Gente práctica

Gente práctica

—Me debes…

—Ciento dos marcos —dijo Temple, dándose la vuelta. Ya estaba despierto. Había comenzado a despertarse poco antes de la aurora y abría los ojos.

—Así es. Levántate. Te buscan.

—Siempre ha sido así con las mujeres. Es una maldición.

—Seguro que para ellas.

Temple suspiró mientras comenzaba a bajar la manta. Se sentía un poco cansado, pero se le pasaría. El trabajo le estaba matando. Pensó en los lugares donde había dormido en blando durante algún tiempo. Había tenido que estrechar su cinturón dos agujeros. Bueno, no exactamente agujeros, pero había tenido que desplazar dos veces el clavo doblado que le servía de hebilla por la vieja cincha que usaba como cinturón.

—No me lo digas —dijo—. De vuelta a la retaguardia.

—No. Como ya te encargas espiritualmente de la caravana, Lamb te deja su caballo. Hoy te vienes de caza con Sweet y conmigo.

—¿Piensas despertarme todas las mañanas del mismo modo que hoy? —le preguntó mientras comenzaba a calzarse las botas—. ¿Por qué me haces esto?

Ella seguía mirándolo con los brazos en las caderas.

—Sweet ha encontrado una arboleda cerca de aquí, y cree que en ella puede haber algo de caza. Si quieres volver a cabalgar detrás de los animales, pues cabalga detrás de ellos. Pensaba que te gustaría cambiar, pero haz lo que quieras. —Y dio media vuelta para irse.

—Espera, ¿lo dices en serio? —Intentaba ponerse la bota que le faltaba y al mismo tiempo echar a correr tras ella.

—¿Crees que jugaría con tus sentimientos?

—¿Me voy de caza? —Sufeen le había invitado a ir a cazar con él infinidad de veces, y él siempre le respondía que no podía imaginarse nada más aburrido. Después de varias semanas de tragar polvo, si le hubieran dicho que él era la presa, habría echado a correr por la llanura, riendo mientras tanto.

—Tranquilízate —dijo Shy—. No somos tan idiotas como para dejarte un arco. Sweet y yo seremos los cazadores mientras Roca Llorona espanta a la caza. Tú y Leef podéis seguirnos con una carreta, para sacrificar a los animales y despellejarlos. No sería mala idea recoger algo de leña para hacer uno o dos fuegos que no huelan a mierda quemada.

—¡Sacrificar, despellejar, encender un fuego que no huela a mierda! ¡A la orden, mi Reina! —Recordó aquellos pocos meses que había sido matarife en el abrasador distrito de las carnicerías de Dagoska, matando vacas en medio del mal olor y de las moscas, lo mucho que le dolía la espalda y los horribles gritos de los animales. Le había parecido estar en el infierno. Y entonces se puso de rodillas y le besó la mano, dándole las gracias por la oportunidad que le otorgaba.

Ella soltó su mano.

—Deja de hacer el ridículo. —Aún estaba demasiado oscuro para poder verle la cara, pero a Temple le pareció distinguir una sonrisa en su voz. Se sacó el cuchillo que llevaba al cinto y se lo tendió—. Necesitarás esto.

—¡Un cuchillo en propiedad! ¡Y muy ancho! —Siguió de rodillas mientras levantaba los puños al cielo—. ¡Me voy de caza!

Uno de los venerables primos de Gentili, que seguía su acostumbrada y errática ruta para vaciar la vejiga, meneaba la cabeza, preguntando con voz ininteligible:

—¿A quién le importa?

Cuando los primeros signos de la aurora teñían el cielo de rojo y las ruedas de los carros comenzaban a moverse, los cinco emprendieron el viaje por la maleza, Leef en una carreta vacía donde debían cargar los animales muertos, y Temple intentando convencer al caballo de Lamb de que los dos estaban en el mismo bando. En cuanto sobrepasaron el límite de lo que parecía ser un valle, pero que apenas habría recibido el calificativo de «zanja» en cualquier otro lugar, vieron unos cuantos árboles raquíticos, oscuros y medio partidos que se apelotonaban en su base. Sweet siguió repantigado en su silla de montar, escrutando aquel bosque poco prometedor. Sólo Dios sabía por qué.

—¿Te parece que todo va bien? —preguntó casi gruñendo a Roca Llorona.

—Sí. —La Fantasma dio a su viejo caballo gris un golpe de talón y ambos comenzaron a bajar por la larga pendiente.

Aunque el esbelto ciervo que llegó saltando desde los árboles para irse derecho hacia las saetas de Sweet y las flechas de Shy era muy diferente de los enormes y blandos bueyes que colgaban de unos ganchos en los apestosos almacenes de Dagoska, Temple no tardó en recordar los principios básicos de la carnicería. Poco después, mientras Leef agarraba al animal por los cascos de sus patas delanteras, él hacía unos cuantos cortes rápidos con el cuchillo para quitarle la piel. Incluso sintió una pizca de orgullo por la manera en que acababa de sacarle todas las tripas, que humearon en la heladora mañana. Cuando le enseñó el truco a Leef, los dos no tardaron en tener los brazos cubiertos de sangre hasta los codos mientras reían, tirándose trocitos de tripa uno a otro como si fueran unos chiquillos.

Poco después ya habían depositado en la parte trasera de la carreta cinco cadáveres previamente despellejados que relucían por la sangre que los cubría, a los que se les unió el último, haciendo con las entrañas y las pieles de los primeros un montón de color pardo rojizo muy parecido a las ropas que hubiera dejado un grupo de nadadores ansiosos por meterse en el agua.

Temple limpió el cuchillo de Shy con una de las pieles y se levantó, aún medio dormido.

—Voy a ver qué hacen esos dos.

—Yo destriparé mientras tanto al último —dijo Leef sonriendo, mientras le ayudaba a subirse al caballo de Lamb—. Y gracias por explicarme cómo se hace.

—La enseñanza es la más noble de las profesiones, como solía decir el Haddish Kahdia.

—¿Quién es?

Temple se quedó pensativo durante un momento antes de contestar.

—Era un hombre bueno que dio su vida por mí.

—Pues parece que hizo un mal negocio —dijo Leef.

Temple lanzó una risotada.

—Estoy de acuerdo contigo. Regresaré antes de que te percates de que me he ido.

Recorrió el valle siguiendo la linde de la arboleda, disfrutando de la velocidad que le proporcionaba el caballo de Lamb y felicitándose por el hecho de haber conseguido hacer algún progreso con aquel chico. Cien pasos más adelante, Sweet y Shy vigilaban la arboleda desde lo alto de sus monturas.

—¿No podéis matarlos más deprisa, so gandules? —les dijo.

—¿Ya terminasteis con los que os llevamos? —preguntó Shy.

—Despellejados, destripados y listos para la olla.

—Tonto de mí. —Mientras apoyaba la ballesta con mango de marfil en una de sus piernas, Sweet parecía enfadado—. Necesito que un experto controle el trabajo manual de este abogado. Asegúrate de que no ha despellejado a Leef por error.

Shy hizo volver grupas a su caballo y ambos cabalgaron de vuelta a la carreta.

—No está mal —comentó luego, mientras asentía moviendo la cabeza. Como era el primer cumplido que Temple recibía de ella, se sintió muy contento—. Creo que aún podremos convertirte en un hombre de las llanuras.

—Cuidado, no sea que antes consiga convertiros a todos en quejicas de ciudad.

—Para eso tendrías que estar hecho de mejor pasta.

—Ya comienzas a comprobar que la pasta de que estoy hecho es bastante buena.

—No estoy segura. —Le miraba de soslayo, enarcando una ceja que quería mostrar algo de afecto—. Comienzo a pensar que debajo de todo ese papel puede haber algo de metal.

Él se dio una palmada en el pecho antes de decir:

—Quizá estaño.

