Ruby apareció el lunes por la mañana con un voraz apetito de galletitas y noticias. Estaba esperándome ante la puerta con una sonrisa y un cordial saludo cuando yo llegué a las ocho, algo más tarde que de costumbre. Estando Gantry suelto por allí, prefería llegar el despacho cuando ya se hubiera hecho completamente de día y hubiese tráfico en las calles.
Su aspecto era el mismo de siempre. Me pareció advertir en su rostro las huellas de un atracón de crack. A pesar de su mirada, dura y triste como siempre, ella estaba de excelente humor. Entramos juntos en el despacho y nos dirigimos hacia el escritorio de costumbre. Me reconfortaba la presencia de otra persona en el consultorio.
—¿Qué tal lo has pasado? —le pregunté.
—Bien —contestó, al tiempo que introducía la mano en la bolsa para sacar una galleta. La semana anterior había tres bolsas de rosquillas, pero Mordecai sólo había dejado las migas.
—¿Dónde vives?
—En mi coche; ¿dónde si no? Me alegro de que ya se acabe el invierno.
—Yo también. ¿Has estado en el Naomi? —pregunté.
—No. Pero hoy iré. No me encuentro muy bien.
—Te acompaño.
—Gracias.
La conversación resultaba un poco forzada. Ella esperaba que le preguntase algo acerca de su última estancia en el motel. Yo deseaba hacerlo, pero desistí.
Cuando el café estuvo listo, llene; dos tazas y las deposité en el escritorio. Ella ya iba por la tercera galleta, mordisqueando los bordes cual si fuera un ratoncito. Una vez se inclinó sobre la humeante taza para absorber el vapor.
¿Cómo podía mostrarme severo con una persona de aspecto tan lastimoso? Pasamos a las noticias.
—¿Qué tal si leemos el periódico? —le propuse.
—Me encantaría.
En la primera plana había una fotografía del alcalde y, puesto que a ella le gustaban las noticias ciudadanas y el alcalde siempre servía para aderezar las noticias, decidí empezar por ahí. Era una entrevista del sábado en la que el alcalde y el consejo municipal, en una frágil y transitoria alianza, pedían al Departamento de justicia que se abriera una investigación sobre la muerte de Lontae Burton y sus hijos. ¿Se había producido algún quebrantamiento de los derechos civiles? ¡El alcalde daba a entender que sí y solicitaba la intervención de la justicia!
Desde que la presentación de la querella ocupaba el centro de la atención, la responsabilidad de la tragedia se atribuía a un nuevo grupo de culpables. Las acusaciones contra el Ayuntamiento habían disminuido considerablemente. Los insultos al Congreso y desde el Congreso habían cesado.
Todos los que habían experimentado el peso de las primeras acusaciones estaban echando alegremente la culpa al importante bufete jurídico y a su acaudalado cliente.
A Ruby le encantaba la historia de Burton. Le hice un rápido resumen de la querella y del aluvión de críticas que se había producido a raíz de su presentación.
Drake & Sweeney estaba recibiendo un nuevo vapuleo por parte del periódico. Sus abogados debían de preguntarse cuándo terminaría todo aquello.
Aún faltaba un poquito.
En el ángulo inferior de la primera plana se publicaba una breve noticia relativa a la decisión del servicio de Correos de paralizar la prevista construcción del edificio destinado a paquetería. La controversia en torno a la adquisición del solar, el almacén, el litigio en que estaban envueltos RiverOaks y Gantry eran los factores que habían influido en la decisión.
RiverOaks, que a consecuencia de ello había perdido su proyecto de veinte millones de dólares, reaccionaría tal como habría reaccionado cualquier constructora de empuje que se hubiera gastado casi un millón de dólares en efectivo en la adquisición de una propiedad inservible. RiverOaks perseguiría a sus abogados.
La presión iba en aumento.
Echamos un vistazo a los acontecimientos mundiales. Un terremoto en Perú llamó la atención de Ruby, y leímos la noticia. Pasamos a la información local, donde las primeras palabras que leí hicieron que me diera un vuelco en el corazón. Debajo de la misma fotografía de Kito Spires, sólo que el doble de grande y todavía más amenazadora, un titular rezaba: KITO SPIRES HALLADO MUERTO DE UN DISPARO. El reportaje hablaba de la aparición, el viernes anterior, de Kito Spires como intérprete del drama de los Burton, y facilitaba unos breves detalles acerca de su muerte. No había testigos ni pistas ni nada. Otro chico de la calle muerto de un disparo en el distrito.
