Motivos
—Unas tierras, ¿no?
—A mí me parecen unas tierras muy extensas —decía Leef.
Sweet abrió los brazos, tomando aire con tanta fuerza que cualquiera hubiera pensado que el mundo entero se le iba a colar por la nariz.
—¡Así son las Tierras Lejanas! Son «lejanas» porque están mucho más lejos de lo que cualquier hombre civilizado podría atreverse a ir. Y también porque están tan condenadamente lejos de aquí como cualesquiera otras a las que quisiera dirigirse.
—Son «lejanas» porque están condenadamente lejos de todo —resumió Leef, mirando fijamente aquella extensión monótona de hierba que se mecía plácidamente a causa del viento. Y a lo lejos, muy a lo lejos, tan pálido como si apenas fuese más que un deseo, el perfil gris de unas colinas.
—Condenadamente lejos de los hombres civilizados, ¿eh, Lamb?
Lamb enarcó una ceja.
—¿No podemos olvidarnos de ellos?
—No está mal tener un poco de agua caliente de vez en cuando —musitó Shy mientras se rascaba la axila. Transportaba en ella a unos cuantos pasajeros, por no hablar de la costra de polvo que le cubría todo el cuerpo, y el sabor a porquería salada y a muerte por insolación que dominaban su boca.
—¡Que se jodan, y también el agua caliente! Si lo deseas, siempre puedes cabalgar hacia el sur, entrar en el Imperio y pedirle al viejo Legado Sarmis que te proporcione un baño. O dirigirte hacia el este y, una vez en la Unión, preguntar por la Inquisición.
—Seguro que su agua está demasiado caliente para mi gusto —musitó Shy.
—¡Dime cuándo sentiste en tu cuerpo tanta libertad como ahora!
—Nunca, en ningún lugar —tuvo que admitir ella, aunque aquel vacío interminable siguiera intimidándola por lo salvaje que le parecía. Tanto que se sentía como aplastada.
Eso no le sucedía a Dab Sweet, que una vez más volvía a llenarse los pulmones de aire, tanto que parecía a punto de estallar.
—Es fácil llegar a enamorarse de las Tierras Lejanas, pero son una amante cruel. Siempre haciéndote seguir adelante. Es lo que me pasó cuando era más joven que Leef. La mejor hierba es la que siempre se encuentra al otro lado del horizonte. El agua más dulce, la del siguiente río. El cielo más azul, el que siempre ves encima de otra colina —suspiró profundamente—. Y antes de que te des cuenta, una mañana te castañetean las articulaciones y no puedes dormir dos horas seguidas sin levantarte a orinar, y entonces comprendes de repente que el mejor lugar quedó atrás, y que no lo viste porque estabas obsesionado en seguir adelante.
—A medida que los veranos van quedando atrás, a uno le gusta estar con la gente —musitó Lamb, rascándose la cicatriz con forma de estrella que tenía en una de sus hirsutas mejillas—. Es como si cada vez que te dieras la vuelta, encontraras nuevos bastardos a tus espaldas.
—Suele suceder que todo te trae a la memoria algo del pasado. Algún sitio. Algo. Tú mismo, quizá cómo eras. El presente comienza a desvanecerse y el pasado a hacerse más y más real. El futuro comienza a apagarse hasta convertirse en brasas.
Lamb miraba a lo lejos con una sonrisa en las comisuras de la boca.
—Los felices valles del pasado —murmuró.
—Me gusta la cháchara de estos viejos bastardos, ¿a ti no? —dijo Shy, enarcando una ceja al mirar a Leef—. Hace que me sienta llena de salud.
—Vosotros, los jóvenes intrascendentes, creéis que podéis aplazar para siempre el mañana —rezongó Sweet—. Como el pago del dinero que se le debe al banco. Tenéis que aprender.
—Lo haremos si los Fantasmas no nos matan antes —dijo Leef.
—Gracias por plantear tan feliz posibilidad —dijo Sweet—. Si la filosofía no te convence, puedo ofrecerte otra cosa en la que ocuparte.
