CAPÍTULO 9

Desde mi encuentro con Señor el jueves no había facturado una sola hora para mi viejo y querido bufete jurídico Drake & Sweeney. Me había pasado cinco años haciendo un promedio de doscientas al mes, lo cual significaba ocho al día durante seis días, menos dos horas. No se podía perder una sola jornada y muy pocas horas quedaban sin contabilizar. Cuando me rezagaba, lo que raras veces ocurría, trabajaba doce horas los sábados y a veces incluso los domingos. No era de extrañar que Claire se hubiera decidido a estudiar medicina.

Mientras contemplaba el techo del dormitorio a última hora del sábado por la mañana, me sentí casi paralizado por la inactividad. No me apetecía ir al despacho. Aborrecía la mera idea de hacerlo. Temía las pulcras hileras de mensajes telefónicos que Polly depositaba sobre mi escritorio, los memorandos de los jefes convocando reuniones para interesarse por mi bienestar, los ruidosos murmullos de los chismosos y el inevitable «¿Qué tal estás?» de los amigos sinceramente preocupados y de aquellos a quienes yo les importaba un bledo. Pero lo que más temía era el trabajo. Los casos antimonopolio son largos y complicados, los expedientes son tan abultados que hay que colocarlos en una caja y, ¿para qué?

Una empresa que factura mil millones de dólares contra otra. Cien abogados trabajando, todos gastando papel.

En mi fuero interno reconocía que jamás me había gustado el trabajo. Era un medio para alcanzar un fin. Si lo practicaba con entusiasmo, me convertía en un joven dinámico y me especializaba en un campo determinado, no tardaría en ser objeto de interés. Incluso era probable que me llamasen los de derecho tributario, laboral o penal. ¿A quién podían interesarle las leyes antimonopolio?

Haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, me levanté de la cama y tomé una ducha.

Mi desayuno consistió en un pastelillo de una panadería de la calle M con café cargado, todo ello tomado con una mano al volante. Me pregunté qué desayunaría Ontario y me dije que dejara de torturarme. Tenía derecho a comer sin sentirme culpable, pero la comida estaba perdiendo importancia para mí.

La radio me informó de que la máxima diurna sería de cuatro grados, que la mínima estaría en torno a cero y que no habría más nevadas durante la semana.

Conseguí llegar hasta el vestíbulo del edificio sin que ninguno de mis compañeros se me acercara.

Bruce no sé qué del Departamento de Comunicaciones entró conmigo en el ascensor y me preguntó con expresión muy seria:

—¿Qué tal estás, muchacho?

—Muy bien. ¿Y tú? —contesté.

—Bien. Mira, todos te apoyamos. Procura ser fuerte.

Asentí con la cabeza como si su apoyo revistiera una importancia trascendental. Gracias a Dios, bajó en la segunda planta, aunque no sin antes darme una palmada en la espalda. Dales caña, Bruce.

Yo era una mercancía averiada. Mis pasos eran más lentos cuando pasé por delante del escritorio de Madame Devier y de la sala de juntas. Recorrí el pasillo de suelo de mármol hasta llegar a mi despacho y allí me hundí en mi sillón giratorio de cuero, completamente agotado.

Polly tenía varias maneras de dejar la basura telefónica.

Si yo respondía a las llamadas con diligencia y, por casualidad, mis esfuerzos eran de su agrado, me dejaba uno o dos mensajes al lado del teléfono. Pero si no lo era y, por casualidad, ella se molestaba, nada le deparaba mayor placer que alinearlos en el centro del escritorio, un mar de color de rosa, todos perfectamente dispuestos en orden cronológico.

Conté treinta y nueve mensajes, varios de ellos urgentes y unos cuantos de los jefes. Rudolph parecía especialmente irritado, a juzgar por el reguero de mensajes que Polly me había dejado. Los leí muy despacio mientras los recogía y los dejaba a un lado. Estaba decidido a terminarme mi café en paz y sin presiones de ninguna clase, por lo que me encontraba sentado junto a mi escritorio sosteniendo la taza con ambas manos mientras miraba alrededor con la expresión propia de alguien que se encuentra al borde de un abismo, cuando entró Rudolph.

