CAPÍTULO 34

Me pasé la mañana del día siguiente en la Misión del Redentor, asesorando a los clientes con toda la delicadeza de alguien que ha dedicado años a resolver los problemas legales de las personas sin hogar. A las once y cuarto no pude resistir la tentación y llamé a Sofía para averiguar si sabía algo de Mordecai. No sabía nada. Suponíamos que la reunión en Drake & Sweeney sería muy larga. Yo había tenido la esperanza de que llamaría para informar de que todo marchaba sobre ruedas. Me sentí desilusionado.

Como de costumbre, había dormido muy poco, si bien la falta de sueño no tenía nada que ver con los dolores y las molestias físicas que experimentaba. Mi inquietud acerca del posible acuerdo a que se llegara tras la reunión se prolongó más allá de un largo baño caliente y una botella de vino. Tenía los nervios destrozados.

Me resultaba muy difícil concentrarme en los vales para alimentos, los subsidios para vivienda y los progenitores delincuentes cuando en otro frente mi vida pendía de un hilo. Me fui cuando ya estaban a punto de servir el almuerzo; mi presencia era menos importante que el pan de cada día. Me compré dos barras de pan y una botella de agua y di un paseo de una hora en coche.

Cuando regresé al consultorio, el automóvil de Mordecai estaba aparcado delante del edificio. Me esperaba en su despacho. Entré y cerré la puerta.

La reunión se había celebrado en la sala de juntas de que Arthur Jacobs disponía en la octava planta, un sagrado rincón del edificio al que yo jamás había tenido ocasión de acercarme. La recepcionista y el equipo de colaboradores trataron a Mordecai como si éste fuera un ilustre visitante; tomaron rápidamente su abrigo y le ofrecieron un café exquisito con unos bollos recién hechos.

Después le indicaron que se sentase a un lado de la mesa, frente a Arthur, Donald Rafter, un abogado de la compañía de seguros con la que el bufete tenía contratada una póliza contra la práctica negligente de servicios profesionales y un abogado de RiverOaks. Tillman Gantry disponía de representación legal, pero ésta no había sido invitada. En caso de que se llegara a un acuerdo, nadie esperaba que Gantry aportase ni diez centavos. Lo único que no encajaba en todo aquello era la presencia del abogado de RiverOaks, pero tenía su lógica. Los intereses de la constructora chocaban con los del bufete. Mordecai dijo que la hostilidad se respiraba en el aire.

Arthur llevó en todo momento la voz cantante, y lo hizo con tal energía que a Mordecai le pareció increíble que aquel hombre tuviera ochenta años de edad. No sólo se sabía de memoria todos los datos, sino que los recordaba instantáneamente. Había analizado cada detalle con una perspicacia extraordinaria.

En primer lugar, acordaron que todo lo que se viera y dijese en el transcurso de la reunión tendría carácter estrictamente confidencial; ningún reconocimiento de responsabilidad rebasaría aquel día; ningún ofrecimiento de acuerdo sería legalmente vinculante hasta que se firmaran los correspondientes documentos.

Arthur empezó diciendo que la acción legal había herido en lo más hondo a los acusados, especialmente a Drake & Sweeney y a RiverOaks, que se habían puesto tremendamente nerviosos, pues no estaban acostumbrados a la humillación y el vapuleo que estaban recibiendo por parte de la prensa. Habló con gran sinceridad de la apurada situación por la que estaba pasando su querido bufete. Mordecai se limitó a escuchar durante buena parte de la reunión.

Arthur señaló que había varias cuestiones a tener en cuenta. Empezó con Braden Chance y reveló que éste había sido despedido de la empresa. No había dimitido, sino que lo habían echado a patadas. Se refirió con toda franqueza a las fechorías de Chance, el único responsable de los asuntos relacionados con RiverOaks. Él conocía todos los aspectos del cierre de la operación con TAG y había seguido de cerca los pormenores. Era probable que al permitir que se llevase a cabo el desahucio fuera responsable de negligencia profesional.

—¿Sólo probable? —había preguntado Mordecai.

