CAPÍTULO 36

La sala del juez DeOrio estaba en el segundo piso del edificio Carl Moultrie, y para llegar a ella tuvimos que pasar muy cerca de la del juez Kisner, donde mi caso de robo cualificado estaba esperando la siguiente fase de un complicado proceso. Los vestíbulos estaban abarrotados de penalistas y picapleitos de esos que se anuncian en televisión por cable y en las paradas del autobús. Todos permanecían al lado de sus clientes, la mayoría de los cuales tenía pinta de ser culpable de algo. Me negaba a creer que mi nombre pudiera figurar en la misma agenda que los de aquellos delincuentes.

La elección del momento de nuestra entrada era muy importante para mí y una tontería para Mordecai. No nos atrevíamos a presentarnos con retraso. DeOrio era un fanático de la puntualidad, pero yo no podía soportar la idea de llegar con diez minutos de adelanto y verme sometido a las miradas, los susurros y tal vez los comentarios sarcásticos de Donald Rafter, Arthur y cualquier otro personaje que pudiera acompañarlos. No me apetecía encontrarme en la misma sala con Tillman Gantry a menos que Su Señoría estuviera presente.

Quería ocupar mi asiento en la tribuna del jurado y escuchar sin que nadie me molestara. Entramos en la sala a la una menos dos minutos.

La secretaria de juzgado de DeOrio estaba repartiendo copias de la orden del día. Después nos acompañó a nuestros asientos; el mío en la tribuna del jurado, donde me acomodé muy tranquilo y satisfecho, y el de Mordecai junto a la mesa de los demandantes, al lado de la tribuna del jurado. La albacea Wilma Phelan ya estaba allí, esperando con cara de aburrimiento, pues no tenía la menor idea de lo que se iba a debatir. Conté trece personas por la defensa, cuya mesa era todo un ejemplo de disposición estratégica. Los de Drake & Sweeney estaban agrupados en un extremo; Tillman Gantry y sus dos abogados en el otro. En el centro, actuando de parachoques, estaban dos representantes de RiverOaks y tres letrados. En la orden del día figuraban también los nombres de todos los presentes.

Pensaba que Gantry, por tratarse de un exproxeneta, llevaría los dedos y los lóbulos de las orejas cuajados de anillos y prendas de colores llamativos. Pero no era así. Lucía un elegante traje azul marino y vestía mucho mejor que sus abogados. Estaba leyendo unos documentos sin prestar atención a nadie.

Vi a Arthur, a Rafter y a Nathan Malamud. También a Barry Nuzzo. Estaba decidido a no sorprenderme por nada, pero no esperaba la presencia de Barry. Al enviar a tres de mis excompañeros de secuestro, el bufete quería lanzarme un mensaje sutil: los demás abogados aterrorizados por Señor habían sobrevivido sin venirse abajo, ¿qué me había ocurrido a mí? ¿Por qué era yo el más débil de todos?

La quinta persona del grupo de la defensa era un tal L. James Suber, un abogado de la compañía de seguros. El bufete Drake & Sweeney estaba fuertemente asegurado contra la práctica negligente de la profesión, pero yo dudaba que su póliza cubriera aquel caso, pues de ella se excluían los actos deliberados, como, por ejemplo, el robo por parte de un compañero o la transgresión intencionada de una norma de conducta. La negligencia por parte de un abogado de la empresa quedaría cubierta. No así una fechoría intencionada.

Braden Chance no se había limitado a pasar por alto una norma de conducta o una práctica establecida, sino que había tomado conscientemente la decisión de proceder al desahucio aun cuando estaba informado de que los squatters eran, en realidad, inquilinos.

Habría una desagradable pelea entre bambalinas entre Drake & Sweeney y su negligente socio. Pues que se pelearan.

A la una en punto el juez DeOrio salió de detrás de su estrado y tomó asiento.

—Buenas tardes —dijo en tono malhumorado.

Llevaba puesta la toga, lo que me pareció muy extraño. No se trataba de una actuación judicial formal, sino de una reunión extraoficial con vistas a un acuerdo.

Ajustó la posición del micrófono y añadió:

—Señor Burdick, mantenga la puerta cerrada, por favor.