—¿A qué te refieres?
El viejo explorador miró al suelo. Dispersas por la hierba había una enorme cantidad de boñigas, planas, blanquecinas y secas, gloriosos recuerdos de algún rebaño salvaje que había estado pastando en ella.
—A recoger boñigas.
Shy lanzó una risotada.
—¿Acaso no he recogido suficiente mierda quedándome sentado mientras tú y Lamb cantabais las glorias del ayer?
—Es una lástima que no puedas quemar nuestros recuerdos de gloria, porque, de lo contrario, nos calentarían por la noche. —Sweet levantó un brazo para señalar en todas las direcciones la interminable vastedad de la tierra y del cielo—. Puesto que no hay ni un mísero palo en ciento cincuenta kilómetros a la redonda, nos calentaremos con boñigas de vaca hasta que crucemos el Puente de Sictus.
—¿Y también las utilizaremos para cocinar?
—Quizá mejoren el sabor de lo que vayamos a comer —apuntó Lamb.
—Todo esto forma parte del encanto —añadió Sweet—. No te quejes, porque todos los chicos están recogiendo combustible.
Los ojos de Leef lanzaban chispas al mirar a Shy.
—Pero yo no soy uno de esos chicos —dijo Leef, y, como si quisiera demostrarlo, se pasó un dedo por la barbilla, porque, con el mayor cuidado posible, llevaba varios días cultivando en ella una mísera cosecha de pelos rubios.
Shy no estaba muy segura de si ella misma no habría tenido una cosecha mejor en algún momento de su vida. Sweet no se ablandó y dijo:
—¡Muchacho, eres demasiado joven para mancharte las manos de mierda ayudando a la caravana! —y le dio una palmada en la espalda que por poco le tira al suelo—. ¡Pero, hombre! ¡Si tener las manos marrones es un sello de gran coraje y distinción! ¡La medalla de las llanuras!
—¿Quieres que el abogado te eche una mano? —preguntó Shy—. Te lo cedo toda la tarde por tres cobres.
—Te daré dos por él —Sweet entornó los ojos.
—Hecho —dijo ella. No valía la pena regatear por un precio tan bajo.
—Seguro que el abogado disfruta con el trabajo —dijo Lamb, mientras Leef y Sweet volvían a donde se encontraba el núcleo de la caravana y el explorador seguía hablando acerca de cómo solían ser antaño las cosas buenas.
—No creo que se divierta.
—Creo que ninguno nos divertiremos viéndolo.
Cabalgaron en silencio durante un momento, a solas con el cielo, tan grande y profundo que era como si nada pudiera sujetarles en el suelo para impedir que echasen a volar por siempre jamás. Shy movió durante un rato el brazo derecho, sintiendo no sólo la usual debilidad en el codo y en el hombro, sino que el dolor que le subía por el cuello y le bajaba hasta las costillas comenzaba a disminuir. Por supuesto que había pasado por días peores.
—Lo siento —dijo Lamb, como si saliese de la nada.
Shy lo miró y se encogió de hombros. Él agachó la cabeza como si acabaran de colgarle un ancla del cuello.
—Siempre he sabido que lo sentías.
—Me refiero a que siento lo que sucedió en Averstock. Lo que hice. Y lo que no hice. —Como hablaba cada vez más despacio, Shy comprendió que cada palabra que pronunciaba le costaba tanto como combatir en una batalla—. Siento no haberte dicho lo que fui… antes de llegar a la granja de tu madre. —Ella le estuvo mirando mientras se le secaba la boca, pero él se limitó a observar su mano izquierda, pasando una y otra vez el pulgar por el muñón de dedo que tenía en ella—. Sólo quería enterrar el pasado. No ser nada ni nadie. ¿Comprendes a lo que me refiero?
Shy tragó saliva. Había dejado atrás ciertos recuerdos que no quería que aflorasen a la superficie del pantano donde los había sumergido.
—Lo comprendo.
