Tronco a la deriva
—¡So! —exclamaba Shy—. ¡So!
Quizá se debiera al rumor del río, o a que de alguna manera intuyeran que ella había hecho algunas cosas malas durante su vida. Fuera por lo que fuese, el hecho es que, como suelen hacer siempre, los bueyes no le hicieron caso y siguieron dirigiéndose hacia el agua. Malditos animales, obtusos y cabezones. En cuanto se les mete una idea en la cabeza van hacia ella sin importarles todo lo que se les diga para que hagan lo contrario. Quizá fuera que la naturaleza le estaba dando a probar a Shy su propia medicina. Porque a la naturaleza le gusta hacer las cosas de esa manera.
—¡He dicho so, bastardos! —Se agarró a su silla empapada con las piernas también empapadas, enrolló la cuerda un par de veces alrededor de su antebrazo derecho y dio un buen tirón. Como el otro extremo estaba atado sólidamente al yugo delantero, la cuerda se tensó y salpicó agua. Al mismo tiempo, Leef llevó corriente abajo a su poni y lo aguijó un poco. Al final resultaba ser un guía de primera. Uno de los bueyes que iban en cabeza emitió un bufido como si se sintiera ultrajado, orientó sus sensibles ollares hacia la izquierda y volvió al rumbo fijado con anterioridad, hacia la playa pedregosa para entonces surcada con las cicatrices que habían dejado en ella las ruedas de los carros, en la distante ribera donde ya habían comenzado a reunirse la mitad de los miembros de la caravana.
El sacerdote Ashjid, que era uno de ellos, levantó los brazos al cielo como si su oficio fuera lo más importante de todo lo que les rodeaba y entonó una oración para que las aguas se calmasen. Shy observó que no se calmaban. Ni las aguas, ni ella misma, de eso estaba condenadamente segura.
—¡Mantenlos así, sin que se desvíen! —gruñía Sweet, cuyo empapado caballo acababa de detenerse en una franja de arena mientras él se tomaba un respiro… algo que era cada vez más frecuente.
—¡Mantenlos así, sin que se desvíen! —repitió Majud a sus espaldas, agarrándose con tanta fuerza al pescante del carro que era un milagro que no lo rompiese. Al parecer, no se sentía a gusto en el agua, lo que, para un hombre de la frontera, no deja de ser un inconveniente.
—¿Qué creéis que estoy intentando hacer, jodidos vejestorios holgazanes? —dijo Shy entre dientes, dando otro tirón a la cuerda al tiempo que sacaba a su caballo de la zona profunda y lo llevaba hacia la izquierda—. ¿Creéis que todos nos vamos al mar?
No parecía una tarea fácil. Adelantaron a los bueyes que, en tiros de seis, ocho o incluso doce, arrastraban los carros más pesados, pero el trabajo aún estaba lejos de terminarse. Aunque los carros no hubieran entrado en las partes profundas, con el riesgo de salir flotando, comenzaban a atascarse en los bajíos.
Uno de los carros de Buckhorm acababa de encallar, y Lamb estaba metido en el río hasta la cintura, tirando del eje trasero mientras Savian se inclinaba en su caballo para dar manotazos en los cuartos traseros de los bueyes que iban en cabeza. Shy pensó que les iba a romper el lomo a golpes, porque les atizaba con mucha fuerza, pero, finalmente, logró su objetivo y Lamb pudo regresar, chapoteando, con su caballo. A menos que te llames Dab Sweet, tendrás que trabajar duramente.
Pero el trabajo jamás le había preocupado a Shy. Sabía desde muy pequeña que cuando uno se compromete con un trabajo, lo mejor es darlo todo por él. Entonces las horas pasan muy deprisa y uno no tiene la tentación de holgazanear. Por eso trabajó duramente como mensajera en cuanto pudo correr y en la granja en cuanto fue mujer, y entre ambos trabajos comprobó que era muy buena robando a la gente, pero esta última profesión no le duró mucho, porque no le pareció aconsejable dedicarse a ella por más tiempo. El trabajo que tenía en aquel momento consistía en encontrar a sus dos hermanos, pero, puesto que el Hado había querido que aquellos bueyes se metieran en el río, los sacaría de él como mejor pudiera, a pesar de su mal olor, de las llagas de sus brazos y del agua helada que se le metía por la raja del culo.
Finalmente lograron salir hasta la zona de arena, los animales echando vapor por los ollares y jadeando, las ruedas de los carros aplastando los cascajos. El caballo de Shy temblaba bajo su cuerpo, era el segundo que reventaba aquel día.
—¿Llamas a esto un puñetero vado? —le preguntó a gritos a Sweet, intentando que su voz se sobrepusiera al ruido del agua.
Le contestó con una mueca. Su rostro curtido reflejaba lo bien que se lo estaba pasando.
—¿Y tú cómo lo llamarías?
—Un río tan ancho como cualquier otro, listo para que te ahogues en él.
—Deberías haberme dicho que no sabías nadar.
—Sí que sé nadar, pero es que este carro no es un maldito salmón, no sé si lo sabes.
Sweet hizo volver grupas a su caballo con un ligero toque de talón.
—Me decepcionas, chica. ¡Te había tomado por una aventurera!
—No voluntariamente. ¿Estás preparado? —preguntó a Leef, que asintió—. ¿Y a ti qué te pasa?
Majud movió una mano sin fuerza.
—Me temo que yo nunca estaré preparado. Marchaos, marchaos.