—Bueno, aunque no sirva para fabricar una espada, el estaño no queda mal en un orinal.

—O en una bañera.

—Sí, una bañera… ¡por los muertos!

—O en un tejado.

—¡Oh, por los muertos… un tejado! —dijo ella cuando terminaron de subir la pendiente y miraron hacia la arboleda situada más abajo—. ¿Recuerdas a que se parece un te…?

Entonces vieron la carreta y el montón de pieles. Y a Leef, que estaba tumbado en el suelo. Temple lo reconoció por las botas. No pudo ver más de él porque había dos figuras arrodilladas a su lado. Lo primero que pensó fue que el muchacho se había caído y que los otros lo estaban ayudando.

Uno de ellos se volvió hacia donde estaban, y entonces distinguió una docena de pieles diferentes, cosidas entre sí como si fueran remiendos, y un puñal ensangrentado. Sacando la lengua por una boca enorme, aquel individuo lanzó un chillido infernal tan prolongado y monocorde como el del lobo cuando aúlla a la luna, y comenzó a subir a saltos la pendiente.

Temple se quedó pegado a la silla, anonadado mientras el Fantasma se les acercaba, hasta que pudo ver los ojos saltones en aquella cara pintada de rojo. En ese momento, la cuerda del arco de Shy zumbó junto a una de sus orejas, y su flecha recorrió titilando los pocos pasos que los separaban de los agresores, para clavarse en el desnudo pecho del Fantasma, quien se detuvo en seco como si acabara de recibir un bofetón.

La mirada de Temple fue como un rayo hacia el otro Fantasma, que, cubierto con una capa de hierbas y de huesos, se quitaba el arco que llevaba en bandolera e intentaba sacar una flecha de la aljaba de piel que tenía atada a una de sus piernas desnudas. Shy bajó a caballo por la pendiente, lanzando un grito apenas más humano que el que había proferido el otro Fantasma y desenfundando la espada corta que llevaba.

El Fantasma consiguió sacar la flecha, luego giró sobre sí mismo y se sentó en el suelo. Temple vio que Sweet bajaba su ballesta.

—¡Hay más! —exclamó, pisando el extremo de la ballesta con una bota y tirando de la cuerda hacia atrás con una mano, mientras que con la otra hacía que su caballo girase para observar la linde de la arboleda.

Cuando el Fantasma intentó levantar la flecha, se le cayó, por lo que buscó otra, sin poder estirar el brazo a causa del dardo con el que Sweet lo había atravesado. Exclamó algo, mirando a Shy, que ya cabalgaba hasta él para cruzarle la cara con la espada y hacerle perder el equilibrio.

Temple bajó por la colina en pos de Shy y saltó de la silla al llegar al lado de Leef. El chico daba patadas con una pierna, como si quisiera levantarse. Shy se inclinó sobre Leef, que le tocó en una mano y abrió la boca. Pero sólo salió sangre por ella. Le salía sangre por la boca, por la nariz, por los restos sanguinolentos de carne que tenía donde antes se había encontrado una oreja, por las cuchilladas de los brazos y por la flecha que seguía clavada en su pecho. Temple, que se lo quedó mirando, se retorció las manos por lo desvalido que se sentía.

—¡Súbelo a tu caballo! —exclamó Shy, y Temple se animó repentinamente y agarró a Leef por los brazos. Roca Llorona apareció de la nada para golpear con una maza al Fantasma a quien Shy había disparado una flecha. Mientras Temple arrastraba a Leef hacia su caballo, dando traspiés y cayendo para levantarse de nuevo, pudo escuchar cómo crujían los huesos del Fantasma.

—¡Déjalo! —exclamó Sweet—. ¡Está acabado, hasta un tonto puede verlo!

Temple le ignoró y apretó los dientes, agarrando a Leef por el cinturón y la ensangrentada camisa para subirlo al caballo. Para ser un tipo flacucho, pesaba lo suyo.

—¡No lo abandonaré! —decía Temple, entre dientes—. ¡No lo abandonaré… no lo abandonaré…!

El mundo acababa de reducirse a él, a Leef y al caballo, y también a sus doloridos músculos, al peso muerto del chico y a su gemido balbuciente y carente de significado. Escuchó el sonido que hacían los cascos del caballo de Shy al alejarse. Escuchó unos gritos en un lenguaje que no conocía, unas voces apenas humanas. Leef se fue hacia fuera y se escurrió, haciendo que el caballo se escorase de lado. Entonces Shy llegó hasta él, rezongando por el esfuerzo, el miedo y la ira, y juntos subieron a Leef hasta el pomo de la silla, con el astil roto de la flecha saliendo de su cuerpo.

Temple tenía las manos cubiertas de sangre. Se detuvo un instante para mirárselas.

—¡Sube! —exclamó Shy con voz chillona—. ¡Sube, maldito idiota!

Subió a la silla con mucha dificultad, buscando las riendas con las manos pegajosas, clavando los talones al caballo de Lamb y estando a punto de caerse de él. Y entonces, como si volviese a la vida, galopó y galopó, con el viento que azotaba su rostro, que azotaba los gritos que salían mutilados por su boca, que azotaba las lágrimas que brotaban de sus ojos. El horizonte plano saltó y se estremeció mientras Leef brincaba sobre el pomo de la silla de montar y Sweet y Roca Llorona apenas eran dos manchas que se movían, recortándose sobre el cielo. Shy marchaba en cabeza, agachada encima de la silla, y la cola de su caballo desprendía vapor. Cuando volvió la cabeza hacia atrás y Temple vio el miedo dibujado en su rostro, ya no quiso mirar, pero tenía que hacerlo.

Los llevaban pegados a los talones como si fueran mensajeros del infierno. Rostros pintados, caballos pintados, ataviados de una manera infantil con todo tipo de pieles, plumas, huesos y dientes. Uno de ellos llevaba colgada del cuello una cabeza humana reseca y encogida; otro se cubría con un tocado hecho con cuernos de toro; y un tercero se había puesto un gran plato de cobre a modo de pectoral que brillaba y relucía en el sol del atardecer bajo una confusión de cabellos rojos y amarillos agitados por el viento. Pero todos ellos blandían unas armas llenas de ganchos, picos y melladuras mientras gritaban de odio y los miraban con la furia más homicida que les era posible, de suerte que Temple sintió un frío helador hasta en el trasero.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, joder! ¡Oh, Dios!…

Aquella retahíla suya de palabrotas acompasaba el ruido que hacían los cascos de su caballo, el caballo de Lamb. Entonces una flecha centelleó junto a él y se clavó en la hierba. Shy le dijo algo a gritos, volviéndose, pero las palabras que decía se las llevaba el viento. Le escocían los hombros. Se agarró a las riendas, se agarró a la espalda de la camisa de Leef y se quedó sin aliento. Cuando ya daba por cierto que era hombre muerto y que su muerte sería horrible, sólo se le ocurrió pensar que mejor hubiera sido para él seguir cabalgando en la retaguardia. O quedarse en la colina que dominaba Averstock. O dar un paso al frente cuando los gurkos fueron a por Kahdia, en vez de quedarse quieto y en silencio, como los demás, en aquella fila que a todos los llenaba de infamia.

Cuando vio un movimiento delante de él, comprendió que acababa de llegar a donde se encontraba la caravana, por las siluetas de los carros y del ganado que se recortaban contra aquel horizonte plano y por los jinetes que se dirigían a su encuentro. Al mirar por encima del hombro, vio que los Fantasmas comenzaban a quedarse atrás, descolgados, aunque todavía podía escuchar los gritos con los que se llamaban unos a otros. Y cuando uno de ellos le lanzó una flecha que serpenteó hacia él y que, afortunadamente, se quedó corta, sollozó de alivio y apenas le quedó la presencia de ánimo suficiente para tirar de las riendas de su caballo, el de Lamb, cuando ya estuvo cerca, que se estremecía casi tanto como él.