Bueno, de acuerdo, más que probable. Chance no había alcanzado el necesario nivel de responsabilidad profesional al llevar a cabo el desahucio, y además había manipulado el expediente y tratado de ocultar su conducta. Les había mentido, pura y llanamente. Arthur lo reconocía muy a pesar suyo. Si Chance hubiera dicho la verdad después del incidente protagonizado por Señor, la empresa habría podido evitar la presentación de la querella y la consiguiente oleada de críticas por parte de la prensa. Chance los había avergonzado profundamente, pero ya era agua pasada.

—¿Cómo manipuló el expediente? —preguntó Mordecai.

La otra parte quiso saber si él lo había visto y si tenía idea de dónde estaba. Mordecai no contestó.

Arthur explicó que ciertos documentos habían sido eliminados.

—¿Han visto ustedes el memorándum de Héctor Palma del 27 de enero? —preguntó Mordecai, dejándolos a todos helados.

—No —contestó Arthur en nombre propio y de los demás.

De manera que Chance había eliminado el memorándum junto con el recibo del alquiler de Lontae introduciéndolos en la trituradora de documentos. Con gran solemnidad y disfrutando al máximo de cada segundo, Mordecai extrajo de su maletín varias copias del memorándum y el recibo y las puso con ademán solemne sobre la mesa, de donde unos curtidos abogados muertos de miedo las tomaron ávidamente.

Se produjo un profundo silencio mientras leían el memorándum, lo examinaban, volvían a leerlo y finalmente lo analizaban buscando desesperadamente alguna escapatoria o palabra que pudieran sacar de contexto y utilizar sesgadamente en beneficio propio. Pero no había nada que hacer, las palabras de Héctor estaban muy claras; su redacción era demasiado descriptiva.

—¿Puedo preguntarle de dónde ha sacado todo esto? —inquirió cortésmente Arthur.

—Eso no importa; al menos por el momento.

Estaba claro que el memorándum había sido una pesadilla para ellos. Chance había descrito su contenido antes de irse y sabían que el original ya no existía. Pero ¿y si se hubieran hecho copias?

Lo que ahora sostenían incrédulos en sus manos eran precisamente esas copias.

Sin embargo, tratándose de unos curtidos abogados, se recuperaron de inmediato y apartaron el memorándum a un lado como si se tratara de algo que pudiera resolverse sin dificultad más adelante.

—Creo que eso nos lleva a la desaparición del expediente —dijo Arthur en su afán por buscar un terreno más seguro.

Tenían un testigo directo que me había visto en las inmediaciones del despacho de Chance la noche en que me había llevado el expediente.

Tenían las huellas dactilares. Tenían la misteriosa carpeta que yo había encontrado en mi escritorio, la que contenía las llaves. Yo había ido a ver a Chance y le había pedido que me mostrara el expediente de TAG. Existía un motivo.

—Pero no hay testigos presenciales —dijo Mordecai—. Todo son meros indicios.

—¿Sabe usted dónde está el expediente? —preguntó Arthur.

—No.

—No tenemos ningún interés en enviar a Michael Brock a la cárcel.

—En ese caso, ¿por qué han presentado una denuncia contra él?

—Todo está sobre el tapete, señor Green. Si llegamos a un acuerdo en la cuestión del juicio, también podremos resolver el asunto de la querella.

—Me parece una noticia extraordinaria. ¿Cómo propone usted que se resuelva la cuestión del juicio?

Rafter deslizó sobre la mesa un resumen de diez páginas, lleno de gráficos y tablas multicolores con los que se pretendía transmitir la idea de que los niños y las jóvenes madres sin estudios no valían gran cosa en un litigio por homicidio culposo.

Con la precisión propia de los grandes bufetes, los paniaguados de Drake & Sweeney habían dedicado innumerables horas al examen de las más recientes tendencias nacionales en cuestión de indemnizaciones. Tendencias de un año. De cinco. De diez. Región por región. Estado por estado. Ciudad por ciudad. ¿Qué indemnizaciones concedían los jurados por la muerte de niños en edad preescolar? No muy elevadas. El promedio nacional era de cuarenta y cinco mil dólares, mucho menor en el Sur y el Medio Oeste y ligeramente superior en California y en las ciudades más grandes.

