Juré comprarme una cama. La manía de dormir en el suelo para demostrar algo en lo que sólo yo tenía interés estaba acabando conmigo. Me incorporé en mi saco de dormir y me hice el firme propósito de buscar algo más mullido donde acostarme. Me pregunté también por milésima vez cuántas personas sobrevivían durmiendo en las aceras.
La atmósfera del Pylon Grill estaba caldeada, y tanto el humo de los cigarrillos que flotaba por encima de las mesas como el aroma del café la hacían ligeramente sofocante. Como de costumbre, a las cuatro y media de la madrugada se hallaba lleno a rebosar de maniáticos de las noticias.
Burkholder era el hombre del momento. Su rostro figuraba en la primera plana del Post, que publicaba varios reportajes acerca de su persona, el tiroteo y la investigación policial. Nada acerca del barrido de las calles. Mordecai me facilitaría los detalles más tarde.
Una agradable sorpresa me esperaba en la sección de información metropolitana. Estaba claro que Tim Claussen se había propuesto cumplir una misión, y nuestra acción legal le había servido de inspiración.
En un largo artículo examinaba a cada uno de los tres acusados, empezando por RiverOaks. La empresa tenía veinte años de antigüedad y pertenecía a un grupo de inversores, uno de los cuales era Clayton Bender, un especulador inmobiliario de la Costa Este cuya fortuna ascendía, según los rumores, a doscientos millones de dólares. El periódico publicaba una fotografía de Bender junto con una imagen de la sede central de la empresa en Hagerstown, Maryland. En veinte años la empresa había construido once edificios comerciales en el área del distrito de Columbia, aparte de un buen número de centros comerciales en las afueras de Baltimore y Washington. El valor de sus reservas se estimaba en trescientos cincuenta millones de dólares. Existía también una considerable deuda bancaria cuya cuantía no se había establecido.
La historia de la prevista construcción de un edificio destinado a paquetería por cuenta del servicio de Correos se contaba con todo lujo de dolorosos detalles. Tras esto, el reportaje pasaba a Drake & Sweeney.
Como era de esperar, no había ninguna fuente de información de la propia empresa. Nadie había atendido las llamadas telefónicas. Claussen facilitaba los datos esenciales: talla, historia y nombres de algunos famosos ex alumnos. Se publicaban dos tablas de la revista U. S. Law, en una de las cuales aparecía la relación de los diez principales bufetes jurídicos del país, mientras que la otra ofrecía una lista de bufetes basada en el promedio de compensaciones percibido por sus socios el año anterior. Con sus ochocientos abogados, Drake & Sweeney ocupaba el quinto lugar de la lista y, por el promedio de novecientos diez mil dólares percibido por sus socios, el número tres.
¿De veras había despreciado todo aquel dinero?
El último componente del improbable trío era Tillman Gantry cuya pintoresca vida resultaba extremadamente atractiva para el llamado periodismo de investigación. Varios policías hablaban de él. Un antiguo compañero de cárcel cantaba sus alabanzas. Un reverendo de no sé qué iglesia del nordeste contaba que Gantry había mandado hacer canchas de baloncesto para los niños pobres. Una antigua prostituta recordaba las palizas que le había propinado.
Estaba al frente de dos empresas —TAG y Gantry Group—, y a través de ellas era propietario de tres agencias de coches de segunda mano, dos pequeños centros comerciales, un edificio de apartamentos en el que dos personas habían muerto a tiros, seis dúplex de alquiler, un bar en el que habían violado a una mujer, una tienda de videos y numerosos solares que le había comprado al Ayuntamiento a precio de saldo.
De los tres acusados, Gantry era el único que había hecho declaraciones. Reconocía haber pagado once mil dólares por el almacén de Florida Avenue en julio del año anterior y haberlo vendido por doscientos mil dólares a RiverOaks el 31 de enero. Había tenido suerte, decía. El edificio no servía para nada, pero el solar valía mucho más que los once mil dólares que él había pagado. Por eso lo había comprado.