El caos y el pánico se propagaban entre los carros como si en vez de ser seis Fantasmas fuesen seiscientos. Luline Buckhorm gritaba, buscando al niño que se le había perdido; Gentili se enredaba con el peto de una armadura oxidada que tenía más años que él; dos cabezas de ganado iban a su aire, cargando en medio de la barahúnda; y Majud seguía sentado en su carro, lanzando órdenes a voz en grito para que todos se calmasen, pero que nadie podía escuchar.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Lamb con el aplomo de siempre. Temple sólo pudo menear la cabeza. No dijo ni una palabra. Lamb tuvo que tirar con mucha fuerza para que soltara la camisa de Leef que aún agarraba con una mano, tras lo cual lo bajó del caballo y lo depositó en el suelo.

—¿Dónde está Corlin? —preguntaba Shy a gritos mientras Temple se bajaba lentamente del caballo, sintiendo las piernas tan rígidas como dos leños resecos. Lamb cortó la camisa de Leef, rasgando el tejido con un cuchillo. Temple se inclinó hacia él y comenzó a secar la sangre que salía por el astil de la flecha, la cual no era mucha porque taponaba la herida.

—Dame el cuchillo —dijo, chasqueando los dedos, y Lamb se lo puso en la mano. Temple se quedó mirando fijamente la flecha, pensando en lo que debía hacer, si sacarla, cortarla o empujarla para que saliera por el otro lado, intentando recordar todo lo que Kahdia le había enseñado acerca de las heridas de flecha, algo que tenía que ver con la mejor manera de salir de aquel atolladero. Pero ya no podía hacer nada por él, porque tenía las pupilas dilatadas, su boca pendía inerte y su cabellera estaba llena de sangre.

Shy se agachó a su lado y preguntó:

—¿Leef? ¿Leef?

Lamb lo dejó tumbado con mucho cuidado. Temple clavó el cuchillo en la tierra y se levantó. Entonces, de una manera tan precipitada que le causó una gran extrañeza, recordó todo lo que sabía de aquel chico. Que había estado enamorado de Shy; que él, Temple, comenzaba a ganarle aquella partida; que se había quedado sin padres; que intentaba encontrar al hermano que habían raptado unos bandidos; que era muy bueno con los bueyes y que le gustaba trabajar… Y que todo eso acababa de terminar sin que él llegase a ser algo más que un proyecto de persona, porque todos sus sueños, esperanzas y miedos se terminaban allí, en medio de la hierba pisoteada, lejos para siempre de este mundo.

Vaya mierda.

Tosiendo y rugiendo, Savian apuntaba con su ballesta en todas las direcciones, mientras parecía querer construir una especie de fuerte con los carros al apilar barriles, cestos de la ropa y rollos de cuerdas a modo de parapetos, juntar el ganado en corrales y dejar a mujeres y niños en el sitio más seguro, aunque Shy se preguntaba cuál podría ser. Todos estaban revueltos porque nadie les había dicho nada de los Fantasmas, y corrían para hacer lo que Savian les decía o, incluso, lo que no les decía, tirando de los sorprendidos animales, buscando las armas que guardaban, poniendo a salvo sus pertrechos o a sus hijos, o, simplemente, apretándose unos contra otros como si ya dieran por hecho que iban a apuñalarlos y a cortarles las orejas.

El enorme carro de Iosiv Lestek se había metido en una zanja y dos hombres intentaban sacarlo de ella.

—¡Dejadlo! —exclamaba Savian—. ¡No vale la pena que nos preocupemos por el carro! —Y allí se quedó, para anunciar con sus colores chillones que el mayor espectáculo teatral del mundo había llegado a las solitarias llanuras.

En medio de aquella locura, Shy se abría camino a empujones para llegar hasta Majud. Hacia el sur, entre la ondulante hierba, se movían en círculo tres Fantasmas, uno de los cuales agitaba hacia el cielo una lanza hecha con un cuerno, y Shy creyó que incluso podía escuchar lo que cantaba, unas canciones vibrantes y llenas de alegría. Sweet, con la ballesta cargada siempre apoyada en una rodilla, se rascaba la barba y no los perdía de vista, creando un pequeño oasis de calma en el que Shy se sintió muy cómoda.

—¿Cómo está el chico?

—Ha muerto —respondió Shy, dejando que su pena hablara por ella.

—¡Ah, maldición! —La mueca de Sweet fue de amargura antes de que cerrara los ojos y los oprimiera con el índice y el pulgar de su mano izquierda—. ¡Maldición! —repitió. Y luego miró a los Fantasmas, que seguían montados a caballo donde se terminaba el horizonte, y movió la cabeza de un lado hacia otro—. Lo mejor será que nos preocupemos de los que quedan para que no tomen el mismo camino que él.

La voz cascada de Savian seguía dando órdenes, y todos los que se encontraban a su alrededor se subían a los carros, pero, aunque agarrasen sus arcos con las manos, éstas carecían de la experiencia necesaria, pues si los más jóvenes eran nuevos en aquellas lides, los más viejos hacía mucho que ya habían dejado de participar en ellas.

—¿Qué estarán cantando? —preguntó Shy, sacando una flecha de su aljaba y dándole vueltas lentamente para sentir su aspereza en los dedos, como si aquella sensación fuese nueva para ella.

—Nuestra muerte violenta. Piensan que está próxima a llegar.

—¿Y lo está?

—Depende —Sweet puso en tensión los músculos de sus mandíbulas antes de añadir, con mucha calma—: Depende de que esos tres formen parte de la banda principal de Sangeed o de que éste haya dividido su fuerza principal en otras bandas más pequeñas.

—¿Y tú qué crees?

—Supongo que saldremos de dudas cuando lleguen. Si sólo son unas pocas docenas, tendremos alguna probabilidad de salir con vida; pero si son varios centenares, me temo que estaremos bastante jodidos.

Buckhorm acababa de subirse encima del carro con una cota de malla que le quedaba ridícula.

—¿A qué estamos esperando? —dijo entre dientes, como si la aparición de los Fantasmas le hubiese curado de la tartamudez—. ¿Por qué no nos movemos?

Sweet giró lentamente sus ojos grises para mirarlo.

—¿Movernos hacia dónde? No veo ningún castillo por las cercanías. —Volvió a mirar a la planicie, vacía en todas las direcciones excepto en aquella parte que daba a la zona más alta del valle, donde los tres Fantasmas seguían moviéndose en círculo, haciendo que sus cánticos cruzasen el mar de hierba para llegar débilmente a sus oídos—. Un sitio es tan bueno como cualquier otro para morir.

—Prefiero pasar el tiempo preparándonos para lo que tenga que pasar, antes que echar a correr. —Con la cabellera alborotada por el viento, Lamb seguía de pie en el carro que estaba al lado. Comprobaba uno tras otro los cuchillos que había ido coleccionando en las últimas semanas, tan tranquilo como si, en vez de disponerse a defender su vida en aquella tierra salvaje y sin ley, se dispusiera a arar uno de los campos que rodeaban su antigua granja. Pensándolo bien, a Shy le pareció que estaba más tranquilo, como si en aquel momento su sueño de arar aquel campo acabara de hacerse realidad.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Durante un instante, apartó la mirada de aquella colección de armas.

—Ya me conoces.

—Conozco a un norteño grande y amable que se asusta hasta de azotar a una mula. Conozco a un mendigo que, cierta noche, se presentó en nuestra granja para trabajar por un mendrugo de pan. Conozco a un hombre que solía acunar a mi hermano y cantarle nanas cuando tenía fiebre. Pero tú no eres ese hombre.

—Lo soy —cruzó el hueco que había entre los dos carros y dio a Shy un abrazo muy fuerte, mientras le susurraba al oído—: Pero también soy algo más. Shy, no te interpongas en mi camino. —Y luego dijo a Sweet—: ¡Deberías dejarla en un sitio seguro!

