Poco después de que Sofía y Abraham se hubieran marchado a sus casas, yo estaba sentado en la semipenumbra de mi despacho cuando entró Mordecai y se repantingó en una de las dos sólidas sillas de tijera que yo había comprado por seis dólares en un mercado callejero de artículos de segunda mano. Hacían juego. Su anterior propietario las había pintado de rojo oscuro. Eran muy feas, pero por lo menos ya no me preocupaba la posibilidad de que mis clientes y mis visitas se cayeran al suelo en mitad de una frase. Aun cuando sabía que Mordecai se había pasado toda la tarde hablando por teléfono, había procurado no acercarme a su despacho.
—He recibido un montón de llamadas —soltó—. Las cosas están moviéndose más rápido de lo que yo pensaba.
Lo escuché sin saber qué decir.
—Llamadas y respuestas de Arthur —prosiguió—. Llamadas y respuestas del juez DeOrio. ¿Conoces a DeOrio?
—No.
—Es un tipo muy duro, pero bueno, justo y moderadamente liberal. Hace muchos años empezó a trabajar en un gran bufete, pero no sé por qué motivo decidió dedicarse a la judicatura. Despreció la posibilidad de hacer fortuna. Mueve más causas que todos los jueces de la ciudad juntos porque tiene a los abogados en un puño. Muy severo. Quiere que todo se resuelva y, en caso de que no se llegue a un acuerdo, que el juicio se celebre lo antes posible. Tiene la obsesión de la rapidez.
—Creo que he oído hablar de él.
—Seguro que sí. Llevas siete años ejerciendo en esta ciudad.
—Legislación antimonopolio en un importante bufete. Allá arriba.
—Bueno, pues eso es lo que hay. Hemos acordado reunirnos mañana a la una en la sala de DeOrio. Estaremos los tres acusados con sus letrados, tú, yo, la albacea… en fin, todos los que tengan algo que ver con el juicio.
—¿Yo?
—Sí. El juez quiere que estés presente. Dice que podrás sentarte en la tribuna del jurado y limitarte a mirar, pero quiere que estés presente. Y quiere el expediente extraviado.
—Con mucho gusto se lo entregaré.
—Creo que en algunos círculos es famoso por su odio hacia la prensa. Por sistema, expulsa de la sala a los periodistas; prohíbe la presencia de las cámaras de televisión a menos de treinta metros de la puerta. Ya se muestra molesto con la expectación que ha despertado el caso, y está firmemente decidido a impedir que se produzcan filtraciones.
—La demanda es un documento público.
—Sí, pero él puede declarar el secreto del sumario si le apetece. No creo que lo haga, pero le gusta ladrar.
—O sea, que quiere que se llegue a un acuerdo…
—Por supuesto que sí. Es un juez, ¿no? Todos los jueces quieren que se llegue a un acuerdo, así les queda más tiempo para jugar al golf.
—¿Qué opina de la causa?
—No ha expresado ninguna opinión, pero ha exigido la presencia de los tres acusados, no de unos simples lacayos. Veremos a quienes toman las decisiones.
—¿A Gantry?
—Gantry estará presente. He hablado con su abogado.
—¿Sabe que tienen un detector de metales en la puerta?
—Probablemente sí. Ha comparecido ante un tribunal otras veces. Arthur y yo le hablamos al juez de la oferta que nos han hecho. No dijo nada, pero no creo que le haya impresionado. Ha sido testigo de muchos veredictos espectaculares. Sabe cómo son los miembros de los jurados.
—¿Y qué dice de mí?
Mi amigo hizo una prolongada pausa para buscar unas palabras que fueran sinceras y, al mismo tiempo, tranquilizadoras.
—Adoptará una actitud muy dura.
Aquello no parecía demasiado tranquilizador.
—¿Qué es lo más justo, Mordecai? Me juego el cuello. Ya he perdido la dimensión de las cosas.
—No es una cuestión de justicia. Tú te llevaste el expediente para enmendar una irregularidad. No querías robarlo, sólo tomarlo prestado durante casi una hora. Fue un acto que te honra, pero no deja de ser un robo.
—¿Lo calificó DeOrio de ese modo?
—Sí. Una vez.
De modo que el juez me consideraba un ladrón. Se estaba convirtiendo en la opinión unánime. No me atrevía a pedirle la suya a Mordecai. Era posible que me dijese la verdad, y yo no quería oírla.
Desplazó su considerable peso sobre el asiento. Mi silla chirrió, pero no cedió ni un centímetro. Me enorgullecí de ella.
—Quiero que sepas una cosa —me dijo con expresión muy seria—. Si quieres, dejamos esta causa en un abrir y cerrar de ojos. No necesitamos el acuerdo; en realidad, nadie lo necesita. Las víctimas han muerto. Sus herederos se desconocen o están en la cárcel. Un buen acuerdo no influiría para nada en mi vida. El caso es tuyo. Tú decides.
—No es tan sencillo, Mordecai.
—¿Por qué no?
—Me da miedo la denuncia que han formulado contra mí.
Te comprendo; pero ellos la retirarán. Incluso retirarán la queja al Colegio de Abogados. Yo podría telefonear a Arthur ahora mismo y decirle que estamos dispuestos a dejarlo correr si ellos también lo hacen. Ambas partes se olvidan del asunto. A él le encantaría. Es una ocasión fabulosa.
