La cólera de Dios

La cólera de Dios

—¡No me gusta nada el aspecto de esa nube! —exclamó Leef, apartándose del rostro los cabellos que el viento le echaba hacia atrás.

—Si hay nubes en el Infierno —musitó Temple—, serán como ella. —En el horizonte acababa de formarse una montaña que tenía el color de los nubarrones, una torre oscura que parecía cubrir el mismísimo cielo, convirtiendo el sol en un débil tizón y pintando el cielo con unos extraños colores de guerra. Cada vez que Temple la observaba, parecía estar más cerca. Aquellas Tierras Lejanas no ofrecían ningún refugio donde guarecerse… ¿no acabarían finalmente por quedar bajo su sombra? Y, ¿adónde iría aquella nube, sino a situarse encima justo de él? La nube parecía ejercer ese magnetismo sobrenatural propio de las cosas muy peligrosas.

—¡Que enciendan fuegos y que todo el mundo se meta en los carros! —exclamó, como si unas cuantas tablas y lonas pudieran convertirse en una protección segura contra la inminente furia del cielo. El viento no les ayudaba. Tampoco el granizo que comenzó a caer poco después. Ni la lluvia que lo siguió, fustigándolos por todas partes y metiéndose por dentro de la raída chaqueta de Temple, que se sintió como si no llevase nada encima. Maldiciendo, intentó proteger el pequeño montón de boñigas secas que llevaba, las cuales, en sus manos mojadas, recobraron rápidamente la fragancia de su estado original mientras él se peleaba con un palo encendido.

—¿Verdad que no resulta muy divertido hacer fuego con mierda mojada? —le preguntó Leef a voz en cuello.

—¡He tenido trabajos mejores! —respondió Temple, aún sin dejar de pensar que la sensación de futilidad y desgana que le embargaba en aquel instante la había sentido en todos ellos.

Oyó un ruido de cascos de caballo y vio a Shy balanceándose en la silla de montar, con el sombrero calado en la cabeza. Estaba cerca, gritando para vencer el viento que soplaba cada vez con más fuerza; Temple se distrajo un instante por culpa de su camisa, la cual, pegada a su pecho a causa de la lluvia, tenía un botón desabrochado que dejaba ver un triángulo de piel tostada justo debajo de su garganta, otro más pálido alrededor de él, las finas líneas de sus clavículas, que destellaban tenuemente, y, quizá, un asomo de…

—Te lo pregunto una vez más, ¿dónde está el rebaño? —decía ella, gritándole a la cara.

—Eh… —Temple agitó un pulgar por encima de sus hombros—. ¡Quizá medio kilómetro más atrás!

—La tormenta estará poniendo nerviosos a los animales. —Leef entornaba los ojos a causa del viento, ¿o quizá estaba mirando a Shy?

—A Buckhorm le preocupaba que pudieran dispersarse. Nos envió para que encendiéramos unos cuantos fuegos alrededor del campamento. —Temple señaló la medialuna formada por los nueve o diez fuegos que habían podido encender antes de que comenzase a llover—. ¡Mejor sería reunirlos a todos antes de que se asusten! —Pero, aunque lo intentaba, no parecía capaz de pastorear un rebaño de corderos. El viento ya era muy fuerte, pues aspiraba el humo de los fuegos para dispersarlo por la llanura, y azotaba la hierba crecida, lanzando sus empenachadas semillas en olas y espirales—. ¿Dónde está Sweet?

—Nadie lo sabe. Tendremos que salir de ésta por nuestra cuenta. —Le tiró de la chaqueta, que estaba empapada—. ¡No enciendas más fuegos! ¡Hay que volver a los carros!

Los tres avanzaron penosamente bajo la lluvia que los azotaba, lacerados y abofeteados por las rachas de viento, Shy llevando de la brida a su nervioso caballo. Una extraña oscuridad se había adueñado de la llanura, tanta que apenas vieron los carros hasta que chocaron contra ellos, mientras los demás tiraban desesperadamente de los bueyes o intentaban hacerse con los aterrados caballos y el ganado, y se peleaban con los chaquetones o las pieles enceradas con los que se habían cubierto, a los que el viento convertía en unos tenaces adversarios.

Ashjid estaba en medio del campamento, con los ojos abultados por el fervor, los nervudos brazos alzados al cielo que chorreaba y el idiota de la caravana arrodillado a sus pies como la escultura de un profeta martirizado.

