Finalmente, dejó de nevar. Claire y yo tomamos nuestro café junto a la ventana de la cocina, leyendo el periódico a la luz de un radiante sol matutino. Habían conseguido mantener abierto el aeropuerto.
—Vámonos a Florida —propuse—. Ahora.
Bajó el periódico y me dirigió una mirada apropiada.
—¿A Florida?
—O a las Bahamas. Podríamos estar allí a primera hora de la tarde.
—Imposible.
—No. Por unos días no iré a trabajar y…
—¿Por qué?
—Porque me estoy viniendo abajo y, en nuestra casa, cuando te vienes abajo, te conceden unos días de descanso.
—De modo que te estás viniendo abajo.
—Lo sé, pero en realidad tiene su gracia. La gente no te agobia, te trata con guantes de terciopelo, te besa el culo…
—No puedo —dijo con voz tensa.
Y ahí terminó todo. Lo mío era un capricho, y sabía que ella tenía demasiadas obligaciones. Era una crueldad, pensé mientras reanudaba la lectura del periódico, pero no me lo tomé a mal. Ella no habría ido conmigo en ninguna circunstancia.
Le entró prisa de repente: citas, clases, visitas a los enfermos de las salas, la ajetreada vida de una joven y ambiciosa cirujana. Se duchó, se vistió y se dispuso a salir. La llevé en mi coche al hospital. No dijimos nada mientras circulábamos a paso de tortuga por las calles cubiertas de nieve.
—Me voy a Memphis por un par de días —anuncié con tono distraído cuando llegamos a la entrada del hospital de la Reservoir Street.
—Muy bien —repuso sin aparentar reacción alguna.
—Necesito ver a mis padres. Ha pasado casi un año desde la última vez. Creo que éste es un buen momento. No me gusta mucho la nieve y no estoy de humor para trabajar. Me estoy viniendo abajo, ya sabes.
—De acuerdo; llámame —dijo al tiempo que abría la portezuela. Después la cerró… sin un beso ni un adiós ni la menor muestra de interés.
La vi correr por la acera y desaparecer en el interior del edificio.
Todo había terminado. Y lamentaba tener que decírselo a mi madre.
Mis padres tenían poco más de sesenta años, ambos estaban sanos y procuraban disfrutar valerosamente de su obligado retiro.
Papá había sido piloto de aviación durante treinta años. Mamá había sido directora de un banco. Habían trabajado de firme, habían ahorrado un montón de dinero y nos habían proporcionado un próspero hogar de clase media alta. Mis dos hermanos y yo habíamos estudiado en los mejores colegios privados.
Eran personas sólidas, conservadoras, patrióticas, sin vicios y tenazmente entregadas la una a la otra. Iban a la iglesia los domingos, presenciaban el desfile del Cuatro de julio, acudían una vez a la semana al Rotary Club y viajaban cuando les apetecía.
Aún seguían lamentando el que tres años atrás mi hermano Warner se hubiese divorciado. Warner ejercía de abogado en Atlanta y se había casado con su novia de la universidad, una chica de una familia de Memphis conocida de la nuestra. Después de dos hijos, el matrimonio se había desmoronado. Su mujer había obtenido la custodia y se había ido a vivir a Portland. Mis padres veían a sus nietos una vez al año si todo iba bien. Era un tema que yo jamás mencionaba.
Alquilé un automóvil en el aeropuerto de Memphis y me dirigí a los vastos suburbios del este, donde vivían los blancos. Los negros ocupaban la ciudad; los blancos, los suburbios. A veces, los negros se trasladaban a un suburbio y entonces los blancos se trasladaban a otro un poco más lejano. Memphis crecía hacia el este y las razas huían las unas de las otras.
Mis padres vivían en un campo de golf, en una nueva casa de cristal proyectada de tal forma que todas las ventanas dieran a una calle del campo. Yo aborrecía la casa porque en las calles siempre había gente, pero me guardaba mucho de expresar mis opiniones.
Había llamado desde el aeropuerto y, por consiguiente, cuando llegué mi madre estaba esperándome emocionada. Papá estaba en el hoyo nueve.
—Pareces cansado —me dijo mi madre tras un beso y un abrazo, su saludo habitual.
—Gracias, mamá. Estás estupenda.
Y era verdad. Esbelta y bronceada gracias a sus partidos diarios de tenis y sus sesiones de bronceado en el club del campo.