El señor Burdick era el ujier que vigilaba la puerta. Los bancos estaban vacíos. Nuestra reunión era absolutamente privada.

Un relator empezó a anotar todas las palabras.

—Mi secretaria me comunica que todas las partes y los abogados están presentes —prosiguió DeOrio, mirándome con la misma expresión con que habría mirado a un violador—. El propósito de esta reunión es el de intentar resolver este caso. Después de numerosas conversaciones mantenidas ayer con los abogados principales, comprendí con toda claridad que en estos momentos quizá fuese útil una reunión de este tipo. Jamás he celebrado un acto de conciliación tan poco tiempo después de la presentación de una querella, pero puesto que todas las partes se mostraron favorables, será un tiempo bien aprovechado. El primer punto es el carácter confidencial. Nada de lo que hoy se diga podrá comunicarse a ningún representante de la prensa bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido?

DeOrio miró a Mordecai y después me miró a mí. Todos los que ocupaban la mesa de la defensa lo imitaron. Sentí el deseo de ponerme de pie y recordarles que las primeras filtraciones habían sido obra de ellos.

Cierto que trabajaremos siguiendo el orden del día —prosiguió el juez—. El primer punto es un resumen de los hechos y las teorías de la responsabilidad. Señor Green, usted interpuso la querella, tiene la palabra. Dispone de cinco minutos.

Mordecai se levantó, con las manos en los bolsillos, completamente a sus anchas. Sin necesidad de nota alguna expuso con toda claridad, y en apenas dos minutos nuestros argumentos; luego volvió a sentarse. DeOrio aprobó su brevedad.

Nosotros habíamos descargado los golpes más fuertes, pero ellos habían soltado el primer puñetazo.

A continuación, la secretaria entregó a cada uno de los presentes un acuerdo de no revelación que sólo contenía dos párrafos, personalizado con nuestro nombre. Lo firmé y se lo devolví. Un abogado sometido a presión no puede leer dos párrafos y tomar rápidamente una decisión.

—¿Hay algún problema? —preguntó DeOrio dirigiéndose a los de Drake & Sweeney.

Estaban buscando alguna laguna jurídica. Así nos habían enseñado a actuar. Firmaron y la secretaria recogió los papeles.

Arthur habló en nombre de los acusados. Reconoció la existencia de un fundamento para la querella, pero puso en entredicho la cuestión de la responsabilidad. Atribuyó buena parte de la culpa a la «insólita» nevada que había caído sobre la ciudad dificultando la vida de todo el mundo. Tras poner en entredicho el comportamiento de Lontae Burton, añadió:

—Había lugares donde podría haberse refugiado; varios albergues de emergencia estaban abiertos. La víspera había dormido en el sótano de una iglesia junto con muchas otras personas. ¿Por qué se fue? Lo ignoro, pero nadie la obligó a hacerlo, por lo menos nadie a quien yo haya conseguido localizar hasta ahora. Su abuela tenía un apartamento en la zona nordeste. ¿Parte de la responsabilidad no tendría que recaer en la madre? ¿No habría tenido que hacer algo más para proteger a su pequeña familia?

Aquélla sería la única ocasión que tendría Arthur de echar la culpa a una madre muerta. En cuestión de un año la tribuna del jurado se llenaría de unas personas que no se parecerían para nada a mí, y ni Arthur ni ningún abogado en su sano juicio se atrevería a insinuar que Lontae Burton era responsable siquiera en parte de la muerte de sus hijos.

—Pero ¿por qué estaba en la calle? —preguntó repentinamente DeOrio.

Tuve que hacer un esfuerzo para reprimir una sonrisa.

Arthur no se inmutó.

—A los fines de esta reunión, Señoría, estamos dispuestos a reconocer que el desahucio fue ilegal.

—Gracias.

—No hay por qué darlas. Nuestra posición es la de atribuir una parte de la responsabilidad a la madre.

—¿Qué parte?

—Por lo menos un cincuenta por ciento.

—Es demasiado.

—Creemos que no, Señoría. Es cierto que nosotros la echamos a la calle, pero ella llevaba allí más de una semana cuando ocurrió la tragedia.

—¿Señor Green?

