CAPÍTULO 7

Como era de esperar, el apartamento estaba vacío cuando regresé el viernes por la noche, pero me encontré con una novedad. En la encimera de la cocina había una nota. Siguiendo mi ejemplo, Claire se había ido a pasar un par de días con su familia, en Providence. No me daba ninguna explicación. Me pedía que la llamara cuando regresase.

Telefoneé a casa de sus padres e interrumpí su cena. Superamos con gran esfuerzo una charla de cinco minutos de duración, en cuyo transcurso quedó claro que ambos estábamos francamente bien, Memphis estaba bien al igual que Providence, las familias estaban bien y ella volvería en algún momento del domingo por la tarde.

Colgué el auricular, me preparé un café y me lo bebí, contemplando a través de la ventana del dormitorio el lento tráfico de la calle P, todavía nevada. Si la nieve se había fundido un poco, no se notaba.

Intuí que Claire les estaba contando a sus padres la misma dolorosa historia que yo les había soltado a los míos. Era triste y extraño, pero en absoluto sorprendente, que ambos hubiéramos querido ser sinceros con nuestras respectivas familias antes de encararnos con la verdad. Yo ya estaba cansado y había decidido que muy pronto, tal vez el domingo, nos sentaríamos en algún sitio, probablemente ante la mesa de la cocina, y haríamos frente a la realidad.

Dejaríamos al descubierto nuestros sentimientos y nuestros temores, y estaba seguro de que empezaríamos a planear nuestros futuros por separado. Sabía que ella deseaba irse, pero no hasta qué extremo.

Ensayé en voz alta las palabras que le diría hasta que me sonaron convincentes y después salí a dar un largo paseo. Estábamos a seis bajo cero, soplaba un viento cortante y el frío me traspasaba la cazadora. Pasé por delante de cálidos hogares y de bonitas casas adosadas en las que las familias comían, reían y disfrutaban de la calefacción, y seguí hasta la calle M, cuyas aceras estaban llenas a rebosar de enfermos de claustrofobia. La M nunca dormía, ni siquiera un gélido viernes por la noche. Todos los bares se encontraban atestados de gente, en los restaurantes había cola y los cafés estaban a tope.

Con los pies hundidos hasta los tobillos en la nieve, me detuve ante la luna de un club musical y escuché un blues mientras contemplaba a los muchachos y muchachas beber y bailar. Por primera vez en la vida dejé de sentirme joven. Tenía treinta y dos años, pero en los últimos siete había trabajado mucho más que la mayoría de las personas en veinte. Estaba cansado; no me sentía viejo, pero sí alguien que se deslizaba hacia la madurez y reconocía que ya no era un recién salido de la universidad. Ahora aquellas preciosas chicas de allí dentro jamás me mirarían dos veces. Estaba helado y se había puesto nuevamente a nevar. Me compré un emparedado, me lo guardé en el bolsillo; regresé con paso cansino al apartamento. Me serví un a copa, encendí la chimenea y, mientras comía en la semipenumbra, me sentí muy solo.

En otros tiempos la ausencia de Claire un fin de semana me habría servido de pretexto para quedarme en el despacho sin el menor remordimiento. Sentado junto al fuego, la idea me asqueó. Drake & Sweeney seguiría orgullosamente en pie mucho después de que yo me hubiera ido, y tanto los clientes como sus problemas, que tan cruciales me parecían en aquel momento, serían atendidos por otros equipos de jóvenes abogados.

Mi marcha sería para el bufete un pequeño bache en el camino, apenas perceptible. Mi despacho sería ocupado por otros, pocos minutos después de que yo lo desalojara.

Pasadas las nueve sonó el teléfono y desperté con sobresalto de una prolongada y sombría ensoñación. Era Mordecai Green, hablando en voz muy alta a través de un teléfono móvil.

—¿Está usted ocupado? —me preguntó.

—Pues no exactamente. ¿Qué ocurre?

—Hace un frío de mil demonios, vuelve a nevar y nos faltan ayudantes. ¿Dispone de unas cuantas horas libres?

—¿Para qué?

—Para trabajar. Aquí abajo necesitamos gente que nos eche una mano. Los albergues y los comedores de beneficencia están llenos y no contamos con suficientes voluntarios.

—No creo que tenga la preparación necesaria.

—¿Sabe untar una rebanada de pan con mantequilla de cacahuete?

—Creo que sí.

—Pues entonces está preparado.

—De acuerdo; ¿adónde quiere que vaya?

—Estamos a unas diez manzanas del despacho. En la esquina de la Trece y Euclid verá usted una iglesia amarilla, a su derecha. Es la Comunidad Cristiana Ebenezer. Estamos en el sótano.