Los espías debían de haberlo puesto sobre aviso; tal vez un auxiliar diligente o quizá Bruce, el del ascensor. A lo mejor todo el bufete se encontraba en estado de alerta. Imposible. Estaban demasiado ocupados.

—Hola, Mike —me dijo con tono áspero, tomando asiento y cruzando las piernas como si se dispusiera a abordar un asunto importante.

—Hola, Rudy —contesté.

Jamás lo había llamado Rudy a la cara. Siempre lo llamaba Rudolph. Sólo su actual esposa y los socios lo llamaban de aquella manera.

—¿Dónde has estado? —me preguntó sin el menor asomo de compasión.

—En Memphis.

—¿En Memphis?

—Sí, necesitaba ver a mis padres. Además, el psiquiatra de la familia está allí.

—¿Un psiquiatra?

—Sí, me ha sometido a observación durante un par de días.

—¿Te han sometido a observación?

—Sí, en uno de esos elegantes consultorios con alfombras persas y salmón para cenar. A mil dólares el día.

—¿Durante dos días? ¿Has estado dos días allí dentro?

—Sí.

El hecho de mentir no me provocaba el menor sonrojo y precisamente por eso no me remordía la conciencia. La empresa podía ser dura e incluso despiadada cuando quería, y yo no estaba de humor para las reprimendas de Rudolph, que había recibido órdenes precisas de la junta directiva y redactaría un informe a los pocos minutos de abandonar mi despacho. Si lograba ablandarlo, el informe sería suave y los jefes se tranquilizarían. La vida sería más fácil a corto plazo.

—Deberías haber llamado a alguien —dijo todavía con cierta dureza, aunque la grieta no tardaría en producirse.

—Vamos, Rudolph. Estaba encerrado. No había teléfonos. —En mi voz se percibía el punto justo de angustia necesario para conmoverlo.

Tras una prolongada pausa, me preguntó:

—¿Cómo te encuentras?

—Bien.

—¿Seguro?

—El psiquiatra dijo que estaba bien.

—¿Al ciento por ciento?

—Al ciento diez por ciento. No hay ningún problema, Rudolph. Necesitaba un descanso, eso es todo. Vuelvo a estar en plena forma.

Aquello era todo lo que Rudolph necesitaba oír. Sonrió, y, más relajado, dijo:

—Tenemos muchas cosas que hacer.

—Lo sé. Estoy deseando empezar.

Salió prácticamente disparado de mi despacho. Descolgaría el teléfono de inmediato y comunicaría que uno de los muchos productores de la casa se había puesto nuevamente en marcha.

Cerré la puerta con llave, apagué las luces y me pasé una hora cubriendo dolorosamente mi escritorio con papeles y notas. No hice nada, pero por lo menos había fichado.

Cuando ya no pude más, me guardé los mensajes telefónicos en el bolsillo y salí. Me escapé sin que nadie me atrapara.

Me detuve en una tienda de rebajas en la Massachusetts y me pegué una deliciosa borrachera de compras. Caramelos y juguetitos para los niños, jabón y artículos de aseo para todos, calcetines y pantalones de entrenamiento de distintas tallas para los niños. Una gran caja de pañales desechables, jamás en mi vida me había divertido tanto gastando doscientos dólares.

Y gastaría lo que fuera necesario para conseguirles un lugar caliente. Me daba igual que tuvieran que pasarse un mes en un motel. Pronto se convertirían en clientes míos y yo amenazaría y pondría los pleitos que fueran necesarios hasta conseguir que tuvieran una vivienda adecuada. Estaba deseando presentar una querella contra alguien.