—Pero las semillas del pasado han dado su fruto en el presente, como solía decir mi padre. Soy como ese necio que jamás aprende la lección y que se empeña en seguir meando contra el viento. El pasado nunca queda enterrado, o, al menos, no el mío. La sangre siempre acaba por encontrarle a uno.
—¿Qué fuiste? —En aquel espacio inmenso, su voz sonaba como un tenue graznido—. ¿Un soldado?
Lamb frunció el ceño aún más.
—Un asesino. Eso es lo que fui.
—¿Combatiste en alguna guerra? ¿Arriba, en el Norte?
—En guerras, en escaramuzas, en duelos, en lo que fuera; y cuando se terminaban, yo buscaba otros por mi cuenta; y cuando me quedaba sin enemigos, me volvía contra mis amigos.
Ella siempre había pensado que cualquier tipo de respuesta era mejor que ninguna. Pero ya no estaba segura.
—Supongo que tendrías tus motivos —dijo Shy, en voz tan baja que era como pedirle que se lo explicara.
—Al principio, mis motivos eran buenos. Pero luego no lo fueron tanto. Entonces descubrí que podía verter la sangre de los demás sin necesitar ninguno.
—Supongo que eso también sería un motivo.
—Sí. Y ahora tengo uno nuevo. —Respiró profundamente y se irguió en la silla—. Esos niños… son lo único bueno que he hecho en mi vida. Ro y Pit. Y tú.
Shy lanzó una risotada.
—Si has decidido incluirme en las buenas obras que has hecho, entonces tienes que estar desesperado.
—Lo estoy —dijo, y la miró a los ojos tan fija e inquisitivamente que a ella le costó aguantarle la mirada—. Pero sucede que tú eres la mejor persona que conozco.
Ella apartó la mirada y comenzó a frotarse aquel hombro que le dolía. Siempre le había costado más trabajo digerir las palabras amables que las desagradables. Quizá tuviera que ver con aquello a lo que uno está acostumbrado.
—Tu círculo de amigos es condenadamente limitado.
—Los enemigos siempre me han parecido más asequibles que los amigos. Pero dejémoslo. Aunque no sepa de dónde has podido sacarlo, sé que tienes buen corazón.
Ella lo recordó bajándola de aquel árbol, cantando a los niños, poniéndole una venda en la espalda.
—Tú también.
—Oh, yo puedo engañar a la gente. Los muertos saben que incluso puedo engañarme a mí mismo. —Miró una vez más aquel horizonte plano—. Pero no tengo buen corazón. Siempre encuentro problemas adondequiera que vaya. Me gustaría que hubiéramos tenido un poco de suerte, pero ésta nunca me acompañó a lo largo de los años. Así que escúchame. La próxima vez que te diga que te apartes de mi camino, te apartas, ¿has entendido?
—¿Por qué? ¿Porque podrías matarme? —Aunque se lo preguntara en tono de broma, la voz de Lamb mató la sonrisa que estaba a punto de aparecer en sus labios.
—Porque no sé lo que podría hacerte.
El silencio que los rodeaba quedó roto por unas ráfagas de viento que crearon una especie de olas en la frondosa hierba. A Shy le pareció que arrastraban un grito. Un grito de pánico.
—¿Lo has oído?
Lamb dirigió su caballo a donde se encontraba la caravana.
—¿Qué estaba diciendo acerca de la suerte?
Era un caos total, todos apretujados y gritándose entre sí o dirigiéndose unos al encuentro de otros, una maraña de carros y de perros que entraban y salían por debajo de las ruedas, de niños que lloraban y de pánico total, como si Glustrod se hubiera levantado de la tumba para acabar con todos ellos.
—¡Fantasmas! —decía el grito gemebundo que Shy acababa de escuchar—. ¡Nos cortarán las orejas!
—¡Tranquilizaos! —decía Sweet a voz en cuello—. ¡No hay ningún Fantasma y nadie quiere nuestras orejas! ¡Sólo son viajeros como nosotros, eso es todo!
Al mirar hacia el norte, Shy divisó una fila de jinetes que avanzaban lentamente, formando una sinuosa línea de puntos entre la vasta negrura de la tierra y la lechosa vastedad del cielo.
