El Puente de Sweet
—¿He exagerado? —preguntó Sweet.
—Por una vez, no —respondió Corlin.
—Parece que es muy grande —musitó Lamb.
—Sin duda —añadió Shy. Aunque no fuese una persona fácilmente impresionable, tenía que reconocer que el Puente Imperial de Sictus era un espectáculo, sobre todo para aquellos que llevaban varias semanas sin ver algo parecido a un edificio. Cruzaba el ancho y tranquilo río con cinco impresionantes ojos, tan altos por encima del agua que uno apenas podía hacerse una idea de su monstruoso tamaño. El viento había desgastado las esculturas de sus pedestales carcomidos hasta convertirlas en muñones sin forma, y su sillería aparecía cubierta con cañas de flores rosadas, hiedra e incluso árboles completamente desarrollados, por no hablar de la itinerante plaga de seres humanos que lo recorrían en toda su longitud y se arracimaban en sus extremos. Incluso erosionado por el paso del tiempo, destilaba respeto y majestuosidad, como si en vez de ser una estructura creada por la ambición del hombre fuese un portento del paisaje que lo circundaba.
—Lleva en pie más de mil años —aseveró Sweet.
—Casi tantos como los que tú llevas en esa silla —dijo Shy, riéndose.
—Pues en todo ese tiempo sólo me he cambiado dos veces de pantalones.
—Algo difícil de comprobar —Lamb disentía con la cabeza.
—¿Es verdad que se cambia tan poco de pantalones?
—No se los cambia en absoluto.
—Ésta será nuestra única oportunidad de comerciar antes de llegar a Arruga —dijo Sweet—. No creo que tengamos la suerte de encontrar gente amistosa.
—La suerte es algo con lo que jamás hay que contar —dijo Lamb.
—Y menos en las Tierras Lejanas. Aseguraos de comprar lo que necesitéis, y de no comprar nada que no vayáis a usar. —Sweet miró la cómoda de madera barnizada que alguien había tirado al pie del camino, cuyas finas ensambladuras se habían hinchado a causa de la lluvia y donde una colonia de hormigas enormes había dispuesto su residencia. No dejaban de encontrar toda suerte de bienes muebles, dispersos como las maderas a la deriva en un diluvio. Objetos que a sus dueños les hubiera sido imposible abandonar cuando vivían en la civilización. Los muebles de calidad parecen menos atractivos cuando tienes que cargar con ellos—. Nunca lleves nada que te impida nadar a la hora de meterte en un río, solía decir el viejo Corley Ball.
—¿Qué le sucedió? —preguntó Shy.
—Creo que se ahogó.
—La gente apenas hace caso de las lecciones que les da a otros —murmuró Lamb, cuya mano seguía descansando sobre el pomo de su espada.
—Tienes razón —dijo Shy, mirándole—. Bajemos por aquí, para ver si podemos seguir por la otra ribera antes de que se haga de noche. —Y se volvió, haciendo una señal a los carros para que reemprendieran la marcha.
—A este paso, no tardará mucho en tomar el mando, ¿no crees? —dijo Sweet en voz baja, pero ella lo oyó.
—No creo que sea muy grave —respondió Lamb.
La gente se arracimaba en el puente como las moscas en un cadáver, llegadas de todas partes de aquella tierra tan salvaje como ventosa para comerciar y beber, pelear y follar, reír y llorar, y hacer lo que suele hacer la gente cuando encuentra compañía después de carecer de ella durante semanas o meses, o incluso años. Había allí tramperos, cazadores y aventureros, que, aun distinguiéndose unos de otros por sus ropas selváticas y peinados, coincidían en el olor a fiera y a comida rancia. Había Fantasmas pacíficos que vendían pieles, mendigaban limosna o se tambaleaban como cubas tras beberse las ganancias. Había gente llena de esperanza que se dirigía a los campos del oro para hacerse rica de golpe, y gente amargada que tomaba el sentido contrario para olvidar el fracaso, y mercaderes, tahúres y putas que intentaban hacer fortuna a costa de los anteriormente mencionados y de sí mismos. Todo estaba tan dominado por el griterío como si el mundo fuera a terminarse al día siguiente, mientras la gente se arremolinaba junto a los fuegos humeantes, junto a las pieles que estaban extendidas para secarse y junto a las que ya habían sido empaquetadas para el largo viaje de vuelta, las cuales servirían para que algún necio rico de Adua se hiciera un sombrero con el que dar envidia a sus vecinos.