Mordecai se puso de pie, sacudiendo la cabeza como si Arthur fuera un alumno de primer curso de derecho que aún estuviera bregando con las teorías más elementales.

—Estamos hablando de personas que no tienen acceso inmediato a una vivienda, señor Jacobs. Por eso se las llama sin hogar. Usted reconoce que las echó a la calle, y es por eso por lo que murieron. Me encantaría discutirlo con un jurado.

Arthur se hundió en su asiento por lo menos diez centímetros. Rafter, Malamud y Barry escuchaban atentamente y sus rostros reflejaban el temor que les producía imaginarse a Mordecai Green suelto en una sala de justicia ante un jurado compuesto por afroamericanos como él.

—La responsabilidad está muy clara, señor Jacobs —dijo DeOrio—. Puede echar la culpa a la negligencia de la madre ante un jurado si quiere, pero yo no se lo aconsejaría.

Mordecai y Arthur se sentaron.

Si en el juicio conseguíamos demostrar la responsabilidad de los acusados, el jurado pasaría a considerar la cuestión de los daños. Era el siguiente punto de la orden del día. Rafter expuso sin la menor convicción el informe elaborado sobre las tendencias actuales en la fijación de indemnizaciones por parte de los jurados. Se refirió al valor de los niños muertos en nuestro sistema de daños, pero se puso muy pesado al hablar del historial laboral de Lontae y de la estimación de sus ganancias futuras. Llegó a la misma cantidad, setecientos setenta mil dólares, que habían ofrecido el día anterior y la presentó para que constara en acta.

—Esta no será su última oferta, ¿verdad, señor Rafter? —preguntó DeOrio en tono desafiante. Estaba claro que esperaba que no lo fuera.

—No, señor —contestó Rafter.

—Señor Green.

Mordecai volvió a levantarse.

—Rechazamos la oferta, Señoría. Las tendencias no significan nada para mí. La única tendencia que me interesa se refiere a mi capacidad de convencer a un jurado de que conceda una indemnización y, con el debido respeto al señor Rafter, ésta sería muy superior a la cantidad que ellos ofrecen.

Ninguno de los presentes en la sala lo dudaba.

Rechazó la afirmación según la cual un niño muerto sólo valía cincuenta mil dólares. Insinuó con vehemencia que semejante estimación era el resultado de un prejuicio contra los niños negros sin hogar. Gantry fue el único ocupante de la mesa de la defensa que no se removió en su asiento.

—Usted tiene un hijo en St. Albans, señor Rafter —continuó Mordecai—. ¿Aceptaría cincuenta mil dólares por él?

Rafter agachó la cabeza hasta que su nariz quedó a menos de diez centímetros de su cuaderno de notas.

—Puedo convencer a un jurado —siguió Mordecai—, en esta sala, de que aquellos chiquillos valían por lo menos un millón de dólares cada uno, lo mismo que cualquier niño de las escuelas privadas de Virginia y Maryland.

Fue un golpe tan duro como un puntapié en la entrepierna. Nadie abrigaba la menor duda acerca de las escuelas que frecuentaban los hijos de los abogados de la defensa. En el informe de Rafter no se hacía la menor referencia al dolor y el sufrimiento de las víctimas. La lógica era tácita, pero no por ello menos clara. Habían muerto serenamente, respirando un gas inodoro hasta que se alejaron de este mundo como si flotasen. No había habido quemaduras, heridas ni sangre.

Rafter pagó cara la omisión. Mordecai hizo una detallada descripción de las últimas horas de Lontae Burton y sus hijos; la búsqueda de comida y calor, la nieve y el intenso frío, el temor a morir congelados, el desesperado esfuerzo por permanecer juntos, el horror de verse atrapados en una ventisca en el interior de un cacharro con el motor en marcha, contemplando el indicador de nivel de gasolina.

Fue una interpretación sobrecogedora, ofrecida sin el menor esfuerzo por un narrador nato. Si yo hubiera sido el único miembro del jurado, le habría entregado un cheque en blanco.

—No me hablen de dolor y sufrimiento —les dijo despectivamente a los de Drake & Sweeney—. Ustedes no saben lo que eso significa.