—¿Estás de broma? —El viejo explorador se entretenía mirando su ballesta—. ¡Si cuento con ella para que me salve la vida!

En aquel mismo momento Roca Llorona lanzó un grito penetrante y señaló hacia el sur, pues los Fantasmas acababan de aparecer súbitamente en la cumbre que coronaba el valle. Salidos de una pesadilla, como si fuesen reliquias de alguna era salvaje del remoto pasado, estaban armados hasta los dientes, y sus cien espadas melladas, todas ellas robadas, sus mazas de piedra tallada y sus aguzadas flechas, que relucían al sol y que hablaban de toda una vida de masacres festejadas con risotadas, aparecieron súbitamente junto a ellos, quitándole el aliento a Shy.

—¡Vamos a quedarnos todos sin orejas! —dijo alguien, gimoteando.

—¿Ahora te acuerdas de ellas? —Sweet levantó su ballesta con una sonrisa siniestra—. A mí me parece que son unas cuantas docenas.

Shy se arrodilló para contarlos, pero algunos caballos tenían pintados en los costados otros caballos, algunos no llevaban encima ningún jinete y otros llevaban dos, o cargaban con espantajos, o montaban, encima de palos, lonas que ondeaban al viento y que les daban la apariencia de gigantes tan hinchados como el cuerpo de un ahogado. Todo aquello, que se agitaba de manera confusa ante sus ojos llorosos, era tan letal, confuso e incierto como la peste.

Le pareció oír las oraciones que Temple declamaba. Le hubiera gustado saber qué decía.

—¡Sin prisa! —decía Savian a gritos—. ¡Sin prisa! —Shy no sabía exactamente qué quería decir. Un Fantasma que llevaba una capucha hecha con fragmentos de vidrio para que brillase como si estuviese cubierta de joyas, abría la boca y lanzaba un chillido penetrante—. ¡Quedaos en vuestro sitio y viviréis! ¡Salid corriendo y moriréis! —Shy siempre había tenido cierta tendencia a correr y nada de estómago para quedarse donde fuera. Por eso mismo, todo su cuerpo le decía que, si había que salir corriendo, aquél era el momento—. ¡Debajo de todas esas pinturas de los cojones, sólo son hombres! —Un, o una, Fantasma se puso de pie en los estribos y arrojó una lanza emplumada, completamente desnudo, si no hubiera sido por la pintura que cubría su cuerpo y el collar de orejas rebanadas que daba saltos alrededor de su cuello.

—¡Permaneced juntos o moriréis uno tras otro! —exclamaba Savian, siempre rugiendo; y una de las putas cuyo nombre Shy había olvidado se levantó con un arco en la mano, su cabello amarillo ondeando al viento, y saludó a Shy con un asentimiento de cabeza que ella le devolvió. Goldy, eso era. Permanecer juntos. ¿No decían por eso que los miembros de la caravana formaban una comunidad?

La cuerda del primer arco cantó con miedo y de manera precipitada, y su flecha se quedó corta; luego cantaron otras, incluida la del arco de Shy, que no apuntó a ningún blanco porque había muchos. Las flechas titilaban mientras caían, lloviendo entre la hierba que ondeaba y la carne que se estremecía, consiguiendo que, aquí y allá, una silueta cayera de su silla o que un caballo alterase su trayectoria. El Fantasma de la capucha cayó pesadamente hacia atrás, con el dardo de Savian que atravesaba su pecho pintarrajeado, pero los demás se arremolinaron junto al precario círculo formado por los carros y lo rodearon, cabalgando a su alrededor en la penumbra creada por el polvo hasta que ellos y sus caballos pintados se convirtieron ciertamente en espectros, y sus gritos, chillidos y aullidos de animal se hicieron tan anónimos y traicioneros como las voces que sólo escuchan los locos.

Las flechas llovían alrededor de Shy. Una silbó y tintineó al clavarse en una caja, otra se alojó en el saco situado cerca de ella, una tercera abandonó, temblando, el asiento del carro. Lanzó una flecha tras otra, sin apuntar a nada ni a nadie, llorando de miedo y de cólera, apretando con fuerza los dientes y llenando sus oídos con los gritos de alegría y las maldiciones que ella misma lanzaba. El embarrado carro de Lestek parecía tener una joroba de color rojo encima de su lona, a causa de las formas que, reptando por ella, la destrozaban con sus hachas y la alanceaban con sus lanzas, como si fueran cazadores que acabasen de derribar a una bestia enorme.

Un poni, atravesado por varias flechas, se tambaleó hacia un lado, mordiendo todo lo que encontraba. Mientras Shy lo miraba fijamente, una forma cubierta de harapos se lanzó violentamente hacia un costado del carro. Apenas pudo ver más que un ojo que resaltaba en un rostro pintado para parecer también un ojo, y lo agarró, metiéndole un dedo por la boca y rasgándola hasta la mejilla, de suerte que ambos cayeron del carro y rodaron por el polvo. Unas manos muy fuertes rodeaban su garganta, tirando de ella y retorciéndola mientras Shy gruñía intentando encontrar su cuchillo. Su cabeza se llenó con un estallido de luz, y todo lo que la rodeaba quedó en una extraña calma, mientras notaba que arrastraba los pies, se ahogaba por el polvo y sentía un dolor ardiente y desgarrador por debajo de una oreja. Entonces gritó, se debatió y mordió a la nada, pero sin poder liberarse.

Cuando desapareció la opresión que sentía, vio que Temple luchaba contra el Fantasma, peleándose con él por un cuchillo ensangrentado. Entonces subió gateando, tan despacio como el grano al crecer, desenvainó su espada a duras penas, dio un paso hacia todo lo que la rodeaba, que no dejaba de dar vueltas, y la clavó en el Fantasma, percatándose de que acababa de herir a Temple, por lo juntos que ambos se encontraban. Agarró al Fantasma por la garganta, se lo acercó y le clavó la espada entre los hombros, moviéndola y empujándola, raspando el hueso hasta que su hoja entró todo lo larga que era y la sangre le chorreó por las manos.

Las flechas revoloteaban a su alrededor tan cordiales como libélulas, cayendo entre el ganado, que manifestaba con bufidos su descontento, pues más de un animal lucía alguna pluma ensangrentada. Los animales se empujaban unos a otros, incómodos, y uno de los viejos primos de Gentili se arrodilló en el suelo con dos flechas en un costado, una de ellas rota.

—¡Aquí! ¡Aquí! —Entonces vio que algo reptaba por debajo de un carro, una mano que parecía una garra, y la pisoteó, estando a punto de caerse; uno de los prospectores apareció a su lado para clavarle el filo de una pala, mientras unas cuantas putas acuchillaban algo con unas espadas, lanzando estocadas y gritando como si persiguieran a una rata.

Shy observó el hueco que acababa de formarse entre los carros, por el que una muchedumbre de Fantasmas que farfullaban cosas incomprensibles irrumpía a pie firme, y escuchó que Temple mascullaba algo en un idioma que sólo él conocía y que una mujer que estaba cerca de ella gemía… ¿o era ella misma? Cuando el corazón le dio un vuelco, Shy retrocedió, como si un simple paso atrás le sirviera para protegerse, y todos aquellos pensamientos de permanecer junto a los demás fueron cosas del pasado cuando el primer Fantasma, que se tapaba la cara con una calavera humana y que agarraba entre sus puños pintarrajeados una enorme espada de factura antigua, marrón por el óxido que la cubría, se cernió sobre ella.