—¡Dab Sweet! —exclamó con voz gutural un individuo que tenía una barba tan larga como una alfombra.
—¡Dab Sweet! —dijo una mujer delgada que despellejaba la carcasa de un animal cinco veces mayor que su tamaño.
—¡Dab Sweet! —dijo con voz cascada un viejo medio desnudo que quemaba los marcos de unas puertas, y el viejo explorador asentía, saludando a todos y cada uno de ellos cuando pasaba a su lado, dando la impresión de que conocía a la mitad de los habitantes de las llanuras.
Los emprendedores comerciantes habían cubierto sus carros con telas vistosas para convertirlos en puestos, y forrado los escudos imperiales de la Carretera Imperial que conducía al puente, de suerte que aquello parecía un bazar dominado por los gritos que anunciaban el importe de las mercancías, las quejas del ganado y el tintineo de los productos y de las monedas de todas las regiones. Una mujer con gafas se sentaba detrás de un mostrador fabricado con una puerta vieja en el que descansaban varias cabezas resecas. El cartel dispuesto encima decía: Se compran y se venden cráneos de Fantasmas. Comida, armas, ropas, caballos, recambios de piezas de carros y cualquier tipo de cosas que sirvieran para mantenerse con vida en las Tierras Lejanas se vendían a cinco veces su valor. Las preciadas posesiones abandonadas por los ingenuos colonos, que iban desde obras de arte hasta cuberterías y cristales de ventanas, eran compradas por los oportunistas más astutos a precios irrisorios, para luego ser vendidas muchísimo más caras.
—Creo que haríamos un buen negocio trayendo espadas y llevándonos muebles —musitó Shy.
—Siempre tienes buen ojo a la hora de hacer negocios —dijo Corlin, mirándola de soslayo. En cualquier adversidad no podrás encontrar una cabeza más tranquila que la de una mujer, porque durante el resto del tiempo parece querer estar al tanto de todo.
—Los negocios no van a ir en tu busca —repuso Shy, ladeándose en la silla cuando una cagada de pájaro se estrelló en la calzada cerca de su caballo. Había una muchedumbre de pájaros por todas partes, graznando y gorjeando, volando en círculos muy altos, formando hileras en las cuerdas, peleándose a picotazos en los montones de desperdicios, recorriendo el suelo para robar las miguitas que les daban y las que no, dejándolo todo, el puente, las tiendas e incluso a buena parte de las personas, adornado y pringado con sus deyecciones grises.
—¡Necesitarán uno de éstos! —decía un comerciante, dirigiéndose a ellos tras agarrar por el cogote a un gato macho que no parecía muy contento y apechugar con él a Shy, mientras, desde un montón de jaulas apiladas una encima de otras, otros especímenes roñosos la miraban con esa cara tan triste que sólo consigue un largo confinamiento en ellas—. ¡Arruga está llena de ratas tan grandes como caballos!
—¡Entonces debería ofrecernos gatos más grandes! —replicó Corlin, y luego, dirigiéndose a Shy, añadió—: ¿Dónde está tu esclavo?
—Ayudando a Buckhorm a conducir el ganado en medio de este desastre, creo. Y no es mi esclavo —puntualizó, muy enfadada. Parecía sentirse obligada a defender de los demás al hombre a quien ella misma había estado atacando.
—De acuerdo, pues entonces será tu puto.