—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Lord Ingelstad con voz exánime, apretando contra su pecho algunos de sus bienes más preciados, como si fuera a echar a correr con ellos hacia algún sitio que nadie conocía.
—¡Porque los Fantasmas sedientos de sangre no suelen perfilarse contra el horizonte, y menos cabalgar al trote! Quedaos aquí e intentad no haceros daño. Me llevo a Roca Llorona para ver qué me cuentan.
—Quizá sepan algo de los niños —dijo Lamb, picando espuelas a su caballo para acompañar a los dos exploradores y siendo seguido por Shy.
Aunque siempre había pensado que la caravana de la que ya formaba parte le parecía mísera y sucia, era algo señorial si se la comparaba con aquella columna deshilvanada de mendigos extenuados y de mirada febril, cuyos famélicos caballos de dientes amarillos tiraban de unos cuantos carros destartalados tras los que se arrastraba unos pocos bueyes escuálidos. Aquélla era una caravana de condenados, de eso no había duda.
—¿Cómo están? —preguntó Sweet.
—¿Que cómo estamos? —El que iba al mando tiró de las riendas. Era un individuo enorme, vestido con una casaca militar de la Unión que estaba hecha trizas y unos pantalones que se le caían y que él sujetaba con un cinturón dorado—. ¿Que cómo estamos? —Se irguió en la silla y escupió—. Pues un año más viejos que cuando comenzamos el viaje, pero ni siquiera una hora más ricos, así es como estamos. Demasiadas Tierras Lejanas para estos chicos. Vamos de regreso a Starikland. Si siguen nuestro consejo, harán lo mismo.
—¿No hay oro por allí? —preguntó Shy.
—Quizá haya algo, muchacha, pero no tanto para que yo vaya a morir por él.
—El oro no lo regala nadie —dijo Sweet—. Hay que arriesgarse para conseguirlo.
—Cuando llegué el año pasado, yo me reía de los riesgos —repuso aquel hombre con un bufido—. ¿Me ve ahora riendo? —Shy tampoco se reía—. Arruga se encuentra en medio de una guerra sangrienta, sus habitantes se matan por la noche, pero a la mañana siguiente son más, por todos los que llegan. Apenas se molestan en enterrar a los muertos.
—Por lo que recuerdo de ese sitio, les gusta más vaciar tumbas que llenarlas —comentó Sweet.
—Bueno, pues ahora está peor. Nosotros fuimos hasta Almenara, que está en las colinas, para encontrar trabajo. El lugar pululaba de gente que había ido a lo mismo.
—¿Almenara? —Sweet hizo una mueca—. Si apenas había más de tres tiendas de campaña en aquel sitio la última vez que pasé por él.
—Bueno, pues ahora es toda una ciudad. O lo era.
—¿Lo era?
—Nos detuvimos allí una o dos noches y luego nos fuimos a las colinas. Después de cavar en una o dos quebradas volvimos a la ciudad, pero sólo encontramos en ella el frío barro. —Se quedó sin palabras, mirando a la nada. Uno de los que iban con él se quitó el sombrero, que había perdido la mitad del ala, y se lo quedó mirando. Por más que resultaran chocantes en aquel rostro suyo tan curtido, tenía lágrimas en los ojos.
—¿Y qué pasó? —preguntó Sweet.
—Todos se habían ido. En aquel campamento vivían al menos doscientas personas. Y se habían ido, ¿me entiende?
—¿Y adónde se fueron?
—Pensamos que al maldito Infierno, y nosotros no quisimos seguirlos. El sitio vacío, figúrese usted. La comida seguía en la mesa, y la ropa todavía colgaba de las cuerdas. Y en la plaza vimos pintado un Círculo del Dragón de diez pasos de ancho. —Aquel hombre se estremeció—. Hay que joderse, dije entonces, y lo repito ahora.
—Hay que joderse, era como estar en el Infierno —añadió el que estaba a su lado, poniéndose en la cabeza su destrozado sombrero.
