El efecto de las sustancias químicas me duró hasta las cuatro de la madrugada, hora en que desperté aspirando el áspero olor de los pegajosos fluidos cerebrales de Señor, que penetraban a oleadas en mi nariz. Viví un instante de terror en la oscuridad. Me froté la nariz y los ojos y di vueltas en el sofá hasta que oí que alguien se movía. Era Claire, quien dormía a mi lado en un sillón.
—No pasa nada —susurró, rozándome el hombro—. Has tenido una pesadilla, eso es todo.
—¿Me quieres traer un poco de agua? —le pedí.
Se fue a la cocina y después nos pasamos una hora hablando. Le conté todo lo que podía recordar. Permaneció sentada muy cerca de mí, acariciándome la rodilla, sosteniendo el vaso de agua, escuchándome atentamente. Habíamos hablado muy poco en los últimos años.
Tenía que empezar su turno a las siete, por lo que nos preparamos el desayuno juntos. Consistía en huevos y tocino, y dimos cuenta de él en el mueble bar, delante de un pequeño televisor. El telediario de las seis empezó con el drama de los rehenes. Se mostraron planos del edificio durante el secuestro, la multitud congregada en el exterior y a algunos de mis compañeros de cautiverio saliendo precipitadamente cuando todo hubo acabado.
Por lo menos uno de los helicópteros que habíamos escuchado pertenecía a la emisora y su cámara había hecho un zoom para captar un buen plano de la ventana. A través de ella se había podido ver fugazmente a Señor, atisbando.
Se llamaba Devon Hardy, tenía cuarenta y cinco años y era un veterano de Vietnam con un pequeño historial delictivo. Una fotografía policial correspondiente a una detención por robo aparecía en la pantalla detrás del presentador del telediario. No se parecía para nada a Señor: no llevaba barba ni gafas, y era mucho más joven. Se lo describía como un mendigo con antecedentes de consumo de drogas. Se desconocía el motivo del secuestro. No se había presentado ningún miembro de su familia. No había ningún comentario por nuestra parte y la información ya no daba para más.
A continuación se habló del tiempo. Se esperaban fuertes nevadas a última hora de la tarde. Era el 12 de febrero y ya estaba todo preparado para la nieve.
Claire me acompañó en su coche al bufete, donde a las siete menos veinte no me sorprendió ver mi Lexus estacionado entre otros automóviles de importación. El aparcamiento nunca estaba vacío. Algunos de nuestros empleados dormían en el despacho.
Prometí llamarla a media mañana para ver si podíamos almorzar juntos en el hospital. Ella quería que me tomara las cosas con más calma, por lo menos durante uno o dos días.
Pero ¿qué iba a hacer? ¿Tenderme en el sofá y atiborrarme de pastillas? Al parecer, todos estaban de acuerdo en que necesitaba un día de descanso, tras el cual supongo que habría tenido que reanudar mis ocupaciones de firme.
Di los buenos días a los dos despabilados guardias de seguridad del vestíbulo. Tres de los cuatro ascensores estaban abiertos, y yo podía elegir el que quisiera. Entré en el que habíamos tomado Señor y yo, y de pronto todo adquirió un ritmo más lento.
Cien preguntas se agolparon en mi mente: ¿Por qué Señor había elegido precisamente nuestro bufete? ¿Dónde estaba momentos antes de entrar en el edificio? ¿Dónde estaban los guardias de seguridad que solían holgazanear en las inmediaciones de la entrada? ¿Por qué yo? Cientos de abogados entraban y salían a lo largo de todo el día. ¿Por qué la sexta planta?
Y ¿qué se proponía? No creía que Devon Hardy se hubiera tomado la molestia de envolverse con explosivos y poner en peligro su vida, por muy humilde que ésta fuera, para castigar por su falta de generosidad a un grupo de prósperos abogados. Podría haber encontrado gente más rica, e incluso más avariciosa.
