Oí un crujido en el techo y observé que por encima de nosotros había una galería en forma de U. Forcé la vista y distinguí poco a poco más personas tendidas en las filas de bancos de allí arriba. Mordecai también estaba mirando.
—¿Cuántas…? —musité yo, incapaz de terminar la frase.
—No las contamos. Nos limitamos a darles comida y cobijo.
Una ráfaga de viento azotó la parte lateral del edificio e hizo chirriar las ventanas. Hacía mucho más frío en el interior del templo que en el sótano. Pasamos de puntillas por encima de los cuerpos y franqueamos una puerta que había al lado del órgano.
Eran casi las once. En el sótano aún había gente, pero la cola de la sopa ya había terminado.
—Sígame —me indicó Mordecai. Tomó un cuenco de plástico y se lo entregó a un voluntario para que se lo llenara. Se volvió hacia mí y, con una sonrisa, añadió—: Vamos a ver cómo cocina.
Nos sentamos sobre una mesa plegable, rodeados por gente de la calle. Él era capaz de comer y charlar como si todo aquello fuera lo más natural del mundo, pero yo no podía. Apenas probé la sopa que, gracias a miss Dolly, era francamente buena, pues no podía superar el hecho de que yo, Michael Brock, un acaudalado chico blanco de Memphis y Yale y abogado del bufete Drake & Sweeney, estuviera sentado entre los sin hogar en el sótano de una iglesia en plena zona noroeste del distrito de Columbia. Sólo había visto otro rostro blanco, el de un borrachín de mediana edad que se había largado después de comer.
Estaba seguro de que mi Lexus había desaparecido, y de que yo no sobreviviría ni cinco minutos fuera de aquel edificio. Tomé la determinación de permanecer al lado de Mordecai hasta que éste decidiera marcharse.
—Está buena la sopa —dijo Mordecai—. Varía mucho —me explicó—, depende de lo que haya, y la receta es distinta según los sitios.
—El otro día nos dieron fideos en la Mesa de Martha —dijo un hombre sentado a mi derecha, cuyo codo estaba más cerca de mi cuenco de sopa que el mío.
—¿Fideos? —preguntó Mordecai con tono de incredulidad—. ¿Con la sopa?
—Sí. Aproximadamente una vez al mes dan fideos. Ahora todo el mundo lo sabe, claro, y es difícil encontrar una mesa.
No supe si hablaba en broma o no, pero advertí un destello en sus ojos. La idea de un indigente que lamentaba no encontrar mesa en su comedor de beneficencia preferido se me antojaba graciosa.
«Es difícil encontrar mesa»; ¿cuántas veces les había oído aquella frase a mis amigos de Georgetown?
Mordecai esbozó una sonrisa.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al hombre.
Muy pronto averiguaría que Mordecai siempre quería asociar un nombre a un rostro. Los sin hogar, a quienes él amaba, eran algo más que víctimas; eran su gente.
Para mí también era una curiosidad natural. Quería saber cómo se habían convertido en sin hogar los vagabundos. ¿Qué se había roto en nuestro vasto sistema de beneficencia social para que unos norteamericanos se hubieran vuelto tan pobres que no tuviesen más remedio que dormir bajo los puentes?
—Drano —contestó el hombre, zampándose uno de los trozos más grandes de apio que yo había cortado.
—¿Drano? —dijo Mordecai.
—Drano —repitió el hombre.
—¿Cuál es tu apellido?
—No tengo. Soy demasiado pobre.
—¿Quién te puso ese nombre?
—Mi madre.
—¿Qué edad tenías cuando te lo puso?
—Unos cinco años.
—¿Y por qué Drano?
—Tenía un bebé que no paraba de llorar y no dejaba dormir a nadie. Le di un poco de Drano, ya saben, el somnífero.
Contó la historia sin dejar de remover su sopa. Estaba bien ensayada y bien contada, pero yo no me creía ni una sola palabra. Sin embargo, otras personas lo escuchaban con atención, y Drano se lo estaba pasando en grande.
—¿Qué le ocurrió al bebé? —preguntó Mordecai, fingiendo tomárselo en serio.
—Murió.
—Debía de ser tu hermano —dijo Mordecai.
—No. Mi hermana.
—Comprendo. De modo que mataste a tu hermana.
—Sí, pero a partir de entonces pudimos dormir como lirones.