—Tampoco lo es, al menos por lo que yo sé. —Shy enarcó las cejas al ver un espécimen de aquello de lo que estaban hablando, que, con la camisa abierta hasta la barriga, husmeaba entre los grasientos faldones de una tienda—. Aunque suele decir con cierta frecuencia que ha tenido muchas profesiones…
—A lo mejor quiere volver, precisamente, a ésa. Es la única que le permitiría saldar de una vez la deuda que tiene contigo.
—Ya veremos —dijo Shy. Pero comenzaba a pensar que Temple no había sido una buena inversión. Le pagaría aquella deuda aunque tuviera que tenerlo trabajando hasta el Día del Juicio, eso si no se moría antes, lo que le parecía lo más probable, o encontraba a otro necio que le ayudara a escapar amparado en la oscuridad, lo que parecía mucho más probable. Hasta entonces, siempre había estado llamando «cobarde» a Lamb. Pero, al menos, él nunca se asustaba por tener que trabajar. Por lo que podía recordar, jamás se había quejado. Temple apenas podía abrir la boca sin quejarse de las putadas que para él suponían el polvo, el clima, la deuda o tener el culo dolorido.
—Ya te daré yo culo dolorido —dijo para sí—, bastardo inútil…
Calma. ¿Qué puede esperar una de un hombre al que ha pescado en el agua? ¿Que sea un héroe?
En cada extremo del puente había dos torres que antaño debían de haber servido para vigilar su entrada. Las que estaban más cerca se habían desmoronado a muy poca altura, de suerte que las piedras que las conformaban aparecían diseminadas por el suelo y cubiertas de musgo. Podía ver entre ambas una puerta improvisada… una obra de carpintería de pésima calidad, y eso que ella había hecho más de una chapuza con maderas… Veía tablas de carros viejos, cajas y toneles, sujetos con clavos recogidos de la basura, e incluso una rueda, clavada en su parte frontal. Un chico, encaramado en el fragmento de columna que quedaba a uno de sus lados, amenazaba a la multitud con la expresión más belicosa que Shy jamás hubiera visto.
—¡Clientes, papá! —exclamó cuando Lamb, Sweet y Shy se acercaron a ellos y los carros de la caravana se juntaron a causa de la muchedumbre, para luego seguir moviéndose.
—Ya los veo, hijo. Buen trabajo. —Quien hablaba era un hombre enorme, más grande incluso que Lamb, cuya barba alborotada tenía el color del jengibre. Lo acompañaba un individuo fibroso que tenía las mejillas más abultadas que nadie hubiera visto jamás, el cual llevaba un yelmo que sólo hubiese entrado en una cabeza de pómulos pequeños. Parecía una taza de té encasquetada en el extremo de una maza. Otro tipo notable se exhibía en lo alto de una de las torres, con un arco en la mano. Barbarroja salió al centro de la torre sin apuntarles directamente con la lanza, pero tampoco apuntando ésta hacia otro sitio.
—Este puente es nuestro —dijo.
—Impresionante —Lamb se quitó el sombrero para secarse la frente—, nunca os habría atribuido una obra de esta magnitud.
Barbarroja enarcó una ceja, sin tenerlas todas consigo de que no le estuviera insultando.
—Nosotros no lo construimos.
—¡Pero es nuestro! —exclamó Pomulitos, como si por decirlo a gritos acabara por ser suyo.
—¡So idiota! —añadió el chico desde su columna.
—¿Quién dice que es vuestro?
—¿Y quién dice que no lo es? —respondió Pomulitos—. El derecho de posesión se convierte en ley.
Shy miró hacia atrás, pero Temple seguía con el ganado.
—Uh. Cuando necesitas a un maldito abogado, nunca lo tienes a mano…
—Si queréis cruzar, tendréis que pagar el peaje. Una persona, un marco; un animal, dos; un carro, tres.
—¡Sí! —dijo el chico, con un gruñido.
—Qué faena —Sweet movía la cabeza a uno y otro lado como si le molestase tanta suciedad—, cobrar a un hombre justo para fastidiarle cuando está tranquilo.