Habló como si la hubiese conocido de toda la vida a Lontae, una niña que había nacido sin ninguna oportunidad y había cometido todos los errores que cabía esperar en su situación, pero, por encima de todo, una madre que amaba a sus hijos y trataba desesperadamente de salir de la pobreza. Se había enfrentado con su pasado y sus adicciones y cuando los acusados la habían echado a la calle estaba luchando denodadamente por dejar su afición a la bebida.

Levantaba la voz cuando se mostraba indignado y la bajaba cuando hablaba de la vergüenza y la culpa. No desperdició una sola palabra. Les estaba dando una dosis masiva de lo que oiría el jurado.

A Arthur el talonario de cheques debía de estar quemándole el bolsillo.

Mordecai dejó lo mejor para el final. Pronunció una lección magistral acerca del propósito de las indemnizaciones superiores a los daños causados: castigar a los que habían obrado mal para que les sirviera de ejemplo y no volvieran a pecar. Insistió en los males cometidos por los acusados, unas personas ricas que no tenían la menor consideración por los menos afortunados.

—¡No son más que un puñado de squatters! —exclamó con voz de trueno—. ¡Vamos a echarlos!

La codicia los había inducido a menospreciar la ley. Un desahucio legal habría llevado por lo menos treinta días más, lo que habría impedido cerrar el trato con el servicio de Correos. Treinta días más tarde ya no habría habido nevadas y las calles habrían sido más seguras.

—Nos daríamos por satisfechos con cinco millones —dijo al final—. Ni un centavo menos.

Cuando terminó, todos permanecimos por unos segundos en silencio. DeOrio hizo unas anotaciones y regresó a la orden del día. La siguiente cuestión era el expediente.

—¿Lo tiene usted? —me preguntó.

—Sí, señor.

—¿Está dispuesto a entregarlo?

—Sí.

Mordecai abrió su viejo maletín y sacó el expediente. Se lo entregó a la secretaria y ésta se lo pasó al juez. Esperamos diez largos minutos mientras éste examinaba todas las páginas.

Recibí unas cuantas miradas de Rafter, pero me daba igual. Tanto él como los demás estaban deseando ponerle las manos encima.

—El expediente ha sido devuelto, señor Jacobs —dijo DeOrio al terminar—. Unas puertas más abajo hay una causa penal pendiente. He hablado con el juez Kisner al respecto. ¿Qué desea hacer?

—Señoría, si se pudiera llegar a un acuerdo acerca de las demás cuestiones, no pediríamos el procesamiento.

—Supongo que está usted de acuerdo, ¿no es cierto, señor Brock?

Vaya si lo estaba.

—Sí, señor.

—Sigamos. El siguiente punto es la cuestión de la queja por falta de ética presentada por Drake & Sweeney contra Michael Brock. Señor Jacobs, ¿tendría usted la bondad de exponerlo?

—Ciertamente, Señoría.

Arthur se levantó de un salto y condenó severamente mis debilidades éticas. No se mostró pedante ni más duro de la cuenta y no pareció que ello le proporcionara placer alguno. Arthur era la quintaesencia de un abogado, un veterano que predicaba la ética y que sin duda la practicaba. Ni él ni el bufete me perdonarían jamás mi error, pero tampoco olvidaban que yo había sido uno de ellos. La actuación de Braden Chance había sido un reflejo del bufete tal como lo había sido mi incapacidad de respetar ciertas normas de conducta.

Terminó señalando que yo no debería escapar al castigo que me correspondía por el hecho de haberme llevado el expediente. Se trataba de una grave falta de intromisión en la intimidad del cliente, RiverOaks. No me consideraban un delincuente y no tendrían ninguna dificultad en olvidar la acusación de robo cualificado, pero puesto que yo era un abogado, y muy bueno, por cierto, según reconoció, como tal se me debía considerar responsable.

Por nada del mundo retirarían la queja contra mi falta de ética formulada ante el Colegio de Abogados.

Sus argumentos estaban muy bien razonados. Los de RiverOaks parecían especialmente insensibles.

—Señor Brock —intervino DeOrio—, ¿alguna respuesta?