—¿Se encuentra mal? —me preguntó Ruby.
—No, de ninguna manera —contesté, tratando de sobreponerme.
—¿Por qué no sigue leyendo, entonces?
El motivo por el que no lo hacía era que estaba demasiado aturdido. Tuve que echar un rápido vistazo para comprobar si se mencionaba el nombre de Tillman Gantry. No se mencionaba.
¿Por qué no? A mi juicio, lo que había ocurrido estaba muy claro. El chico había disfrutado de su momento de popularidad, había hablado más de la cuenta, se había convertido en un personaje demasiado valioso para los demandantes (¡nosotros!) y era un blanco extremadamente fácil.
Le leí el reportaje a Ruby, vigilando la entrada principal, prestando atención a cada sonido y confiando en que Mordecai no tardara en llegar.
Gantry había hablado. Otros testigos, gente que vivía en la calle, callarían o desaparecerían cuando los localizáramos. El asesinato de los testigos era un hecho muy grave. ¿Qué haría yo si a Gantry se le ocurría ir por los abogados?
A pesar del terror que sentía, comprendí de repente que el reportaje nos beneficiaba. Habíamos perdido a un testigo de importancia trascendental, pero la credibilidad de Kito nos habría causado problemas. En el tercer reportaje de la mañana se volvía a hablar de Drake & Sweeney en relación con el asesinato de un delincuente de diecinueve años. El bufete había sido derribado de su pedestal y ahora se encontraba en el arroyo; su nombre, antes motivo de orgullo, se mencionaba en los mismos párrafos que hacían referencia a los matones callejeros asesinados.
Retrocedí un mes en el tiempo, antes del incidente de Señor y de todo lo que había ocurrido a continuación, y me imaginé leyendo aquel periódico en mi despacho antes del amanecer. Imaginé también que tras leer los restantes reportajes llegaba a la conclusión de que las acusaciones más graves de la querella eran efectivamente ciertas. ¿Qué habría hecho?
No me cabía la menor duda. Habría armado un alboroto tremendo ante Rudolph Mayes, mi socio supervisor, quien a su vez habría armado otro alboroto ante la junta directiva, y me habría reunido con mis compañeros, los demás asociados de más antigüedad de la empresa. Habríamos exigido que se resolviera el asunto antes de que nos infligiesen más daños. Habríamos insistido en que se evitara un juicio a toda costa.
Habríamos planteado toda clase de exigencias.
Y suponía que casi todos los asociados de más antigüedad y todos los departamentos estarían haciendo exactamente lo que yo hubiera hecho. Con tantas horas de discusión en los pasillos, el trabajo estaría retrasándose y la facturación disminuyendo, por lo que la empresa debía de estar sumida en el caos.
—Prosiga —me pidió Ruby.
Continué leyendo a toda prisa la información local, en buena parte porque quería ver si existía un cuarto reportaje. No habíamos tenido tanta suerte. Pero sí aparecía un artículo acerca de las redadas efectuadas por la policía en respuesta al ataque sufrido por Burkholder. Un defensor de los mendigos criticaba duramente la operación y amenazaba con presentar una demanda. A Ruby le gustó aquello. Le parecía estupendo que se hablara tanto de las personas que carecían de hogar.
La acompañé en mi coche al Naomi, donde la recibieron como a una vieja amiga. Las mujeres la abrazaron, algunas incluso con lágrimas en los ojos. Me pasé unos minutos charlando con Megan en la cocina, pero mi mente no estaba para romanticismos.
Cuando regresé al consultorio descubrí que la actividad era muy intensa; a las nueve ya había cinco clientes sentados con la espalda apoyada contra la pared. Sofía se encontraba al teléfono, echándole la bronca a alguien en español. Entré en el despacho de Mordecai para ver si había leído el periódico. Estaba haciéndolo en ese preciso instante, y con una sonrisa en los labios. Acordamos reunirnos una hora más tarde para discutir los detalles de la querella.