El almacén siempre había atraído a los squatters, añadía. De hecho, se había visto obligado a echarlos, jamás había cobrado alquiler y no sabía de dónde había salido aquel rumor. Tenía muchos abogados y se defendería con todas sus fuerzas.
El reportaje no me citaba. Tampoco se decía nada de Devon Hardy y del incidente de los rehenes. Apenas se hablaba de Lontae Burton y de las alegaciones de la querella.
Por segundo día consecutivo se mencionaba la asociación del venerable y antiguo bufete Drake & Sweeney con un antiguo proxeneta. De hecho, el tono del reportaje presentaba a los abogados como delincuentes mucho peores que Tillman Gantry.
El reportero prometía otra entrega para el día siguiente: una mirada a la triste vida de Lontae Burton.
¿Cuánto tiempo permitiría Arthur Jacobs que su amado bufete fuera arrastrado por el fango?
Constituía un blanco muy fácil. El Post podía ser muy tenaz. Estaba claro que el periodista trabajaba las veinticuatro horas del día. Un reportaje sucedería a otro.
Eran las nueve y veinte cuando llegué con mi abogado al edificio Carl Moultrie situado en la esquina de la Sexta e Indiana, en el centro de la ciudad. Jamás había puesto los pies en aquel lugar donde se veían las causas civiles y penales del distrito. En la calle, delante de la entrada, se formó una cola que empezó a moverse muy despacio mientras los letrados, los querellantes y los delincuentes eran registrados y pasaban por el arco detector de metales. En el interior, aquello parecía un parque zoológico: un vestíbulo lleno a rebosar de gente muy nerviosa y cuatro niveles de pasillos flanqueados por salas de tribunal.
El honorable Norman Kisner administraba justicia en el primer piso, sala número 114. En un tablón de anuncios situado junto a la puerta figuraba mi nombre bajo el título PRIMERAS COMPARECENCIAS. Otros once presuntos delincuentes compartían el espacio conmigo. El estrado del juez estaba vacío, y en torno a él se hallaban reunidos los abogados. Mordecai se quedó cerca de la entrada y yo tomé asiento en la segunda fila. Me puse a leer una revista y traté de aparentar indiferencia.
—Buenos días, Michael —dijo alguien desde el pasillo.
Era Donald Rafter, que sostenía su maletín con ambas manos. A su espalda reconocí el rostro de un miembro del Departamento de Litigios cuyo nombre no pude recordar.
Incliné la cabeza y conseguí balbucir:
—Hola.
Se alejaron hacia el otro lado de la sala, donde tomaron asiento. Eran los representantes de los damnificados, y como tales tenían derecho a estar presentes en todas las fases del proceso.
¡Era sólo una primera comparecencia! Permanecería de pie delante del juez mientras éste leyera las acusaciones, presentaría una declaración de inocencia, sería liberado de la fianza existente y me marcharía. ¿Qué pintaba Rafter allí?
La respuesta se me ocurrió tras unos instantes de reflexión. Contemplé la revista, hice un esfuerzo por mostrarme absolutamente tranquilo y, al final, comprendí que su presencia era un simple recordatorio. El robo era para ellos un asunto muy importante y tenían intención de acosarme a lo largo de todas las etapas del proceso. Rafter era el más brillante e implacable de los acusadores. El solo hecho de verlo en la sala debería haberme provocado un estremecimiento de temor.
A las nueve y media Mordecai salió de detrás del estrado del juez y me hizo señas de que me acercara. El juez esperaba en su despacho. Mordecai me presentó y los tres nos acomodamos sin la menor ceremonia en torno a una mesita.
El juez Kisner, de por lo menos setenta años, tenía una espesa cabellera gris, una descuidada barba entrecana y unos ojos pardos que lo taladraban a uno mientras hablaba. Él y mi abogado se conocían desde hacía años.
—Estaba diciéndole a Mordecai que se trata de un caso verdaderamente insólito —me dijo, haciendo un gesto con la mano.
Incliné la cabeza en señal de asentimiento. Desde luego, a mí me lo parecía.