Al oír aquellas palabras, tiró nuevamente de la cuerda, respiró profundamente, pensó durante un instante en los rostros de Ro y de Pit, y siguió a Sweet. El frío se agarró a sus rodillas y luego a sus pantorrillas, mientras los bueyes miraban fijamente, y muy nerviosos, el banco de arena que aún estaba lejos, y su caballo relinchaba y movía la cabeza a uno y otro lado, como si ninguno de aquellos animales estuviera más decidido a volver a sumergirse en el agua de lo que ella lo estaba. Leef, que seguía empuñando la aguijada, decía:
—Despacio, despacio.
Como aquel último trecho era el más profundo, el agua rodeaba a los bueyes, formando olas que golpeaban sus costados. Shy tiraba de la cuerda, haciendo que atravesaran la corriente en diagonal para luego dejarse llevar por ella. El carro traqueteó al pisar el lecho del río. La mitad de sus ruedas quedó bajo las aguas, y luego su eje, para salir casi a flote como si fuera una especie de barca destartalada de aspecto miserable.
Observó que uno de los bueyes había comenzado a nadar, levantando el cuello para que sus ollares, por los que resoplaba, siguieran por encima del agua. Luego fueron dos, que la miraron con ojos asustados. Después tres, y Shy sintió que la cuerda se tensaba. Entonces la enrolló con más fuerza en su antebrazo y tiró con todas sus ganas, sintiendo que el cáñamo se agarraba a la piel de su guante y mordía la que estaba más abajo, la suya.
—¡Leef! —exclamó, apretando los dientes—. ¡Recupera para…!
Uno de los bueyes que iba en cabeza patinó. Y, al intentar hacer pie, movió sus hirsutas paletillas hacia arriba con tanta fuerza que se fue hacia la derecha y golpeó las patas del que estaba a su lado, de suerte que la corriente les hizo desviarse. La cuerda tiró con tanta fuerza del brazo derecho de Shy, que pensó que le iba a seccionar los músculos uno tras otro, estando a punto de caer de la silla antes de que supiera cómo reaccionar.
Para entonces, los otros dos bueyes que iban en cabeza se debatían, lanzando gotas de vapor y arrastrando a los que iban detrás, mientras Leef chillaba y los pinchaba con la aguijada. Pero era como aguijar al río, porque él era el responsable. Shy tiró con todas sus fuerzas. Pero era como tirar de una docena de bueyes muertos, a los que ella no tardaría en unirse.
—¡Joder! —exclamó, cuando la cuerda se deslizó repentinamente de su mano derecha y se enrolló alrededor de su antebrazo, sin darle casi tiempo para sujetarla. El agua que empapaba el cáñamo se manchaba con su sangre, el agua le caía por el rostro, los animales mugían de terror y Majud gemía de miedo.
El carro derrapaba, rechinaba, sin decidirse a flotar o a hundirse. De alguna manera, uno de los animales que iban en cabeza acababa de hacer pie, y Savian le daba manotazos y lo regañaba. Shy echaba el cuello hacia atrás y tiraba, tiraba, mientras la cuerda le desgarraba el brazo y su caballo se estremecía bajo ella. El banco de arena que se aproxima, la gente que mueve las manos, sus gritos, su propia respiración y los quejidos de los animales sólo son en su cerebro el eco de un latido.
—Shy —era la voz de Lamb. Un brazo muy fuerte alrededor de su cuerpo y sabe que ya puede abandonarse.
Igual que cuando se cayó del tejado del granero y Lamb la cogió con sus brazos.
—Todo está bien. Tranquila. —El sol titila entre sus párpados, la boca le sabe a sangre, pero ya no está asustada. Después, años después, él está vendándole las quemaduras de la espalda—. Ya se te pasará. Ya se te pasará. —Y el paseo que se dio hasta la granja cuando se acabaron aquellos malos tiempos, sin saber lo que encontraría en ella o a quién, y entonces lo vio, sentado junto a la puerta, con la sonrisa de siempre—. No sabes cuánto me alegro de que hayas vuelto —dijo, como si ella acabara de irse, mientras la abrazaba con fuerza y ella sentía el picor de las lágrimas por debajo de los párpados…
—¿Shy?
—Uh. —Lamb acababa de dejarla en la arena, y ella intentaba enfocar las caras borrosas que la rodeaban.
—¿Está todo bien, Shy? —decía Leef—. ¿Está bien?
—Dejadle un poco de sitio.
—Sí, para que pueda respirar.
—Estoy respirando —dijo ella, gruñendo y dando manotazos a aquellas manos que parecían garras para que se apartasen y pudiera incorporarse, aunque sin estar segura de lo que pasaría.
—¿No deberías quedarte quieta durante un rato? —preguntó Lamb—. Tienes que…
—Estoy bien —dijo ella, cortante, tragándose las ganas de vomitar—. Sólo un poco herida en mi orgullo, pero ya cicatrizará. —De hecho, su orgullo tenía demasiadas cicatrices—. Me he hecho una rozadura en el brazo. —Cerró los ojos cuando se quitó el guante con los dientes y todas las articulaciones de su brazo derecho comenzaron a latir; luego gruñó al mover aquellos dedos suyos que temblaban. La rozadura de la cuerda daba vueltas alrededor de su antebrazo, las mismas que hubiera hecho una serpiente que se hubiese enroscado en una rama.
—Es una fea herida —Leef se dio una palmada en la frente—. ¡Por mi culpa! Si, simplemente…
—No es culpa de nadie, sino mía. Hubiera debido cortar la maldita cuerda.