Me fui a mi despacho, cerré la puerta y empecé a sacar expedientes. En dos semanas, había abierto noventa y uno y cerrado treinta y ocho. Estaba rezagándome y necesitaba toda una mañana de duros combates por teléfono para ponerme al día, lo que era imposible.
Sofía llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta, sin saludar ni disculparse siquiera.
—¿Dónde está aquella lista de las personas desalojadas del almacén? —me preguntó. Llevaba un lápiz sujeto detrás de la oreja y unas gafas de lectura apoyadas en el extremo de la nariz. Parecía claro que tenía cosas que hacer.
La lista siempre estaba a mano. Se la entregué y le echó un rápido vistazo.
—Ya está —dijo.
—¿Qué ocurre? —pregunté, levantándome.
—El número ocho, Marquis Deese —contestó—. Ya me parecía a mí que el nombre me sonaba.
—¿Te suena?
—Sí, está sentado delante de mi escritorio. Lo recogieron anoche en Lafayette Park al otro lado de la Casa Blanca y lo soltaron en Logan Circle. Lo pillaron en una redada. Es tu día de suerte.
La seguí hasta la sala principal, donde el señor Deese estaba sentado junto a su escritorio. Se parecía mucho a Devon Hardy: cincuenta años aproximadamente, cabello y barba entrecanos, gruesas gafas ahumadas, envuelto en varias capas de ropa como la mayoría de los indigentes a principios de marzo. Lo estudié desde lejos mientras me dirigía hacia el despacho de Mordecai para comunicarle la noticia.
Nos acercamos con cuidado a él. El interrogatorio correría a cargo de Mordecai, quien le dijo amablemente:
—Perdone. Soy Mordecai Green, uno de los abogados del consultorio. ¿Podría hacerle unas cuantas preguntas?
Ambos nos encontrábamos de pie, mirando desde arriba al señor Deese, que levantó la cabeza y contestó:
—Supongo que sí.
—Estamos trabajando en un caso relacionado con unas personas que vivían en un viejo almacén situado en la esquina de Florida y New York —le explicó muy despacio Mordecai.
—Yo vivía allí —dijo el hombre.
Dejé escapar un profundo suspiro.
—¿De veras?
—Sí. Me echaron.
—Bien, precisamente en eso estamos trabajando. Representamos a otras personas que también fueron desalojadas de allí. Creemos que el desahucio fue ilegal.
—Tienen ustedes mucha razón.
—¿Cuánto tiempo vivió allí?
—Unos tres meses.
—¿Pagaba alquiler?
—Pues claro.
—¿A quién?
—A un tipo llamado Johnny.
—¿Cuánto?
—Cien dólares al mes, en efectivo.
—¿Por qué en efectivo?
—No quería que quedaran huellas.
—¿Sabe quién era el propietario del almacén?
—No —respondió sin vacilar, y yo no pude disimular mi alegría. Si Deese ignoraba que Gantry era el propietario del edificio, ¿cómo podía tenerle miedo?
Mordecai acercó una silla y miró al señor Deese con expresión muy seria.
—Nos gustaría que fuese usted cliente nuestro —le dijo.
—¿Por qué?
—Hemos demandado a unas personas por el desahucio. Creemos que ustedes fueron expulsados de allí ilegalmente. Quisiéramos representarlo y presentar una querella en su nombre.
—Pero el apartamento era ilegal; por eso pagaba en efectivo.
—Eso no importa. Podemos conseguirle un poco de dinero.
—¿Cuánto?
—Todavía no lo sé. ¿Qué pierde con eso?
—Supongo que nada.
Le di a Mordecai una palmada en el hombro. Nos excusamos un momento y nos retiramos a su despacho.
—¿Qué ocurre? —me preguntó.
—En vista de lo que le ha ocurrido a Kito Spires, creo que deberíamos grabar su declaración. Ahora mismo.
Mordecai se rascó la barbilla.
—No es mala idea. Vamos a hacer una declaración escrita y jurada. Él la firmará y Sofía la certificará notarialmente, de modo que si llegase a ocurrirle algo a este hombre, podríamos luchar para que se admitiera su declaración.
—¿Tenemos un magnetófono?
Miró en todas direcciones.
—Sí, tiene que haber uno por aquí.
No sabía dónde estaba, lo que significaba que tardaríamos un mes en encontrarlo.