—¡No se puede huir del Cielo! —decía él con voz chirriante y moviendo los dedos—. ¡No es posible ocultarse de Dios! ¡Dios siempre está mirando!

A Temple le pareció que era de ese tipo de sacerdotes que son muy peligrosos… porque realmente creen en lo que dicen.

—¿Ha caído usted en la cuenta de que Dios es muy bueno mirando —preguntó Temple— pero muy malo a la hora de ayudar?

—Tenemos preocupaciones mayores que ese necio y su idiota —le espetó Shy—. ¡Hay que juntar los carros… porque, si el ganado pasa entre ellos, no sé qué sucederá!

La lluvia formaba cortinas de agua. Temple estaba tan empapado como si se hubiese metido en una bañera. Se le ocurrió pensar que era el primer baño en varias semanas. Observó que Corlin, con los dientes apretados y la cabellera pegada al cráneo, se peleaba con unas cuerdas para bajar la lona que se había enredado. Lamb estaba a su lado, apoyando uno de sus pesados hombros contra un carro y tirando como si pudiera moverlo él solo. Y lo movió, aunque sólo un poco. Entonces, dos suljuks que parecían muy sucios saltaron a su lado, de suerte que consiguieron moverlo entre los tres. Como Luline Buckhorm estaba subiendo a sus hijos a un carro, Temple acudió en su ayuda, apartándose el pelo de los ojos.

—¡Arrepentíos! —decía Ashjid con su voz chillona—. ¡No es una tormenta, sino la cólera de Dios!

Savian le agarró por su túnica raída.

—Es una tormenta. ¡Sigue hablando y yo te enseñaré cómo es la cólera de Dios! —dijo, tirando al suelo al anciano.

—Hay que… —Shy siguió hablando, pero el viento le robó las palabras. Dio un codazo a Temple, que fue tras ella a trompicones, en lo que, aunque apenas sólo eran unos pasos, le parecieron varios kilómetros. Estaba tan oscuro como si hubiese anochecido, y el agua le bajaba por la cara mientras él tiritaba de frío y de miedo, moviendo las manos sin poder parar. Cuando se volvió, el pánico y las ganas de echar a correr se apoderaron súbitamente de él.

¿Adónde habían ido a parar los carros? ¿Dónde estaba Shy?

Como un fuego al que aún le quedaban unas cuantas brasas lanzaba una lluvia de chispas en la oscuridad, se dirigió a duras penas hacia él. El viento regresó como si fuera una puerta que acabaran de cerrar de golpe, así que siguió avanzando, agarrándose a él como el borracho que agarra a otro borracho. De repente, como si fuese más marrullero que Temple, el viento cambió de dirección, pillándolo desprevenido, y lo envió a rodar por el suelo, arrastrándolo por la hierba mientras los chillidos dementes de Ashjid, que pedía a Dios que golpease a quienes no creían en Él, resonaban en sus oídos.

Le pareció una barbaridad. Porque, una de dos, o se es creyente o no se es. ¿No es cierto?

Se arrastró con manos y piernas sin atreverse a levantarse, no fuera a ser que saliera volando para luego caer en algún lugar lejano donde sus huesos acabarían blanqueándose en una tierra jamás hollada por seres humanos. Un relámpago hendió la oscuridad, las gotas de lluvia se convirtieron en rayas de tiza congelada y los carros se perfilaron de blanco, lo mismo que las siluetas de la gente, como si quisieran dibujar una escena demencial. Luego todo volvió a sumirse en una oscuridad azotada por la lluvia.

Un instante después un trueno rugió y reverberó, convirtiendo las rodillas de Temple en gelatina y estremeciendo a la mismísima tierra. Pero, cuando su estruendo finalizó, un sonido parecido al de mil tambores creció en intensidad, pues era evidente que el suelo temblaba. Entonces Temple comprendió que no se trataba de truenos, sino de cascos de animales. De cientos de cascos de animales que golpeaban el suelo, los del ganado que había enloquecido a causa de la tormenta, de muchas docenas de toneladas de carne que se disponían a chocar contra él en aquel sitio donde permanecía arrodillado e indefenso. Otro relámpago. Entonces, como si la oscuridad tiñera de maldad lo que veía, le pareció ver un único animal que, armado con cientos de cuernos ensangrentados, cargaba contra él, una masa enfurecida que cruzaba la llanura en su dirección.

