavaciones. Pero no consiguió adivinar el motivo por el que un grupo de mineros iba a cavar en aquel lugar tan desolado, ni en busca de qué.
Después de un día respirando aquel humo tan nocivo y maloliente, que a todos les dejaba las fosas nasales y las gargantas en carne viva, llegaron junto a una gran aguja de roca asentada en la cima, agujereada y manchada por el paso del tiempo y el clima, pero libre de musgos, de líquenes y de cualquier tipo de vegetación. A medida que se apretujaban para formar un grupo de gente andrajosa que avanzaba a regañadientes, Ro observó que la aguja estaba cubierta de caracteres, y aunque no fuese capaz de comprenderlos, los consideró una advertencia. En las lejanas paredes de roca que se recortaban contra el cielo azul divisó muchos más agujeros y unos impresionantes andamiajes un tanto precarios, construidos con madera vieja, que sostenían varias plataformas, así como cuerdas y cubos, los cuales demostraban que alguien había estado excavando en aquel sitio no hacía mucho tiempo.
Cantliss levantó una mano.
—Alto.
—¿Y ahora qué? —preguntó Puntillanegra, rozando con los dedos el pomo de su espada.
—Ahora a esperar.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Durante poco tiempo, hermano. —Un hombre se apoyaba contra una roca, al parecer, muy cómodo. Ro no conseguía explicarse cómo no lo había visto, porque no era, precisamente, bajo. Muy alto y muy moreno, con la cabeza libre de cualquier cabello plateado que hubiese podido quedar en ella, se vestía con una sencilla túnica de tejido de color pardo. Apoyaba un bastón tan alto como él contra uno de sus musculosos brazos, llevando en la otra mano una pequeña manzana arrugada. La mordió y dijo con la boca medio llena—: Saludos. —Luego sonrió a Cantliss, a Puntillanegra y a los demás. Su sonrisa amistosa contrastaba con aquellos parajes tan siniestros. Luego sonrió a los niños y en particular a Ro, o eso le pareció a ella—. Saludos, niños.
—Quiero mi dinero —dijo Cantliss.
La sonrisa no abandonó el rostro de aquel hombre ya entrado en años.
—Por supuesto. Porque tienes un agujero en tu interior y crees poder colmarlo con oro.
—Porque tengo una deuda pendiente y, si no la pago, soy hombre muerto.
—Todos somos hombres muertos, hermano, antes o después. Por eso estamos aquí. Pero tú obtendrás un precio justo. —Su mirada fue de uno a otro niño—. Sólo veo a veinte.
—Ha sido un largo viaje —dijo Puntillanegra, que, con la mano apoyada en el pomo de su espada, no se había movido—. Era inevitable que se perdiese alguno.
—Nada es inevitable, hermano. Y no es inevitable porque nosotros tomamos las precauciones necesarias.
—Yo no compro niños.
—Yo sí. Pero no los mato. ¿Tú haces daño a las cosas débiles para colmar el agujero que tienes dentro?
—Yo no tengo ningún agujero dentro de mí —repuso Puntillanegra.
—¿No? —Aquel hombre mayor dio un último mordisco a su manzana y lanzó lo que quedaba de ella, el corazón, a Puntillanegra, que intentó cogerla por simple reflejo. El hombre mayor recorrió con dos rápidos pasos la distancia que los separaba y lo golpeó en el pecho con el extremo de su bastón.
Puntillanegra se estremeció y dejó caer el corazón de la manzana para buscar su espada, pero se había quedado sin fuerzas. Entonces Ro comprobó que no se trataba de un bastón, sino de una lanza, cuya larga hoja, manchada de sangre, le salía a Puntillanegra por la espalda. Aquel hombre lo bajó hasta el suelo y, pasando con delicadeza una mano por encima de sus ojos, se los cerró.
—Lamento decirlo, pero creo que este mundo estará mejor sin él.
Ro miró el cadáver del norteño, cuyas ropas ya estaban manchadas de negro a causa de su sangre, y descubrió que estaba contenta, aunque no tuviese claro el porqué.
—Por los muertos —dijo entre dientes uno de los hombres de Cantliss. Entonces, cuando Ro levantó la mirada, vio que muchas figuras, que acababan de salir en silencio de las minas para subirse a los andamios, miraban hacia abajo. Hombres y mujeres de toda raza y edad, pero todos con las mismas túnicas pardas y las cabezas completamente afeitadas.
—Unos amigos —explicó aquel hombre, sin moverse.
—Hicimos lo que pudimos. —Era como si Cantliss quisiera convencerle con aquella voz suya tan temblorosa.
—Lamento que sólo hayáis hecho lo que podíais.
—Sólo quiero el dinero.
—Lamento que el dinero sea todo a lo que aspira un hombre.
—Teníamos un trato.
—Eso también lo lamento, pero tienes razón. Aquí está tu dinero —dijo, señalando la caja de madera situada encima de una de las rocas que quedaban atrás—. Espero que lo disfrutes.
Cantliss cogió la caja. Cuando la abrió, Ro vio cómo brillaba el oro que guardaba en su interior. Cantliss sonrió mientras su rostro lleno de mugre se iluminaba por el reflejo del oro.
—Nos vamos —dijo. Y él y los suyos comenzaron a bajar.
Entonces, como uno de los niños más pequeños comenzó a gimotear, porque los niños más pequeños llegan incluso a querer a la gente odiosa cuando no tienen a nadie más cerca, Ro le puso una mano encima del hombro y le habló en voz baja para que se tranquilizase, intentando no amilanarse al ver que aquel hombre mayor caminaba hacia ella y la dominaba con su estatura.
Pit cerró sus pequeñas manos y dijo:
—¡No le hagas daño a mi hermana!
El hombre se arrodilló de forma que su coronilla calva quedó a la misma altura que la de Ro y, pareciendo aún más grande que antes por lo cerca que estaba de ellos, puso con cuidado una de sus enormes manos en los hombros de Ro y otra en los de Pit, diciendo:
—Niños, soy Waerdinur, la trigésimo novena Mano Derecha del Hacedor, y nunca haré daño alguno a ninguno de vosotros dos, ni permitiré que nadie os lo haga. Así lo he jurado. He jurado proteger este terreno sagrado y a la gente que vive en él hasta mi aliento postrero y hasta mi última gota de sangre, y sólo la muerte me detendrá.
Sacó una cadena bastante bonita y se la pasó a Ro por el cuello, dejándola sobre su pecho. De ella colgaba un objeto de metal gris con forma de lágrima.
—¿Qué es? —preguntó Ro.
—Una escama de dragón.
—¿Auténtica?
—Sí, auténtica. Todos llevamos una. —Metió una mano en su túnica y, sacando la que él llevaba, se la mostró.
—¿Y por qué tengo que llevar yo una?
Él sonrió, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Porque ahora eres mi hija. —Y entonces la rodeó con sus brazos y la abrazó fuertemente.