CAPÍTULO 5

Vagué por la ciudad mientras nevaba. No recordaba cuándo había sido la última vez que había conducido sin rumbo por las calles del distrito de Columbia sin llegar tarde a una reunión. Estaba calentito y abrigado en el interior de mi majestuoso automóvil de lujo y me limitaba a seguir el tráfico.

No me convenía aparecer por el despacho durante un buen rato, pues Arthur debía de estar furioso conmigo, y tendría que aguantar una serie interminable de visitas, todas las cuales empezarían con un hipócrita «¿Cómo estás?».

Sonó el teléfono del coche. Era Polly.

—¿Dónde se ha metido? —me preguntó, aterrorizada.

—¿Quién quiere saberlo?

—Un montón de gente. Arthur, para empezar. Rudolph. Ha llamado otro reportero. Algunos clientes que necesitan hacer unas consultas. Y ha telefoneado Claire desde el hospital.

—¿Qué quiere?

—Está preocupada, como todo el mundo.

—Me encuentro bien, Polly. Dígales a todos que estoy en el consultorio del médico.

—¿Está en el consultorio?

—No, pero podría estarlo. ¿Qué ha dicho Arthur?

—No ha llamado. El que ha llamado ha sido Rudolph. Están esperándolo.

—Pues que esperen.

Tras una pausa, Polly preguntó, muy despacio:

—¿Cuándo pasará por aquí?

—No lo sé. Cuando el médico me suelte, supongo. ¿Por qué no se va a casa? Estamos en mitad de una tormenta. La llamaré mañana.

Y colgué.

El apartamento era un lugar que raras veces había visto a la luz del día. No podía soportar la idea de permanecer sentado junto al fuego viendo nevar. Si decidía ir a un bar, lo más probable era que no saliese de él.

Seguí circulando. Me dejé llevar por el tráfico mientras los que viajaban a diario desde los estados limítrofes a su lugar de trabajo iniciaban su precipitado regreso a los suburbios de Maryland y Virginia y yo recorría las calles semivacías, de vuelta a la ciudad. Encontré el cementerio que había cerca del estadio RFK donde enterraban a las personas a las que nadie reclamaba, pasé por delante de la misión metodista de la Diecisiete, de donde había salido la cena de la víspera que nadie había comido. Recorrí zonas de la ciudad a las que nunca me había acercado y probablemente jamás volvería a ver.

A las cuatro, la ciudad estaba desierta. El cielo estaba cada vez más oscuro y seguía nevando. El suelo ya aparecía cubierto por una capa de más de diez centímetros y se preveían nevadas todavía más intensas.

Pero ni siquiera una nevada es capaz de cerrar las puertas de Drake & Sweeney. Conocía a muchos abogados a quienes la medianoche y los domingos les encantaban porque no sonaba el teléfono. Una nevada intensa era un agradable descanso de las incesantes reuniones y convocatorias de juntas.

Un guardia de seguridad del vestíbulo me informó de que las secretarias y buena parte del personal habían sido enviados a casa a las tres. Volví a tomar el ascensor de Señor.

En el centro de mi escritorio vi una docena de rosados mensajes telefónicos dispuestos en impecable hilera; ninguno de ellos me interesaba. Me senté delante del ordenador y empecé a examinar nuestra lista de clientes.

RiverOaks era una empresa de Delaware constituida en 1977, con sede central en Hagerstown, Maryland. Por ser de propiedad privada, la información económica que se disponía de ella era muy escasa. Su abogado se llamaba N. Braden Chance, un nombre desconocido para mí.