Los niños en edad preescolar no trabajan, no ganan dinero y los tribunales no suelen aceptar predicciones acerca de su capacidad de futuras ganancias.

El cálculo de la pérdida de ganancias de Lontae era muy generoso. Con su irregular historial laboral, se habían hecho deducciones importantes. Tenía veintidós años y en un día no muy lejano habría encontrado un empleo a tiempo completo con salario mínimo. Era mucho suponer, pero aun así, Rafter estaba dispuesto a darlo por bueno.

Durante el resto de su vida laboral no habría consumido droga ni bebidas alcohólicas ni habría vuelto a quedar embarazada; otra teoría sumamente caritativa. En algún momento habría mejorado sus conocimientos, habría encontrado un puesto de trabajo, con un sueldo que doblaría el salario mínimo y lo habría conservado hasta los sesenta y cinco años. Ajustando sus futuros ingresos a la inflación y traduciéndolos a dólares actuales, Rafter había calculado que la pérdida de ingresos de Lontae ascendía a la suma de quinientos setenta mil dólares. No había habido lesiones ni quemaduras, dolor ni sufrimiento. La muerte la había sorprendido mientras dormía.

Para llegar a un acuerdo en el que el bufete no reconocería haber cometido el menor delito, éste ofrecía pagar una generosa suma de cincuenta mil dólares por niño, más la suma de las ganancias de Lontae por un total de setecientos setenta mil dólares.

—Eso no se acerca ni de lejos a nuestras estimaciones —dijo Mordecai—. Esta suma puedo conseguirla de un jurado por un solo niño muerto.

Sus interlocutores se hundieron en sus asientos.

A continuación, Mordecai puso en tela de juicio casi todas las afirmaciones del breve y pulcro informe de Rafter. A él le daba igual lo que hicieran los jurados de Dallas o Seattle y no veía qué relación tenía eso con su caso. Las actuaciones judiciales de Omaha no le interesaban en absoluto. Sabía lo que podía hacer con un jurado del distrito, y eso era lo único que le importaba. Si ellos pensaban que podían comprar barata su salida de aquel embrollo, quizás hubiera llegado el momento de que él se retirara.

Arthur volvió a ejercer su autoridad mientras Rafter buscaba un lugar donde esconderse.

—Todo es negociable —dijo—. Todo es negociable.

En el estudio no se hablaba para nada de la posibilidad de obtener una indemnización superior a los daños reales con ánimo ejemplificador, por lo que Mordecai llamó la atención de los presentes sobre dicho punto.

—Tenemos a un próspero abogado de un próspero bufete que permite deliberadamente que se lleve a cabo un desahucio ilegal, como consecuencia del cual mis clientes fueron arrojados a la calle, donde murieron tratando de entrar en calor. La verdad, señores, es que se trata de un caso en el que es claramente factible exigir una indemnización superior a los daños reales, sobre todo aquí, en el distrito.

La frase «Aquí, en el distrito» sólo significaba una cosa: un jurado compuesto por negros.

—Se puede negociar —repitió Arthur—. ¿En qué cantidad había pensado usted?

Habíamos discutido las cantidades que podrían solicitarse. En la demanda se pedían diez millones de dólares, pero se trataba de una suma arbitraria. Hubieran podido ser cuarenta, cincuenta o cien millones.

—Un millón por cada uno de ellos —contestó Mordecai.

Las palabras cayeron pesadamente sobre la mesa de caoba. Los del otro lado las oyeron con toda claridad, pero tardaron unos segundos en reaccionar.

—¿Cinco millones? —preguntó Rafter, levantando la voz sólo lo justo para que pudiera oírsele.

—Cinco millones —tronó Mordecai—. Uno por cada una de las víctimas.

De repente, todos fijaron la mirada en sus cuadernos de notas y anotaron en ellos unas frases.