—¡Oh, Dios! —susurró, seguro ya, por muy astuto que siempre hubiera sido, de que el helado abrazo de la Muerte acababa de alcanzarle—. ¡Oh, Dios!

—¡Ven, jodido idiota!

Algo le agarró y, al caer otro relámpago, vio el rostro de Shy, sin sombrero, con los cabellos pegados y los labios apretados como muestra de su tenaz determinación. Y entonces se sintió más contento que nunca por el hecho de que le insultaran. Caminó a duras penas pegada a ella, mientras el viento los zarandeaba y golpeaba como si fueran dos corchos en medio de una inundación, y la lluvia daba paso a un aguacero de proporciones divinas —como el descrito en aquella fábula en la que Dios castiga con un diluvio la arrogancia de la vieja Sippot— y el atronar de los cascos en movimiento se fundía con los truenos del airado cielo para crear una terrorífica algarabía.

Dos relámpagos que se produjeron al mismo tiempo iluminaron la parte trasera de un carro cuya lona se abría y cerraba violentamente, bajo la cual apareció el rostro de Leef, quien, con los ojos muy abiertos, lanzaba palabras animosas que el viento estrangulaba mientras él alargaba con fuerza un brazo.

Entonces, aquella mano se cerró alrededor de la de Temple, que fue arrastrado al interior del carro. Otro relámpago le permitió divisar a Luline Buckhorm y a varios de sus hijos, acurrucados entre los sacos y los barriles, junto a dos de las putas y uno de los primos de Gentili, todos tan mojados como si acabasen de nadar. Shy se deslizó en el carro cuando Leef la cogió por debajo de los brazos, mientras un auténtico diluvio pasaba alrededor de las ruedas. Entre todos pusieron la lona en su sitio.

Temple fue hacia atrás, hacia la parte del carro que estaba tan oscura como la pez, y alguien se apoyó en él. Podía escuchar la respiración de alguien. Quizá fuera Shy, o Leef, o incluso el primo de Gentili. Apenas le importaba quién fuese.

—Por los dientes de Dios —musitó—, alguno podría salir fuera…

Nadie le contestó. Porque no había nada que decir, o quizá porque todos estaban demasiado cansados para decir nada, o por el ganado que pasaba junto a ellos o el granizo que tamborileaba en la lona mojada dispuesta justo encima de sus cabezas.

Era fácil ver cuál era el camino que había seguido el ganado… un sendero de barro pisoteado que bordeaba la parte derecha del campamento y que relucía en aquella mañana húmeda, contrastando con los cadáveres de las vacas pisoteadas que se encontraban diseminados por él.

—Creo que la buena gente de Arruga tendrá que esperar un poco más para contemplar la obra de Dios —comentó Corlin.

—Eso parece. —Shy lo había tomado en un principio por un montón de harapos mojados. Pero al agacharse junto a él, vio un trozo de tela negra que se agitaba al viento junto a un brocado blanco. Entonces reconoció las vestiduras de Ashjid. Se quitó el sombrero. Le pareció que era la única muestra de respeto que podía ofrecerle.

—No ha quedado mucho de él.

—Supongo que es lo que queda cuando varios cientos de cabezas de ganado le pasan a uno por encima.

—Recuérdame que no lo intente. —Shy permaneció en pie mientras se encasquetaba el sombrero en la cabeza—. Creo que hay que ir a contárselo a los demás.

En el campamento había mucha actividad, pues todos reemplazaban lo que se había llevado la tormenta y recogían lo que había sido dispersado. Como algunas cabezas de ganado podían haber recorrido para entonces varios kilómetros, Leef y unos cuantos hombres salieron para juntarlas. Lamb, Savian, Majud y Temple se afanaban en reparar un carro que el viento había arrastrado hasta una zanja. Bueno, Lamb y Savian lo levantaban mientras Majud reparaba el eje con ayuda de unas tenazas y un martillo. Temple sujetaba los clavos.

—¿Todo va bien? —preguntó cuando las dos mujeres se les acercaron.

—Ashjid ha muerto —dijo Shy.

—¿Muerto? —preguntó Lamb con un bufido, bajando el carro hasta el suelo y dando una palmada.

—Definitivamente, sí —dijo Corlin—. El ganado le pasó por encima.

—Le dije que se apartara —dijo Savian, rezongando. Aquel hombre era todo un dechado de sentimientos.