No tenía preparado ningún comentario, pero no temí levantarme y decir lo que pensaba. Mirando a Arthur directamente a los ojos, contesté:

—Señor Jacobs, siempre he sentido un enorme respeto hacia usted, y sigo sintiéndolo. No tengo nada que alegar en mi defensa. Me equivoqué al llevarme el expediente y he deseado mil veces no haberlo hecho. Estaba buscando una información que me constaba había sido ocultada, pero eso no es ninguna excusa. Me disculpo ante usted, el resto del bufete y su cliente, RiverOaks.

Aparté la mirada y me senté. Más tarde Mordecai me dijo que mi humildad había provocado que la temperatura bajase diez grados en la sala.

A continuación, DeOrio obró con gran habilidad. Pasó al siguiente punto, el del litigio que aún no había empezado. Teníamos previsto interponer una demanda en nombre de Marquis Deese y Kelvin Lam y posteriormente de todos los demás desahuciados que lográsemos encontrar. Devon Hardy y Lontae habían desaparecido, pero había por ahí quince potenciales demandantes. Mordecai lo había prometido y había informado al juez.

—Si usted reconoce la responsabilidad, señor Jacobs —prosiguió Su Señoría—, tendremos que hablar de daños y perjuicios. ¿Cuánto ofrece para llegar a un acuerdo acerca de los quince casos restantes?

Arthur conferenció en voz baja con Rafter y Malamud y después contestó:

—Bien, Señoría, suponemos que esas personas llevan ahora aproximadamente un mes sin hogar. Si les entregáramos cinco mil dólares a cada una podrían buscarse otra cosa, probablemente algo mucho mejor.

—Es una cantidad muy baja —dijo DeOrio—. Señor Green.

—Demasiado baja —convino Mordecai—. Insisto en que valoro los casos pensando en lo que haría un jurado. Estamos ante los mismos acusados, la misma conducta ilegal y el mismo jurado. Yo podría conseguir fácilmente cincuenta mil por cada caso.

—¿Cuánto está dispuesto a aceptar? —le preguntó el juez a Mordecai.

—Veinticinco mil.

—Creo que tendrían ustedes que pagarlo —le dijo DeOrio a Arthur—. No me parece desorbitado.

—¿Veinticinco mil dólares a cada una de esas quince personas? —preguntó Arthur mientras su imperturbable fachada se resquebrajaba bajo el ataque conjunto de dos sectores de la sala.

—Exactamente.

Se produjo una acalorada discusión en cuyo transcurso cada uno de los cuatro abogados de Drake & Sweeney tuvo algo que decir. Fue un hecho muy revelador que éstos no consultaran con los abogados de los otros dos acusados. Parecía claro que la factura del acuerdo la pagaría el bufete.

Gantry se mostraba absolutamente indiferente, pues su dinero no estaba en juego, y RiverOaks probablemente había amenazado con presentar una querella por su cuenta contra los abogados en caso de que no se llegara a un acuerdo.

—Pagaremos veinticinco mil —anunció serenamente Arthur, y en aquel instante trescientos setenta y cinco mil dólares abandonaron las arcas de Drake & Sweeney.

La habilidad del juez consistió en romper el hielo. DeOrio sabía que podía obligarlos a llegar a un acuerdo acerca de las cuestiones menores. En cuanto el dinero empezara a correr, ya no se detendría hasta que termináramos.

El año anterior, deducidos mi sueldo y mis ganancias adicionales, aparte de un tercio de mi facturación para gastos generales, aproximadamente cuatrocientos mil dólares habían ido a engrosar los beneficios que se repartían los socios. Y yo no era más que uno entre ochocientos.

—Señores, sólo nos quedan dos puntos. El primero se refiere al dinero. ¿Qué cantidad será necesaria para llegar a un acuerdo acerca de esta querella? El segundo es la cuestión de los problemas disciplinarios del señor Brock. Parece ser que lo uno está relacionado con lo otro. Llegados a este momento de la reunión, quisiera hablar en privado con cada una de las partes. Empezaré con los demandantes. Señor Green, señor Brock, ¿tienen la bondad de pasar a mi despacho?