—No sé los demás, pero yo te agradezco que no lo hicieras. —Majud había acabado por apartar sus dedos del pescante del carro y echaba una manta a Shy por encima de los hombros—. Soy un nadador pésimo.
Shy bizqueó al mirarlo, y aquel simple movimiento bastó para hacerle sentir de nuevo que la garganta le ardía, así que bajó la mirada hacia los guijarros mojados del suelo y preguntó:
—¿Nunca te pareció que este viaje, donde había que vadear veinte ríos, era un error?
—Me lo pareció cada vez que vadeábamos uno, pero ¿qué otra cosa puede hacer un comerciante cuando olfatea un buen negocio al otro lado del río? Por mucho que deteste el trabajo duro, me gustan mucho más las ganancias.
—Justo lo que necesitamos —Sweet acababa de encajarse el sombrero en la cabeza—. Más codicia. ¡Perfecto! ¡Se terminó la representación, la chica sigue viva! ¡Que quiten el yugo al resto de los bueyes y que retrocedan, y que los demás suban a los carros, a menos que quieran echar a volar!
Corlin apareció entre Lamb y Shy con un maletín. Tras arrodillarse al lado de Shy, tomó su brazo herido y enarcó las cejas. Parecía saber tan bien lo que estaba haciendo que nadie le preguntó dónde lo había aprendido.
—¿Te pondrás bien? —preguntó Leef.
Shy movió una mano para que se fuera.
—Vete de aquí. Marchaos todos. —Shy había conocido gente que siempre buscaba la compasión, pero a ella siempre le hacía sentirse extremadamente incómoda.
—¿Estás segura? —le preguntó Lamb, mirándola desde lo que a ella le pareció muchísima altura.
—Si me lo permites, te diré que deberías irte a donde quieras, porque, quedándote aquí, no me dejas trabajar.
Así que todos regresaron al vado, Lamb mirando de reojo, preocupado, dejando que Corlin, con tanta perfección como rapidez, vendara el brazo de Shy con aquellas manos suyas tan diestras.
—Pensaba que nunca se irían —dijo ella, sacando un frasco de su maletín y dejándolo encima de la mano que Shy tenía sin vendar.
—Eres muy buen médico —dijo Shy, tomando un breve trago y crispando la boca al sentir el escozor.
—¿Por qué no hacer las cosas bien?
—Siempre me ha sorprendido que algunas personas no sean capaces de cuidar de sí mismas.
—Es cierto. —Corlin dejó de mirar el trabajo que acababa de hacer para observar lo que pasaba en el vado, donde habían comenzado a empujar el destartalado carro de Gentili para llevarlo hasta la ribera del otro lado. Uno de los prospectores de mayor edad agitaba sus desmirriados brazos desde el momento en que una de las ruedas se había atascado en los guijarros—. Hay unos cuantos como ése en este viaje.
—Creo que la mayoría de ellos comenzaron el viaje con muy buenas intenciones.
—Si algún día te decides a construir un bote sólo con buenas intenciones, quiero que me digas qué tal flota.
—Ya lo hice. Y acabé hundiéndome con él.
Corlin frunció una de las comisuras de su boca.
—Me parece que yo podría haber ido contigo en ese bote. El agua debía de estar helada, ¿verdad? —Acompañado por Savian, Lamb acababa de llegar al lado del anciano para tirar de la rueda atascada, de suerte que todo el carro se movía a causa de sus esfuerzos—. Aquí, en este sitio perdido, hay hombres muy fuertes. Tramperos y cazadores que apenas han pasado una noche bajo techado. Hombres de madera y de cuero. Pero no creo que ninguno sea tan fuerte como tu padre.
—No es mi padre —musitó Shy, echándose otro trago del frasco—. Y tu tío tampoco es ningún enclenque.
Corlin sacó un pequeño cuchillo y, con un relampagueo de metal, separó del rollo un trozo de venda.
—Quizá deberíamos soltar a los bueyes para que esos dos viejos bastardos tiren de los carros.
—Creo que tirarían más deprisa.
—¿Crees que podrías conseguir que Lamb se unciera a un yugo?
—Seguro que sí, pero no sé cómo respondería Savian al látigo.
—Seguro que el látigo se rompería al atizarle.
Finalmente, el carro quedó libre y avanzó a duras penas, consiguiendo que el anciano primo de Gentili se estremeciese en su asiento mientras, aún en el agua, Savian le daba a Lamb una palmada.
—Ya se han hecho amigos —comentó Shy—, pues dos hombres hechos y derechos no necesitan decírselo con palabras.
—¡Ah, la muda camaradería de los veteranos!
—¿Qué te hace pensar que Lamb sea un veterano?
—No hay más que mirarlo. —Corlin cerró el vendaje con un imperdible para que no se soltara—. Ya está. —Miró hacia el río, donde los hombres se llamaban sin dejar de chapotear en el agua, y se levantó de improviso, exclamando—. ¡Tío, tu camisa!
Le pareció a Shy que preocuparse porque se le hubiera roto una de las mangas de la camisa era un exceso de pudor, máxime cuando la mitad de los hombres de la caravana estaban desnudos de cintura para arriba y un par de ellos se habían quedado con el culo al aire. Pero cuando Savian se dio la vuelta para mirar, Shy pudo ver su antebrazo desnudo. Estaba lleno de letras, tatuadas en azul y negro.
No hacía falta preguntar de qué era veterano. Era un rebelde. Lo más seguro era que, después de luchar en Starikland, hubiese huido y, por lo que Shy sabía, la Inquisición de Su Majestad lo estuviera persiguiendo enconadamente.