—Conozco a Arthur Jacobs desde hace treinta años —continuó—. Es más, conozco a casi todos los abogados de allí. Son excelentes.
Era cierto. Contrataban a los mejores y los preparaban muy bien. El hecho de que el juez de mi caso sintiera tanta admiración por los damnificados me producía una inquietud considerable.
—Desde un punto de vista monetario, es posible que resulte difícil calcular el valor de un expediente de trabajo sustraído del despacho de un abogado. No son más que unos papeles sin valor real para nadie que no sea el propio letrado. No valdría nada si usted tratara de venderlo en la calle. Y que conste que no estoy acusándolo de haber cometido el robo.
—Lo comprendo.
No estaba muy seguro de si lo comprendía o no, pero quería que siguiera adelante.
—Supongamos que usted tiene el expediente —prosiguió— y que lo sacó de la empresa. Si ahora lo devolviera bajo mi supervisión, me mostraría inclinado a atribuirle un valor inferior a cien dólares. Se trataría, por supuesto, de un delito de menor cuantía y con un poco de papeleo podríamos barrerlo bajo la alfombra. Como es natural, usted tendría que acceder a no tomar en consideración ningún dato sacado de dicho expediente.
—¿Y si no lo devuelvo? Es una simple suposición, naturalmente.
—Entonces se convierte en algo mucho más valioso. Sigue en pie la acusación de robo cualificado y vamos a juicio sobre la base de esta acusación. Si tras el alegato del acusador el jurado lo declara culpable, la sentencia que se dicte dependerá de mí.
Las arrugas que se formaron en su frente, la expresión de su mirada y el tono de su voz no permitían abrigar ninguna duda con respecto a la conveniencia de que yo evitase la sentencia.
—Además —añadió—, si el jurado lo declara culpable de robo cualificado, perderá usted la licencia para ejercer la abogacía.
—Sí, señor —le dije, procurando parecer apesadumbrado.
Mordecai se mantenía en un discreto segundo plano, escuchando en silencio.
—A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los casos de mi agenda del día, aquí el tiempo reviste una importancia fundamental —continuó Kisner—. El litigio civil podría ampliarse al contenido del expediente. La aceptación correspondería a otro juez de otra sala. Me gustaría resolver el asunto antes de que la causa civil llegara demasiado lejos. Suponiendo que tenga usted el expediente, claro.
—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó Mordecai.
—Creo que dos semanas serían suficiente para que tomaran ustedes una decisión.
Convinimos en que dos semanas era un período de tiempo razonable. Mordecai y yo regresamos a la sala, donde permanecimos esperando una hora más sin que ocurriera nada.
Tim Claussen, del Post, llegó junto con varios abogados. Nos vio sentados en la sala, pero no se atrevió a acercarse. Mordecai se apartó de mí y, al final, lo acorraló. Le explicó que en la sala había dos abogados de Drake & Sweeney, Donald Rafter y otro hombre, que quizá pudiesen hacer una declaración al periódico.
Claussen se acercó de inmediato a Rafter. Se oyeron voces detrás del estrado del juez, donde aquél estaba esperando. Abandonaron la sala y continuaron la discusión fuera.
Mi comparecencia ante Kisner fue tan breve como se esperaba. Me declaré inocente, firmé unos impresos y me fui a toda prisa. A Rafter no se lo veía por ninguna parte.
—¿De qué hablaron tú y Kisner antes de que yo entrara en el despacho? —pregunté en cuanto estuvimos en el coche.
—De lo mismo que te dijo a ti.
—Es un tipo duro.
—Es un buen juez, pero ha sido abogado durante muchos años. Uno de los mejores penalistas. Un abogado que le roba un expediente a otro no le inspira la menor simpatía.
—¿Qué condena podría caerme si me declarasen culpable?
—No lo ha dicho; pero tendrías que ir a la cárcel.
Estábamos esperando a que cambiara el semáforo. Por suerte, conducía yo.
—Muy bien, abogado —dije—. ¿Qué hacemos?
—Disponemos de dos semanas. No nos precipitemos. Ahora no es el momento de tomar decisiones.