—La prensa nos comería vivos.
—¿Y qué? Somos inmunes a todo eso. ¿Crees que a nuestros clientes les importa lo que diga el Post de nosotros?
Estaba haciendo el papel de abogado del diablo, exponiendo unos argumentos en los que no creía. Mordecai quería protegerme, pero también quería darle su merecido a Drake & Sweeney. A algunas personas no se las puede proteger contra sí mismas.
—Muy bien pues, lo dejamos —dije—. ¿Y qué conseguimos con eso? Ellos quedan impunes de la comisión de un homicidio. Echaron a aquella gente a la calle. Son los únicos responsables de unos desahucios ilegales y, en última instancia, de la muerte de nuestros clientes, ¿y nosotros permitimos que se vayan de rositas? ¿Es de eso de lo que estamos hablando?
—Es la única manera de proteger tu licencia para ejercer la abogacía.
—No hay nada como un poco de presión, Mordecai —dije con excesiva aspereza.
Sin embargo, él tenía razón. Yo estaba metido en el embrollo y era justo que tomara las decisiones. Me había llevado el expediente, un acto estúpido, además de ilegal y éticamente incorrecto.
Si yo me acobardaba de repente, Mordecai Green se sentiría destrozado. Todo su mundo consistía en ayudar a los pobres. Su gente eran los desesperados y los indigentes, aquellos que reciben muy poco y sólo buscan lo esencial: la siguiente comida, una cama seca, un trabajo con un salario digno, un pequeño apartamento con un alquiler asequible.
Raras veces la causa de los problemas de sus clientes podía atribuirse con tanta claridad a unas grandes empresas privadas. Puesto que el dinero no significaba nada para él y una buena indemnización produciría muy poco impacto en su vida, y dado que, tal como él mismo había dicho, sus clientes estaban muertos, eran desconocidos o se encontraban en la cárcel, jamás habría tomado en consideración la posibilidad de un acuerdo que evitara el juicio de no haber sido por mí.
Mordecai quería que el juicio se convirtiera en una producción ruidosa y gigantesca con grandes focos y cámaras y palabras impresas que no se centraran en su persona, sino en la apurada situación de su gente. Los juicios no siempre tienen que ver con agravios e injusticias; a veces se utilizan como púlpitos.
Mi presencia complicaba la situación. Mi pálido y delicado rostro podía ser el que acabara entre rejas. Mi licencia para ejercer la abogacía y, por consiguiente, mi medio de vida estaban en peligro.
—No voy a saltar del barco, Mordecai —dije.
—No esperaba que lo hicieras.
—Te daré un guión. ¿Y si los convencemos de que paguen una suma de dinero con la que podamos vivir, se retiran las denuncias y sobre la mesa sólo quedo yo con mi licencia? ¿Y si me avengo a perderla durante cierto tiempo? ¿Qué sería de mí?
—En primer lugar, sufrirías la humillación de un expediente disciplinario.
—Lo cual, por muy desagradable que parezca, tampoco es el fin del mundo —dije, procurando mostrarme fuerte.
Me horrorizaba verme humillado. Warner, mis padres, mis amigos, mis compañeros de estudios, Claire, todas aquellas personas tan estupendas de Drake & Sweeney. Me imaginé sus caras al enterarse de la noticia.
—En segundo lugar, no podrías ejercer la abogacía durante el período de suspensión.
—¿Perdería el empleo?
—Por supuesto que no.
—Entonces ¿qué haría?
—Conservarías este despacho. Atenderías a los clientes en la CNVC, la Casa del Buen Samaritano, la Misión del Redentor y los demás lugares donde ya has estado. No te llamaríamos asistente social, sino abogado.
—¿Eso significa que nada cambiaría?
—No demasiado. Fíjate en Sofía. Atiende a más clientes que todos nosotros juntos y media ciudad cree que es abogada. En caso de que sea necesario comparecer ante un tribunal, ya me encargaré yo del asunto. Para ti todo seguirá igual.
Las normas que gobernaban la ley de la calle las escribían quienes la practicaban.
—¿Y si me sorprenden?
—Eso a nadie le importa. La línea de demarcación entre la asistencia social y el derecho social no siempre es muy nítida.
—Dos años es mucho tiempo.
—Sí y no. No tenemos por qué aceptar una suspensión de dos años.
—Yo creía que eso era innegociable.
—Mañana todo será negociable; pero tienes que hacer algunas investigaciones. Busca casos similares. Comprueba qué se ha hecho cuando ha habido quejas de este tipo.
—¿Crees que ha ocurrido algo similar otras veces?
—Es probable. Ahora somos muchos millones. Los abogados siempre han sido muy ingeniosos a la hora de buscar medios para joder al prójimo.
Mordecai debía asistir a una reunión y se le estaba haciendo tarde. Le di las gracias y salimos juntos.
Me dirigí en mi automóvil a la Facultad de Derecho de Georgetown, cerca de la colina del Capitolio. La biblioteca permanecía abierta hasta medianoche. Era un lugar ideal para esconderse y meditar acerca de la vida de un abogado descarriado.