El viernes a primera hora de la mañana estaba sentado ante mi escritorio, ocupado en mi tarea de abogado-asistente social, cuando Drake & Sweeney, en la persona de Arthur Jacobs, apareció repentinamente en mi puerta. Lo saludé con una cordialidad no exenta de recelo y él se sentó en una de las sillas de color rojo oscuro. No quería café. Sencillamente deseaba hablar.
Arthur estaba preocupado. Escuché hipnotizado las palabras del anciano.
El mes anterior había sido el más difícil de toda su carrera, de todos sus cincuenta y seis años de profesión. El acuerdo no había sido un consuelo para él. El bufete volvía a marchar sobre ruedas tras superar aquel pequeño bache, pero él no conseguía conciliar el sueño. Uno de sus socios había cometido una terrible maldad y, como consecuencia de ello, cinco personas inocentes habían perdido la vida. Drake & Sweeney siempre sería culpable de las muertes de Lontae y de sus cuatro hijos, independientemente del dinero que pagara. Y Arthur dudaba mucho que lograse superar aquel golpe.
Yo estaba tan sorprendido que apenas podía articular palabra, por lo que me limité a escuchar. Deseé que Mordecai estuviera presente.
Arthur sufría y yo no tardé en compadecerme de él. Era octogenario, llevaba un par de años pensando en el retiro, y ahora, de pronto, no sabía qué hacer. Estaba cansado de ir detrás del dinero.
—Ya no me quedan muchos años —reconoció. Pero yo sospechaba que asistiría a mi entierro.
Le encantaba nuestro consultorio jurídico. Le expliqué de qué manera había ido a parar yo allí. Quiso saber cuánto tiempo llevaba en el consultorio, cuántas personas trabajaban en él, cuál era la fuente de financiación y cómo nos administrábamos.
Me dio la oportunidad y la aproveché. Como no podía ejercer mi profesión durante nueve meses, el consultorio me había encargado la puesta en práctica de un programa de voluntariado con la ayuda de abogados de los grandes bufetes de la ciudad. Y puesto que el suyo era casualmente el más grande, había pensado en empezar por allí. Los voluntarios sólo trabajarían unas cuantas horas a la semana bajo mi supervisión y, de ese modo, podríamos ayudar a miles de personas sin hogar.
Arthur estaba al corriente de la existencia de semejantes programas, si bien su conocimiento era más bien vago. Reconoció tristemente que llevaba veinte años sin trabajar gratuitamente; por lo general eso correspondía a los asociados más jóvenes. Qué bien lo recordaba yo.
Pero le gustaba la idea. De hecho, cuanto más hablábamos, más crecía el programa. A los pocos minutos Arthur manifestó su voluntad de pedir a sus cuatrocientos abogados del distrito de Columbia que dedicaran unas cuantas horas semanales a ayudar a los pobres. Le parecía lo más apropiado.
—¿Podrá dirigir a cuatrocientos abogados? —me preguntó.
—Por supuesto que sí —contesté sin tener la menor idea de cómo empezar siquiera semejante tarea. Sin embargo, los pensamientos giraban vertiginosamente en mi mente—. Pero necesitaría un poco de ayuda —añadí.
—¿Qué clase de ayuda?
—¿Y si Drake & Sweeney tuviera un coordinador gratuito a tiempo completo en el bufete? Trabajaría en estrecho contacto conmigo en todos los aspectos de la legislación que atañen a las personas sin hogar. Con cuatrocientos voluntarios, convendría que hubiera alguien en el otro extremo.
Hizo una pausa para reflexionar acerca de lo que yo acababa de decir. Todo aquello era nuevo y todo le parecía muy bien.
—Conozco a la persona más indicada —proseguí—. No tiene por qué ser un abogado. Un buen auxiliar jurídico podría hacerlo muy bien.
—¿Quién?
—¿Le suena el nombre de Héctor Palma?
—Vagamente.
—Está en Chicago, pero es del distrito de Columbia. Trabajaba con Braden Chance y lo atraparon.
Arthur entornó los ojos, tratando de recordar. Yo no estaba muy seguro de lo que sabía, pero no creía que fuera a engañarme. Me pareció que estaba encantado con la oportunidad de redención que se le ofrecía.
—¿Lo atraparon?
—Pues sí. Vivía en Bethesda hasta hace tres semanas cuando, de repente, se mudó de casa en mitad de la noche. Un rápido traslado a Chicago. Sabía todo lo de los desahucios, y supongo que Chance quería ocultarlo.
Hablé con prudencia. No estaba dispuesto a romper mi acuerdo confidencial con Héctor.
No tuve que hacerlo. Como de costumbre, Arthur leyó entre líneas.
—¿Es del distrito de Columbia?
—Sí, y su mujer también. Tienen cuatro hijos. Estoy seguro de que le encantaría volver.