En aquel momento, con un rugido que más parecía una risotada, Lamb se interpuso entre ambos. Su rostro era una siniestra parodia del que ella conocía, más horrible que cualquier máscara que se les hubiera ocurrido ponerse a los Fantasmas. Cuando su espada se convirtió en un borrón, el rostro de calavera estalló, lanzando una lluvia de sangre oscura mientras su cuerpo se aflojaba como un saco que de repente se hubiese deshinchado. En lo alto de su carro, Savian clavaba su lanza en aquella masa de gente que chillaba, ayudado por quienes seguían a su lado, que, mascullando palabrotas en todos los idiomas del Círculo del Mundo, conseguían que fuese retrocediendo poco a poco para, finalmente, expulsarla. Lamb golpeó de nuevo, logrando que una figura andrajosa se doblara en dos, y luego apartó el cadáver de una patada, abrió una gran herida en la espalda de otra, lanzando al aire esquirlas de hueso manchadas de sangre, y siguió tajando y descuartizando, levantando en vilo a un Fantasma que se retorcía antes de lanzarlo de cabeza hacia un barril, donde cayó en medio de una lluvia de sangre. Aunque Shy supiera que debía echarles una mano, se apoyó en la rueda de un carro y se puso a vomitar cuando la miró Temple, que estaba echado de costado, agarrándose la parte del trasero donde antes le había herido.

Corlin acababa de curarle a Majud el corte que le habían hecho en una pierna. Tenía el hilo entre los dientes y parecía tan fría como siempre, aunque sus mangas estuviesen llenas de sangre hasta los codos a causa de las heridas que había estado curando. Savian seguía ordenando con voz ronca que juntaran los carros, que colmaran tal o cual hueco o que arrojaran fuera los cadáveres, dándoles a entender a todos que tenían que estar preparados para lo que aún podía llegar. Pero Shy no estaba preparada. Se sentaba con las manos agarradas a las rodillas para no temblar, mientras su sangre manaba lentamente por una de sus mejillas y se pegaba a su pelo, y ella miraba fijamente el cadáver del Fantasma al que había matado.

Sólo eran hombres, como había dicho Savian. En aquellos momentos en que ya podía ver las cosas con más sosiego, comprobaba que era un joven no mucho mayor que Leef. La caravana había sufrido cinco bajas. Al primo de Gentili le habían disparado varias flechas. A dos de los hijos de Buckhorm los hallaron, desorejados, bajo uno de los carros. A una de las putas se la habían llevado a rastras sin que nadie supiera cómo ni cuándo.

No había mucha gente que se hubiese librado de recibir cortes y arañazos, ni nadie que no se sobresaltara a partir de entonces al escuchar el aullido de un lobo. Shy no podía evitar que le temblaran las manos, y aún le dolía aquella oreja que el Fantasma había reclamado como suya. No estaba segura de si se trataba, simplemente, de un corte o de si, por el contrario, la oreja le colgaba de la cara. Pero no se atrevía a comprobarlo.

Tenía que levantarse. Se acordó de Pit y de Ro, perdidos en aquella desolación, y entonces, a pesar de que siguiera asustada, se animó, apretó los dientes y comenzó a mover las piernas, quejándose mientras se arrastraba hacia el carro de Majud.

Aunque estuviera casi segura de que los Fantasmas se habían desvanecido, arrastrados por el viento como si fuesen humo, era evidente que aún seguían en el mismo mundo y en el mismo tiempo que ella, moviéndose entre la hierba en un caos de rabia, cantando y llamándose unos a otros entre gemidos y el destello del acero.

—Ya veo que aún conservas las orejas, ¿eh? —comentó Sweet, frunciendo el ceño al apretar el corte de Shy con un pulgar y ver que ella hacía una mueca de dolor.

—Volverán —musitó Shy, obligándose a mirar a aquellas formas de pesadilla.

—Quizá sí, quizá no. Sólo nos están poniendo a prueba. Decidiendo si quieren intentarlo en serio.

Savian gateó hasta donde se encontraban, con el rostro mucho más hosco y los ojos más entornados de lo habitual, y dijo:

—Si yo me encontrase en su lugar, no me detendría hasta que todos estuviésemos muertos.

Sweet seguía mirando fijamente la llanura. Como si su único cometido fuese el de mirar.

—Afortunadamente para nosotros, estás aquí. Aunque parezcan medio salvajes, los Fantasmas de tipo medio son gente práctica. Y por más que monten en cólera rápidamente, no suelen guardar rencor. Como acabamos de demostrar que somos duros de matar, lo más seguro es que ahora quieran parlamentar. Conseguir lo que puedan de comida y de dinero y marcharse en busca de otros objetivos más fáciles.

—¿Podremos salir de ésta dándoles dinero? —preguntó Shy.

—Pocas son las cosas que hizo Dios de las que uno no pueda salir pagando —sentenció Sweet, para luego añadir, entre dientes—: O eso espero.

—Y después de que hayamos pagado —decía Savian, un tanto incómodo—, ¿qué les impedirá seguirnos y matarnos cuando les convenga?

Sweet se encogió de hombros antes de contestar:

—Si buscabas respuestas seguras a todo, deberías haberte quedado en Starikland. Ahora estamos en las Tierras Lejanas.

En aquel momento, la puerta del carro de Lestek, que estaba muy trabajada por los hachazos de los Fantasmas, se abrió de golpe y el viejo actor salió por ella en camisón, con ojos legañosos que miraban alucinados bajo su blanca cabellera despeinada.

—¡Malditos críticos! —exclamó, lanzando una lata vacía a los lejanos Fantasmas.

—Todo irá bien —decía Temple al hijo de Buckhorm. A su segundo hijo. Que no era ninguno de los que habían muerto, porque ya nada podía ir bien para ellos, pues habían muerto. Pero como aquel pensamiento no habría reconfortado a su hermano, Temple tuvo que repetir una vez más—: Todo irá bien. —Y aunque puso más énfasis que antes, los martillazos que sentía en el corazón, por no hablar de lo que le dolía la herida del trasero, hicieron que su voz vacilase. Sonaba divertido eso de la «herida del trasero». Pero no lo era.

Todo irá bien —repitió, como si fuera a sonar más convincente por el énfasis que ponía al hablar. Recordó a Kahdia diciéndole lo mismo en cuanto comenzó el asedio, y los fuegos de campamento que ardían alrededor de toda Dagoska, y entonces fue dolorosamente evidente para él que ya nada iría bien. Pero le reconfortaba saber que alguien poseía la fortaleza suficiente para mentir. Por eso mismo, Temple estrechó el hombro del segundo hijo de Buckhorm y repitió—: Todo… irá… bien. —Y en aquella ocasión su voz sonó con más convicción y el chico asintió, y Temple se sintió más fuerte que antes, pues supo que podría comunicar su fortaleza a quien quisiese. Entonces se preguntó cuánto le duraría aquella euforia en cuanto apareciese el primer Fantasma.

Buckhorm clavó la pala en la tierra seca que rodeaba las tumbas. Aún llevaba su vieja cota de malla, aunque torcida, porque se había cerrado mal las hebillas. Cuando secó su sudorosa frente con la palma de una de sus manos, un tiznón de tierra seca quedó impreso en ella.

—A muchos nos gustaría… que dijeses algunas palabras.

Temple parpadeó al escucharlo. ¿Tenía que hacerlo? A fin de cuentas, las mejores palabras siempre suelen salir de las peores bocas.

La mayoría de la gente de la caravana estaba ocupada en mejorar las defensas; o en mirar al horizonte, mordiéndose las uñas hasta hacerse sangre; o en asustarse tanto por la inminente llegada de su propia muerte que apenas les quedaba tiempo para preocuparse de los demás. Había varias personas junto a los cinco montículos de tierra: Buckhorm, su atolondrada y parpadeante esposa, y lo que les quedaba de aquella progenie óctuple, cuyo talante oscilaba entre la pena y el terror, pasando por un buen humor que resultaba incomprensible; dos de las putas y su chulo, a quien nadie había visto durante el ataque, pero que había aparecido a tiempo de echar una mano con las tumbas; Gentili y dos de sus primos, y Shy, que, agarrando la pala con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos, miraba con tristeza el montón de tierra que cubría la tumba de Leef. Cuando Temple cayó en la cuenta de que sus manos eran muy pequeñas, sintió por ella una simpatía irrefrenable. Aunque quizá fuese compasión por sí mismo. Seguro que se trataba de esto último.