Lo busqué en nuestra inmensa base de datos. Chance era un socio de nuestro Departamento Inmobiliario, ubicado en algún lugar del cuarto piso. Cuarenta y cuatro años, casado, licenciado en derecho por la Universidad de Duke, estudios postgrado en Gettysburg; un currículum impresionante, pero totalmente previsible. Con sus ochocientos abogados que amenazaban y se querellaban a diario, nuestra firma tenía más de treinta y seis mil archivos abiertos. Para asegurarnos de que nuestra filial de Nueva York no demandara a uno de nuestros clientes de Chicago, cada nuevo archivo se introducía de inmediato en nuestra base de datos. Cada abogado, secretaria y auxiliar de Drake & Sweeney tenía un ordenador y, por consiguiente, acceso inmediato a la información general acerca de todos nuestros archivos. Si uno de nuestros abogados de Palm Beach se encargaba de las propiedades de un acaudalado cliente, yo podía, si me hubiera interesado hacerlo, pulsar unas cuantas teclas y averiguar los datos esenciales de nuestra representación.

Había cuarenta y dos archivos sobre RiverOaks, casi todos correspondientes a transacciones inmobiliarias en las que la empresa había adquirido inmuebles. Chance figuraba como abogado en todos los archivos. Cuatro de éstos se referían a desahucios, tres de los cuales se habían producido el año anterior. La primera fase de la investigación fue muy sencilla.

El 31 de enero RiverOaks había adquirido el inmueble de Florida Avenue. El vendedor era TAG, Inc. El 4 de febrero nuestro cliente había desalojado a varios squatters de un almacén abandonado ubicado en el inmueble; uno de ellos, el señor Devon Hardy, se lo había tomado muy mal y había localizado a los abogados. Anoté el nombre y el número del archivo y me dirigí al cuarto piso.

Nadie se incorporaba a una importante firma jurídica con el propósito de convertirse en abogado especialista en inmuebles. Había campos mucho más brillantes para crearse una sólida reputación. La litigación era el preferido, y los abogados que se dedicaban a ella seguían siendo los más respetados, al menos en nuestro bufete. El derecho mercantil atraía a los talentos privilegiados; las fusiones y las adquisiciones seguían estando en el candelero y los seguros eran uno de los campos tradicionalmente más atractivos. Mi campo, el de antimonopolios, estaba muy bien considerado. El derecho tributario era tremendamente complicado, pero quienes lo practicaban gozaban de la admiración de todos. Las relaciones gubernamentales (los grupos de presión) eran repugnantes, pero resultaban tan rentables que todos los bufetes jurídicos del distrito de Columbia disponían de ejércitos enteros de abogados que engrasaban los carriles.

Pero nadie se proponía convertirse en abogado inmobiliario. Yo ni siquiera sabía cómo se hacía. Se mantenían aislados, leyendo sin duda la letra pequeña de los documentos de las hipotecas, y el resto de la firma los trataba como abogados de categoría ligeramente inferior a la de los demás.

En Drake & Sweeney cada abogado guardaba en su despacho los expedientes en que estaba trabajando, a menudo bajo llave. Sólo los que correspondían a asuntos terminados eran accesibles al resto de la firma.

Ningún abogado podía ser obligado a mostrar un expediente a otro abogado a menos que se lo exigiera un socio de mayor antigüedad o un miembro de la junta directiva.

El archivo de desahucio que yo quería aún constaba como abierto y, después del episodio de Señor no me cabía la menor duda de que estaría protegido.

Observé que un auxiliar examinaba unos planos en un escritorio junto a la secretaría y le pregunté dónde estaba el despacho de Braden Chance. Me indicó una puerta abierta al otro lado del pasillo.

Para mi asombro, vi a Chance sentado detrás de su mesa de trabajo, dando toda la impresión de ser un abogado muy ocupado. Le molestó mi inesperada presencia allí, y con razón. El protocolo exigía que yo lo hubiese llamado primero y concertado una cita, pero a mí me importaba un bledo el protocolo.

Aunque no me ofreció que me sentara, lo hice de todos modos, lo que no contribuyó precisamente a mejorar su estado de ánimo.

—Usted fue uno de los rehenes —dijo con tono de irritación.

—Pues sí.

—Debió de ser horrible.

—Todo ha terminado. El hombre de la pistola, el difunto señor Hardy, fue desalojado de un almacén el 4 de febrero. ¿Fue uno de nuestros desahucios?