Shy levantó la mirada y Corlin bajó la suya, y ninguna de las dos pudo ocultar a la otra lo que estaba pensando.
—Sólo es una camisa rota, no hay nada de lo que preocuparse. —Pero Corlin había entornado aquellos ojos suyos tan azules, y entonces Shy fue consciente de que aún tenía en la mano aquel pequeño cuchillo tan reluciente; por eso comprendió que debía medir mucho las palabras que iba a decirle.
—Creo que todos hemos dejado atrás alguna que otra rasgadura. —Shy tendió el frasco a Corlin y se levantó lentamente—. Jamás me interesó remendar los rotos de los demás. Sus asuntos sólo les conciernen a ellos.
Corlin se echó un trago del frasco sin dejar de mirar a Shy por encima del vidrio.
—Ésa es muy buena política.
—Tan buena como este vendaje. —Shy hizo una mueca al mover los dedos—. Diría que nunca había visto uno tan bien hecho.
—¿Has visto muchos?
—Bueno, me he hecho bastantes cortes a lo largo de mi vida, pero dejé que la mayoría de ellos sangraran por su cuenta. Supongo que eso fue porque no había nadie que quisiera vendármelos.
—Es una historia triste.
—Oh, podría estar contándote historias tristes un día entero… —Frunció el ceño al mirar al río—. ¿Qué es eso?
Un árbol muerto se dirigía lentamente hacia ellas, tropezando con los guijarros del fondo del río para luego seguir avanzando, con las ramas llenas de hierbajos y de espuma. Algo parecía ir montado encima de su tronco. Algo que tenía unas extremidades que parecían colgar. Shy se quitó la manta y echó a correr hacia la orilla, metiéndose en el agua y sintiendo de nuevo que el frío se aferraba a sus piernas.
Agarró una rama del árbol, haciendo una mueca cuando el dolor le subió por todas las articulaciones del brazo derecho y le llegó a las costillas, por lo que tuvo que soltarla para cogerla con el brazo izquierdo.
El pasajero era un hombre. Como inclinaba la cabeza hacia el otro lado, no pudo verle el rostro, sólo la masa de cabellos negros que lo coronaba y la camisa levantada hacia arriba que dejaba al descubierto parte de un diafragma tostado por el sol.
—¡Qué pez tan vistoso! —dijo Corlin, mirando desde la orilla con los brazos en jarras.
—¿Te importaría dejar las bromas y ayudarme a llevarlo a tierra firme?
—¿Quién será?
—¡El Emperador de la maldita Gurkhul! ¿Cómo voy a saber quién es?
—Ahí quería llegar.
—¿Qué tal si se lo preguntamos cuando lo hayamos sacado del agua?
—A lo mejor es demasiado tarde para entonces.
—¡A este paso, seguro que lo será!
Corlin se chupó con amargura los dientes y comenzó a bajar hacia el agua, pero sin darse mucha prisa.
—Si luego resulta ser un asesino, tú tendrás la culpa.
—Seguro que lo es. —Las dos apretaban los dientes mientras llevaban hasta la orilla el árbol y su cargamento humano, y las ramas rotas hacían surcos en la grava. Las dos estaban empapadas. Cada vez que Shy tomaba aliento, el estómago se le pegaba a la camisa mojada, lo cual le desagradaba.
—Ya está. —Corlin se agachó para coger a aquel hombre por debajo de los brazos—. Ten tu cuchillo a mano.
—Siempre lo tengo a mano —repuso Shy.
Con un gruñido y dando un tirón, Corlin le dio la vuelta, girando una tras otra sus piernas exánimes.
—¿Tienes alguna idea de cómo debe de ser el Emperador de Gurkhul?
—Seguro que estará mejor alimentado —musitó Shy. El hombre era esbelto, musculoso, al menos por lo que podían ver de su cuello, y de pómulos salientes, uno de los cuales presentaba un corte muy feo.
—Y mejor vestido —añadió Corlin. Apenas llevaba encima unos harapos, y le faltaba una bota—. Y seguro que más viejo. —No debía de superar la treintena. Sus mejillas estaban cubiertas por una barba negra muy corta, y unas hebras grises surcaban su cabellera.
—Y tendrá menos cara… de persona honrada —dijo Shy. Era la palabra que se le acababa de ocurrir al ver su rostro. A pesar del corte, tenía una expresión placentera. Como si acabara de cerrar los ojos durante un instante para pensar en filosofías.
—Resulta que a los que parecen ser más honestos siempre hay que vigilarlos más estrechamente. —Corlin movió su cara hacia uno y otro lado—. Pero es guapo, para ser un pecio a la deriva. —Se inclinó más, para acercar uno de sus oídos a su boca, y luego volvió a ponerse las manos en las caderas, como si sopesara la situación.
—¿Está vivo? —preguntó Shy.
—Hay una manera de saberlo. —El bofetón con el que Corlin le cruzó la cara no fue, precisamente, suave.
Cuando Temple abrió los ojos, sólo vio un brillo cegador.
¡El Cielo!
Pero ¿por qué sentía tanto dolor?
Entonces, ¡estaba en el Infierno!
Pero ¿no hace mucho calor en el Infierno?
Porque él sentía mucho frío.
Intentó levantar la cabeza y desistió, porque le costaba mucho trabajo. Intentó mover la lengua y también desistió, porque también le costaba trabajo. Una figura espectral apareció ante su vista, circundada por un nimbo de luz cegadora que le produjo dolor de cabeza.
—¿Dios? —preguntó Temple, con voz cascada.
El bofetón hizo que la cabeza le sonase a hueco, haciendo que le ardiese la mejilla y que pudiera enfocar la visión.