Aparqué enfrente de la iglesia, mucho menos asustado que la víspera, pero dominado todavía por un considerable temor. Dejé prudentemente los paquetes en el interior del automóvil. Si entraba como Papá Noel, se armaría un alboroto. Mi intención era irme de allí con la familia, llevarla a un motel, encargarme de que todos se bañaran, limpiaran y desinfectaran, darles de comer hasta que se les llenara bien la tripa, comprobar si necesitaban asistencia médica, quizás acompañarlos a comprar zapatos y ropa de abrigo y darles otra vez de comer. No me importaba lo que costara ni el tiempo que me llevara.

Tampoco me importaba que la gente pensase que era otro blanco rico que quería tranquilizar su conciencia.

Miss Dolly se alegró de verme. Me saludó y señaló una pila de patatas que había que mondar. Antes de poner manos a la obra fui en busca de Ontario y su familia. No los encontré, no estaban en su sitio de costumbre.

Recorrí todo el sótano, rodeando y pasando por encima de docenas de indigentes. No estaban en la iglesia ni en la galería de arriba.

Mientras pelaba patatas me puse a conversar con miss Dolly. Recordaba a la familia, pero cuando había llegado, a las nueve, ellos ya no estaban.

—¿Adónde pueden haber ido?

—Esta gente se mueve mucho, cariño. Van de comedor de beneficencia en comedor de beneficencia, de albergue en albergue. A lo mejor, ella se enteró de que en Brightwood daban queso o de que en otro sitio repartían mantas. Hasta puede que haya encontrado trabajo en un McDonald’s y haya dejado a los niños con su hermana. Nunca se sabe. Pero no se quedan en el mismo sitio.

Dudaba mucho que la madre de Ontario hubiera encontrado trabajo, pero no me apetecía discutirlo con miss Dolly en su cocina.

Mordecai apareció cuando ya empezaba a formarse la cola del almuerzo. Lo vi antes de que él advirtiera mi presencia, y cuando nuestras miradas se encontraron, una sonrisa iluminó su rostro.

Un nuevo voluntario se encargaba de preparar los bocadillos. Mordecai y yo servíamos a las mesas, introduciendo los cucharones en las ollas para llenar de sopa los cuencos de plástico. La tarea era todo un arte. Si echabas demasiado caldo, corrías el riesgo de que el beneficiario te mirara con rabia. Si te pasabas con la verdura, en la olla sólo quedaba caldo. Mordecai había perfeccionado su técnica años atrás; yo fui objeto de varias miradas asesinas antes de aprender. Mordecai tenía una palabra amable para todos aquellos a quienes servíamos, hola, buenos días, qué tal estás, me alegro de verte. Algunos le devolvían la sonrisa, otros ni siquiera levantaban la mirada.

Cuando ya faltaba poco para el mediodía, una pequeña multitud empezó a congregarse ante la puerta y las colas se alargaron. Aparecieron más voluntarios como llovidos del cielo y en la cocina resonaron los agradables murmullos y ruidos de unas personas felizmente ocupadas en su tarea.

Yo seguía buscando a Ontario. Papá Noel estaba esperándolo y el chiquillo no tenía ni la menor idea.

Una vez que hubimos dado de comer a todos, llenamos nuestros cuencos. Puesto que las mesas estaban llenas, comimos en la cocina, apoyados contra el fregadero.

—¿Recuerda los últimos pañales que cambió anoche? —pregunté entre bocado y bocado.

—Como si eso pudiera olvidarse.

—Hoy no he visto al niño ni a su familia.

Mordecai siguió masticando mientras reflexionaba acerca de ello.

—Estaban aquí cuando me fui esta mañana —dijo al fin.

—¿Qué hora era?

—Sobre las seis. Estaban profundamente dormidos en aquel rincón de allí.

—¿Y adónde pueden haber ido?

—Eso nunca se sabe.

—El niño me dijo que vivían en un coche.

—¿Habló con él?

—Sí.

—Y ahora quiere localizarlo, ¿verdad?