Mordecai me guiñó un ojo como si ya hubiera oído contar historias similares otras veces.
—¿Dónde vives, Drano? —le pregunté.
—Aquí en el distrito de Columbia.
—¿Dónde te alojas? —preguntó Mordecai, corrigiendo mi léxico.
—Aquí y allá. Conozco a muchas mujeres ricas que me pagan para que les haga compañía.
A dos hombres sentados al otro lado de Drano el comentario les hizo gracia. Uno de ellos soltó una risita y el otro una carcajada.
—¿Dónde recibes la correspondencia? —le preguntó Mordecai.
—En la oficina de correos —contestó Drano. Como tenía una respuesta rápida para todo, lo dejamos en paz.
Miss Dolly preparó café para los voluntarios tras haber apagado la cocina. Los mendigos se disponían a acostarse.
Mordecai y yo nos sentamos en el borde de una mesa de la cocina, tomando café mientras contemplábamos a través de la abertura para pasar los platos, las acurrucadas figuras humanas.
—¿Hasta qué hora va a quedarse aquí? —pregunté.
Mordecai se encogió de hombros.
—Depende. Debe de haber unas doscientas personas en esta habitación, como casi siempre. El reverendo estará más tranquilo si me quedo.
—¿Toda la noche?
—Lo he hecho muchas veces.
Yo no había previsto dormir con aquella gente. Pero tampoco tenía previsto abandonar el edificio sin la protección de Mordecai.
—No se sienta obligado a quedarse. Váyase cuando quiera —me dijo.
La posibilidad de irme era la peor de las limitadas alternativas que se me ofrecían. Medianoche de un viernes por la noche en las calles del distrito de Columbia. Chico blanco, coche de lujo. Con nieve o sin ella, la situación no me gustaba en absoluto.
—¿Tiene familia? —le pregunté.
—Sí. Mi mujer trabaja como secretaria en el Departamento de Trabajo. Tres hijos. Uno estudia en la universidad y el otro está en el ejército. —Su voz se desvaneció antes de llegar al tercer hijo. Yo no pensaba preguntarle nada. Tras una pausa, añadió—: Y el tercero lo perdimos en las calles, hace diez años. Las bandas.
—Lo siento.
—¿Y usted?
—Casado y sin hijos.
Pensé en Claire por primera vez en varias horas. ¿Cómo reaccionaría si supiera dónde me encontraba? Ninguno de nosotros había tenido tiempo para nada que estuviera remotamente relacionado con las obras de caridad. Musitaría para sus adentros: «Se está viniendo abajo de verdad», o algo por el estilo.
Me daba igual.
—¿A qué se dedica su mujer? —preguntó Mordecai con tono intrascendente.
—Es residente de cirugía en Georgetown.
—O sea, que han conseguido ustedes triunfar, ¿verdad? Usted será socio de un importante bufete jurídico y ella será cirujana. Otro sueño americano.
—Supongo.
El reverendo apareció como llovido del cielo y se llevó a Mordecai al fondo de la cocina para intercambiar con él unas palabras en voz baja. Tomé cuatro galletas de un cuenco y me acerqué al rincón donde la joven madre dormía sentada en una silla, con la cabeza apoyada en una almohada y el bebé bajo el brazo. Dos de los niños permanecían inmóviles bajo las mantas, pero el mayor estaba despierto.
Me agaché a su lado y le mostré una galleta. Se le iluminaron los ojos mientras la tomaba. Se la metió entera en la boca, y enseguida quiso otra. Era menudo y escuálido, no debía de tener más de cuatro años.
La madre inclinó bruscamente la cabeza hacia delante y despertó con un sobresalto. Me miró con ojos tristes y cansados y observó que yo estaba jugando a ser el Monstruo de las Galletas. Esbozó una leve sonrisa y volvió a colocar la almohada en su sitio.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté al niño en voz baja.
Al cabo de dos galletas se convirtió en mi amigo para toda la vida.
—Ontario —contestó muy despacio y con toda claridad.
—¿Cuántos años tienes?
Levantó cuatro dedos, dobló uno y volvió a extenderlo.
—¿Cuatro? —inquirí.
Asintió con la cabeza y tendió la mano para que le diera otra galleta. Lo hice gustosamente; se lo habría dado todo.
—¿Dónde te alojas? —le pregunté en voz baja.
—En un coche —contestó también en voz baja.