—Sí —contestó ásperamente. Su actitud defensiva me hizo comprender que el expediente ya había sido examinado. Seguramente lo había revisado a conciencia con Arthur y la plana mayor—. ¿Y qué?

—¿Era un squatter?

—Vaya si lo era. Todos lo son. Nuestro cliente está intentando terminar con todo este jaleo.

—Pero ¿está seguro de que era un squatter?

Bajó la cabeza y se le inyectaron los ojos en sangre. Después respiró hondo.

—¿Qué pretende?

—¿Puedo ver el expediente?

—No. No es asunto de su incumbencia.

—Puede que lo sea.

—¿Quién es su socio supervisor? —Echó mano de la pluma, sin duda para anotar el nombre de la persona que tendría que pegarme una bronca.

—Rudolph Mayers.

Lo anotó en grandes trazos.

—Estoy muy ocupado —dijo—. ¿Quiere usted retirarse, por favor?

—¿Por qué no puedo ver el expediente?

—Porque es mío y he dicho que no. ¿Le parece razón suficiente?

—Puede que no lo sea.

—Tendrá que serlo. ¿Por qué no se retira?

Se levantó y me señaló la puerta con mano temblorosa. Lo miré con una sonrisa y me marché.

El auxiliar lo había oído todo y ambos cambiamos una mirada de perplejidad cuando pasé por delante de su escritorio.

—Menudo imbécil —masculló, casi sin mover los labios.

Volví a sonreír y asentí con la cabeza. Imbécil y necio. Si Chance hubiese sido amable y me hubiera dicho que Arthur o algún otro pez gordo de arriba había ordenado el cierre del expediente, yo no habría sospechado nada, pero estaba claro que en aquel expediente había algo.

Averiguarlo sería un reto.

Con todos los teléfonos móviles que teníamos Claire y yo —en el bolsillo, el bolso, el coche, por no hablar de los dos buscapersonas— la comunicación debería haber sido muy sencilla, pero nada era sencillo en nuestro matrimonio. Establecimos comunicación sobre las nueve. Estaba cansada porque había tenido uno de sus días, inevitablemente más agotadores que cualquiera de los míos, jugábamos desvergonzadamente a ver cuál de los dos tenía un trabajo más importante.

Sin embargo, yo ya estaba cansándome de los juegos. Adiviné que se alegraba de que mi encuentro con la muerte me hubiera producido un sobresalto retardado y de que hubiese abandonado mi despacho para ir a vagar por las calles. Su Jornada habría sido sin duda mucho más fructífera que la mía.

Su objetivo era convertirse en la más destacada neurocirujana del país, una a la que hasta los varones tuviesen que recurrir cuando ya se hubiera perdido toda esperanza. Había sido una alumna brillante dotada de una fuerza de voluntad y una resistencia enormes. Enterraría a los hombres tal como poco a poco estaba enterrándome a mí, un curtido maratoniano de Drake & Sweeney. La carrera ya estaba durando demasiado.

Conducía un Miata deportivo, y con aquel tiempo tan malo yo empezaba a sentirme preocupado por su seguridad, ya que el coche no tenía tracción en las cuatro ruedas. Tardaría una hora en estar lista y yo tardaría lo mismo en llegar al hospital de Georgetown. La recogería allí y después buscaríamos un restaurante. En caso de que no lo encontráramos, compraríamos comida china para llevar, como ya era habitual.

Empecé a arreglar los papeles y objetos de mi escritorio, procurando no prestar la menor atención a la pulcra hilera de mis diez expedientes más importantes. Sólo tenía diez encima de la mesa, un método que había aprendido de Rudolph, y cada día dedicaba un rato a cada uno de ellos. Las tarifas horarias eran un factor a considerar. Mis diez expedientes más importantes incluían a los clientes más ricos, independientemente de lo urgentes que fueran sus problemas legales. Otro truco de Rudolph.

