CAPÍTULO 30

Warner me llamo a las cinco de la madrugada.

—¿Te he despertado? —me preguntó. Estaba en su suite del hotel y, presa de una intensa excitación, tenía cientos de preguntas y comentarios que hacer acerca del juicio. Había leído el periódico.

Procurando conservar el calor en el interior de mi saco de dormir, lo escuché mientras me explicaba con toda exactitud el procedimiento a seguir. Warner era un extraordinario especialista en litigios y la petición que pensábamos hacer en el caso Burton le parecía inadmisible. La indemnización solicitada, diez millones, era insuficiente, una miseria. El único límite sería un jurado apropiado y el mismísimo cielo. ¡Oh, cuánto le habría gustado hacerse cargo del caso! ¿Y qué tal Mordecai? ¿Era un buen abogado?

¿Y los honorarios? Seguro que teníamos un contrato del cuarenta por ciento, ¿verdad? Era posible que, a fin de cuentas, aún hubiese alguna esperanza de salvación para mí.

—Del diez por ciento —dije, sin encender la luz.

—¡Cómo! —exclamó—. ¡El diez por ciento! Pero ¿es que te has vuelto loco?

—Somos un bufete sin ánimo de lucro —repuse, y traté de explicárselo, pero él no parecía dispuesto a escuchar.

Me maldijo por no ser más codicioso.

El expediente constituía un problema mayúsculo, dijo, como si nosotros no lo supiéramos.

—¿Puedes demostrar tus acusaciones sin esos documentos?

—Sí.

Soltó una sonora carcajada al ver al viejo Jacobs en el periódico, con un delincuente a cada lado. Faltaban dos horas para la salida de su vuelo a Atlanta. A las nueve ya se encontraría en su despacho. Estaba deseando enseñar las fotos. Las enviaría de inmediato por fax a la Costa Oeste.

Colgó en mitad de una frase.

Yo llevaba tres horas durmiendo. Di varias vueltas, pero no logré conciliar el sueño. Había habido demasiados cambios en mi vida como para que pudiera descansar apaciblemente.

Me duché y salí. Estuve tomando un café con los paquistaníes hasta el amanecer y después compré unas galletitas para Ruby.

Había dos automóviles aparcados de aspecto extraño en la esquina de la Catorce con la Q, cerca de nuestro consultorio. Pasé muy despacio por su lado a las siete y media y el instinto me sugirió que siguiera adelante. Ruby no estaba sentada en los escalones de la entrada.

Tillman Gantry no vacilaría en emplear la violencia si pensaba que el hacerlo resultaría beneficioso para su defensa. Mordecai me lo había advertido, pero era innecesario. Lo llamé a su casa y le conté lo que acababa de ver. Dijo que a las ocho y media llegaría al despacho y acordamos reunirnos allí. Avisaría a Sofía. Abraham no estaba en la ciudad.

Durante dos semanas mi principal interés había sido el juicio. Había habido otras distracciones significativas —Claire, el cambio de domicilio, el aprendizaje de mi nueva carrera—, pero la acción legal contra RiverOaks y mi antigua empresa había estado constantemente en mis pensamientos.

En todos los casos importantes solía registrarse un gran nerviosismo antes de la presentación de la querella, pero una vez arrojada la bomba y cuando se disipaba la polvareda, todo el mundo dejaba escapar un suspiro de alivio y experimentaba una agradable sensación de calma.

Gantry no nos mató al día siguiente de que presentásemos la querella contra él y los otros dos acusados. En el despacho todo funcionaba con normalidad. Los teléfonos no sonaban más que de costumbre. El número de visitantes era el mismo de siempre. Una vez apartada provisionalmente a un lado la acción legal, me resultó más fácil concentrarme en los demás casos.

Sólo podía imaginar el pánico que debía de haberse producido en los salones de mármol de Drake & Sweeney. Seguramente no había habido sonrisas ni chismorreos en torno a la cafetera ni chistes ni comentarios de carácter deportivo en los pasillos. Las salas de una funeraria sin duda habrían sido más alegres.