—Hay gente que saca provecho de cualquier cosa. —Temple acababa de llegar a lomos de su mula. Se pasó un trapo por la cara ennegrecida y las líneas de polvo amarillo que rodeaban sus ojos, las cuales le daban cierta apariencia de payaso, y exhibió una sonrisa deslavada con la que quería dar a entender a Shy que le estaba haciendo un regalo.
—Ciento cuarenta y cuatro marcos —dijo ella, sintiéndose un poco mejor cuando Temple borró aquella sonrisa de su rostro.
—Creo que hubiéramos debido llamar a Majud —dijo Sweet—. Voy a ver si hacemos una colecta para pagar el peaje.
—Quédate aquí —dijo Shy, haciendo un gesto con la mano—. Esta entrada no parece gran cosa. Creo que incluso yo podría echarla al suelo a patadas.
Barbarroja plantó la contera de su lanza en el suelo y la miró con cara de pocos amigos.
—Tú, mujer, ¿quieres intentarlo?
—¡Inténtalo, zorra! —exclamó el chico, cuya voz ya comenzaba a ponerle a Shy de los nervios.
Ella enseñó las palmas de sus manos, diciendo:
—No queremos hacer ningún tipo de violencia, pero los Fantasmas han dejado de ser pacíficos desde hace algún tiempo. He oído… —respiró profundamente y dejó que el silencio hiciese su trabajo— que Sangeed ha vuelto a pintarrajearse la cara.
—¿Sangeed? —Barbarroja parecía nervioso.
—El mismo. —Con la mente ya despejada, Temple comenzó a desarrollar el plan que acababa de pergeñar—. Una caravana de cincuenta personas fue masacrada a menos de un día de viaje de este sitio. —Abrió unos ojos como platos y se pasó los dedos por las orejas—. No les dejaron ni una oreja.
—Nosotros lo vimos —apostilló Sweet.
—Yo me puse enfermo —dijo Lamb.
—Él se puso enfermo —repitió Shy—. Tal y como están las cosas, me gustaría tener una puerta decente para refugiarme detrás de ella. ¿La que está al otro lado del puente es tan mala como ésta?
—No hay puertas al otro lado… —comenzó a decir el chico antes de que Barbarroja le cerrase la boca con una mirada envenenada.
Pero el daño ya estaba hecho. Shy tomó aire.
—Bueno, pues no hay más que decir. Es vuestro puente. Pero…
—¿Qué? —Pomulitos no la dejó terminar.
—Da la casualidad de que llevamos con nosotros a un hombre llamado Abram Majud, que, entre otras cosas, es un magnífico herrero.
Barbarroja lanzó un bufido.
—¿Y también se ha traído la fragua?
—Pues claro que sí —respondió Shy—. Una fragua portátil de la marca patentada Curnsbick.
—¿La mar…, qué?
—Una creación tan maravillosa de la era moderna como tu puente lo es de la antigua —dijo Temple con mucha seriedad.
—En doce horas —dijo Shy— habrá puesto tan gran cantidad de planchas, cerrojos y goznes en ambos extremos de este puente que hará falta todo un ejército para atravesarlo.
Barbarroja se relamió y miró a Pomulitos, que acababa de imitarle.
—De acuerdo. La mitad de la tarifa si nos arregláis las puertas…
—Gratis o nada.
—Media tarifa —Barbarroja rezongaba.
—¡Zorra! —añadió su hijo.
Shy entornó los ojos para mirarlo.
—¿Qué te parece, Sweet?
—Me parece que ya nos han robado antes, aunque éstos, al menos, no llevan antifaces y…
—¿Sweet? —El tono de voz de Barbarroja acababa de pasar de la intimidación a la lisonja—. ¿Eres Dab Sweet, el explorador?
—¿El que mató al oso pardo? —preguntó Pomulitos.
Sweet se irguió en la silla de montar.