Su pregunta acerca de quiénes eran los que hacían los desahucios había quedado sin respuesta, pero no tardaría en obtenerla.
El ascensor se detuvo y salí, esta vez sin nadie a mi espalda. A aquella hora Madame Devier aún estaba durmiendo en su casa, y en la sexta planta imperaba el silencio. Me detuve delante de su escritorio y contemplé las dos puertas de la sala de juntas. Abrí muy despacio la más próxima, aquella ante la cual se encontraba Umstead cuando la bala pasó por encima de su cabeza y alcanzó la de Señor. Respiré hondo y encendí la luz.
No había ocurrido nada. La mesa de juntas y las sillas estaban perfectamente ordenadas. La alfombra oriental sobre la que había muerto Señor había sido sustituida por otra todavía más bonita. Una nueva mano de pintura cubría las paredes. Había desaparecido hasta el orificio de bala del techo por encima del lugar que ocupaba Rafter.
La víspera, los directivos de Drake & Sweeney se habían gastado una buena pasta para asegurarse de que el incidente no hubiera ocurrido. Era probable que durante el día la sala atrajese a algunos curiosos, pero, desde luego, allí no había nada que mirar, y aunque existía la posibilidad de que algunas personas descuidaran su trabajo por un par de minutos, en nuestros impolutos despachos era impensable que hubiese el menor rastro de basura callejera.
Todo aquello era una tapadera, y comprendí con tristeza la razón que se ocultaba detrás de ella. Yo era un blanco rico. ¿Qué esperaba? ¿Un monumento? ¿Que los amigos de Señor me trajesen un gigantesco ramo de flores?
No sé lo que esperaba. Pero el olor a pintura reciente estaba mareándome.
Cada mañana, exactamente en el mismo lugar, me esperaban el Wall Street Journal y el Washington Post. Antes conocía el nombre de la persona que los colocaba allí, pero lo había olvidado hacía tiempo. En la primera plana de la sección del área metropolitana del Post, debajo del pliegue de la página, figuraba la misma foto de la ficha policial de Devon Hardy y un amplio reportaje acerca del secuestro de la víspera.
Lo leí rápidamente porque creía conocer más detalles que cualquier reportero, pero averigüé unas cuantas cosas; por ejemplo, que los palitos de color rojo no eran cartuchos de dinamita. Señor había tomado un par de mangos de escoba, los había serrado en trocitos, los había fijado con la siniestra cinta adhesiva plateada y nos había pegado un susto de muerte. El arma, robada, era una pistola automática de 44 milímetros.
Tratándose del Post, el reportaje se centraba más en Devon Hardy que en sus víctimas, aunque en justicia, y para mi inmensa satisfacción, nadie de Drake & Sweeney, había dicho una sola palabra.
Según un tal Mordecai Green, director del consultorio jurídico de la calle Catorce, Devon Hardy había trabajado durante muchos años como portero del jardín Botánico Nacional. Había perdido el empleo como consecuencia de un recorte presupuestario. Había cumplido una condena de varios meses en la cárcel por robo y después había regresado a la calle. Había luchado contra el alcohol y la droga y había sido detenido varias veces por hurto en comercios. El consultorio de Green lo había representado varias veces. En caso de que tuviera familia, su abogado lo ignoraba.
En cuanto al móvil, Green apenas podía decir nada. Señaló, sin embargo, que Devon Hardy había sido desalojado recientemente de un viejo almacén que hasta entonces había ocupado de manera ilegal.
Un desahucio es un procedimiento legal del que se encargan los abogados, y yo tenía cierta idea de cuál de los miles de bufetes del distrito de Columbia había dejado a Señor en la calle.
El consultorio jurídico de la calle Catorce había sido fundado por una organización benéfica y, según Green, sólo se dedicaba a los sin hogar. «Antes, cuando recibíamos una subvención del Gobierno teníamos siete abogados. Ahora sólo hay dos», decía éste.