—Señor —dijo con una voz ronca que le obligó a aclararse la garganta—, en ocasiones das la impresión… de no estar ahí. —Lo cierto era que a Temple, después de toda la sangre y la pérdida de vidas humanas que había presenciado, le parecía que Él no estaba en ningún lugar—. Pero sé que sí estás —añadió, mintiendo. No le pagaban por decir la verdad—. Porque estás en todas partes. Alrededor de nosotros, dentro de nosotros y velando por nosotros. —Acababa de dar la definición más popular de Dios—. Te pido… te imploro, que veles por estos muchachos que ahora yacen en una tierra extraña, cubiertos por unos cielos igual de extraños. Y también por estos hombres y mujeres. Sabes que, aunque no eran perfectos, vinieron hasta estas soledades porque se proponían hacer las cosas de manera distinta. —Como incluso Temple sentía el aguijón de las lágrimas, tuvo que morderse los labios durante un instante, mirar al cielo y parpadear para no llorar—. Acógelos entre tus brazos y concédeles la paz. Nadie se lo merece más que ellos.

Permanecieron en silencio durante unos instantes. El viento revolvía la cabellera de Shy. Después, Buckhorm le acercó la palma de su mano derecha, en la que relucían varias monedas.

—Gracias.

Temple estrechó con ambas manos la otra, encallecida, del ganadero, diciendo:

—Ha sido un honor.

Pero las palabras no servían de nada. Los niños seguían muertos. Por eso, aunque siguiera teniendo deudas, no aceptó aquel dinero.

Cuando la luz comenzaba a desvanecerse y el sol se teñía de rosa por el oeste, surcado por unas nubes negras que eran como olas que rompiesen en un mar en calma, Sweet bajó del carro de Majud.

—¡Quieren parlamentar! —exclamó—. ¡Han encendido una fogata cerca de su campamento y quieren parlamentar! —Era como si aquella noticia le hiciera sentirse muy contento. Temple se habría sentido tan contento como él si no se hubiera sentado cerca de la tumba de Leef, puesto de lado para evitar el dolor que sentía en el lacerado trasero, como si nada pudiera calmarlo.

—¿Ahora quieren parlamentar? —dijo con amargura Luline Buckhorm—. ¿Ahora que mis dos chicos han muerto?

—La situación es tan mala como cuando tus chicos seguían con vida —respondió Sweet con una mueca—. Creo que iré a verlos.

—Voy contigo —dijo Lamb. La mitad de su cara aún brillaba por la sangre seca que la manchaba.

—Y yo —dijo Savian—, para asegurarnos de que esos bastardos no preparan una trampa.

—Yo también voy. —La mueca de Majud y su cojera revelaban que debía de dolerle la pierna que Corlin le había curado, cuya correspondiente pernera del pantalón se agitaba al viento—. Me juré que no volvería a dejar que negociases en mi nombre.

—No me fastidies, porque no vas a venir —dijo Sweet—. Si las cosas salen mal, habrá que salir por pies, y no creo que puedas correr.

Majud cargó su peso sobre la pierna herida. Como aquella mueca volvió a aparecer, dijo, mirando a Shy:

—Pues entonces, que ella vaya por mí.

—¿Yo? —musitó Shy, levantando la cabeza—. ¿Ir a hablar con esos cabrones?

—Eres la persona en quien más confío a la hora de regatear. Mi socio Curnsbick haría todo lo posible para salir airoso.

—Creo que el tal Curnsbick, a quien aún no conozco, no me caerá mal del todo.

—A Sangeed no le gustará tratar con una mujer. —Sweet no dejaba de disentir con la cabeza.

—Pero si es un hombre práctico, seguro que lo soportará. Vayámonos —dijo Shy. Y a Temple le pareció que aquel comentario de Sweet había dado como resultado que Shy decidiese acompañarlos.

Estaban sentados en semicírculo alrededor de una fogata, a cien pasos del improvisado fuerte levantado por la gente de la caravana, cuyas fogatas podían ver. Los Fantasmas. El terrible azote de las llanuras. Los fabulosos salvajes de las Tierras Lejanas.

Shy intentó hacer todo lo que estaba en su mano para atizar en su interior el odio insuperable que sentía por ellos, pero, en cuanto se imaginaba a Leef enterrado bajo aquella tierra cubierta de polvo, sólo sentía la futilidad de su pérdida. Y cuando pensó en sus hermanos, que seguían tan perdidos como antes, se sintió cansada, asqueada y vacía. Y al ver sentados en silencio a los Fantasmas, que ya no proferían gritos de muerte ni esgrimían arma alguna, y pensar que jamás había visto a gente tan derrotada, recordó que la mayor parte de su vida la había pasado luchando desesperadamente contra la adversidad.

Iban vestidos con ropas de cuero medio crudo, pieles andrajosas y harapos de una docena de vestidos diferentes obtenidos en sus saqueos, que apenas ocultaban la piel pálida y tirante sobre los huesos, que asomaba por debajo de ellos. Quizá pensando en las riquezas que no tardarían en conseguir, uno de ellos sonreía, mostrando el único diente podrido que le quedaba en la boca. Otro, con ademán solemne, fruncía el ceño por debajo del yelmo que se había hecho con una olla de cobre previamente molida a palos, la cual parecía una excrecencia que emergiese de su frente. Shy supuso que el Fantasma de mayor edad que se sentaba en el centro debía de ser el gran Sangeed. Una capa de plumas cubría el peto mate que bien hubiera podido llevar mil años antes cualquier general del Imperio. Aunque se adornase con tres collares de orejas humanas, supuesta muestra de sus grandes proezas, era evidente que su hora ya había pasado. Shy, que podía escuchar su respiración llena de flemas y entrecortada, observó que la mitad de aquella cara suya tan curtida como el cuero estaba floja, y que la comisura del labio de aquel lado sin fuerza relucía por la baba que se acumulaba en él.

¿Cómo era posible que aquellos ridículos hombrecillos fuesen los monstruos que antes les habían atacado en esas mismas llanuras? Una lección que debería haber recordado de los años de bandidaje de su juventud era que entre lo terrible y lo lastimoso no hay un gran trecho, y que sobre todo depende de la manera en que uno lo mire.

En todo caso, los hombres mayores que estaban sentados a su lado de la hoguera eran los que más la asustaban: las inquietas llamas convertían aquellos rostros tan llenos de arrugas en los de unos extranjeros diabólicos; la punta del dardo que Savian mantenía en su ballesta cargada relucía con frialdad; el rostro de Lamb se contorsionaba y se retorcía como un árbol gastado por la inclemencia del tiempo, marcado por viejas cicatrices, impenetrable, incluso para ella, que le conocía desde hacia tanto tiempo. Especialmente para ella, quizá.

Sweet inclinó la cabeza y pronunció unas cuantas palabras en el idioma de los Fantasmas, haciendo énfasis con los brazos. Lentamente, entre dientes, Savian pronunció otras para luego toser y añadir, finalmente, unas pocas más.

—Sólo estamos contándonos chistes —explicó Sweet.

—Pues esta situación no parece nada chistosa —le espetó Shy—. Terminemos cuanto antes y regresemos.

—Podemos hablar con vuestras palabras —dijo uno de los Fantasmas, empleando una extraña variedad de la lengua común que sonaba como si tuviese la boca llena de piedrecillas. Era uno joven, que, sentado al lado de Sangeed, enarcaba una ceja al otro lado del fuego. Quizá fuera su hijo—. Me llamo Locway.