—Sí.

—Ni lo sueñe.

Después del almuerzo el sol se abrió paso entre las nubes y empezó el movimiento. Uno a uno pasaron por delante de la mesa, recibieron una manzana o una naranja y abandonaron el sótano.

—Los pobres no paran de moverse —me explicó Mordecai mientras contemplábamos la escena—. Les gusta vagar sin rumbo. Tienen sus rituales y sus rutinas, sus lugares preferidos, sus amigos de la calle, cosas que hacer. Vuelven a sus parques y a sus callejones y huyen de la nieve.

—Fuera estamos a cinco bajo cero, y esta noche bajará casi a diez —dije.

—Volverán. Espere a que oscurezca y verá como todo eso se llena otra vez. Vamos a dar una vuelta.

Avisamos a miss Dolly, quien nos dio permiso.

El viejo Ford Taurus de Mordecai estaba aparcado al lado de mi Lexus.

—Eso no va a durar mucho aquí —me dijo, señalando mi coche—. Si tiene previsto pasarse una temporada en esta zona de la ciudad, le aconsejo que lo cambie por otro más sencillo.

No se me había pasado por la cabeza la idea de separarme de mi fabuloso automóvil. Estuve a punto de ofenderme.

Subimos a su Taurus y salimos del aparcamiento. En cuestión de segundos advertí que Mordecai Green era un pésimo conductor, por lo que intenté abrocharme el cinturón de seguridad. Estaba roto. Él pareció no darse cuenta.

Pasamos por delante de las transitadas calles del sector noroeste de Washington, manzanas de casas adosadas con las ventanas tapiadas, lugares tan peligrosos que hasta los conductores de ambulancias se negaban a ir, escuelas en lo alto de cuyas vallas metálicas brillaba el cortante alambre de púas, barrios permanentemente convulsionados por los disturbios. Mordecai era un guía turístico asombroso. Cada centímetro era su terreno, cada esquina tenía una anécdota, cada calle, una historia. Dejamos atrás otros centros de acogida y comedores de beneficencia. Conocía a los cocineros y a los reverendos. Las iglesias eran buenas o malas, sin medias tintas. O abrían sus puertas a los desamparados o las mantenían cerradas. Me señaló la Facultad de Derecho de Howard, un motivo de inmenso orgullo para él. Sus estudios de abogacía le habían llevado cinco años; tenía un trabajo a plena dedicación y otro a tiempo parcial, de modo que asistía a clase por la noche.

Me indicó una casa incendiada donde en otro tiempo desarrollaban sus actividades los traficantes de crack. Su tercer hijo, Cassius, había muerto allí delante, en la acera.

Cerca ya de su despacho me preguntó si me molestaría que entráramos un momento. Quería echar un vistazo a la correspondencia. No me molestaba, por supuesto; de hecho, me apetecía dar aquella vuelta.

Todo estaba a oscuras, frío y desierto. Pulsó los interruptores de la luz y empezó a hablar.

—Somos tres. Yo, Sofía Mendoza y Abraham Lebow. Sofía es asistente social, pero sabe más de la ley de la calle que Abraham y yo juntos. —Lo seguí rodeando los escritorios cubiertos de papeles—. Antes tenía siete abogados aquí, ¿se imagina? Era cuando recibíamos una asignación gubernamental por servicios jurídicos. Ahora, gracias a los republicanos, no nos dan ni diez centavos. Allí hay tres despachos, y otros tres en la parte que yo ocupo. —Con un ademán abarcó toda la estancia—. Mucho espacio vacío.

Tal vez estuviera vacío por falta de personal, pero no se podía caminar sin tropezar con un archivador lleno de expedientes antiguos o un montón de polvorientos textos jurídicos.

—¿Quién es el propietario de este edificio? —le pregunté.