Anoté las señas y advertí que mi letra era temblorosa, pues estaban llamándome a una zona de combate. Por un instante me pregunté si sería necesario ir armado, y si él lo haría. Claro que Mordecai era negro y yo no. ¿Qué ocurriría con mi coche, mi preciado Lexus?

—¿Lo ha anotado? —me preguntó con un gruñido tras una pausa.

—Sí. Estaré ahí en veinte minutos —contesté con tono decidido mientras el corazón me latía furiosamente.

Me puse unos tejanos, una camiseta y unas modernas botas de senderismo. Saqué las tarjetas de crédito y casi todo el dinero en efectivo del billetero. En la parte superior de un armario encontré una vieja chaqueta de algodón forrada de lana y manchada de café y pintura, una reliquia de mis años de estudiante de derecho, y, posando como un modelo delante del espejo, abrigué la esperanza de tener el aspecto de una persona poco adinerada. Pero no lo tenía. Si un joven actor hubiera lucido aquel atuendo en la portada del Vanity Fair, inmediatamente lo habría puesto de moda.

Deseé con toda mi alma ponerme un chaleco antibalas. A pesar del miedo que sentía, cuando salí y pisé la nieve del exterior experimenté también una extraña emoción.

Los tiroteos contra el coche en marcha y los ataques de las bandas que yo tanto temía no se hicieron realidad. El mal tiempo mantenía las calles momentáneamente desiertas y seguras. Encontré la iglesia y dejé el coche en un aparcamiento, al otro lado de la calle. Parecía una pequeña catedral de por lo menos cien años de antigüedad y sin duda abandonada por su antigua feligresía.

Al doblar una esquina, vi a unos hombres apretujados delante de una puerta. Pasé por su lado como si supiera exactamente adónde iba y entré en el mundo de los indigentes.

Por mucho que me esforzara en seguir adelante como si tal cosa y fingir que todo aquello ya lo había visto antes y tenía trabajo que hacer, no lograba moverme. Contemplé, boquiabierto de asombro, la enorme cantidad de pobres que abarrotaban el sótano. Algunos de ellos permanecían tendidos en el suelo, tratando de dormir. Otros se habían sentado en grupos y conversaban en voz baja. Los había que comían alrededor de unas largas mesas o que lo hacían sentados en sillas plegadizas.

Cada centímetro cuadrado de pared estaba cubierto de personas sentadas con la espalda apoyada contra la superficie de hormigón. Los niños pequeños lloraban y jugaban mientras sus madres trataban de evitar que se alejaran de su lado. Los borrachines roncaban tendidos rígidamente en el suelo. Unos voluntarios repartían mantas y se abrían paso entre la gente, distribuyendo manzanas.

La cocina se encontraba en un extremo de la sala, donde otros voluntarios trabajaban afanosamente preparando y sirviendo la comida. Vi a Mordecai al fondo; hablaba sin cesar mientras vertía zumo de fruta en unos vasos de papel. Una cola de personas esperaba pacientemente junto a las mesas.

El local estaba caldeado y los efluvios, los aromas y el calor de las estufas de gas se mezclaban creando un denso olor no del todo desagradable. Cuando un vagabundo envuelto en varias prendas como Señor me dio un empujón, comprendí que había llegado el momento de moverme.

Me fui directamente hacia Mordecai, que se mostró encantado de verme. Nos dimos un apretón de manos como viejos amigos y después me presentó a dos voluntarios cuyos nombres no logré oír.

—Qué locura —dijo—. Cuando cae una nevada y el frío es glacial, nos pasamos toda la noche trabajando. Alcánceme aquel pan. —Me señaló una bandeja con rebanadas de pan blanco. La tomé y lo seguí—. Es muy complicado —añadió—. Aquí tiene mortadela de Bolonia y allí hay mostaza y mayonesa. La mitad de los bocadillos lleva mostaza y la otra mitad mayonesa; una lonja de mortadela y dos rebanadas de pan. De vez en cuando haga una docena con mantequilla de cacahuete. ¿Entendido?

—Sí.

—Es usted muy listo. —Me dio una palmada en el hombro y se marchó.

Preparé rápidamente diez bocadillos y me declaré apto. Después aminoré el ritmo y empecé a estudiar a las personas que hacían cola con la mirada baja pero echando furtivos vistazos a la comida que había al fondo.

Les entregaban un plato de papel, un cuenco de plástico, una cuchara y una servilleta. A medida que se acercaban, les llenaban el cuenco y les colocaban en el plato medio bocadillo, una manzana y una galletita. Al final, les esperaba un vaso de zumo de manzana.