—A ese cabrón peludo le retorcí la cabeza con estos mismos dedos.
—¿Él? —decía el chico—. ¡Pero si es un jodido enano!
Su padre le obligó a callar con un gesto.
—A nadie le importa si es alto o no. Dime, ¿podemos ponerle tu nombre al puente? —Y movió una mano por el aire, como si ya viera escrito su nombre—. Lo llamaríamos El Puente de Sweet.
El célebre explorador estaba muy perplejo.
—Lleva aquí mil años, amigo. No creo que nadie vaya a creerse que yo lo construí.
—Pero sí que creerán que tú pasaste por él. Cada vez que tengas que cruzar este río, pasarás por aquí.
—Pasaré por el camino que mejor me convenga según el momento. Creo que sería un guía malísimo si no pudiera cruzarlo por otros sitios, ¿no te parece?
—¡Pero nosotros diremos que siempre vienes por aquí!
—A mí me sigue pareciendo un disparate —Sweet suspiró—, pero supongo que sólo es un nombre.
—Suele cobrar quinientos marcos en concepto de derechos —apuntó Shy.
—¿Cómo? —dijo Barbarroja.
—¿Cómo? —dijo Sweet.
—¿Y por qué no? —dijo Temple, que seguía estando al loro—. Un fabricante de bizcochos de Adua le paga mil marcos anuales sólo por estampar su retrato en la caja.
—¿Cómo? —dijo Pomulitos.
—¿Cómo? —dijo Sweet.
—Pero —proseguía Shy—, teniendo en cuenta que vamos a usar su puente…
—… y que es una maravilla de la era antigua… —apuntó Temple.
—… os haremos un precio de saldo. Sólo ciento cincuenta. Nuestra caravana cruza gratis y vosotros le ponéis su nombre al puente. ¿Qué os parece?
Aunque Pomulitos parecía encantado, pensando en el beneficio que podían sacar, Barbarroja seguía dudando.
—Si os pagamos lo que decís, ¿qué os impedirá venderle su nombre a cualquiera de los puentes, vados y trasbordadores que existen en las Tierras Lejanas?
—Podemos hacer un contrato completamente legal y estampar nuestras firmas en él.
—¿Un con… trato? —Apenas podía pronunciar aquella palabra, por lo poco familiar que le parecía—. ¿Y dónde diablos vais a encontrar un abogado por estos sitios?
Shy le dio una palmada en el hombro a Temple, que le obsequió con una mueca que ella le devolvió, diciendo:
—¡Tenemos la inmensa fortuna de viajar con el mejor abogado que se encuentra al oeste de Starikland!
—Pues a mí me parece un puto mendigo —dijo el chico, rezongando.
—Las apariencias engañan —apostilló Lamb.
—Lo mismo que los abogados —dijo Sweet—. Es casi una costumbre para esos bastardos.
—Puede redactar los papeles —dijo Shy—. Sólo costarán veinticinco marcos más. —Se escupió en la mano sana y la tendió.
—Entonces, de acuerdo. —Barbarroja sonrió entre dientes, escupió en su mano y estrechó con ella la de Shy.
—¿En qué idioma debo redactar los documentos? —preguntó Temple.
Barbarroja miró a Pomulitos y se encogió de hombros.
—En el que quieras. Ninguno de nosotros sabe leer —confesó, y se dieron la vuelta para ir a abrir la entrada.
—Ciento diecinueve marcos —dijo Temple, hablándole al oído a Shy; luego, aprovechando que nadie le miraba, llevó su mula hacia delante, se puso de pie en los estribos y empujó al chico, quitándolo del sitio en el que estaba encaramado y haciéndolo caer encima del barro que cubría los alrededores de la entrada—. Mis más humildes disculpas —dijo—, no sabía que estabas ahí.
Y no mentía, pues no podía haberlo visto en aquella posición. Shy no tardó en descubrir que la estima que sentía por Temple acababa de aumentar considerablemente.