El Post de la mañana publicaba dos reportajes, ambos en lugar destacado y con fotografías.
El primero era el que se había anunciado en la edición del día anterior: un largo recuento de la trágica vida de Lontae Burton. La principal fuente había sido su abuela, si bien el equipo de reporteros también se había puesto en contacto con dos tías, un antiguo patrón, una asistente social y un antiguo maestro, además de la madre y los dos hermanos, que estaban en la cárcel. Echando mano de su acostumbrada agresividad y de su ilimitado presupuesto, el periódico había llevado a cabo una espléndida labor de recogida de datos que sería muy útil para nuestra causa.
Cuando Lontae nació, su madre tenía dieciséis años. Era la segunda de tres hermanos, todos nacidos fuera del matrimonio e hijos de distintos hombres, si bien la madre se había negado a facilitar información sobre el padre. La niña había crecido en barrios marginales de la zona nordeste y se había desplazado de un lugar a otro con su desquiciada madre, viviendo periódicamente con su abuela y sus tías. Su madre no paraba de ser encarcelada, y Lontae había dejado la escuela al terminar los estudios primarios. A partir de entonces, y como era de esperar, su vida había sido un desastre. Drogas, chicos, bandas, delitos de menor cuantía, toda la peligrosa vida de la calle.
Había tenido distintos trabajos, cobrando siempre el salario mínimo, y había demostrado ser una persona muy poco fiable.
Los archivos policiales contaban buena parte de su historia: una detención a la edad de doce años por robo en una tienda y tramitación de su caso en el Tribunal de Menores. Una acusación tres meses más tarde por estado de embriaguez en lugar público, y otra vez el Tribunal de Menores. Tenencia de marihuana a los quince años, con el mismo resultado. Acusación por motivo similar siete meses más tarde. Detención por ejercicio de la prostitución a los dieciséis años; tratada como una adulta fue declarada culpable, pero no ingresó en la cárcel. Detención por robo cualificado tras robar un walkman en una casa de empeños; declarada culpable sin ingreso en la cárcel. Nacimiento de Ontario en el Hospital General del distrito de Columbia cuando ella contaba dieciocho años, sin que constara el nombre del padre en el certificado de nacimiento. Nacimiento de los gemelos, Alonzo y Dante, cuando ella contaba veinte años, también en el Hospital General del distrito de Columbia, sin que constara el nombre del padre en el certificado de nacimiento. Y finalmente Temeko, la niña de los pañales mojados, nacida cuando Lontae tenía veintiún años. En medio de toda aquella triste nota necrológica, brillaba un rayo de esperanza. Tras el nacimiento de Temeko, Lontae había tropezado con la Casa de María, un centro de acogida para mujeres similar al Naomi, donde había conocido a una asistente social llamada Nell Cather, de quien se reproducían unas largas declaraciones.
Según su versión de los últimos meses de Lontae, ésta tenía el firme propósito de abandonar la calle y reformar su vida. Empezó a tomar regularmente la píldora anticonceptiva que le facilitaban en la Casa de María. Deseaba con toda su alma dejar la droga y la bebida. Asistía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y Drogadictos Anónimos que se celebraban en el centro y luchaba valerosamente contra sus hábitos, aunque no conseguía dejar la bebida.
Mejoró rápidamente su capacidad de lectura y soñaba con conseguir un trabajo con un salario regular que le permitiera mantener a su pequeña familia.
La señora Cather le encontró finalmente un trabajo que consistía en desempaquetar los productos de un importante establecimiento de alimentación; veinte horas semanales a 4,75 dólares la hora. No había faltado una sola vez al trabajo.
Un día del otoño anterior le había comunicado a Nell Cather en voz baja que había encontrado un sitio donde vivir, pero no podía revelarle dónde. Como parte de su trabajo, Nell quería inspeccionar la vivienda. Lontae se negó a que lo hiciera; no era legal, le explicó. Se trataba de un pequeño apartamento de dos habitaciones ocupado por unos squatters. Tenía techo, puerta que se podía cerrar y un cuarto de baño cerca. Pagaba cien dólares mensuales en efectivo.