—Nadie ha visto al Pueblo del Dragón durante años —dijo Sweet, que parecía algo preocupado. Lo malo era que nunca le habían visto preocupado.
—¿El Pueblo del Dragón? —preguntó Shy—. ¿Quiénes son? ¿Una especie de Fantasmas?
—Una especie —respondió Roca Llorona con un bufido.
—Viven al norte —explicó Sweet—. En lo alto de las montañas. No es bueno meterse con ellos.
—Antes me metería con el mismísimo Glustrod —dijo el hombre que llevaba la casaca de la Unión—. Luché contra los norteños en la guerra, contra los Fantasmas en las llanuras y contra los hombres de Papá Anillo en Arruga, y no di cuartel a ninguno de ellos. —Meneó la cabeza—. Pero no voy a luchar contra esos bastardos del Dragón. Ni aunque las montañas estén hechas de oro. Brujos, eso es lo que son. Magos y diablos, y no me gusta nada de eso.
—Gracias por la advertencia —dijo Sweet—, pero hemos llegado hasta aquí y creo que seguiremos adelante.
—Ojalá lleguen a ser tan ricos como Valint y Balk juntos, pero lo serán sin mí. —Aquel hombre hizo una seña a sus decaídos compañeros—. ¡Vámonos!
Mientras se daba la vuelta, Lamb le cogió por un brazo y preguntó:
—¿Ha oído hablar de Grega Cantliss?
El hombre se soltó y respondió:
—Trabaja para Papá Anillo, y no encontrará a un bastardo más infame que él en todas las Tierras Lejanas. El pasado verano, en las colinas próximas a Arruga, mataron y robaron a una caravana de treinta personas, cortándoles luego las orejas y despellejándolos. Papá Anillo dijo que habían sido unos Fantasmas y nadie demostró lo contrario. Pero yo escuché un rumor que aseguraba que Cantliss era el responsable.
—Tenemos asuntos que tratar con él —explicó Shy.
El hombre volvió sus hundidos ojos hacia ella, diciendo:
—Entonces lo siento por ustedes, pero no lo he visto en meses, y no quiero volver a verlo nunca más. Ni a él, ni Arruga ni la menor porción de este maldito territorio. —Chasqueó la lengua y comenzó a cabalgar hacia el este.
Shy y su grupo permanecieron en aquel sitio durante un rato, viendo cómo aquella caravana de gente derrotada emprendía el viaje de vuelta hacia la civilización. Lo que acababan de ver fue como un jarro de agua fría, porque todos, excepto Shy, se habían dejado arrastrar hasta entonces por el optimismo.
—Pensé que conocías a todos los que viven en las Tierras Lejanas —comentó Shy, dirigiéndose a Sweet.
—Sólo a los que se quedan en ellas por algún tiempo —el viejo explorador se encogía de hombros.
—Entre los que no se cuenta el tal Grega Cantliss, supongo.
—Hay tantos asesinos en Arruga como ratones de campo en un tocón de árbol —y vuelta a encogerse de hombros más que antes—. No he estado en ese sitio el tiempo suficiente para distinguir a unos de otros. Si llegamos con vida a la ciudad, te presentaré a su Alcalde. Entonces tendrás algunas respuestas.
—¿El Alcalde?
—El Alcalde lo dispone todo en Arruga. Aunque mejor sería decir que el Alcalde y Papá Anillo lo disponen todo, y así ha sido desde que clavaron juntas las dos primeras tablas de lo que sería la ciudad. Pero, por aquel tiempo, ninguno de ellos se llevaba bien con el otro. Y no creo que hayan terminado por hacerse amigos.
—¿El Alcalde puede ayudarnos a encontrar a Cantliss? —preguntó Lamb.
Sweet se encogió de hombros con más ímpetu aún. Si seguía así, su sombrero saldría despedido.
—El Alcalde podrá ayudaros. Siempre que vosotros podáis ayudar al Alcalde —dijo Sweet, y espoleó a su montura para regresar a donde se encontraba el resto de la caravana.