Al cabo de un rato Arthur entró de nuevo en liza, señalando que nuestra teoría de la responsabilidad no era absoluta. Un fenómeno natural concomitante —la ventisca— había sido parcialmente responsable de las muertes. Mordecai zanjó la cuestión.

—Los miembros del jurado sabrán muy bien que en febrero nieva, hace frío y se producen tormentas.

A lo largo de la reunión, todas sus referencias al jurado o a los miembros de éste habían sido acogidas con unos segundos de silencio.

—El juicio los aterroriza —me dijo Mordecai.

Nuestra teoría, les explicó, era lo bastante sólida como para resistir sus ataques. Voluntariamente o por negligencia, el desahucio se había llevado a cabo. Era previsible que nuestros clientes se vieran obligados a vivir en la calle en febrero, pues no tenían ningún lugar adonde ir. Mordecai podría haber comunicado maravillosamente bien aquella idea tan sencilla a cualquier jurado del país, pero sería algo que llamaría especialmente la atención a las buenas gentes del distrito.

Cansado de discutir acerca del tema de la responsabilidad, Arthur había pasado a su mejor carta: yo. Y, más concretamente, el que me hubiese apoderado del expediente tras entrar en el despacho de Chance cuando se me había comunicado que no podía verlo. Su postura era innegociable. Estaban dispuestos a retirar la denuncia si llegábamos a un acuerdo sobre el juicio, pero yo tendría que someterme a un expediente disciplinario como consecuencia de su queja ante el Colegio de Abogados por mi falta de ética profesional.

—¿Qué quieren? —pregunté.

—Una suspensión de dos años —contestó Mordecai, muy serio.

Guardé silencio. Dos años no negociables.

—Les he dicho que estaban locos —añadió Mordecai, pero no con la vehemencia que yo habría deseado—. No ha habido manera.

Era más fácil permanecer callado. «Dos años. Dos años…», me repetía una y otra vez.

Discutieron un poco más acerca de las sumas de dinero, pero no consiguieron acercar posiciones. En realidad, no habían llegado a ningún acuerdo, aparte de su intención de volver a reunirse lo antes posible.

Lo último que hizo Mordecai fue entregarles una copia de la demanda de Marquis Deese, todavía no presentada. En ella constaban los mismos tres acusados y se solicitaba la mísera suma de cincuenta mil dólares por su desahucio ilegal. Habría más demandas, les anunció luego. De hecho, nuestro propósito era presentar un par de demandas cada semana hasta que se alcanzaran todos los desahuciados.

—¿Piensan entregar una copia al periódico? —había preguntado Rafter.

—¿Por qué no? —fue la respuesta de Mordecai—. En cuanto se presente, será un documento público.

—Lo que ocurre es que…, bueno, ya estamos hartos de la prensa.

—Ustedes iniciaron esta desagradable disputa.

—¿Cómo?

—Al filtrar la noticia de la detención de Michael.

—No hicimos tal cosa.

—Entonces ¿de dónde sacó el Post su fotografía?

Arthur le dijo a Rafter que se callara.

Solo en mi despacho, con la puerta cerrada, me pasé una hora mirando fijamente la pared antes de comprender el sentido del acuerdo. El bufete estaba dispuesto a pagar un montón de dinero para evitar dos cosas: más humillaciones y el espectáculo de un juicio capaz de causarles graves daños económicos. Si yo entregaba el expediente, ellos retirarían la denuncia. Todo volvería a su cauce, pero exigían un cierto resarcimiento.

A sus ojos, yo no sólo era un renegado sino el responsable de aquel desastre. Era también el eslabón entre sus vergonzosos secretos escondidos en lo alto de la torre y la humillante situación en que se encontraban por culpa del juicio.

La ignominia pública era razón más que suficiente para que me odiaran; y el hecho de que tuvieran que desprenderse de su amado dinero alimentaba su sed de venganza.

Y todo aquello, a su juicio, Yo lo había hecho utilizando información interna. Al parecer, no sabían nada de la participación de Héctor. Yo había robado el expediente, había encontrado todo lo que necesitaba y me había valido de ello para interponer una querella.

Yo era un Judas. Por desgracia, los comprendía muy bien.