—De acuerdo —Sweet se aclaró la garganta—. Estamos en un atolladero. Mira. Nadie tenía que haber muerto. Cadáveres en uno y otro bando que podríamos habernos ahorrado si nos hubieseis dicho lo que queríais.

—Arrebatamos la vida de quienes entran en nuestras tierras —dijo Locway. Daba la impresión de tomarse a sí mismo muy en serio, lo cual era toda una proeza para cualquiera que, como él, llevase unos pantalones raídos de la Unión que tenían un remiendo de piel de castor entre las piernas.

—Muchacho —Sweet lanzó una risotada—, yo ya recorría estas llanuras mucho antes de que hubieras comenzado a mamar de una teta. ¿Y ahora quieres decirme por dónde puedo o no cabalgar? —Ahuecó la lengua y escupió en el fuego.

—¿A quién le importa una mierda por dónde cabalguemos? —Shy se metió en la conversación—. No es que sea una tierra que alguien sensato pueda querer.

El joven Fantasma enarcó una ceja.

—Tiene una lengua muy sucia.

—Pues jódete.

—Ya basta —dijo Savian—. Si hemos venido a negociar, negociamos, y luego nos vamos.

Locway miró a Shy con cara de pocos amigos y luego se inclinó hacia Sangeed. El autoproclamado Emperador de las Llanuras rumió durante unos instantes lo que iba a decir y luego lo soltó.

—Cinco mil de vuestros marcos de plata —dijo Locway—, veinte cabezas de ganado y veinte caballos, y podréis iros con las orejas pegadas a la cabeza. El temible Sangeed ha hablado —y, entonces, el Fantasma de mayor edad levantó la barbilla y asintió con un gruñido.

—Podemos daros dos mil —dijo Shy.

—Que sean tres mil, y los animales. —Su manera de regatear era tan desastrosa como la ropa que llevaba.

—Mi gente me dijo que dos mil. Eso es lo único que sacaréis. En cuanto al ganado, os damos la docena de animales que matasteis tan estúpidamente con vuestras flechas. Nada de caballos.

—Pues entonces, a lo mejor nos acercamos hasta donde estáis y nos los llevamos.

—Pues ven a intentarlo, porque la cosa estará jodida.

El joven torció la boca con intención de replicar, pero Sangeed le tocó en el hombro para decirle algo en voz baja, todo ello sin dejar de mirar a Sweet. Cuando el viejo explorador asintió, el joven Fantasma pudo por fin abrir la boca, para anunciar con tristeza:

—El gran Sangeed acepta vuestra oferta.

Sweet se restregó las manos contra las piernas, que mantenía cruzadas, y sonrió.

—De acuerdo. Entonces todo está bien.

Uh —Sangeed sonrió, torciendo la boca.

—Trato hecho —dijo Locway, que no sonreía.

—De acuerdo —dijo Shy, sin alegrarse. Estaba muy cansada y sólo pensaba en descansar. Los Fantasmas se desperezaron, relajándose un poco, y la mueca del que tenía un único diente podrido se hizo mayor.

Lamb se levantó lentamente, recortándose contra el cielo del atardecer, una impresionante mole oscura a la que el cielo aureolaba con el color de la sangre.

—Yo tengo una oferta mejor —dijo.

Las chispas rodearon sus tobillos cuando cayó de un salto en el fuego. Un relámpago de rojo acero, y Sangeed que se agarra la garganta y cae de espaldas. La cuerda de la ballesta de Savian canta y el Fantasma de la olla cae, pues el dardo se le ha metido por la boca. Otro de ellos da un salto, pero Lamb le entierra el cuchillo en la coronilla con un crujido similar al que haría un leño al partirse.

Locway intenta levantarse a duras penas, lo mismo que Shy, pero Savian hace una finta y lo agarra por el cuello, dándose la vuelta y arrastrando consigo al Fantasma, que se debate y se retuerce con una pequeña hacha en la mano, para quedar finalmente boca arriba, sujeto al suelo, gruñendo al cielo.

—¿Qué estáis haciendo? —pregunta Sweet, pero la respuesta es evidente. Lamb está levantando al último de los Fantasmas con una mano y golpeándolo con la otra, haciéndole escupir los dos últimos dientes que le quedan y atizándole tan deprisa que Shy apenas puede contar los golpes que recibe mientras escucha el sonido de su brazo al rozar contra su manga y el de su puño al aplastarle la cara, de suerte que los oscuros contornos de ésta pierden su forma antes de que Lamb arroje su cuerpo al fuego, que sisea al recibirlo.

Sweet dio un paso atrás para evitar la lluvia de chispas.

—¡Joder! —Sus manos se enredaban en su cabellera gris como si no creyera lo que veía. Lo mismo que Shy, helada y a punto de quedarse paralizada, cuya garganta, cada vez que ella respiraba, emitía un sonido ahogado. En cuanto a Locway, éste seguía gruñendo y forcejeando, tan inmovilizado por la fuerte presa de Savian como una mosca atrapada en la miel.

Sangeed se levantó, tambaleándose y agarrando su abierta garganta con una mano de dedos engarabitados, manchados por la sangre que corría entre ellos. Aunque empuñaba un cuchillo, Lamb aguardó su llegada sin moverse, para luego cogerle por la muñeca como si lo estuviese esperando y retorcérsela, obligando a Sangeed a arrodillarse mientras la hierba se manchaba de sangre. Luego plantó una bota en la axila del viejo Fantasma, desenvainó la espada con un tenue campanilleo acerado, se demoró un instante para mover el cuello a uno y otro lado, subió el brazo de la espada y lo bajó con un sonido sordo. Una y otra vez. Acto seguido, soltó el flácido brazo de Sangeed, se agachó y agarró su cabeza por la cabellera, convertida para entonces en algo deforme donde aún podía apreciarse una mejilla, abierta por uno de los golpes de Lamb que no había llegado a su objetivo.

—Esto es para ti —y la arrojó al regazo del joven Fantasma.

Locway se la quedó mirando, todavía con el pecho aprisionado bajo el brazo de Savian, en el que asomaba el tatuaje. Los ojos del Fantasma fueron de la cabeza decapitada al rostro de Lamb, para, después de enseñarle los dientes, decir, siseando:

—¡Iremos a buscarte! Antes de la aurora, cuando aún sea de noche, ¡iremos a buscarte!

—No —Lamb sonreía. Y sus dientes, sus ojos y la sangre que tiznaba su rostro brillaron bajo la luz de la fogata—. Antes de la aurora… —se agachó delante de Locway, que aún seguía sin moverse—, cuando aún sea de noche… —acarició lentamente el rostro del Fantasma, dejando con tres dedos de su mano izquierda otras tantas líneas negras en su pálida mejilla—, yo iré a buscaros.

Escuchaban unos sonidos a lo lejos, en medio de la oscuridad. Los de una conversación, apenas audibles a causa del viento. Unos querían enterarse de lo que estaban diciendo, mientras que otros les chistaban para que callaran. Cuando Temple escuchó un grito, se agarró a uno de los hombros de Corlin. Ella se soltó de él.

—¿Qué sucede? —preguntó Lestek.

—¿Y cómo vamos a saberlo? —decía Majud por detrás de donde estaban los demás.

Cuando vieron unas sombras que se movían alrededor de la fogata, todos los de la caravana se quedaron sin habla.

—¡Es una trampa! —exclamó Lady Ingelstad, y uno de los suljuks comenzó a vomitar una serie de palabras que ni siquiera Temple pudo entender. Un estallido de pánico que produjo una desbandada general en la que, para su vergüenza, Temple cumplió un papel muy destacado.

—¡Nunca deberían haberse marchado! —dijo Hedges con voz cascada, como si se hubiese opuesto desde un principio a que se fueran.

—Que todo el mundo se calme. —La voz de Corlin, fuerte y sin altibajos, daba a entender que ella no se amilanaba por nada.