Como era de esperar, el Journal no mencionaba para nada el suceso. Si uno de los nueve abogados del quinto bufete más importante del país hubiera resultado muerto o siquiera levemente herido, la noticia habría sido publicada en primera plana.
Menos mal que el reportaje no era más amplio. Estaba en mi despacho leyendo los periódicos y tenía un montón de trabajo que hacer. Podría haber estado en el depósito de cadáveres junto con Señor.
Polly llegó cuando faltaban pocos minutos para las ocho, con una gran sonrisa y una bandeja de dulces caseros. No se sorprendió de verme en mi puesto.
De hecho, la mayoría de los nueve rehenes había fichado antes de la hora. Quedarse en casa con la mujer y recibir mimos habría sido una escandalosa muestra de debilidad.
—Arthur está al teléfono —anunció Polly.
En la casa había por lo menos diez Arthur, pero sólo uno recorría los pasillos sin necesidad de apellido. Arthur Jacobs era el socio de más antigüedad, el ejecutivo máximo, la fuerza propulsora, un hombre al que todos admirábamos y respetábamos en grado sumo.
Era el alma y el corazón de la casa. En los siete años que llevaba trabajando en el bufete yo sólo había hablado con él tres veces.
Le dije que estaba bien. Me felicitó por mi valor y mi temple bajo la presión del secuestro y yo estuve a punto de sentirme un héroe. Lo más probable era que primero hubiera hablado con Malamud y ahora estuviese descendiendo por el escalafón. Así empezarían los relatos; después vendrían los chistes. Umstead, y su jarrón de porcelana provocarían sin duda una enorme hilaridad.
Arthur quería reunirse con los exrehenes a las diez en la sala de juntas para grabar en video nuestras declaraciones.
—¿Por qué? —pregunté.
—Los muchachos del Departamento de Litigios lo consideran una buena idea —contestó con una voz tan afilada como una navaja a pesar de sus ochenta años—. Quizás el vagabundo, o su familia, que es lo mismo, se querelle con la policía.
—Claro —dije.
—Y seguramente nos nombrarán defensores a nosotros. La gente se querella por cualquier cosa, ¿sabe?
Gracias a Dios, me sentí tentado de decir. ¿Dónde estaríamos nosotros sin los juicios?
Le agradecí su interés y él colgó para llamar al siguiente rehén.
Antes de las nueve comenzó el incesante desfile de personas que me daban el parabién y de chismosos que merodeaban mi despacho, tan profundamente preocupados por mí como desesperadamente hambrientos de detalles. Yo tenía un montón de trabajo que hacer, pero no conseguía concentrarme. En los momentos de calma, entre visita y visita, contemplaba la pila de expedientes que requerían mi atención y me quedaba como atontado. Mis manos no se tendían para tomarlos.
Algo había cambiado en mí. El trabajo no era importante. Mi escritorio no era una cuestión de vida o muerte. Había visto la muerte, casi la había sentido, y era una ingenuidad por mi parte pensar que podía menospreciarla y recuperarme como si nada hubiese ocurrido.
Pensé en Devon Hardy y en los palitos de color rojo con sus cables multicolores. Se había pasado horas construyendo sus juguetes y planificando su asalto. Había robado una pistola, había encontrado nuestro bufete, había cometido un error fatal que le había costado la vida y nadie, ni una sola de las personas con quienes yo trabajaba, se había compadecido de él.
Al final, decidí irme. Cada vez venía más gente a verme y yo me veía obligado a charlar con personas a las que no soportaba. Llamaron dos reporteros. Le dije a Polly que tenía que hacer unos recados y ella me recordó mi reunión con Arthur. Me dirigí a mi coche, lo puse en marcha, encendí la calefacción y me pasé un buen rato sin saber si presentarme o no. En caso de que no lo hiciese, Arthur se molestaría. Nadie se perdía una reunión con él.
Me fui. No tenía por costumbre cometer estupideces. Estaba traumatizado. Necesitaba irme. Arthur y el resto del bufete tendrían que darme un respiro.