En el Departamento Antimonopolio, los que me conocían mejor debían de estar especialmente afectados. Polly adoptaría una actitud estoica y distante y actuaría con su habitual eficacia. Rudolph no saldría de su despacho más que para reunirse con los peces gordos.

Lo único que yo lamentaba era tener que perjudicar a cuatrocientos abogados, casi todos los cuales no sólo eran inocentes sino completamente ajenos a los hechos. A nadie le importaba lo que ocurría en el Departamento Inmobiliario. Pocas personas conocían a Braden Chance. Yo lo había conocido sólo porque había ido a verlo, y eso después de trabajar siete años en la empresa. Me compadecía de los inocentes, de los veteranos que habían levantado un gran bufete y que con tanta eficiencia nos habían preparado a todos; de los compañeros que seguirían la prestigiosa tradición; de los novatos que habían despertado de pronto con la noticia de que su apreciado jefe supremo era en cierto modo responsable de la muerte injusta de unas personas.

Pero no sentía la menor compasión por Braden Chance, Arthur Jacobs y Donald Rafter. Habían decidido ir por mí, y yo no les pondría las cosas fáciles.

Megan hizo una pausa en la dura tarea de mantener el orden en una casa llena de ochenta mujeres sin hogar y salió a dar un breve paseo conmigo en coche por la zona noroeste. No tenía ni idea de dónde vivía Ruby y no abrigábamos la menor esperanza de encontrarla, pero era una buena razón para pasar unos cuantos minutos juntos.

—No es nada extraño —dijo, tratando de tranquilizarme—. Por regla general las personas sin hogar son imprevisibles, sobre todo si tienen algún tipo de adicción.

—¿Lo has visto otras veces?

—He visto de todo, pero aprendes a conservar la calma. Cuando una clienta logra desengancharse, encuentra trabajo y se busca un apartamento, rezas una breve plegaria de agradecimiento. Sin embargo no lanzas las campanas al vuelo porque enseguida viene otra Ruby y te destroza el corazón.

—¿Y cómo evitas deprimirte?

—Sacas fuerza de las clientas. Son personas extraordinarias. Casi todas han nacido desamparadas, sin una mísera oportunidad, y aun así consiguen sobrevivir. Tropiezan y caen, pero se levantan y vuelven a intentarlo.

A tres manzanas de distancia del consultorio jurídico pasamos por delante de un taller de reparaciones detrás del cual había toda una colección de vehículos destrozados. Un perro de amenazadores dientes, sujeto con una cadena, guardaba la entrada. Yo no tenía la menor intención de andar husmeando en los viejos y oxidados cacharros, y el animal había tomado la decisión de seguir con lo suyo. Suponíamos que Ruby debía de vivir en una zona situada entre el consultorio de la Catorce y el Naomi de la Diez, cerca de la L, aproximadamente entre Logan Circle y Mt. Vernon Square.

—Pero nunca se sabe —dijo Megan—. No deja de asombrarme la movilidad de esta gente. Disponen de mucho tiempo y algunos recorren kilómetros y kilómetros.

Estudiamos a la gente de la calle. Todos los mendigos fueron objeto de nuestra atención mientras pasábamos muy despacio por delante de ellos.

Anduvimos por varios parques contemplando a los indigentes, en cuyos cuencos depositamos unas monedas, con la esperanza de ver a algún conocido. No tuvimos suerte.

Dejé a Megan en el Naomi y prometí telefonearla por la tarde. Ruby se había convertido en una estupenda excusa para seguir en contacto con ella.

El congresista, un republicano apellidado Burkholder que había sido reelegido cinco veces en representación de Indiana, tenía un apartamento en Virginia, pero gustaba de hacer jogging al anochecer por los alrededores de la colina del Capitolio. Su equipo de colaboradores había informado a la prensa de que se duchaba y cambiaba de ropa en uno de los gimnasios que el Congreso había mandado construir para sus miembros en el sótano de un edificio de oficinas de su propiedad, y que ellos raras veces utilizaban.