Casi todos ellos daban las gracias en un susurro al voluntario que les entregaba el zumo y se retiraban sosteniendo cuidadosamente el plato y el cuenco. Hasta los niños tenían cuidado con la comida.

Casi todos comían despacio, disfrutando del calor y el sabor de la comida y aspirando su aroma. Otros daban cuenta de su ración a la mayor velocidad posible.

A mi lado había una cocina de gas con cuatro quemadores, en cada uno de los cuales hervía una gran olla de sopa. Al otro lado de la estancia vi una mesa cubierta de apio, zanahorias, tomates y pollos enteros. Un voluntario estaba troceando y cortando con entusiasmo mientras un par atendía la cocina y otros llevaban la comida a las mesas. Por el momento, yo era el único «bocadillero».

—Necesitamos más emparedados de mantequilla de cacahuete —anunció Mordecai, regresando a la cocina. Sacó de debajo de la mesa un recipiente de mantequilla de cacahuete a granel y me preguntó—: ¿Qué tal le va?

—Soy un experto —contesté.

Me estudió mientras trabajaba. La cola era momentáneamente corta, y le apetecía hablar.

—Pensé que era usted abogado —dije al tiempo que preparaba un bocadillo.

—En primer lugar, soy un ser humano, y en segundo, un abogado. Es posible ser ambas cosas…, aunque no sea lo más habitual. Tenemos que ser eficientes.

—¿De dónde viene la comida?

—De un banco de alimentos. Todo son donaciones. Esta noche hemos tenido suerte, porque hay pollo. Es un manjar exquisito. Por regla general, sólo hay verdura.

—El pan no es muy reciente.

—Lo sé, pero es gratis. Una gran panadería nos envía lo que sobra del día. Puede prepararse un bocadillo si le apetece.

—Gracias, me lo acabo de tomar. ¿Come usted aquí?

—Raras veces. —A juzgar por su voluminoso vientre estaba claro que Mordecai no seguía un régimen de sopa de verduras y manzanas. Se sentó en una esquina de la mesa y estudió a los indigentes.

—¿Es su primera visita a un albergue?

—Sí.

—¿Cuál es la primera palabra que le ha venido a la mente?

—Desesperanza.

—Se comprende; pero lo superará.

—¿Cuántas personas viven aquí?

—Ninguna. Éste es un albergue de emergencia. La cocina está abierta cada día a la hora del almuerzo y la cena, pero técnicamente se trata de un centro de acogida. La iglesia tiene la amabilidad de abrir sus puertas cuando hace mal tiempo.

Traté de comprenderlo.

—Entonces, ¿dónde vive esta gente?

—Algunos, los más afortunados, en edificios abandonados; otros, en la calle; y los hay que en los parques, las terminales de autobuses o debajo de los puentes. Pueden sobrevivir siempre y cuando el tiempo sea tolerable. En noches como ésta morirían de frío.

—¿Dónde están los centros de acogida?

—Desperdigados por ahí. Hay unos veinte, la mitad de ellos privados y la otra mitad de propiedad municipal, pero, gracias al ajuste presupuestario, dos de ellos cerrarán dentro de poco.

—¿Cuántas camas hay?

—Cinco mil, más o menos.

—¿Cuántos mendigos?

—Buena pregunta, porque no es muy fácil contarlos. Diez mil podría ser una cifra aproximada.

—¿Diez mil?

—Sí, y eso contando sólo a los que viven en la calle. Tal vez haya otras veinte mil personas viviendo con familiares y amigos, a uno o dos meses de quedarse sin hogar.

—¿O sea que hay por lo menos cinco mil personas literalmente en la calle? —pregunté con visible incredulidad.

—Por lo menos.

Un voluntario pidió más bocadillos. Mordecai me ayudó y entre los dos preparamos otra docena. Después hicimos una pausa y contemplamos de nuevo a la gente. Se abrió la puerta y entró muy despacio una joven madre sosteniendo en brazos a un bebé, seguida por tres niños de corta edad, uno de los cuales llevaba pantalones cortos, una toalla a la espalda y un par de medias desparejadas por todo calzado. Los otros dos por lo menos iban con zapatos, aunque con muy poca ropa encima. Al parecer, el bebé estaba dormido.

La madre daba la impresión de estar aturdida y, una vez dentro, no supo adónde ir. No había ningún sitio libre alrededor de la mesa. Se acercó con sus hijos a la comida y dos sonrientes voluntarios se adelantaron para echarle una mano. Uno de ellos los acompañó a un rincón cerca de la cocina y empezó a servirles comida mientras el otro los cubría con mantas.