No era Dios.
O, al menos, no bajo la apariencia que Él suele mostrar.
Era una mujer, una mujer de piel pálida. Aunque fuese joven, Temple tuvo la sensación de que sus pocos años la habían puesto a prueba. Su boca, fruncida, albergaba la sombra de la sospecha, y las tenues líneas que se le formaban en las comisuras ratificaron aquella impresión. Un rostro largo y apuntado en la barbilla, quizá más largo por los cabellos castaño-rojizos que lo enmarcaban, con unos pómulos pálidos y húmedos recogidos bajo un sombrero muy gastado cuyas alas estaban manchadas de salitre. Aunque tuviera todo el aspecto de trabajar duro y de no amilanarse por ninguna de las decisiones que tomaba, el estrecho puente de su nariz mostraba bastantes pecas.
El rostro de otra mujer se agachaba también hacia él. De más años que la otra, su rostro aparecía enmarcado por una cabellera corta que se agitaba por el viento y unos ojos azules que parecían no inmutarse por nada.
Ambas mujeres estaban empapadas. Lo mismo que él. Lo mismo que los guijarros sobre los que descansaba. Podía oír el ir y venir de las aguas de un río y, más tenues, las llamadas de hombres y de animales. Para todo aquello sólo había una explicación, a la que él llegó poco a poco mediante un proceso de eliminación muy bien razonado.
Estaba vivo.
Aquellas dos mujeres jamás habían visto una sonrisa tan blanda, mojada y falsa como la que él acababa de esbozar en ese momento.
—Hola —dijo Temple con voz cascada.
—Yo soy Shy —dijo la más joven.
—No tienes ni que decirlo —comentó Temple—. Me siento como si ya nos conociéramos.
En aquellas circunstancias le pareció que como intento no estaba mal, pero ella no sonrió. A la gente no suelen gustarle las bromas que tienen que ver con su nombre. Porque, a fin de cuentas, ya las han oído miles de veces.
—Yo me llamo Temple. —Intentó levantarse de nuevo, y en aquella ocasión habría podido conseguirlo de no fallarle los codos.
—Así que no es el Emperador de Gurkhul —musitó la de más edad por alguna razón que él desconocía.
—Soy… —intentaba preparar su mente para la situación en la que se encontraba— abogado.
—Vaya con el que tenía rostro de persona honrada.
—No vayas a creer que es la primera vez que estoy tan cerca de un abogado —comentó Shy.
—¿A eso se reducían tus esperanzas? —preguntó la otra mujer.
—Por ahora no parece gran cosa.
—No me están viendo desde mi mejor ángulo. —Con algo de ayuda de las dos mujeres, se incorporó para quedarse sentado, observando con una pizca de nerviosismo que Shy tenía un cuchillo en la mano. A juzgar por el tamaño de su empuñadura, no se trataba de un pequeño cuchillo incapaz de intimidar a nadie. Además, la manera en que apretaba los labios le convenció de que tampoco se vería intimidada por nada a la hora de usarlo.
Así que se cuidó mucho de hacer movimientos bruscos. Y no le resultó difícil, porque, con cualquiera que hiciese, le dolía todo el cuerpo.
—¿Y cómo terminó un abogado dentro de un río? —preguntó la mujer de más años—. ¿Por un mal asesoramiento?
—Los buenos asesoramientos suelen ser los que le meten a uno en problemas. —Probó con otra sonrisa que se parecía bastante a la que solía emplear siempre que ganaba un pleito—. Todavía no me ha dicho su nombre.
Pero en aquella ocasión no ganó nada.
—No. ¿Quiere decir que no le empujaron al río?
—Un servidor y una especie de ser humano… nos empujamos el uno al otro.
—¿Y qué le sucedió a él?
—Por lo que sé, aún debe de flotar por ahí —Temple se encogió de hombros.
—¿Lleva alguna arma encima?
—Si le falta un zapato —dijo Shy.
Temple echó un vistazo a su pie descalzo, comprobando que los tendones tiraban de su piel al mover los dedos, y comentó:
—Solía llevar encima un cuchillo muy pequeño, pero… no me sirvió de mucho. Podría decirse que… estaba pasando unos días bastante malos.
—Suele ocurrir —Shy comenzó a levantarle.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó su acompañante.
—¿Qué otra opción nos queda, arrojarlo de nuevo al agua?
—Hay cosas peores.
—Puede quedarse aquí —dijo Shy, pasándose el brazo de Temple alrededor del cuello y tirando de él para que pudiera levantarse.
Dios, cuánto le dolía. Su cabeza era como un melón que alguien se hubiese entretenido en aporrear. Dios, cuánto frío sentía. Apenas habría estado más helado de haber muerto en el río. Dios, qué débil estaba. Tanto le temblaban las rodillas, que podía oír el ruido que hacían al rozar la parte interior de sus pantalones empapados. ¡Qué bien que tenía a Shy para apoyarse en ella! Porque la joven no parecía que fuera a caerse por su peso. El hombro que él agarraba con una mano era tan firme como si fuese de madera.
—Gracias —dijo, y no era una palabra vacía—. Muchas gracias. —Siempre que tenía a alguien fuerte en quien apoyarse se encontraba de maravilla. Como la enredadera en flor que adorna al árbol bien arraigado. O como el ave cantora encaramada en los cuernos de un toro. O como la sanguijuela en el trasero de un caballo.