Tenía que facturar dos mil quinientas horas al año. Es decir, cincuenta horas a la semana, cincuenta semanas al año. Mi tarifa media era de trescientos dólares la hora, lo cual significaba que le reportaría a mi amada empresa unos ingresos brutos de setecientos cincuenta mil dólares, de los que me pagaban ciento veinte mil dólares más otros treinta mil de beneficios y una asignación de doscientos mil dólares por gastos generales.

Los socios se quedaban con el resto, dividido anualmente mediante una fórmula tremendamente complicada que por regla general daba lugar a encarnizadas batallas.

Habría sido insólito que uno de los socios ganara menos de un millón de dólares anuales, y algunos superaban los dos millones. Cuando yo accediese a la categoría de socio, lo sería de por vida. Por lo tanto, si era capaz de conseguirlo a los treinta y cinco años, lo que solía ocurrir cuando se circulaba, como yo, por el carril rápido, podía esperar treinta años de cuantiosas ganancias e inmensa riqueza.

Éste era el sueño que nos mantenía a todos clavados junto a nuestros escritorios a todas horas del día y de la noche.

Estaba garabateando aquellas cifras, cosa que hacía constantemente y que, sospecho, hacían también los restantes abogados de la firma, cuando sonó el teléfono. Era Mordecai Green.

—Señor Brock —me dijo cortésmente con una voz muy clara que, sin embargo, estaba compitiendo con un estruendoso sonido de fondo.

—Sí. Por favor, llámeme Michael.

—Muy bien. Mire, he efectuado algunas llamadas y no tiene usted que preocuparse. El análisis de sangre ha dado negativo.

—Gracias.

—Faltaría más. He pensado que le interesaría saberlo cuanto antes.

—Gracias —repetí mientras el barullo se intensificaba—. ¿Dónde está usted?

—En un albergue para gente sin hogar. Las grandes nevadas los congregan aquí con tanta rapidez que no damos abasto para darles de comer, de modo que tenemos que estar todos bregando. He de dejarlo.

El escritorio era de vieja madera de caoba; la alfombra, persa; los sillones, de lujoso cuero color carmesí; la tecnología, era de lo más avanzado. Mientras contemplaba mi despacho exquisitamente equipado, me pregunté, por primera vez en los muchos años que llevaba allí, cuánto debía de costar todo aquello. ¿Estaríamos, sencillamente, persiguiendo el dinero? ¿Por qué trabajábamos tanto? ¿Para comprarnos una alfombra más cara, un escritorio más antiguo?

Allí, en medio del calor y la comodidad de mi preciosa estancia, pensé en Mordecai Green, que en aquel momento estaba dedicando voluntariamente su tiempo a un bullicioso albergue para gente sin hogar, dando de comer a los que se morían de frío y de hambre, sin duda con una sonrisa cordial y una palabra amable.

Ambos habíamos estudiado derecho, ambos pertenecíamos al Colegio de Abogados, ambos éramos versados en la jerga jurídica. Éramos parientes hasta cierto punto. Yo ayudaba a mis clientes a devorar a sus competidores para que pudieran añadir más ceros a su cifra final de beneficios y, a cambio de todo eso, me haría rico. Él ayudaba a sus clientes a comer y a tener una cama caliente.

Estudié las anotaciones de mi cuaderno… las ganancias, los años y el camino hacia la riqueza, y me entristecí. Qué codicia descarada e insolente.

El timbre del teléfono me sobresaltó.

—¿Por qué estás en el despacho? —me preguntó Claire, pronunciando cada palabra muy despacio, como si estuvieran cubiertas de nieve.

Consulté mi reloj con incredulidad.

—Bueno, es que… me ha llamado un cliente de la Costa Oeste. Allí no nieva.

Creo que era una mentira que ya había usado otras veces. No importaba.

—Estoy esperando, Michael —dijo—. ¿Quieres que vaya a pie?

—No. Estaré ahí tan rápido como pueda.

La había hecho esperar otras veces. Formaba parte del juego: estábamos demasiado ocupados como para ser puntuales.

Salí corriendo del edificio en medio de la nevada, sin lamentar demasiado el que, una vez más, se nos hubiera estropeado la noche.