Estaba abriendo la portezuela del coche cuando el teléfono móvil vibró en mi bolsillo. Era el juez DeOrio. Mordecai soltó una carcajada cuando me oyó decir:
—Sí, señor juez, estamos ahí en cinco minutos.
Tardamos diez porque primero fuimos al lavabo de la planta baja y después caminamos muy despacio y utilizamos la escalera para darle a DeOrio la mayor cantidad de tiempo posible para machacar a los acusados.
Lo primero que vi cuando entramos en la sala fue que Jack Bolling, uno de los tres abogados de RiverOaks, se había quitado la chaqueta y remangado la camisa y estaba apartándose de los abogados de Drake & Sweeney. Dudaba que les hubiera propinado una paliza, pero la capacidad y el deseo de hacerlo no le faltaban.
El impresionante veredicto con que soñaba Mordecai sería dictado contra los tres demandados.
Estaba claro que el acto de conciliación debía de haberles pegado un buen susto a los de RiverOaks. Se habían formulado amenazas y quizá la constructora había decidido aportar una cierta cantidad, jamás lo sabríamos. Evité sentarme en la tribuna del jurado y preferí hacerlo al lado de Mordecai. Hacía dos horas que Wilma Phelan se había marchado.
—Ya estamos más cerca —dijo el juez.
—Y nosotros estamos pensando en retirar nuestro ofrecimiento —anunció Mordecai en uno de sus más violentos estallidos.
No habíamos hablado para nada acerca de ello, y ni los demás abogados ni el juez habían contemplado semejante posibilidad. Se miraron los unos a los otros boquiabiertos.
—Tranquilícese —le aconsejó DeOrio.
—Hablo en serio, señor juez. Cuanto más tiempo permanezco sentado en esta sala, más me convenzo de que esta parodia tiene que representarse ante un jurado. En cuanto al señor Brock, por mucho que su antigua empresa insista en formular acusaciones de carácter penal, no habrá para tanto. Ya han recuperado el expediente. El señor Brock no tiene antecedentes penales. Bien sabe Dios la cantidad de traficantes de droga y asesinos que andan sueltos por ahí; el proceso que se instaure contra él será un chiste. No irá a la cárcel. En cuanto a la queja ante el Colegio de Abogados… dejemos que siga su curso. Yo presentaré una queja contra Braden Chance y puede que también lo haga contra otros abogados implicados en este asunto; veremos quién se ríe el último. —Señalando con el dedo a Arthur, añadió—: Si ustedes corren a informar al periódico, nosotros también lo haremos.
Al consultorio jurídico de la calle Catorce le importaba un bledo lo que se escribiera acerca de él. En caso de que a Gantry le importara, no lo demostraría. RiverOaks podría seguir ganando dinero a pesar de la mala prensa. En cambio, Drake & Sweeney sólo contaba con su buena fama.
La parrafada de Mordecai los había sorprendido con la guardia baja, y quedaron completamente atónitos.
—¿Ha terminado? —preguntó DeOrio.
—Creo que sí.
—Muy bien. La oferta sube hasta cuatro millones.
—Si pueden pagar cuatro millones, también pueden pagar cinco —replicó Mordecai, mirando a los representantes de Drake & Sweeney—. El año pasado este acusado facturó una cantidad bruta de setecientos millones de dólares. —Hizo una pausa dejando que la cifra resonara en la sala—. Setecientos millones de dólares sólo el año pasado. —Volviéndose hacia los representantes de RiverOaks, agregó—: Y este acusado es propietario de inmuebles por valor de trescientos cincuenta millones de dólares. Que me den un jurado.
Cuando le pareció que Mordecai ya había concluido, DeOrio volvió a preguntar:
—¿Ha terminado?
—No, señor —contestó Mordecai, recuperando inmediatamente la calma—. Aceptaremos dos millones en efectivo, un millón en concepto de honorarios y un millón para los herederos. Los restantes tres millones podrán satisfacerse con un pago aplazado de diez años; a razón de trescientos mil anuales más un tipo de interés razonable. Estoy seguro de que estos acusados podrán ahorrar esa suma al año. Tal vez se vean obligados a aumentar los alquileres y las tarifas horarias, pero eso ellos saben hacerlo muy bien.
Un acuerdo estructurado con un pago aplazado resultaba razonable. Dada la inestabilidad de los herederos, y puesto que casi todos ellos eran todavía desconocidos, el dinero sería cuidadosamente custodiado por el tribunal.
El último ataque de Mordecai fue un brillante ejercicio de oratoria. En el grupo de Drake & Sweeney se registró una notable relajación. Se le acababa de ofrecer una salida.
Jack Bolling se reunió con ellos. Los abogados de Gantry observaban y escuchaban, pero parecían casi tan aburridos como su cliente.
—Estamos de acuerdo —anunció Arthur—. Pero mantenemos nuestra postura con respecto al señor Brock. O se acepta una suspensión de un año o no hay acuerdo.
De repente, volví a odiar a Arthur. Yo era la última baza con que contaban y, para salvar la poca cara que les quedaba querían hacer todo el daño que pudieran. Pero el pobre Arthur no podía negociar desde una situación de fuerza. Estaba desesperado y se le notaba.
¿Y eso qué más da? —replicó Mordecai a gritos—. Ha accedido a sufrir la ignominia de perder su licencia. ¿Qué importancia tienen seis meses más o menos? ¡Eso es absurdo!
Los dos representantes de RiverOaks ya estaban hartos. Tras pasarse tres horas con Mordecai su natural temor ante las salas de justicia había alcanzado sus máximas cotas. En modo alguno podrían resistir dos semanas de juicio. Sacudieron la cabeza con gesto de desaliento y empezaron a conversar en voz baja entre sí.