Mordecai y yo contemplamos la escena. Procuré no mirar, pero ¿a quién le importaba?

—¿Qué será de ella cuando pase la tormenta? —pregunté.

—Cualquiera lo sabe. ¿Por qué no se lo pregunta?

Me dejó abochornado. Aún no estaba preparado para pringarme las manos.

—¿Participa usted en las actividades del Colegio de Abogados del distrito de Columbia? —me preguntó.

—Un poco. ¿Por qué?

—Simple curiosidad. El colegio lleva a cabo numerosas actividades gratuitas en favor de los indigentes.

Intentaba hacerme morder el anzuelo, pero yo me negaba a picar.

—Trabajo en los casos de penas de muerte —dije con orgullo, y hasta cierto punto era cierto.

Cuatro años atrás había ayudado a uno de nuestros socios a escribir un informe en favor de un recluso de Texas. Nuestro bufete predicaba la bondad de los gestos solidarios a todos sus asociados, pero el trabajo gratuito no tenía que entorpecer las ganancias derivadas de las tarifas horarias.

Seguimos vigilando a la madre y a sus cuatro hijos. Los tres niños se comieron primero las galletitas mientras la sopa se enfriaba. La madre parecía drogada o en estado de shock.

—¿Hay algún lugar adonde pueda ir a vivir ahora mismo? —pregunté.

—Probablemente no —contestó Mordecai, balanceando los grandes pies—. Ayer había quinientos anotados en la lista de espera para los refugios de emergencia.

—¿Para los refugios de emergencia?

—Sí. Hay un refugio para casos de hipotermia que el Ayuntamiento tiene la generosidad de abrir cuando las temperaturas descienden por debajo de cero. Podría ser su única posibilidad, pero estoy seguro de que debe de estar lleno. El Ayuntamiento tiene la amabilidad de cerrar el refugio cuando se inicia el deshielo.

El «chef» auxiliar tuvo que marcharse y, como yo era el voluntario más próximo que no estaba ocupado en aquel momento, me vi obligado a echar una mano. Mientras Mordecai preparaba bocadillos, me pasé una hora cortando apio, zanahorias y cebollas bajo la vigilante mirada de miss Dolly, uno de los miembros fundadores de la iglesia que llevaba once años dando de comer a los pobres. Era su cocina. Yo tenía el honor de colaborar. En determinado momento me dijo que los trozos de apio eran demasiado grandes. De inmediato los corté más pequeños. Miss Dolly lucía un impecable delantal blanco y se enorgullecía enormemente de su labor.

—¿Se acostumbra uno alguna vez a ver a estas personas? —le pregunté al cabo de un rato.

Nos encontrábamos de pie delante de la cocina y por un instante nos habíamos distraído a causa de una discusión que había estallado al fondo del local. Mordecai y el pastor intervinieron y consiguieron restablecer la paz.

—Nunca, cariño —me contestó al tiempo que se secaba las manos con una toalla—. Se me sigue partiendo el corazón de pena. Pero el Libro de los Proverbios dice: «Bienaventurado el hombre que da de comer a los pobres», y eso me ayuda a seguir adelante. —Se volvió para remover suavemente la sopa—. El pollo ya está listo —dijo mirándome.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que tienes que sacar el pollo del horno, echar caldo en aquella olla, dejar que se enfríe el pollo y deshuesarlo.

Deshuesar era un arte, sobre todo si se utilizaba el método de miss Dolly. Cuando terminé, tenía los dedos ardiendo y prácticamente en carne viva.

Mordecai me acompañó por una escalera en penumbra al vestíbulo de arriba.

—Tenga cuidado —me susurró cuando empujamos una puerta giratoria que daba acceso a la iglesia. Estaba a oscuras porque por todas partes había gente intentando dormir. Algunos permanecían tendidos en los bancos, roncando ruidosamente; otros se agitaban debajo de ellos, sobre todo madres que se esforzaban por hacer callar a sus hijos, en tanto que algunos se acurrucaban en los pasillos y nos dejaron un estrecho camino en medio para que pudiéramos avanzar en dirección al púlpito. El coro también estaba lleno de gente.

—Muchas iglesias no lo harían —añadió Mordecai mientras permanecíamos de pie cerca del altar, contemplando las filas de bancos.

Era comprensible que no lo hicieran.

—¿Y qué ocurre el domingo? —pregunté en voz baja.

—Depende del tiempo que haga. El reverendo es uno de los nuestros. En cierta ocasión suspendió los servicios religiosos para no echarlos a la calle.

No estaba muy seguro de lo que significaba «uno de los nuestros», pero no me sentía socio de ningún club.