Anoté los nombres de Nell Cather y de la Casa de María y sonreí para mis adentros al imaginar a la primera en el estrado de los testigos, contándole la historia de los Burton a un jurado.
Lontae estaba aterrorizada ante la idea de perder a sus hijos, pues era algo que ocurría muy a menudo. A casi todas las mujeres sin hogar que frecuentaban la Casa de María les había ocurrido, y cuantas más terroríficas historias le contaban, tanto más aumentaba su determinación de mantener unida a su familia. Estudiaba con tesón, había aprendido incluso los rudimentos del manejo de un ordenador, y en cierta ocasión se había pasado cuatro días sin tomar drogas.
Después la desalojaron de su vivienda y la echaron a la calle con sus escasas pertenencias y sus hijos. La señora Cather la vio al día siguiente y la encontró en un estado lamentable. Los niños estaban sucios y hambrientos, y ella, drogada. La Casa de María tenía por norma no aceptar la entrada de cualquier persona visiblemente bebida o bajo los efectos de las drogas.
La directora se vio obligada a pedirle que se fuera. La señora Cather jamás volvió a verla; no supo nada de ella hasta que se enteró por el periódico que ella y sus hijos habían muerto.
Mientras leía el reportaje, pensé en Braden Chance. Esperaba que él también lo leyera a primera hora de la mañana en la caldeada y cómoda atmósfera de su preciosa casa de los suburbios de Virginia. Estaba seguro de que debía de despertarse muy temprano. ¿Cómo era posible que una persona sometida a semejante tensión pudiera conciliar el sueño?
Quería que sufriera, que se diera cuenta de que su cruel insensibilidad ante los derechos y la dignidad de los demás había sido la causante de aquella desgracia. Estabas sentado en tu lujoso despacho, Braden —pensé—, trabajando de firme con vistas a tu hora dorada, estudiando los papeles de tus acaudalados clientes, leyendo los memorandos de los auxiliares que enviabas para que hicieran el trabajo sucio, y tomaste la fría y calculada decisión de proceder a un desahucio que deberías haber paralizado. Eran sólo unos squatters, ¿verdad, Braden?, gente de la calle, en su mayoría de piel negra, que vivían como animales. No tenían papeles, documentos ni contrato, así que tampoco tenían derechos. A la mierda con ello. No eran motivo suficiente para impedir la realización del proyecto.
Me habría gustado llamarlo a su casa, interrumpir su desayuno y decirle: «¿Cómo te sientes ahora, Braden?».
El segundo reportaje constituyó una grata sorpresa, por lo menos desde un punto de vista legal; pero sería una fuente de problemas.
Habían localizado a un antiguo amigo de la difunta, un indigente de diecinueve años llamado Kito Spires. Su fotografía habría asustado a cualquier ciudadano decente. Kito tenía muchas cosas que decir. Afirmaba ser el padre de los últimos tres hijos de Lontae, de los gemelos y de la niña. Había convivido esporádicamente con ella en el transcurso de los últimos tres años, pero sus ausencias habían sido más numerosas que sus presencias.
Kito era un típico producto urbano, un parado que no había terminado la escuela secundaria y tenía antecedentes penales. Su credibilidad sería puesta en tela de juicio a cada momento.
Había vivido en el almacén con Lontae y sus hijos. La ayudaba a pagar el alquiler siempre que podía. Poco después de Navidad, ambos se habían peleado y él se había ido. En aquellos momentos vivía con una mujer cuyo marido estaba en la cárcel.
No sabía nada del desahucio, aunque opinaba que había sido injusto. Los detalles que daba acerca del almacén bastaron para convencerme de que efectivamente había estado allí. Su descripción coincidía con la del memorándum de Héctor.
Ignoraba que el propietario del almacén fuese Tillman Gantry. El día 15 de cada mes un tipo llamado Johnny se encargaba de cobrar el alquiler: cien dólares.
Mordecai y yo no tardaríamos en localizarlo. Nuestra lista de testigos estaba aumentando, y era posible que el señor Spires se convirtiese en nuestra estrella.