Escalaron la ribera con cierta dificultad, y no tuvo más remedio que pisar el barro tanto con el pie calzado como con el otro descalzo. A su espalda, el ganado comenzaba a cruzar el río: los jinetes se inclinaban desde sus sillas para agitar el sombrero o la cuerda, llamando y chillando; los animales se arremolinaban, nadando, pisándose unos a otros, levantando nubes de rocío.
—Bienvenido a nuestra pequeña caravana —dijo Shy.
Una masa de carros, animales y gente comenzaba a reunirse en un abrigo que estaba al otro lado del río, para resguardarse del viento. Unos hombres cortaban madera para reparar los carros más destartalados. Otros se peleaban con los recalcitrantes bueyes, que no querían que los enjaezasen. Otros más se entretenían en cambiarse las ropas que se les habían empapado durante la travesía, mostrando en sus miembros desnudos las franjas de piel más oscuras producidas por el sol. Dos niños reían mientras perseguían de un sitio para otro a un perro de tres patas. Una pareja de mujeres cocinaba una sopa. Al olerla, el estómago de Temple emitió un gemido de dolor.
Hacía todo lo que podía para sonreír, asentir y caer en gracia mientras Shy, con una fuerte mano metida bajo una de sus axilas, lo llevaba por entre toda aquella gente, pero todo lo que recibió fue unas pocas miradas de hostil curiosidad. La mayoría de aquella gente sólo se preocupaba de su trabajo, pues su principal deseo, aunque ello supusiera hacer los trabajos más pesados, era sacar algún provecho de aquella ingrata tierra. Temple hizo una mueca, pero no de frío o de dolor. Cuando se alistó con Nicomo Cosca fue con la condición de no volver a hacer un trabajo pesado nunca más.
—¿Adónde se dirige la caravana? —preguntó. Sólo le faltaba escuchar que iban a Tratojusto o a Averstock, pues los habitantes que quedaban en dichos asentamientos no se habrían sentido muy contentos de volver a verlo.
—Al Oeste —contestó Shy—. Cruzando las Tierras Lejanas para llegar a Arruga. ¿Le viene bien?
Temple jamás había oído hablar de Arruga. Lo que convertía aquel pueblo en un lugar muy recomendable.
—Cualquier lugar que no sea aquel de donde vengo me viene bien. Ir al Oeste me parece magnífico. Si me permiten acompañarles.
—A mí no tiene que convencerme, sino a esos viejos bastardos.
Había cinco bastardos que formaban un pequeño grupo delante de la columna. Temple se puso un poco nervioso al ver que el que estaba más cerca era una mujer, una mujer Fantasma, alta y delgada, con la cara más gastada que el cuero de una silla de montar y unos ojos brillantes que parecían traspasar a Temple y llegar hasta el horizonte. A su lado, agazapado en un enorme abrigo de piel y llevando un par de cuchillos y una espada de caza de vaina dorada, vio a un hombre diminuto que tenía una mata de pelo de color gris y que torcía la boca como si Temple fuese un chiste del que, aun encontrándolo divertido, no quisiera reírse abiertamente.
—Ese de ahí es el famoso explorador Dab Sweet, y quien le acompaña, su socia Roca Llorona. Y ese otro es el jefe de nuestra alegre caravana, Abram Majud. —Señalaba a un kantic calvo y fibroso cuyo rostro parecía conformado por unos ángulos imposibles que enmarcaban dos ojos almendrados y precavidos—. Y ése es Savian. —Un hombre alto, con una cabellera gris acerada y una mirada tan impactante como un martillazo—. Y ése es… —Shy hizo una pausa, como si buscase la palabra correcta— Lamb.
Lamb era un norteño enorme y bastante entrado en años que parecía andar encogido, como si quisiera aparentar ser menos alto de lo que era, y a quien le faltaba un trozo de oreja. Bajo la maraña que formaban su cabellera y su barba, aquel rostro suyo daba la impresión de haber sido empleado en más de una ocasión como piedra de moler. Aunque lo natural hubiera sido que Temple, apenas ver aquella colección de arrugas, grietas y cicatrices, hubiese hecho una mueca, su profesionalidad le llevó a enseñar los dientes para sonreír abiertamente a todos y cada uno de aquellos aventureros escapados del geriátrico, como si jamás hubiera visto reunida en un solo lugar a tanta gente tan hermosa como prometedora.
—Caballeros y… —miró de soslayo a Roca Llorona y cayó en la cuenta de que la palabra no cuadraba bien, así que para salir del aprieto añadió— señora… Es un honor conocerles. Me llamo Temple.
—¡Qué bien habla! ¿No? —comentó Sweet con su voz estruendosa, como si al final no estuviera seguro de que fuera así.
—¿Dónde lo habéis encontrado? —preguntó Savian con voz de pocos amigos. Temple no había pasado por tantas profesiones para salir de ellas sin saber reconocer a la gente peligrosa, y aquel individuo le daba mucho miedo.
—Lo pescamos en el río —dijo Shy.
—¿Y por qué razón no lo devolvisteis a él?
—Pues porque yo no quería matarlo.
Savian observó fijamente a Temple con una mirada dura y se encogió de hombros.
—Yo no he hablado de matarlo, sino de devolverlo al río.
En el silencio que siguió a aquellas palabras, Temple consideró la situación, mientras el frío del viento le mordía a través de sus pantalones empapados y aquellos cinco personajes lo miraban, según sus propias inclinaciones, con aprecio, sospecha o mofa.
Majud habló primero.
—¿Y desde dónde llegó usted nadando, maese Temple? No me parece que haya nacido en esta tierra.
—Tampoco me parece a mí que usted haya nacido en ella, señor. Nací en Dagoska.