Hasta Tillman Gantry empezaba a cansarse de la quisquillosidad de Arthur. Teniendo el acuerdo al alcance de la mano, ¡que terminara de una maldita vez!
Unos segundos antes Mordecai había gritado, «¿Y eso qué más da?», y tenía razón. Daba igual, especialmente en el caso de un abogado de la calle como yo a quien una suspensión temporal no afectaría en absoluto su puesto de trabajo, su sueldo ni su posición social.
Me puse de pie y dije cortésmente:
—Señoría, vamos a dividir la diferencia. Nosotros ofrecemos seis; ellos quieren doce. Estoy dispuesto a aceptar nueve. —Miré a Barry Nuzzo mientras hablaba y vi que me sonreía.
Si Arthur hubiera abierto la boca en aquel momento, se la habrían hecho cerrar. Todos parecían más relajados, incluso DeOrio.
—Pues entonces, ya estamos todos de acuerdo —dijo el juez sin esperar la confirmación de los acusados.
Su eficiente secretaria empezó a teclear en un procesador de textos que había delante del estrado y en cuestión de minutos tuvo listo un memorándum de acuerdo. Lo firmamos rápidamente y nos fuimos.
En el despacho no había champán. Sofía estaba haciendo lo de siempre. Abraham se hallaba en Nueva York, asistiendo a una conferencia sobre los indigentes.
Si algún bufete jurídico de Estados Unidos podía recibir quinientos mil dólares en honorarios sin que se notara, ése era nuestro consultorio jurídico. Mordecai quería comprar nuevos ordenadores y teléfonos y seguramente instalar un nuevo sistema de calefacción. La mayor parte del dinero se escondería en un banco, generaría intereses y se guardaría para cuando llegasen tiempos de vacas flacas. Era un bonito almohadón que nos garantizaría nuestros modestos salarios durante unos cuantos años.
En caso de que lamentara la necesidad de tener que enviar los otros quinientos mil dólares a la Fundación Cohen, supo disimularlo muy bien. Mordecai no era de esos que se preocupan por las cosas que no tienen arreglo. Encima de su escritorio se acumulaban las batallas que quedaban por ganar.
Habría que dedicar por lo menos nueve meses de duro esfuerzo a organizar el acuerdo Burton, y ocupado en ello pasaría buena parte de mi tiempo. Tendríamos que establecer quiénes eran los herederos, buscarlos y tratar con ellos cuando se enteraran de que iban a cobrar un dinero. La cosa sería muy complicada. Por ejemplo, quizá fuese necesario exhumar los cadáveres de Kito Spires y de Temeko, Alonzo y Dante para llevar a cabo las pruebas del ADN y determinar la paternidad de los tres niños. En caso de que Kito resultase ser el padre, le correspondería la herencia de sus hijos, que habían muerto primero. Pero como él también había muerto, habría que localizar a sus herederos.
La madre y los hermanos de Lontae planteaban muy serios problemas. Seguían manteniendo contacto con la calle. No tardarían muchos años en acceder al régimen de libertad vigilada y entonces se echarían como fieras sobre la parte del dinero que les correspondiera.
Existían otros dos proyectos de particular interés para Mordecai. El primero era un programa gratuito que el consultorio había organizado en cierta ocasión y había tenido que abandonar al dejar de percibir la subvención estatal.
En su momento de máximo esplendor, el programa contaba con cien abogados que dedicaban unas cuantas horas semanales a ayudar a los vagabundos. Me pidió que analizara la posibilidad de volver a ponerlo en marcha. La idea me gustaba; podríamos ampliar nuestro radio de acción, establecer más contactos con los abogados en ejercicio y ensanchar nuestra base para la recogida de fondos.
El segundo proyecto era el siguiente. Sofía y Abraham se mostraban incapaces de pedir eficazmente dinero a la gente. Mordecai podía convencer a los demás de que se quedaran incluso sin la camisa, pero no soportaba pedir limosna. Yo era la joven estrella del despacho, blanco, anglosajón y protestante, capaz de codearse con los profesionales apropiados y persuadirlos de que aportaran una cuota anual.
—Si consiguieras elaborar un buen plan, podrías reunir doscientos mil dólares al año —me dijo.
—¿Y qué haríamos con eso?
—Contratar a un par de secretarias, un par de auxiliares jurídicos y, quizá, a otro abogado.
Sofía hacía un buen rato que se había ido y nosotros permanecíamos sentados en la sala contemplando cómo afuera anochecía. Mordecai empezó a soñar; recordaba con nostalgia los tiempos en que había siete abogados chocando unos con otros en el consultorio. Cada día era un caos, pero el pequeño bufete de la calle Catorce tenía auténtica fuerza. Ayudaban a miles de personas sin hogar. Los políticos y los burócratas les prestaban atención. Eran una voz que solía ser escuchada.
—Llevamos cinco años de capa caída —dijo—. Y nuestra gente sufre. Ha llegado el momento de hacer que las cosas cambien.
Y el reto me correspondía a mí. Yo era la savia nueva, el nuevo talento que revigorizaría el consultorio jurídico y lo conduciría al siguiente nivel. Yo animaría el lugar con docenas de nuevos voluntarios y crearía una máquina de recolectar fondos para que pudiéramos ejercer nuestra profesión en los mismos campos que los demás.
Ampliaríamos el bufete, quitaríamos las tablas que cubrían las ventanas del piso de arriba y lo llenaríamos de abogados capaces y emprendedores.
Siempre que los indigentes acudieran a nosotros verían sus derechos protegidos. Y sus voces serían oídas a través de las nuestras.