—¿Y quién rezará ahora por nosotros? —Majud parecía incluso preocupado.

—¿Necesitas rezar por algo? —preguntó Shy—. No te había tomado por un hombre piadoso.

El comerciante se pasó una mano por la barbilla.

—Aunque crea que el Cielo sólo se encuentra en el fondo de una bolsa repleta… la verdad es me había acostumbrado a rezar todas las mañanas.

—Y yo —añadió Buckhorm, que acababa de llegar con dos de sus hijos para sumarse a la conversación.

—Bueno —musitó Temple—, por lo que veo, hizo unas cuantas conversiones.

—¡Eh, abogado! —decía Shy—. ¿Entre la lista de tus anteriores profesiones no estaba la de sacerdote?

Temple parpadeó mientras se inclinaba para hablar despacio.

—Sí. Pero de todos los episodios vergonzantes de mi pasado, quizá sea ése el que más me avergüenza.

Shy se encogió de hombros cuando le dijo:

—Bueno, siempre te quedará un sitio tras el ganado, si eso es lo que te gusta.

Temple se lo pensó durante un instante y luego dijo a Majud:

—En el transcurso de varios años fui instruido personalmente por Kahdia, Alto Haddish del Gran Templo de Dagoska y orador y teólogo de fama mundial.

Uh… —Buckhorm se echó el sombrero hacia atrás con uno de sus largos dedos—. Ah… bueno, ¿pero sabes rezar o no?

Temple suspiró.

—Sí, sí, claro que sé —y añadió en voz baja para que sólo Shy lo escuchara—: Serán las oraciones que un sacerdote incrédulo dirija a una congregación incrédula, formada por una docena de naciones que muestran su incredulidad por lo que creen las demás.

Shy se encogió de hombros y dijo:

—Ahora estamos en las Tierras Lejanas. Supongo que la gente necesitará algo nuevo en lo que creer —y, mirando a los demás, añadió—: ¡Él rezará para todos vosotros las oraciones más cojonudas que jamás hayáis escuchado! ¿Acaso no se llama Temple? ¿No os parece un apellido bastante religioso?

Majud y Buckhorm intercambiaron unas miradas cargadas de escepticismo.

—Si un profeta puede aparecer como llovido del cielo, supongo que otro puede llegar flotando por un río.

—No es que las opciones nos lluevan… precisamente.

—Pues las opciones, precisamente, no —dijo Lamb, que no dejaba de mirar el cielo.

—¿Y cuáles serían mis emolumentos? —preguntó Temple.

—A Ashjid no le pagábamos ninguno —Majud frunció el ceño.

—Ashjid sólo se preocupaba de Dios. Pero yo tengo que preocuparme de mí.

—Por no hablar de tus deudas —añadió Shy.

—Por no hablar de ellas. —Temple echó a Majud una mirada llena de reprobación—. Además, dejaste bien claro lo caritativo que eras cuando no quisiste ayudar a un hombre que se estaba ahogando.

—Te aseguro que soy tan caritativo como el que más, pero siempre tengo que tener en cuenta la opinión de mi socio Curnsbick, que es bastante agarrado. Él nunca me lo habría permitido.

—Eso es lo que siempre nos dices de él.

—Y, además, no te estabas ahogando. Sólo estabas mojado.

—Pero uno siempre debe ser caritativo con los que están mojados.

—Y tú no lo fuiste —añadió Shy.

Majud disentía con la cabeza cuando dijo:

—Vosotros dos seríais capaces de venderle ojos de cristal a un ciego.

—Pues algo parecido es rezar para un villano —Temple contraatacaba, moviendo las pestañas como un beato.

El comerciante se pasó una mano por la calva.

—De acuerdo. Pero no suelo comprar nada sin antes ver una muestra de lo que compro. Quiero que reces ahora mismo y, si la oración me convence, te pagaré por ella y por las que reces todas las mañanas. Espero que así puedas pagar tus numerosas deudas.

—Pues sí que lo son. —Shy se inclinó hacia Temple—. Querías dejar de cabalgar en la retaguardia, pues aquí lo tienes. Échale un poco de alma, abogado.