—¿Y una cámara de video? —pregunté.
—No.
—Voy corriendo a buscar la mía —dije tras reflexionar por un instante—. Tú y Sofía procurad entretenerlo.
—Ese no va a ningún sitio.
—Muy bien. Dame cuarenta y cinco minutos.
Abandoné de inmediato el despacho y subí a mi automóvil para dirigirme a toda prisa hacia Georgetown. En el tercer número que probé desde mi teléfono móvil encontré a Claire entre dos clases.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—Necesito que me prestes la cámara de video. Es urgente.
—Está donde siempre —contestó muy despacio, tratando de analizar la situación—. ¿Por qué?
—Una declaración. ¿Te importa que la utilice?
—Supongo que no.
—¿La encontraré en la sala de estar?
—Sí.
—¿Has cambiado las cerraduras?
—No.
Por una extraña razón, su respuesta hizo que me sintiese mejor. Yo aún tenía la llave del apartamento. Podía entrar y salir si quería.
—¿Y el código de la alarma?
—No ha cambiado. Sigue siendo el mismo.
—Gracias. Te llamo luego.
Entramos con Marquis Deese en un despacho lleno de archivadores. Se acomodó en una silla, de espaldas a una pared blanca. Yo era el cámara, Sofía la notaria y Mordecai el interrogador. Sus respuestas no podrían haber sido más perfectas.
Terminamos en treinta minutos. Habíamos hecho todas las preguntas posibles y éstas habían sido debidamente contestadas. Deese creía saber dónde se alojaban dos de los restantes desahuciados y prometió localizarlos.
Nuestro propósito era interponer una querella individual por cada uno de los desalojados que lográsemos encontrar y facilitar toda la información posible a nuestros amigos del Post.
Sabíamos que Kelvin Lam estaba en la CNVC, pero éste y Deese eran los únicos inquilinos con los que habíamos conseguido dar. Sus causas no valían mucho dinero —nos contentaríamos con veinticinco mil dólares para cada uno—, pero las demandas agravarían la situación de los atribulados acusados.
Por un instante deseé que la policía volviera a hacer una redada.
Cuando Deese ya estaba a punto de irse, Mordecai le rogó encarecidamente que no le comentara nada a nadie acerca de la querella. Después, me senté ante un escritorio que había cerca del de Sofía y mecanografié una demanda de tres páginas en nombre de nuestro nuevo cliente Marquis Deese contra los tres mismos acusados por desahucio ilegal. Luego redacté la de Kelvin Lam y a continuación archivé la demanda en la memoria del ordenador. A medida que fuéramos localizando a los demandantes, me limitaría a cambiar el nombre.
Sonó el teléfono cuando faltaban unos minutos para el mediodía. Sofía estaba hablando por la otra línea, así que contesté.
—Consultorio jurídico —dije como de costumbre.
Una voz circunspecta y madura contestó:
—Quisiera hablar con el señor Mordecai Green. Mi nombre es Arthur Jacobs, abogado de Drake & Sweeney.
—Muy bien —me limité a decir antes de pulsar el botón de llamada en espera.
Contemplé el aparato, me puse de pie muy despacio y me acerqué a la puerta del despacho de Mordecai.
—¿Qué ocurre? —me preguntó con la nariz hundida en el Código Penal estadounidense.
—Arthur Jacobs está al teléfono.
—¿Quién es?
—De Drake & Sweeney.
Ambos nos miramos en silencio por unos segundos.
—Esta podría ser la llamada —susurró con una sonrisa.
Me limité a asentir con la cabeza.
Tendió la mano hacia el teléfono y se sentó.
Fue una conversación muy breve en la que Arthur llevó la voz cantante. Deduje que deseaba reunirse con Mordecai para hablar del juicio, cuanto antes mejor.
Al terminar, Mordecai me transmitió el contenido de lo hablado.
—Quieren sentarse conmigo mañana para mantener una pequeña charla sobre un posible acuerdo acerca del juicio.
—¿Dónde?
—En su sede. A las diez de la mañana y sin tu presencia.
No esperaba que me invitasen.
—¿Están preocupados? —pregunté.
—Por supuesto que lo están. Disponen de veinte días para dar una respuesta, y sin embargo ya quieren hablar de un arreglo. Están preocupadísimos.