Seguí la dirección aproximada de Georgetown, pero sin dirigirme a ningún lugar concreto. El cielo estaba encapotado; la gente circulaba a toda prisa por las aceras; los equipos quitanieves ya se estaban preparando. En la calle M pasé junto a un mendigo y me pregunté si conocería a Devon Hardy. ¿Adónde va la gente que vive en la calle cuando nieva?
Llamé a mi mujer y me dijeron que se pasaría varias horas en urgencias quirúrgicas. Adiós a nuestro romántico almuerzo en la cafetería del hospital.
Giré y tomé la dirección nordeste pasando por delante del Logan Circle para entrar en los barrios más deprimidos de la ciudad, hasta que encontré el consultorio jurídico de la calle Catorce con la calle Q Noroeste. Aparqué junto al bordillo, totalmente seguro de que jamás volvería a ver mi Lexus.
El consultorio ocupaba la mitad de una mansión victoriana de tres plantas que había conocido tiempos mejores contigua a una mísera lavandería automática. Las ventanas del último piso estaban tapiadas con viejos tablones de madera. Las casas del crack no podían estar muy lejos.
Sobre la entrada había un vistoso toldo de color amarillo, y por un instante no supe si llamar o meterme sin más. La puerta no estaba cerrada, hice girar muy despacio el tirador y entré en otro mundo.
Era una especie de bufete de abogados, pero allí no había mármol y caoba como en Drake & Sweeney. En la espaciosa sala que tenía delante vi cuatro escritorios de metal, cada uno de ellos cubierto con una agobiante colección de carpetas de al menos treinta centímetros de altura. Otras carpetas estaban colocadas al azar sobre la raída alfombra, alrededor de los escritorios. Las papeleras estaban llenas y varias resmas de papel tamaño folio aparecían desparramadas por el suelo. Una pared estaba cubierta por varios archivadores de distintos colores. Los procesadores de textos y los teléfonos tenían por lo menos diez años de antigüedad. Las estanterías de libros estaban combadas. En la pared del fondo colgaba torcida una enorme y descolorida fotografía de Martin Luther King. La estancia se abría a varios despachos más pequeños.
Aquel ajetreado y polvoriento lugar me fascinó.
Una hispana con cara de pocos amigos dejó de teclear en la máquina de escribir tras estudiarme por un instante.
—¿Busca a alguien? —me preguntó.
Más que una pregunta, era un desafío. Cualquier recepcionista de Drake & Sweeney habría sido despedida en el acto por semejante manera de saludar.
Según la placa clavada con tachuelas a la parte lateral de su escritorio, se llamaba Sofía Mendoza, y muy pronto averiguaría que era algo más que una simple recepcionista. De uno de los despachos surgió un rugido que me hizo dar un respingo, pero no consiguió inmutar a Sofía.
—Busco a Mordecai Green —contesté cortésmente, y al instante éste salió de su despacho siguiendo la estela de su rugido y entró en la sala principal. El suelo vibraba con cada uno de sus pasos. Estaba llamando desde el otro extremo de la estancia a un tal Abraham.
Sofía lo saludó con un gesto, se olvidó de mí y reanudó su trabajo. Green era un negro gigantesco, de más de un metro noventa de estatura y peso considerable. Tenía cincuenta y tantos años, lucía barba gris y llevaba gafas redondas con montura de color rojo. Me echó un vistazo sin decir nada, volvió a llamar a Abraham y cruzó la estancia haciendo crujir el suelo bajo sus pies. Entró en un despacho, del que emergió a los pocos segundos sin Abraham. Me echó otro vistazo y a continuación me preguntó:
—¿En qué puedo servirle?
Me acerqué y me presenté.
—Encantado de conocerle —dijo, pero sólo por cumplido—. ¿Qué le trae por aquí?
—Devon Hardy —contesté.