Tardé un segundo en asimilar aquellas palabras. No sabía muy bien qué otra cosa preguntarle. El niño estaba demasiado ocupado como para interesarse por la conversación.
Le había hecho tres preguntas, y él me había dado tres respuestas veraces. Vivían en un coche.
Deseé por un instante correr a preguntarle a Mordecai qué hace uno cuando se encuentra con personas que viven en un coche, pero seguía mirando a Ontario con una sonrisa en los labios. Él me miró y, sonriendo, preguntó:
—¿Tienes un poco más de zumo de manzana?
—Pues claro —le contesté, y me dirigí hacia la cocina.
Bebió ávidamente, y le ofrecí otro vaso.
—Di gracias —le indiqué.
—Gracias —dijo al tiempo que tendía la mano para que le diese otra galleta.
Busqué una silla plegadiza y me senté al lado de Ontario con la espalda apoyada contra la pared. A veces el sótano estaba tranquilo, pero nunca en silencio. Los que viven sin camas no duermen apaciblemente. De vez en cuando Mordecai caminaba sorteando los cuerpos para ir a resolver alguna disputa. Era tan corpulento e impresionante que nadie se atrevía a desafiar su autoridad.
Con el estómago nuevamente lleno, Ontario se quedó dormido con la cabecita apoyada en los pies de su madre. Volví a la cocina, me tomé otra taza de café y regresé a mi silla del rincón.
El bebé se echó a llorar de repente. El sonido lastimero de su voz se propagó por toda la estancia. La madre, cansada y aturdida, dio muestras de irritación por el hecho de que la hubieran despertado. Le dijo al bebé que se callara, lo colocó sobre su hombro y empezó a acunarlo hacia delante y hacia atrás. El llanto se intensificó y empezaron a escucharse los murmullos de los demás indigentes.
Con una falta absoluta de sentido común, y sin pensar en lo que hacía, alargué las manos y tomé al bebé, mirando con una sonrisa a la madre en un intento de ganarme su confianza. Pero a ella le daba igual. Se alegraba de poder librarse del niño.
El bebé apenas si pesaba; al apoyar suavemente su cabeza sobre mi hombro y empezar a darle palmadas en el trasero, advertí que estaba empapado.
Me dirigí hacia la cocina, buscando con desesperación a Mordecai o a otro voluntario que pudiera ayudarme. Miss Dolly se había marchado una hora antes.
Para mi alivio y asombro, la criatura se calmó cuando empecé a darle palmaditas y a arrullarlo al tiempo que buscaba una toalla o algo por el estilo. Tenía la mano chorreando.
¿Dónde me había metido? ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Qué pensarían mis amigos si me vieran en aquella cocina a oscuras tarareándole una nana a un bebé de la calle mientras rezaba para que el pañal sólo estuviera mojado?
No se percibía ningún olor desagradable, pero tuve la absoluta seguridad de sentir cómo los piojos saltaban de su cabeza a la mía. Apareció mi mejor amigo, Mordecai y encendió la luz.
—Qué ricura —dijo.
—¿Tenemos pañales? —le pregunté.
—¿De los grandes o de los pequeños? —inquirió con tono jovial, acercándose a los armarios.
—No lo sé. Dése prisa.
Sacó un paquete de pañales y le pasé la criatura. Mi chaqueta de algodón tenía una gran mancha húmeda en el hombro izquierdo. Con asombrosa habilidad, Mordecai colocó al bebé sobre la mesa de cortar verduras, le quitó el pañal mojado, revelando que se trataba de una niña, la limpió con una especie de trapo, le puso un pañal nuevo y volvió a entregármela.
—Aquí la tiene —me dijo con orgullo—. Nueva a estrenar.
—La de cosas que no nos enseñan en la Facultad de Derecho —musité, tomando a la niña.
Me pasé una hora acunándola en mis brazos hasta que se quedó dormida. La envolví en mi chaqueta y la deposité con sumo cuidado entre su madre y Ontario.
Ya eran casi las tres de la madrugada del sábado y tenía que irme.
Mi recién despertada conciencia social ya había agotado el cupo de su capacidad para un día. Mordecai me acompañó a la calle, me dio las gracias por haber acudido a su llamada y me envió a la noche sin chaqueta. Mi coche estaba donde lo había dejado, ahora cubierto con una capa de diez centímetros de nieve.
Cuando me alejé, Mordecai estaba mirándome, de pie delante de la iglesia.