Preparó té helado y nos lo bebimos en el patio, donde contemplamos a otros jubilados bajar por la calle con sus carritos de golf.
—¿Qué ocurre? —me preguntó antes de que transcurriera un minuto, sin darme tiempo a tomar el primer sorbo.
—Nada. Estoy bien.
—¿Dónde está Claire? Nunca nos llamáis. Llevo dos meses sin oír su voz.
—Claire se encuentra bien, mamá. Los dos estamos vivos y sanos y trabajamos mucho.
—¿Pasáis el suficiente tiempo juntos?
—No.
—¿Pasáis algún rato juntos?
—No demasiados.
Frunció el entrecejo y puso los ojos en blanco en gesto de maternal preocupación.
—¿Tenéis algún problema? —preguntó.
—Sí.
—Lo sabía. Lo sabía. Cuando telefoneaste adiviné que algo ocurría por el tono de tu voz. Espero que no hayáis pensado también en el divorcio. ¿Habéis probado a consultar con un asesor?
—No. Cálmate.
—Entonces, ¿por qué no lo hacéis? Ella es una persona maravillosa, Michael. Dale al matrimonio todo lo que tengas.
—Estamos intentándolo, mamá, pero es difícil.
—¿Aventuras extraconyugales? ¿Drogas? ¿Alcohol?, ¿juego? ¿Alguna de las habituales cosas malas?
—No; sencillamente dos personas que van cada una por su lado. Yo trabajo ochenta horas a la semana, y ella las otras ochenta.
—Pues entonces tómalo con más calma. El dinero no lo es todo.
Se le quebró un poco la voz y observé que se le humedecían los ojos.
—Perdona, mamá. Menos mal que no tenemos hijos…
Se mordió el labio inferior y trató de aparentar fortaleza, pero era evidente que estaba desconsolada. Yo sabía exactamente en qué estaba pensando: sus dos hijos habían fracasado. Se tomaría mi divorcio como un fallo personal, tal como le había ocurrido con el de mi hermano, y encontraría la manera de echarse la culpa.
No quería que me compadecieran. Para cambiar a un tema más interesante, le conté la historia de Señor y, para que no sufriera, quité importancia al peligro que había corrido. Si la noticia había llegado a Memphis, mis padres no se habían enterado.
—¿Cómo estás? —me preguntó, horrorizada.
—Estoy bien. La bala no me alcanzó, como puedes ver.
—Gracias a Dios. Quería decir si te encuentras bien anímicamente.
—Sí, mamá, estoy entero. No se me ha roto nada. La firma quería que me tomara un par de días libres y he venido a verlos.
—Pobrecito mío. Lo de Claire y ahora esto.
—Estoy bien. Anoche tuvimos una nevada impresionante y era un buen momento para irme.
—¿Claire está segura?
—Tan segura como cualquier otra persona de Washington. Vive en el hospital, probablemente el lugar más adecuado para vivir en aquella ciudad.
—Me preocupo mucho por ustedes. Leo las estadísticas de la criminalidad, ¿sabes? Es una ciudad muy peligrosa.
—Casi tanto como Memphis.
Vimos aterrizar una pelota cerca del jardín y esperé a que apareciera su propietario. Una rolliza dama bajó de un carrito de golf, se acercó a ella y, tras vacilar por un segundo, le dio un fuerte puntapié hacia la derecha.
No sé cuál de mis progenitores sufrió más profundamente los efectos de mi visita. Mi madre quería familias fuertes con muchos nietos. Mi padre quería que sus hijos ascendieran muy rápido en la escala social y disfrutaran de los beneficios de un éxito duramente alcanzado.
A última hora de la tarde mi padre y yo hicimos nueve hoyos, jugaba él; yo bebía cerveza y empujaba el carrito. El golf aún no había conseguido seducirme.
Después de dos cervezas, estuve en condiciones de hablar. Había vuelto a contar la historia de Señor durante el almuerzo y, por consiguiente, mi padre pensaba que sencillamente me había tomado un par de días de descanso para recuperarme del susto antes de regresar como una fiera al trabajo.
—Estoy empezando a cansarme de la gran empresa, papá —dije mientras permanecíamos sentados junto al tercer punto de salida a la espera de que terminara de jugar la pareja que nos precedía.