—¡Viene alguien! —Majud señalaba con un dedo a la oscuridad. Otro estallido de pánico y otra desbandada general en la que Temple volvió a cumplir un papel muy destacado.

—¡Que nadie dispare! —La voz sepulcral de Sweet resonó en las tinieblas—. ¡Sería lo que me faltaba para rematar este día asqueroso! —Y, tras aquellas palabras, el viejo explorador entró en la zona iluminada por las antorchas, con las manos levantadas y seguido de Shy.

La gente de la caravana dio un suspiro colectivo de alivio al que Temple colaboró con uno de los más profundos, apartando luego dos toneles para que los negociadores pudiesen entrar en el improvisado fuerte del que aquéllos formaban parte.

—¿Qué ha pasado?

—¿Negociaron?

—¿Estamos a salvo?

Sweet se limitó a quedarse de pie con las manos en jarras, meneando lentamente la cabeza a uno y otro lado. Shy tenía el ceño fruncido. Savian llegaba detrás de ellos, con aquellos ojos suyos tan entornados como siempre.

—¿Y bien? —preguntó Majud—. ¿Tenemos un trato?

—Aún siguen pensándoselo —dijo Lamb, que cerraba la retaguardia.

—¿Qué les ofrecisteis? Maldición, ¿qué sucedió?

—Que él los mató —murmuró Shy.

Se hizo un momento de silencio que resultó un tanto embarazoso.

—¿Quién mató a quién? —preguntaba Lady Ingelstad.

—Lamb mató a todos los Fantasmas.

—No exageres —dijo Sweet—, dejó marchar a uno —y, echándose el sombrero hacia atrás, se apoyó contra la rueda de un carro.

—¿Sangeed? —preguntaba Roca Llorona con voz ronca. Sweet agachó la cabeza—. Oh.

—¿Tú… los mataste? —preguntó Temple.

—Aquí es posible que, cuando un hombre intenta matarte, le pagues para que no lo haga —Lamb se encogió de hombros—. Pero en el sitio de donde vengo hacemos las cosas de manera muy diferente.

—¿Los ha matado? —preguntó Buckhorm, horrorizado.

—¡Bien! —exclamó su esposa, agitando uno de sus pequeños puños—. ¡Qué bien que alguien tenga los redaños suficientes para hacerlo! ¡Tuvieron lo que se merecían! ¡Por mis dos chicos muertos!

—¡Aún siguen vivos ocho más de los que preocuparnos! —dijo su marido.

—¡Sin mencionar a todas las personas de la caravana! —añadió Lord Ingelstad.

—Tenía todo el derecho de hacerlo —comentó Savian, rezongando—. Por los que habían muerto y por los que seguían vivos. ¿Confiáis en esos malditos animales que andan por ahí? Si pagáis a alguien para que no os haga daño, sólo conseguiréis que siga molestándoos. Lo mejor es que aprendan a temernos.

—¡Eso es lo que crees! —le espetó Hedges.

—Eso es lo que yo hago —repuso Savian, sin levantarle la voz—. Miradlo por el otro lado… Quizá os hayamos ahorrado una buena cantidad de dinero.

—¡Escaso consuelo… si es a cambio de nuestras vidas! —dijo Buckhorm.

Dio la impresión de que la vertiente financiera del asunto había acabado por convencer a Majud, quien, no obstante, comentó:

—Pero esa decisión hubiéramos debido tomarla juntos.

—Entre matar y morir, la decisión es clara. —Lamb pasó en medio de todas aquellas personas como si no estuvieran y se dirigió a la hierba que se encontraba junto a la fogata más próxima.

—Eso de negociar es una mierda.

—¡Negociar con nuestras vidas!

—Un riesgo que valía la pena correr.

—Tú eres el experto —dijo Majud a Sweet—. ¿Tienes algo que añadir?

El viejo explorador meneó la cabeza.

—¿Algo que añadir? Pues que lo hecho no se puede deshacer. A menos que tu sobrina —miraba a Savian— sea tan buena curando que consiga pegarle a Sangeed la cabeza en su sitio. —Savian guardó silencio—. Pero yo no lo creo —sentenció Sweet, subiéndose al carro de Majud y sentándose detrás del pescante, aún con los arañazos de las flechas, para observar desde allí la llanura a oscuras, que sólo se distinguía del cielo por la ausencia de estrellas.

Temple había pasado muchas noches en blanco a lo largo de su vida. Aquella noche en que los gurkos consiguieron finalmente penetrar dentro de sus murallas, cuando los Devoradores llegaron en busca de Kahdia. La noche en que la Inquisición demolió las casuchas de Dagoska por el delito de traición. La noche en que murió su hija, y la noche, poco después de aquélla, en que también murió su esposa. Pero ninguna de todas esas noches le parecía tan larga como ésta.

La gente de la caravana agarraba sus armas, escrutando aquella nada tan oscura como la tinta, dando en ocasiones la voz de alarma ante cualquier movimiento imaginario, escuchando los lamentos babeantes de uno de los prospectores que había recibido una flecha en el estómago y que, según Corlin, no vería llegar la siguiente aurora. Cumpliendo las órdenes de Savian, que había dejado de hacer sugerencias para tomar incuestionablemente el mando, encendieron antorchas y las lanzaron hacia la hierba que rodeaba a los carros. Su luz parpadeante era peor que la oscuridad total, porque en sus márgenes la muerte aún podía agazaparse.

Temple y Shy se sentaron juntos, en silencio y con una evidente sensación de vacío, en el sitio que Leef solía ocupar, mientras los plácidos ronquidos de Lamb, que seguía al otro lado de la fogata, parecían partir en intervalos la noche interminable. Finalmente, cuando a Shy comenzó a caérsele la cabeza, ella se apoyó en Temple y se quedó dormida. Temple sopesó la idea de darle un empujón para que cayera al fuego, pero luego la desestimó. A fin de cuentas, aquélla podía ser la última ocasión que se le presentaba de sentir el contacto de otra persona. Descartando el del Fantasma que acabaría con él al día siguiente.

En cuanto hubo la suficiente luz para poder ver, Sweet, Roca Llorona y Savian montaron a caballo y se dirigieron hacia los árboles, mientras el resto de la gente de la caravana se subía a los carros para vigilar, con la mirada cansada por el miedo y la falta de sueño. Los tres jinetes volvieron a aparecer poco después para decirles a gritos que aún humeaba la fogata donde los Fantasmas habían quemado a sus muertos, pero que de ellos no había ni rastro.

Se habían marchado. A fin de cuentas, habían demostrado ser gente práctica.

Para entonces, todos se mostraban entusiasmados por el valor y la rápida manera de actuar de Lamb. Luline Buckhorm y su marido lloraban de gratitud por haber podido vengar a sus hijos. Gentili decía que habría hecho lo mismo de ser más joven. Lo mismo que Hedges, si no hubiera sido por su pierna, en la que, en cumplimiento del deber, había recibido una herida durante la batalla de Osrung. Dos de las putas le ofrecieron una recompensa en especie que Lamb hubiera aceptado de no ser por Shy. Luego, Lestek se subió encima de un carro y sugirió con voz melosa que había que recompensarle con cuatrocientos marcos del dinero que se habían ahorrado, recompensa que él no hubiera aceptado de no ser por Shy, que se apresuró a hablar en su nombre.

Lord Ingelstad le dio una palmada en el hombro mientras le ofrecía un trago de la mejor botella de brandy que le quedaba, la cual había envejecido durante doscientos años en las bodegas que su familia tenía en la lejana Keln, antes de que, desafortunadamente, pasaran a manos de un acreedor.

—¡Amigo mío —decía el aristócrata—, usted es un puñetero héroe!

Lamb le miró de soslayo mientras levantaba la botella.

—Dejémoslo en sangriento[4].