—La Fundación Cohen. Leonard Cohen fue quien puso en marcha un importante bufete jurídico de Nueva York. Murió en el ochenta y seis; debía de tener cien años. Ganó una tonelada de dinero y en la última etapa de su vida decidió no llevárselo a la tumba. Empezó a repartirlo por ahí, y una de sus muchas obras fue la asignación de un fondo para ayudar a los abogados de los pobres a prestar asistencia a los sin hogar. Así nació este lugar. La fundación cuenta con tres consultorios jurídicos; éste, el de Nueva York y el de Newark. Me contrataron en el ochenta y tres, y un año más tarde me convertí en director.

—¿Todos sus recursos proceden de una sola fuente?

—Prácticamente todos. El año pasado la fundación nos dio ciento diez mil dólares. El anterior habían sido ciento cincuenta, por eso hemos perdido un abogado. Cada año nos asignan menos dinero. El fondo no se ha gestionado bien y ahora se está comiendo el capital. Dudo que dentro de cinco años estemos aquí. Puede que todo termine dentro de tres.

—¿No hay modo de obtener dinero de otras fuentes?

—Sí, por supuesto. El año pasado reunimos nueve mil dólares, pero eso lleva tiempo. Podemos ejercer nuestro oficio o dedicarnos a recaudar fondos. A Sofía no se le dan muy bien las relaciones públicas. Abraham es un neoyorquino muy sarcástico, lo cual significa que estoy solo con mi magnética personalidad.

—¿Cuáles son los gastos generales? —pregunté sin que me importara demasiado ser indiscreto.

Casi todos los grupos que desarrollaban actividades no lucrativas publicaban un informe anual con todas las cifras.

—Dos mil dólares al mes. Deduciendo los gastos y una pequeña reserva, los tres nos repartimos ochenta y nueve mil dólares. A partes iguales. Sofía se considera socia de pleno derecho. Y, francamente, nos da miedo discutir con ella. Yo cobré casi treinta, lo cual, por lo que he oído decir, es lo que suele cobrar un abogado de oficio. Bienvenido a la calle.

Llegamos a su despacho y me senté delante de él.

—¿Se olvidaron de pagar la factura de la calefacción? —pregunté, casi temblando.

—Es probable. No solemos trabajar mucho los fines de semana. Con eso se ahorra dinero. No hay manera de calentar o refrigerar este lugar.

Semejante idea jamás se le habría ocurrido a nadie de Drake & Sweeney. Si se cierra los fines de semana, se ahorra dinero. Y se salvan los matrimonios.

—Por otra parte —añadió—, si lo ponemos demasiado cómodo, nuestros clientes no se irán.

Por consiguiente, en invierno hace frío, en verano hace calor y se reduce el tráfico en la calle. ¿Le apetece un café?

—No, gracias.

—Hablo en broma. Por nada del mundo intentaríamos disuadir a los indigentes de acercarse por aquí. Suponemos que nuestros clientes se mueren de hambre y de frío y no nos preocupamos por estas cosas. ¿Se sintió usted culpable cuando desayunó esta mañana?

—Sí.

Me dedicó la sabia sonrisa de un anciano que ya está de vuelta de todo.

—Suele ocurrir. Antes trabajábamos con muchos jóvenes abogados de importantes bufetes, los novatos de la beneficencia los llamo yo, y éstos me decían que, al principio, se les quitaban las ganas de comer. —Se dio unas palmadas en el prominente vientre—. Pero eso se supera.

—¿Qué hacían los novatos de la beneficencia? —pregunté.

Estaba a punto de picar el anzuelo, y Mordecai sabía que yo lo sabía.

—Los enviábamos a los centros de acogida. Allí se reunían con los clientes y nosotros les supervisábamos los casos. El trabajo suele ser fácil. Basta un abogado que le ladre por teléfono a algún burócrata incompetente. Vales para comida, pensiones para veteranos de guerra, subsidios para vivienda, el seguro médico, ayuda a la infancia; aproximadamente un veinticinco por ciento de nuestras actividades tiene que ver con las prestaciones benéficas.