Me miró por unos segundos y desvió la mirada hacia Sofía, que seguía concentrada en lo que estuviese haciendo. Me señaló con la cabeza su despacho y lo seguí a una habitación de cuatro metros por cuatro sin ventanas y con todos los centímetros cuadrados de suelo disponible cubiertos de carpetas de cartulina y manoseados textos jurídicos.
Le entregué mi tarjeta de Drake & Sweeney con las letras doradas grabadas en relieve y él la estudió ceñudo. Después me la devolvió diciendo:
—Viene a divertirse a los barrios bajos, ¿eh?
—No —contesté, tomando la tarjeta.
—¿Qué quiere?
—Vengo en son de paz. La bala que acabó con el señor Hardy estuvo a punto de alcanzarme.
—¿Se encontraba usted en la habitación con él?
—Sí.
Respiró hondo y suavizó la expresión. Me indicó la única silla que tenía al lado.
—Tome asiento. Pero puede que se manche.
Ambos nos sentamos. Yo rozaba su escritorio con las rodillas y tenía las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Un radiador vibraba ruidosamente detrás de él. Nos miramos por un segundo. Yo era el visitante, tenía que decir algo. Pero él fue el primero en hablar.
—Supongo que pasó un mal día, ¿verdad? —me dijo con un ronco susurro casi compasivo.
—No tanto como Hardy. Vi su nombre en el periódico, por eso he venido.
—No sé muy bien qué es lo que tengo que hacer.
—¿Cree usted que la familia presentará una querella? En caso afirmativo, quizá sea mejor que me vaya.
—No hay familia, de modo que no puede haber juicio. Yo podría dar un poco de guerra. Supongo que el agente que le disparó es blanco. Podría arrancarle unos cuantos dólares al Ayuntamiento y, probablemente, llegar a un acuerdo de compensación por daños y perjuicios. Pero ésa no es la idea que tengo de la diversión. —Señaló con la mano su escritorio—. Bien sabe Dios el trabajo que tengo.
—Yo no vi a ningún agente —dije, reparando por primera vez en ello.
—No se preocupe por el juicio. ¿Es por eso por lo que ha venido?
—No sé por qué he venido. Esta mañana fui a mi despacho como si nada hubiera ocurrido, pero no podía pensar. Decidí dar una vuelta en mi coche. Y aquí estoy.
Sacudió lentamente la cabeza, como si estuviera tratando de comprenderlo.
—¿Le apetece un café?
—No, gracias —contesté—. Usted conocía muy bien al señor Hardy.
—Sí, Devon era un habitual de la casa.
—¿Dónde está ahora?
—Probablemente en el depósito de cadáveres del Hospital General del distrito de Columbia.
—Si no tiene familia, ¿qué le ocurrirá?
—El Ayuntamiento se encarga de enterrar a las personas cuyos cadáveres nadie reclama. Cerca del estadio Robert F. Kennedy hay un cementerio donde van a parar todos. Se quedaría usted asombrado de la cantidad de gente que muere sin que nadie la reclame.
—No me cabe la menor duda.
—En realidad, se sorprendería de todos los aspectos de la vida de los indigentes.
Era una ligera pulla, pero yo no estaba de humor para pelear.
—¿Sabe usted si tenía sida?
Echó la cabeza hacia atrás, miró al techo y, tras reflexionar por unos segundos, preguntó:
—¿Por qué?
—Yo estaba detrás de él. Le volaron la parte posterior de la cabeza. Quedé con la cara cubierta de sangre. Lo pregunto sólo por eso.
Con esas palabras pasé de ser un chico malo a no ser más que un blanco vulgar y corriente.
—No creo que tuviera el sida.
—¿Les hacen análisis cuando se mueren?
—¿A los indigentes?
—Sí.
—Por regla general, sí. Aunque Devon murió de otra manera.
—¿Podría usted averiguarlo?
Se encogió de hombros y su semblante se suavizó un poco más.