—En la actualidad, una excelente ciudad para el comercio, aunque no tanto desde que proscribieron el Gremio de los Especieros. ¿Y cómo ha llegado hasta aquí alguien de Dagoska?
El perenne problema de intentar enterrar para siempre tu pasado consiste en que los demás siempre intentan desenterrarlo.
—Debo confesar… que caí en malas compañías.
Majud señaló a sus compañeros con un gesto muy gracioso.
—Eso también suele sucedernos a los mejores.
—¿Bandidos? —preguntó Savian.
Eran eso y mucho más.
—Soldados —respondió Temple, que, como había decidido no mentir, adornó las cosas como pudo para que arrojaran la mejor luz posible sobre su persona—. Los dejé y seguí mi camino. Pero me topé con unos Fantasmas, y en medio de la lucha caí rodando por una pendiente y luego… por una garganta. —Se pasó una mano por aquel rostro suyo tan molido, recordando el espantoso momento en que se había encontrado en el vacío—. Seguido todo ello por una caída hasta el agua.
—Sé lo que sintió —murmuró Lamb, como si mirase a lo lejos.
Sweet hinchó el pecho y se ajustó el cinturón de la espada.
—¿Y adónde iba usted cuando se encontró con esos Fantasmas?
—¿Río arriba? —Temple se limitó a encogerse de hombros.
—¿Adónde llegó y cuántos eran?
—Sólo vi a cuatro. Sucedió al amanecer y desde entonces floté a la deriva.
—Tuvo que ser a unos treinta kilómetros hacia el sur. —Sweet y Roca Llorona se miraron durante un instante. Si él parecía preocupado, ella se había quedado de piedra—. Deberíamos acercarnos hasta allí para echar un vistazo.
—Hmm —murmuró la vieja Fantasma.
—¿Espera algún contratiempo? —preguntó Majud.
—Siempre los espero. Porque, si resulta que no los hay, uno se siente mejor. —Sweet pasó entre Lamb y Savian, dándoles a cada uno una palmada en el hombro cuando llegó a su lado—. Magnífico trabajo el que hicisteis en el río. Espero ser tan bueno como vosotros cuando tenga vuestros años. —Y le dio otra palmada a Shy—. Y el tuyo también fue muy bueno, aunque la próxima vez mejor será que sueltes la cuerda. ¿No te parece? —Al oír aquellas palabras, Temple observó por vez primera el vendaje ensangrentado que rodeaba el brazo herido de la joven. Nunca se había mostrado particularmente sensible por el daño que pudieran sufrir los demás.
—¿Puedo suponer que se siente agradecido al viajar con nuestra caravana? —preguntó Majud.
—Más que agradecido —Temple se relajó por el alivio que sentía en aquel momento.
—Pues debe saber que cualquiera que forme parte de ella debe abonar el viaje o contribuir con lo que sepa hacer mejor.
—Ah. —Temple volvía a estar en tensión.
—¿Tiene usted alguna profesión?
—He tenido varias. —Pasó rápidamente revista a las profesiones que había tenido, para descartar aquellas por las que podían devolverlo rápidamente al río—. Aprendiz de sacerdote, cirujano aficionado…
—Ya tenemos cirujano —dijo Savian.
—Y sacerdote, desafortunadamente —añadió Shy.
—Carnicero…
—De eso se encargan nuestros cazadores —dijo Majud.
—Carpintero…
—¿De los que construyen carros?
—De los que hacen casas… —Temple hizo una mueca de dolor.
—Aquí no necesitamos casas. ¿En qué ha trabajado últimamente?
Como el oficio de mercenario no suele servir para hacer amigos, Temple respondió:
—De abogado. —Y entonces comprendió que con aquel oficio aún haría menos amigos.
—¿Ha conducido alguna vez bueyes? —preguntó Majud.
—Me temo que no.
—¿Llevado ganado en manada?
—Lo lamento, pero no.
—¿Trabajado con caballos?
—¿Vale haberlo hecho con uno solo, en una ocasión?
—¿Experiencia en combate? —preguntó Savian, rechinando los dientes.
—Muy poca, y la verdad es que no me gustó nada. —Para entonces había comenzado a temer que aquella entrevista no estuviera arrojando la mejor luz sobre sí mismo, siempre que eso fuera posible—. Pero estoy decidido a comenzar de nuevo, a ganarme mi puesto, a trabajar tan duro como cualquier hombre —o mujer— de los presentes y… a aprender con todas mis ganas. —Al terminar de hablar se preguntó si tan gran número de exageraciones habían servido alguna vez como atenuante de una pena.
—Pues le deseo que tenga éxito en su educación —dijo Majud—, pero para venir con nosotros tendrá que abonar ciento cincuenta marcos.
Se hizo el silencio mientras todos los presentes, y particularmente Temple, pensaban en la manera de sacarse de la manga una suma tan elevada. Silencio que Temple rompió al rebuscar en los bolsillos de sus pantalones empapados y declarar:
—Creo que me falta un poco para llegar a esa suma.
—¿Cuánto le falta?
—¿Qué tal ciento cincuenta marcos?
—Nos dejaron que los acompañásemos gratis, y creo que la cosa no les salió mal —dijo Shy.
—Sweet hizo el trato, no nosotros. —Majud miró detenidamente a Temple, que se sorprendió al descubrir que intentaba tapar su pie desnudo con el que aún estaba calzado. Pero sin éxito—. Y usted, al menos, no iba descalza. Este hombre necesitará ropas, calzado y una montura. No podemos permitirnos dar cobijo a cualquier descarriado que se cruce en nuestro camino.