—¿Tiene algún interés en ayudar a las personas sin hogar?
—¿Por qué no se lo pregunta a él?
Lo haré. Me parece una excelente idea.
Si Arthur quería que Héctor Palma regresara al distrito de Columbia para encargarse del nuevo interés del bufete por las cuestiones jurídicas relacionadas con las personas sin hogar, su deseo se cumpliría en cuestión de una semana.
El programa empezó a adquirir forma ante sus ojos. A todos los abogados de Drake & Sweeney se les exigiría encargarse de un caso cada semana. Los asociados más jóvenes atenderían a los clientes bajo mi supervisión, y una vez que los casos llegaran al bufete Héctor los asignaría a los demás abogados. Algunos casos podrían resolverse en quince minutos, le expliqué a Arthur, mientras que otros exigirían varias horas al mes. Eso no sería ningún problema, contestó.
Casi me compadecí de los políticos y los burócratas ante la idea de cuatrocientos abogados de Drake & Sweeney repentinamente dominados por el ardoroso afán de proteger los derechos de los indigentes.
Arthur se pasó casi dos horas en mi despacho y me pidió disculpas al caer en la cuenta del tiempo que me había robado, pero estaba mucho más contento cuando se fue. Regresaba directamente a su despacho con un nuevo propósito; ahora era un hombre con una misión que cumplir. Lo acompañé hasta su automóvil y corrí a decírselo a Mordecai.
El tío de Megan tenía una casa en la costa de Delaware, cerca de Ferwick Island, en la frontera con Maryland. Me la describió como una vivienda vieja y pintoresca de dos plantas con un gran porche que casi rozaba el océano y tres dormitorios, un lugar ideal para una escapada de un fin de semana. Estábamos a mediados de marzo, aún hacía bastante frío y podríamos sentarnos a leer delante de la chimenea.
Me subrayó especialmente lo de los tres dormitorios a fin de que cada uno dispusiera de espacio suficiente para la intimidad sin que las cosas se complicaran. Sabía que estaba divorciándome de mi primera esposa y, después de dos semanas de coqueteos, ambos nos habíamos percatado de que las cosas irían muy despacio.
Salimos de Washington el viernes por la tarde. Yo conducía, Megan iba a mi lado y Ruby mordisqueaba galletitas de avena en el asiento de atrás, feliz ante la idea de pasar unos días en la playa, sin drogarse ni beber, lejos de la ciudad y de las calles.
Llevaba sin colocarse desde el jueves por la noche. Sumando las tres noches que pasaría con nosotros en Delaware, serían cuatro. El lunes por la tarde la ingresaríamos en Easterwood, un pequeño centro femenino de desintoxicación situado en la zona de Capitol East. Mordecai había hablado con alguien de allí y Ruby podría disfrutar de un cuartito con una cama caliente durante noventa días.
Antes de salir, se había duchado en el Naomi y se había cambiado de ropa. Megan había registrado todos los centímetros de su ropa y de su bolsa en busca de droga, pero no había encontrado nada. Era una intromisión en su intimidad, pero con los drogadictos las normas son distintas.
Llegamos a la casa al anochecer. Megan la utilizaba una o dos veces al año. La llave estaba debajo del felpudo de la entrada.
A mí me asignaron el dormitorio de la planta baja, lo cual a Ruby le pareció muy raro. Los otros dos dormitorios estaban en el piso de arriba y Megan quería estar cerca de Ruby durante la noche.
El sábado cayó un frío aguacero con viento procedente del mar. Yo estaba solo en el porche de la entrada, balanceándome suavemente en un columpio, bajo una gruesa manta, perdido en un mundo de ensueño mientras escuchaba el rumor de las olas que rompían abajo. La puerta se cerró, oí el ruido metálico de la cancela y Megan se acercó al columpio.
Levantó la manta y se acurrucó a mi lado. La abracé con fuerza; de no haberlo hecho, creo que ella habría caído al suelo.
Era fácil de abrazar.
—¿Dónde está nuestra clienta? —le pregunté.
—Mirando la tele.
Una fuerte ráfaga de viento nos arrojó agua al rostro y ambos nos apretujamos un poco más el uno contra el otro. Las cadenas que sostenían el columpio chirriaron pero enmudecieron de inmediato cuando nos quedamos casi inmóviles, contemplando las nubes que se arremolinaban sobre el agua. El tiempo no tenía importancia.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó en un susurro.
En todo y en nada. Lejos de la ciudad, podía analizar por primera vez el pasado e intentar comprenderlo todo. Treinta y dos días antes estaba casado con otra mujer, vivía en otro apartamento, trabajaba en otro bufete y era un perfecto desconocido para la persona a la que ahora estrechaba en mis brazos. ¿Cómo podía la vida experimentar un cambio tan drástico en tan poco tiempo?
No me atrevía a pensar en el futuro; el pasado aún estaba ocurriendo.