Me sentía nervioso, y eso me irritaba. Era mi vida, no la de mi padre.
—¿Y eso qué significa? —inquirió.
—Significa que me he cansado de lo que estoy haciendo.
—Bienvenido al mundo real. ¿Crees que el tipo que trabaja con la taladradora no se cansa de lo que está haciendo? Tú, al menos, tú te estás haciendo rico.
Ganó el primer asalto casi por KO. Dos hoyos después, mientras caminábamos por la zona de matojos buscando su pelota, me preguntó:
—¿Vas a cambiar de trabajo?
—Estoy pensando en ello.
—¿Adónde irás?
—No lo sé. Es muy pronto todavía. Aún no he buscado nada.
—Pues entonces, ¿cómo sabes que los pastos que encontrarás serán más verdes?
Recogió su pelota y se alejó.
Yo conduje solo el carrito por el estrecho camino adoquinado mientras él avanzaba por la calle en pos de su pelota, preguntándome por qué razón aquel hombre de cabello canoso me infundía tanto miedo. Había encauzado a sus hijos de tal forma que se impusieran unos objetivos, trabajaran de firme, se esforzaran por convertirse en hombres importantes, todo ello con el propósito de ganar dinero a espuertas y vivir el sueño americano. Y no cabía duda de que había pagado todo lo necesario para que así fuera.
Al igual que mis hermanos, yo no había nacido con sensibilidad social. Dábamos dinero a la iglesia porque la Biblia invita a hacerlo. Pagábamos impuestos al Gobierno porque la ley así lo exige. No nos cabía la menor duda de que con todas aquellas ofrendas se haría alguna cosa buena y nosotros tendríamos parte de responsabilidad en ello. La política pertenecía a los que estaban dispuestos a participar en aquel juego y, además, las personas honradas no podían ganar dinero. Nos habían enseñado a ser productivos. Cuanto mayor fuera nuestro éxito, tanto más se beneficiaría de ello la sociedad. Fijarnos objetivos, trabajar duramente, jugar limpio, alcanzar la prosperidad.
Por eso me daba miedo. Tenía un nivel muy bajo de tolerancia.
Embocó el quinto hoyo con dos golpes sobre el par y le echó la culpa al putter.
—A lo mejor, no busco pastos más verdes —dije.
—¿Por qué no te dejas de rodeos y vas directamente al grano? —me espetó.
Como de costumbre, me sentí un cobarde por no hacerlo.
—Estoy pensando en el trabajo social.
—¿A qué demonios te refieres?
—A trabajar por el bien de la sociedad sin ganar demasiado dinero a cambio.
—Pero bueno, ¿acaso ahora eres demócrata? Llevas demasiado tiempo en Washington.
—Hay muchos republicanos en Washington. En realidad, son los que mandan.
Nos dirigimos en silencio al siguiente punto de salida. Mi padre era un buen jugador de golf, pero sus golpes eran cada vez peores. Había roto su concentración.
Mientras caminaba a grandes zancadas por la zona de matojos, dijo:
—Le vuelan la tapa de los sesos a un borrachín y tú te empeñas en cambiar la sociedad. ¿Es eso?
—No era un borrachín. Había combatido en Vietnam.
Papá, que había pilotado aparatos B-52 en los primeros años de la guerra de Vietnam, se detuvo en seco, pero sólo por un instante. No estaba dispuesto a ceder.
—Conque uno de ésos, ¿eh?
Su pelota se había perdido irremediablemente, pero él ya no la buscaba. Colocó una nueva en la calle y después de otro lanzamiento lamentable, nos marchamos.
—Siento que arrojes por la borda una buena carrera, hijo mío —me dijo—. Has trabajado demasiado. Serás socio del bufete en muy pocos años.
—Tal vez.
—Necesitas un poco de descanso, eso es todo.
Al parecer, ése era el remedio que todos me aconsejaban.
Los llevé a cenar a un buen restaurante. Tratamos por todos los medios de evitar temas como Claire, mi carrera y los nietos a los que ellos casi nunca veían. Hablamos de los viejos amigos y de los viejos barrios en los que habíamos vivido. Cotilleamos acerca de cosas que no me interesaban en absoluto.
Los dejé al mediodía del viernes, cuatro horas antes de la salida de mi vuelo, y regresé a mi desordenada vida del distrito de Columbia.