—Pues claro —contestó a regañadientes al tiempo que sacaba una pluma del bolsillo—. ¿Es por eso por lo que ha venido? ¿Está preocupado por el sida?
—Creo que ése es uno de los motivos. ¿Usted no lo estaría?
—Pues claro.
Entró Abraham, un hombrecillo hiperactivo de unos cuarenta años de edad que llevaba escrita en toda su persona su condición de abogado de las causas sociales.
Judío, barba oscura, gafas de montura de concha, chaqueta raída, arrugados pantalones color caqui, mocasines sucios y la imponente aureola propia de alguien que pretende salvar el mundo.
No me prestó la menor atención y Green no era muy aficionado a las buenas maneras.
—Predicen una tonelada de nieve —le dijo Green—. Tenemos que asegurarnos de que estén abiertos todos los albergues.
—Estoy en ello —repuso Abraham, y se marchó.
—Ya sé que está usted muy ocupado —dije.
—¿Es eso lo único que quería? ¿Un análisis de sangre?
—Sí, supongo que sí. ¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo?
Se quitó las gafas, se las limpió con un pañuelo de papel y se frotó los ojos.
—Estaba mentalmente enfermo, como muchas de estas personas. Cuando uno se pasa años en la calle, se emborracha con vino barato, se coloca con crack, duerme en medio del frío y recibe puntapiés de la policía y de los gamberros, se vuelve loco. Además, tenía un motivo.
—El desahucio.
—Sí. Hace unos meses se instaló en un almacén abandonado, en la esquina de New York y Florida. Alguien colocó unos tabiques de madera, dividió el edificio e hizo unos pequeños apartamentos. No era un mal sitio; un techo, unos lavabos, agua corriente, y todo por cien dólares al mes que había que pagar al exrufián que arregló el edificio y alegaba ser el propietario.
—¿Lo era?
—Creo que sí. —Green sacó una delgada carpeta de las muchas que se amontonaban sobre su escritorio y, milagrosamente, resultó ser la que buscaba—. Aquí la cosa se complica. El mes pasado el edificio fue adquirido por una empresa llamada RiverOaks, muy importante en el sector inmobiliario.
—¿Y RiverOaks los desahució a todos?
—En tal caso, lo más probable es que RiverOaks estuviera representada por mi bufete.
—Es lo más probable, en efecto.
—¿Y por qué se complica la cosa?
—He oído decir que no les notificaron el desahucio con antelación. Esta gente dice que le pagaba el alquiler al rufián, en cuyo caso eran algo más que squatters. Se trataba de inquilinos y, como tales, tenían derecho a que se siguiera el procedimiento habitual.
—¿A los ocupantes ilegales no se les notifica nada por adelantado?
—No. Y es algo que ocurre constantemente. La gente que vive en la calle se instala en un edificio abandonado y la mayor parte de las veces no ocurre nada. Y entonces se creen que son los dueños. El propietario, en caso de que aparezca, puede echarlos sin previo aviso. No tienen ninguna clase de derechos.
—¿Cómo localizó Devon Hardy nuestra empresa?
—Cualquiera sabe. Aunque no tenía un pelo de tonto. Puede que estuviese loco, pero no era tonto.
—¿Conoce usted al rufián?
—Sí. No es de fiar.
—¿Dónde está el almacén?
—Desapareció. La semana pasada lo derribaron.
Ya le había robado suficiente tiempo. Miró su reloj, yo eché un vistazo al mío. Nos intercambiamos nuestros números de teléfono y prometimos mantenernos en contacto.
Mordecai Green era un hombre cordial y compasivo que trabajaba en las calles, protegiendo a un sinfín de clientes anónimos. Sus opiniones acerca de la ley exigían unos sentimientos mucho más profundos que los míos.
Al salir no le hice el menor caso a Sofía, porque ella tampoco me lo hizo a mí. Mi Lexus aún estaba aparcado junto al bordillo, ya cubierto por tres centímetros de nieve.