Kito estaba muy apenado por la muerte de la madre de sus hijos y de éstos. Yo había estudiado detenidamente los detalles del funeral y estaba seguro de que Kito no había asistido.
El juicio recibía más atención por parte de la prensa de la que jamás hubiéramos podido soñar. Sólo pedíamos diez millones de dólares, una bonita cifra sobre la cual se escribía a diario y se discutía en las calles. Lontae se había acostado con miles de hombres.
Kito era el primer presunto padre. Puesto que había tanto dinero en juego, muy pronto aparecerían otros, proclamando su amor por los hijos perdidos. Las calles estaban llenas de candidatos.
Esta era la parte más inquietante del relato del chico.
Jamás tendríamos ocasión de hablar con él.
Telefoneé a Drake & Sweeney y pregunté por Braden Chance. Se puso al aparato una secretaria y le repetí la petición.
—¿De parte de quién, por favor? —preguntó.
Le di un nombre falso y añadí que hablaba de parte de Clayton Bender, de RiverOaks.
—El señor Chance no está en este momento —me informó la secretaria.
—Pues dígame cuándo podré hablar con él —repliqué en tono airado.
—Está de vacaciones.
—¿Cuándo regresará?
—No estoy muy segura.
Colgué el auricular. Las vacaciones durarían un mes, después vendría un año sabático seguido de una excedencia, hasta que finalmente se verían obligados a reconocer que habían despedido a Chance.
La llamada confirmaba mis sospechas de que se había ido.
Dado que durante los siete últimos años la empresa había sido mi vida no me resultaba difícil predecir su conducta. Eran demasiado orgullosos y arrogantes como para soportar las indignidades a que estaban siendo sometidos.
Tras la presentación de la querella, imaginaba que habrían acabado por arrancarle la verdad a Braden Chance. El hecho de que él la hubiera revelado espontáneamente o de que ellos la hubiesen averiguado por su cuenta no tenía importancia. Les había mentido desde el principio y ahora toda la empresa era demandada. Tal vez Chance les hubiese mostrado el memorándum de Héctor junto con el recibo del alquiler de Lontae, pero lo más probable era que hubiese destruido ambas cosas y luego se hubiera visto obligado a confesarlo. Al final, la empresa —Arthur Jacobs y la junta directiva—, habían descubierto la verdad. El desahucio nunca debería haberse llevado a efecto. Chance, en representación de RiverOaks, tendría que haber rescindido por escrito los contratos verbales de alquiler, notificándolo a los inquilinos con treinta días de antelación.
Un plazo de treinta días habría puesto en peligro la construcción del edificio, al menos por parte de RiverOaks.
Pero el plazo de treinta días habría permitido que Lontae Burton y los demás inquilinos sobrevivieran a lo más crudo del invierno.
Chance había sido obligado a abandonar la empresa, sin duda tras llegar a un generoso acuerdo por parte de ésta. Y Héctor seguramente había sido llamado para recibir instrucciones. Ausente Chance, Héctor podría decir la verdad y sobrevivir; pero, naturalmente, se abstendría de mencionar sus contactos conmigo.
A puerta cerrada, la junta directiva se había enfrentado con la realidad. La empresa había quedado como un trapo. Con Rafter y el equipo de especialistas se elaboró un plan de defensa fundamentado en la premisa de que la causa Burton se basaba en un expediente que había sido robado a Drake & Sweeney, y, puesto que un documento robado no podía utilizarse como prueba, la demanda sería desestimada. Desde un punto de vista legal, el razonamiento era impecable.
Sin embargo, antes de que ellos pudieran presentar su defensa, intervino el periódico. Se encontraron unos testigos que estarían en condiciones de declarar acerca de los mismos hechos que constaban en el expediente. Conseguiríamos demostrar nuestras alegaciones independientemente de lo que Chance hubiera ocultado.