Temple parpadeó, no muy seguro de dónde le dejaba aquel discurso.
—Y eso, ¿dónde le deja a él?
—En el vado, esperando a otro grupo de personas que tengan unas exigencias distintas de las nuestras.
—O a otro grupo de Fantasmas, si me permites decirlo.
Majud abrió las manos.
—Si sólo se tratase de mí, no vacilaría a la hora de ayudarle, pero tengo que tener en cuenta lo que mi socio Curnsbick pensará de todo esto, y él tiene un corazón de hierro para lo que se refiere a los negocios. Lo siento. —Aunque parecía un poco apenado, nada hacía pensar que fuera a cambiar de opinión.
Shy miró de soslayo a Temple, que se limitaba a seguir callado y muy serio.
—Mierda. —Shy plantó los brazos en jarras y miró al cielo durante un instante para echar su labio superior hacia atrás, mostrar el hueco que tenía entre los dientes y lanzar limpiamente un escupitajo—. Entonces yo pagaré por él.
—¿De veras? —preguntó Majud, enarcando las cejas.
—¿De veras? —preguntó Temple, tan perplejo como él.
—Pues claro que sí —contestó ella—. ¿Quieres el dinero ahora mismo?
—Oh, no te preocupes. —Los labios de Majud se animaron con lo que parecía ser el anuncio de una sonrisa—. Sé que se te dan bien los números.
—Esto no me gusta —Savian tocaba con el dorso de su mano derecha la empuñadura de uno de sus cuchillos—. Este bastardo podría ser cualquier cosa.
—Lo mismo que tú —replicó Shy—. No tengo ni idea de lo que estabas haciendo hace un mes, o de lo que podrás hacer dentro de un mes, pero no es asunto mío. Yo pago, él se queda. Si no te gusta, puedes seguir río abajo, ¿qué te parece? —Mientras hablaba, no había dejado de mirar con fiereza el inexpresivo rostro de Savian, consiguiendo que a Temple le gustase el suyo cada vez más.
Savian frunció sus labios apenas un instante.
—Lamb, ¿no tienes nada que decir respecto a esto?
La mirada del viejo norteño pasó de Temple a Shy y viceversa. Era evidente que no le gustaba tomar decisiones rápidas.
—Creo que a cualquier persona hay que darle una oportunidad —respondió.
—¿Incluso a las que no se la merecen?
—Sobre todo a ésas.
—Puede confiar en mí —dijo Temple, regalando a aquel hombre mayor una de sus miradas más formales—. No le defraudaré, se lo prometo. —Pero lo cierto era que el rastro formado por las promesas que había roto podía dar la vuelta al Círculo del Mundo. Estaba casi seguro de que una más lo alejaría del Cielo para siempre.
—Prometer no es lo mismo que cumplir, y tú lo sabes. —Savian se inclinó hacia delante, entornando los ojos aún más si cabe, una hazaña que sólo un instante antes cualquiera habría considerado imposible—. Te estaré vigilando, chico.
—Eso es… un enorme alivio —dijo Temple, apartándose lentamente de su lado. Como Shy acababa de volverse, se escondió detrás de ella—. Gracias. De veras. No sé cómo podré pagárselo.
—Pues pagándome.
—Claro. Cómo no —dijo, aclarándose la garganta.
—Con un interés del veinticinco por ciento. No practico la caridad.
Ella comenzaba a gustarle menos.
—Ya lo estoy viendo. El principal más un veinticinco por ciento. Más que justo. Yo siempre pago mis deudas. —Excepto, quizá, las financieras.
—¿Era cierto eso de que querías aprender?
De lo que él tenía ganas era de olvidar.
—Lo era.
—¿Y lo otro, lo de trabajar tan duro como cualquier persona de las que están aquí?
A juzgar por el polvo, el sudor, las quemaduras del sol y el cansancio de la mayoría de los hombres, aquel deseo suyo le parecía en ese momento una temeridad.
—Si no hay más remedio…
—Bien, porque yo te haré trabajar, por eso no te preocupes.
A él le preocupaban otras cosas, entre las que precisamente no se encontraba la de encontrar trabajo.
—No sé si… podré esperar. —Comenzaba a tener la extraña sensación de haber sacado el cuello del lazo corredizo que le había caído encima para meterlo en otro que lo estrangulaba. Mirando las cosas con la perspectiva que da el saber que ya han ocurrido, le pareció que su vida, que él siempre había considerado una sucesión de fugas ingeniosamente urdidas, venía a ser más bien una sucesión de lazos en la mayoría de los cuales él mismo había metido el cuello por cuenta propia. Pero esos lazos también pueden acabar ahorcándolo a uno.
Mientras hacía planes, Shy se tocaba el brazo herido.
—Quizá Hedges tenga algunas ropas que te sienten bien. Gentili tiene una silla de montar vieja, y Buckhorm, una mula que quiere vender.
—¿Una mula?
—Si te resulta muy lenta, siempre puedes llegar a Arruga caminando.
Como Temple comprendió que a pie no llegaría tan lejos como montado en la mula, sonrió a pesar de la adversidad y se consoló pensando que acabaría haciéndoselo pagar. La indignidad, no el dinero.
—Sentiré una enorme gratitud durante todos los momentos en que cabalgue tan noble animal —dijo a regañadientes.
—Claro que sentirás una enorme gratitud —repitió ella.
—La sentiré —insistió él.
—Bueno —dijo ella.
—Bueno.
Una pausa.
—Bueno.