—De acuerdo —repuso Temple, añadiendo—: Pero si soy el nuevo sacerdote, necesitaré las botas del viejo. —Se subió, gateando, a uno de los carros mientras la improvisada congregación formaba una medialuna bastante desordenada. Para sorpresa de Shy, casi la mitad de la caravana se había acercado a verlo, porque, suponía ella, nada mueve a rezar tanto a la gente como la muerte, y la demostración que Dios había dado de su ira la noche anterior acababa de aumentar la audiencia. Todos los suljuks estaban presentes. También la espigada Lady Ingelstad, movida por la curiosidad, y Gentili, con su vieja familia, y Buckhorm, con la suya, más reciente. Y la mayoría de las putas, acompañadas por su chulo, aunque Shy sospechase que lo que le movía era la necesidad de vigilar el género, y no el amor que pudiese albergar hacia el Todopoderoso.

Se hizo el silencio, sólo interrumpido de vez en cuando por el ruido que Hedges hacía con su cuchillo al despellejar el ganado muerto en la estampida, que no había que desaprovechar, y el que Savian hacía con una pala al enterrar los restos del anterior consejero espiritual de la caravana. Sin las botas. Temple juntó las manos y, humildemente, volvió su rostro hacia el cielo. Para entonces de azul claro, sin signo alguno de la cólera que lo había fustigado la noche anterior.

—Señor…

—¡Ha estado muy cerca! —En aquel momento, el viejo Dab Sweet llegaba al galope, agarrando las riendas con dos dedos—. ¡Buenos días, mis valientes compañeros!

—¿Dónde demonios has estado? —preguntó Majud.

—Explorando. Para eso me pagáis, ¿o no?

—Te pagamos para eso y para que nos aconsejes cuando haya una tormenta.

—No puedo aconsejar a nadie cuando me encuentro a muchos kilómetros. Estábamos muy al este —dijo, señalando con el pulgar por encima de su hombro.

—Muy al este —repitió como un eco Roca Llorona, que, sin saber cómo, había entrado silenciosamente en el campamento por el extremo opuesto.

—Siguiendo un posible rastro de los Fantasmas, para evitaros sorpresas desagradables.

—¿Un rastro de los Fantasmas? —preguntó Temple con cara de aprensión.

Sweet levantó una mano para tranquilizarlos a todos.

—Aún no tenéis por qué cagaros en los calzones. Estamos en las Tierras Lejanas, por donde siempre merodean los Fantasmas. La pregunta es quiénes y cuántos son. Nos preocupaba que ese rastro pudiera ser de la gente de Sangeed.

—¿Y? —preguntó Corlin.

—La tormenta nos alcanzó antes de que consiguiéramos descubrir algo. Sólo pudimos buscar una roca para guarecernos y esperar a que pasara.

—Ah, uh —dijo Roca Llorona, presumiblemente para apoyarle.

—Tenía que haber estado aquí —Lord Ingelstad no estaba de acuerdo con lo sucedido.

—No es posible estar en dos sitios a la vez, Excelencia. Así que guárdese sus quejas. Ya sé que los exploradores siempre tienen la culpa. Todos saben hacer las cosas mejor que nadie, hasta que nos llaman para preguntarnos cómo se pueden hacer. Suponíamos que en toda la caravana habría los suficientes corazones aguerridos y las cabezas juiciosas necesarias para salir del paso, sin contar con la de Vuestra Excelencia. —Sweet cubrió su labio superior con el inferior mientras miraba, asintiendo, el empapado campamento y a sus ocupantes llenos de barro—. Se perdieron muy pocas cabezas de ganado para lo fuerte que fue la tormenta. Hubiera podido ser mucho peor.

—¿Quieres que baje? —preguntó Temple.

—Por mí no lo hagas. Pero, dime: ¿Qué haces ahí arriba?

—Se disponía a comenzar la oración de la mañana —dijo Shy.

—¿Él? ¿Qué le ha pasado a ese que habla con Dios? No recuerdo cómo se llama.

—La noche anterior, el ganado le pasó por encima —dijo Corlin, sin darle mayor importancia.

—Me lo había imaginado. —Sweet metió una mano en las alforjas y sacó una botella medio llena—. Bueno. Te toca, abogado. —Y se echó un largo trago.

Temple suspiró, mirando a Shy. Ella se encogió de hombros y dijo, moviendo los labios, pero sin emitir ningún sonido:

—Comienza.

Él volvió a suspirar y alzó la mirada al cielo.