En Drake & Sweeney debía de reinar el caos. Con sus cuatrocientos agresivos abogados decididos a no callarse sus opiniones, la empresa sin duda se hallaría al borde de una insurrección. Si yo hubiese estado allí y se hubiera producido un escándalo similar en otro departamento, habría armado un alboroto, exigiendo que el asunto se resolviera cuanto antes para que dejáramos de aparecer en la prensa. La opción de sujetar las escotillas con listones y capear el temporal no existía. La revelación del Post era sólo un ejemplo de lo que podría suponer un juicio en regla. Y un juicio tardaría un año en celebrarse.
No era ése el único frente conflictivo. En el expediente no se revelaba hasta qué extremo RiverOaks estaba al corriente de la verdad acerca de los squatters. De hecho, Chance y su cliente apenas si se habían mantenido en contacto. Daba la impresión de que éste había recibido instrucciones de cerrar el trato cuanto antes. Ante la presión ejercida por RiverOaks, Chance se había lanzado como una apisonadora.
Si dábamos por sentado que RiverOaks ignoraba que los desahucios eran ilegales, la constructora tendría derecho a presentar una denuncia por procedimiento legal contra Drake & Sweeney. Había contratado los servicios del bufete para que hiciera un trabajo; el trabajo se había hecho mal y el error había redundado en perjuicio del cliente. Con su reserva de trescientos cincuenta millones de dólares, RiverOaks podía obligar a Drake & Sweeney a enmendar sus fallos.
Otros importantes clientes también manifestarían sus opiniones.
«Pero ¿qué es lo que pasa aquí?», les preguntarían a los socios quienes pagaban las minutas. En el despiadado mundo de los grandes bufetes jurídicos, los buitres de otros bufetes ya empezaban a sobrevolar en círculo.
Drake & Sweeney vendía su imagen, la percepción pública que se tenía de la empresa. Todas las grandes empresas lo hacían. Y ninguna de ellas habría podido resistir la paliza que estaba recibiendo mi antiguo empleador.
El congresista Burkholder se recuperó estupendamente. Al día siguiente de la intervención quirúrgica recibió a la prensa en una exhibición minuciosamente preparada. Lo llevaron en silla de ruedas hasta una improvisada tribuna levantada en el vestíbulo del hospital. Se levantó con la ayuda de su agraciada esposa y se adelantó para hacer una declaración. Por pura coincidencia, lucía una sudadera roja con el escudo del estado de Indiana. Tenía el cuello vendado y llevaba el brazo en cabestrillo.
Señaló que estaba vivo y en perfectas condiciones y que en breves días volvería al trabajo. Un saludo a la gente de Indiana.
En su momento más inspirado, hizo un comentario acerca de la delincuencia callejera y la degradación de nuestras ciudades. (Su ciudad natal tenía ocho mil habitantes). Era una vergüenza que la capital de nuestra nación se hallara en tan lamentable estado y, como consecuencia de su encuentro con la muerte, anunciaba que a partir de aquel día dedicaría sus considerables energías a la recuperación de la seguridad ciudadana. Había encontrado una nueva meta.
También habló largo y tendido sobre el control de las armas de fuego y la necesidad de construir más centros penitenciarios.
Los disparos contra Burkholder habían dado lugar a que se ejerciera una fuerte aunque transitoria presión sobre la policía del distrito de Columbia con el fin de que limpiara las calles. Los senadores y los representantes se habían pasado el día despotricando contra los peligros del centro de Washington. Como consecuencia de ello, volvieron a producirse redadas poco después del anochecer. Todos los borrachines, mendigos y personas sin hogar que se encontraban en las inmediaciones del Capitolio fueron empujadas lejos de allí. Algunos fueron detenidos; otros, cargados en los furgones y transportados como ganado a otras barriadas más lejanas.
A las doce menos veinte de la noche, la policía se dirigió a una licorería de la calle Cuatro, cerca de Rhode Island, en la zona nordeste. El propietario de la tienda había oído disparos y un indigente aseguraba haber visto a un hombre tendido en el suelo.
En un solar vacío contiguo a la licorería, detrás de un montón de basura y ladrillos rotos, la policía encontró el cuerpo sin vida de un joven negro. La sangre era reciente y manaba de dos orificios de bala en la cabeza.
Más tarde fue identificado como Kito Spires.