Escuché con atención, Mordecai me leyó el pensamiento y empezó a enrollar el sedal.

—Mire, Michael, los mendigos no tienen voz. Nadie los escucha, nadie se preocupa por ellos y ellos tampoco esperan que nadie los ayude. Por consiguiente, cuando intentan tomar el teléfono para conseguir las prestaciones a que tienen derecho, no llegan a ninguna parte. Los ponen en listas permanentes de espera. Nadie les devuelve las llamadas. Carecen de domicilio.

A los burócratas no les importa y se dedican a joder precisamente a las personas a las que tendrían que ayudar. Por lo menos, un curtido asistente social puede conseguir que los burócratas lo escuchen, echen un vistazo a los expedientes y quizá, le devuelvan la llamada. Pero si el que ladra y arma alboroto por teléfono es un abogado, se consiguen cosas. Los burócratas se sienten obligados a actuar. Los documentos se tramitan. ¿Que no hay un domicilio? No importa. Envíeme el cheque, yo se lo haré llegar al cliente.

Estaba levantando progresivamente la voz y agitaba las manos. Aparte de todo lo demás, Mordecai era un consumado narrador. Debía de ser muy eficaz en presencia de un jurado.

—Voy a contarle algo muy gracioso —dijo—. Hace aproximadamente un mes uno de mis clientes bajó a la delegación de la Seguridad Social para recoger un impreso de solicitud de prestaciones benéficas, algo, en teoría, muy sencillo. El hombre tiene sesenta años y sufre mucho porque tiene la espalda encorvada. Cuando uno se pasa diez años durmiendo sobre las piedras y los bancos de los parques, tiene problemas de columna. Se pasó dos horas haciendo cola delante de un despacho y, cuando finalmente llegó a la puerta, esperó otra hora, se dirigió al primer escritorio, intentó explicar lo que quería y recibió un vapuleo verbal de una miserable secretaria que tenía un mal día. La mujer hizo incluso un comentario acerca de su mal olor. Como es natural, el hombre se ofendió y se fue sin los impresos. Me telefoneó. Hice las debidas llamadas y el miércoles pasado celebramos una pequeña ceremonia en la delegación de la Seguridad Social, adonde fui con mi cliente. La secretaria estaba allí con su jefe, el jefe de su jefe, el director de la delegación del distrito de Columbia y un pez gordo de la administración de la Seguridad Social. La secretaria se situó delante de mi cliente y leyó una disculpa de una página. Fue muy bonito, conmovedor. Después me entregó el impreso de solicitud de prestaciones benéficas y todos los presentes me aseguraron que el asunto sería objeto de inmediata atención.

Eso es la justicia, Michael, en eso consiste el derecho de la calle. Es una cuestión de dignidad.

Me siguió contando historias en las que los abogados de la calle eran los buenos chicos y los sin hogar alcanzaban la victoria. Yo sabía que se había guardado otras tantas historias conmovedoras y probablemente más, pero su intención era preparar el terreno.

Perdí la noción del tiempo. Mordecai no mencionó para nada la correspondencia. Al final, nos fuimos y regresamos al centro de acogida.

Faltaba una hora para que anocheciera, un buen momento, pensé yo, para ir a cobijarse en el caldeado sótano de la iglesia, antes de que los gamberros empezaran a recorrer las calles.

Con Mordecai caminaba despacio y sin temor. Si hubiera ido solo, habría andado con la cintura doblada y sin apenas pisar la nieve.

Miss Dolly había conseguido un montón de pollos enteros. Los hirvió y yo los deshuesé.

En la hora punta se unió a nosotros Joanne, la mujer de Mordecai. Era tan simpática y casi tan alta como su marido. Sus dos hijos medían más de un metro noventa. Cassius medía metro noventa y ocho y era una codiciada estrella del baloncesto cuando le pegaron un tiro a los diecisiete años.

Me fui a medianoche. Ni rastro de Ontario y su familia.