—Señor —dijo, volviendo a donde lo había dejado—, por razones que sólo Tú conoces, decidiste poner a mucha gente mala en el mundo. Personas que preferirían robar lo que fuese antes que conseguirlo por sí mismas. Que preferirían romper lo que fuese antes que verlo prosperar. Personas a las que les gustaría quemar lo que fuese sólo para ver cómo arde. Lo sé. Porque yo mismo me crucé con algunas de ellas. Cabalgué con ellas —Temple bajó la mirada durante un instante—. Supongo que fui una de ellas.

—¡Oh, qué bueno es! —musitó Sweet, pasándole la botella a Shy. Ella se echó un trago, asegurándose de que no fuese muy largo.

—Quizá esas personas parezcan monstruos. —Temple subía y bajaba el tono de su voz y movía las manos, juntándolas y separándolas, para luego señalar con ellas de una manera que Shy tuvo que reconocer que resultaba muy convincente—. Pero lo cierto es que no hay que recurrir a la brujería para conseguir que un hombre haga cosas malas. Malas compañías. Malas decisiones. Mala suerte. Y sólo la cobardía que es usual entre todos los seres humanos. —Shy le enseñó la botella a Lamb, pero éste estaba tan absorto en el sermón que ni se fijó. Corlin la cogió en su lugar.

»Pero hoy, congregadas en este sitio, buscando humildemente tu bendición, se encuentran unas personas muy diferentes. —La verdad era que, desde que el rebaño había comenzado a aumentar, no se diferenciaban mucho unas de otras—. Por supuesto que no son perfectas. Y que no se hallan libres de culpa. Unas no practican la caridad —y Temple miró duramente a Majud—. Otras sienten inclinación por la bebida. —Corlin se detuvo con la botella a medio camino de la boca—. Y algunas se muestran ligeramente tacañas. —Su mirada recayó entonces en Shy, y hay que decir que ella se sintió ligeramente avergonzada durante un instante, como si hubiera hecho algo malo.

»¡Pero todas y cada una de estas personas han venido hasta aquí para conseguir algo! —Una ola de asentimiento recorrió la caravana entera, mientras las cabezas se mecían de atrás adelante como si asintieran—. ¡Todas y cada una de ellas han elegido tomar el camino difícil! ¡El buen camino! —La verdad es que era bueno. Shy apenas podía creer que aquel hombre, cuyas palabras parecían brotar de su corazón como si procedieran de Dios, fuese el mismo que se quejaba diez veces al día a causa del polvo—. ¡Para arrostrar los peligros de la desolación y así construir una vida nueva con la fuerza de sus manos, de su sudor y de su meritorio esfuerzo! —Temple abría los brazos como si quisiera abarcar a todos los allí reunidos—. ¡Son gente buena, oh, Dios! ¡Son tus hijos, dispuestos a cualquier esfuerzo, llenos de esperanza y de ganas de perseverar! ¡Alza tu escudo para protegerlos de la tormenta! ¡Y guíalos en las adversidades de este día y de todos los demás!

—¡Hurra! —exclamó el idiota, que comenzaba a saltar y a dar puñetazos al aire como si acabara de entregar toda su fe al nuevo profeta, riendo, haciendo cabriolas y gritando—: ¡Gente buena, gente buena! —hasta que Corlin lo agarró para que se callara.

—Hablas muy bien —dijo Lamb, mientras Temple bajaba del carro dando un salto—. Por los muertos, hablas pero que muy bien.

—Si me lo permites, diré que hablo mucho mejor que cualquier otra persona.

—Bueno, seguro que ahora dirás que te creías lo que estabas diciendo —dijo Shy.

—Si te pasas unos cuantos días cabalgando en la retaguardia, estás preparado para creer en lo que sea.

La gente de la caravana se marchaba para realizar sus tareas matutinas. Mientras se iban, dos personas le dieron las gracias a Temple. Majud seguía sin moverse, apretando los labios mientras valoraba el sermón.

—¿Convencido? —le preguntó Shy.

El comerciante echó mano de su bolsa, un acontecimiento casi milagroso, y sacó de ella lo que parecía ser una moneda de dos marcos, diciéndole a Temple:

—Al parecer, se te dan bien las oraciones. Por aquí tienen más demanda que las leyes. —Y lanzó la moneda al aire, que destelló al girar bajo el sol de la mañana.

Temple apretó los dientes mientras intentaba cogerla.

Pero Shy la atrapó antes de que cayera.

—Ciento doce —dijo.