La secretaria nos acompañó al vestíbulo que había detrás del estrado y, después de recorrer un corto pasillo, a un espléndido despacho con paredes revestidas de madera de roble, donde Su Señoría se quitó la toga y le pidió un té a la secretaria. Nos lo ofreció también a nosotros, pero declinamos la invitación. La secretaria cerró la puerta y nos dejó solos con DeOrio.

—Estamos haciendo progresos —dijo el juez—. Debo informarle, señor Brock, que la queja por falta de ética es un problema. ¿Se da usted cuenta de su gravedad?

—Creo que sí.

Chasqueó los nudillos y empezó a caminar por la estancia.

—Una vez, hace unos siete u ocho años, tuvimos aquí, en el distrito, a un abogado que hizo aproximadamente lo mismo. Abandonó un bufete llevándose un montón de material con información delicada que acabó misteriosamente en otro bufete, que casualmente le ofreció un espléndido puesto. No recuerdo su nombre.

—Makovek. Brad Makovek —dije yo.

—Exacto. ¿Qué fue de él?

—Lo suspendieron por dos años.

—Que es lo que ellos piden para usted.

—Imposible, señor juez —terció Mordecai—. No podemos aceptar una suspensión de dos años.

—¿Qué estarían dispuestos a aceptar?

—Seis meses como máximo. Y eso es innegociable. Mire, señor juez, estos hombres están muertos de miedo y usted lo sabe. Ellos están asustados y nosotros no. ¿Por qué tenemos que ceder? Prefiero enfrentarme con un jurado.

—No habrá ningún jurado. —El juez se acercó un poco más a mí y me miró a los ojos—. ¿Está usted de acuerdo con una suspensión de seis meses?

—Sí —contesté—. Pero tendrán que pagar.

—¿Cuánto dinero? —le preguntó el juez a Mordecai.

—Cinco millones de dólares. Podría sacarle más a un jurado.

DeOrio caminó hacia la ventana, rascándose la barbilla con expresión pensativa.

—Veo posible la obtención de cinco millones con un jurado de por medio —dijo sin volver la cabeza.

—Pues yo veo posible la obtención de veinte —replicó Mordecai.

—¿Quién recibirá el dinero?

—Eso será una verdadera pesadilla —admitió Mordecai.

¿A cuánto ascenderán los honorarios de los abogados?

—Al veinte por ciento. La mitad será para una fundación con sede en Nueva York.

El juez se volvió y siguió caminando por el despacho con las manos cruzadas sobre la nuca.

—Seis meses es muy poca cosa —musitó.

—Es lo único que estamos dispuestos a aceptar —dijo Mordecai.

—De acuerdo. Voy a hablar con la otra parte.

Nuestra sesión privada con DeOrio duró menos de quince minutos. Los chicos malos se pasaron una hora con él. Claro que ellos eran los que tenían que soltar el dinero.

Nos bebimos unos refrescos sentados en silencio en un banco del ruidoso vestíbulo del edificio, contemplando cómo un millón de abogados andaban de un lado para otro persiguiendo a los clientes y a la justicia.

Recorrimos los pasillos, observando a las atemorizadas personas que estaban a punto de comparecer ante los jueces por toda una variada serie de delitos. Mordecai intercambió unas palabras con un par de abogados a los que conocía. Yo no reconocí a nadie. Los abogados de los grandes bufetes no solían acudir al Tribunal Superior.

La secretaria nos localizó y nos acompañó de nuevo a la sala donde todos los implicados ya estaban en su sitio. La situación era tensa. DeOrio parecía muy alterado. Arthur y los demás ofrecían un aspecto profundamente cansado. Tomamos asiento y esperamos las palabras del juez.

—Señor Green —dijo DeOrio—, me he reunido con los abogados de la parte demandada. Esta es su mejor oferta: la suma de tres millones de dólares y un año de suspensión para el señor Brock.

Mordecai apenas se había acomodado en su asiento cuando se levantó de un salto.

—En tal caso perdemos el tiempo —dijo, tomando su maletín.

Yo me levanté para seguirlo.

—Disculpe, Señoría —añadió mientras caminábamos por el pasillo que separaba las hileras de bancos—, pero tenemos otras cosas mejores que hacer.

—Están ustedes disculpados —dijo el juez, profundamente decepcionado.

Abandonamos la sala de inmediato.