A pesar de los diez años que llevaba en Washington, Burkholder, uno de los cuatrocientos treinta y cinco miembros de la Cámara, era prácticamente desconocido. Hombre moderadamente ambicioso, a sus cuarenta y un años estaba delgado y presentaba un aspecto muy saludable. Tenía a su cargo los asuntos de Agricultura y presidía un subcomité de Medios y Arbitrios.

Burkholder había recibido un disparo el miércoles por la tarde cerca de la Union Station mientras practicaba solo jogging. Vestía chándal y no tenía billetero, dinero en efectivo ni bolsillos donde guardar objetos de valor. Al parecer, no había habido ningún motivo para la agresión. Se había cruzado o había chocado con alguien, había habido un intercambio de palabras, tal vez, y el otro había efectuado dos disparos. Uno falló; el segundo le alcanzó la parte superior del brazo izquierdo y la bala penetró hasta el hombro y se detuvo muy cerca del cuello.

El hecho había ocurrido poco después de que anocheciese, en una acera junto a una calle por la que circulaba un tráfico intenso. Cuatro testigos presenciales habían descrito al agresor como un varón negro con aspecto de indigente, lo que servía de bien poco. Para cuando el primer testigo se detuvo, bajó de su coche y corrió en auxilio de Burkholder, el hombre ya se había esfumado. El congresista fue conducido a toda prisa al Hospital George Washington, donde le extrajeron la bala en el transcurso de una intervención de dos horas, tras la cual su estado fue calificado de estable.

Hacía muchos años que en Washington no se disparaba contra un miembro del Congreso. Varios congresistas habían sido atracados, sin consecuencias más graves. Los atracos constituían casi siempre para sus víctimas una maravillosa oportunidad de soltar un sermón contra la delincuencia, la falta de valores y la decadencia general; y de echarle la culpa de todo al partido rival.

Cuando vi el telediario de las once, no me pareció que Burkholder estuviera en condiciones de soltar sermones. Me había quedado dormido en la silla, leyendo y mirando un combate de boxeo. Aquel día había habido muy pocas novedades en el distrito, de modo que el presentador comunicó casi sin resuello la noticia del disparo contra Burkholder y facilitó los detalles esenciales sobre el fondo de una bonita fotografía del congresista, para acto seguido pasar a la transmisión en directo desde el hospital, donde una reportera permanecía de pie, muerta de frío, a la entrada de la sala de urgencias en que Burkholder había entrado cuatro horas antes. Pero había una ambulancia en segundo plano y unas luces brillantes y puesto que no podía mostrar ni sangre ni un cadáver a los telespectadores, la mujer tuvo que procurar que la cosa resultase lo más sensacional posible.

La intervención quirúrgica se había desarrollado sin contratiempos, explicó. Burkholder se encontraba en situación estable y descansaba. El comunicado de los médicos no decía prácticamente nada. Previamente, varios congresistas habían acudido al hospital y la reportera había conseguido que hablaran ante las cámaras. Tres de ellos aparecían muy juntos, con expresión seria y apesadumbrada a pesar de que la vida de Burkholder no había corrido peligro en ningún momento. Parpadearon ante los focos y fingieron sentirse molestos por aquella grave intromisión en su intimidad.

No oí lo que dijeron. Manifestaron su preocupación por su compañero y dieron a entender que su estado era más grave de lo que aseguraban los médicos. Después, y sin que viniese a cuento, dieron su opinión acerca de la decadencia general de Washington.

Hubo otro reportaje en directo desde la escena de la agresión. Otra estúpida reportera se encontraba allí, y con gesto dramático señaló una roja mancha de sangre en el lugar exacto donde el congresista había caído. Después las cámaras enfocaron a un policía, que ofreció un vago resumen de lo ocurrido.

El reportaje era en directo y en segundo plano se veía el parpadeo de las luces rojas y azules de los coches patrulla. Yo me di cuenta, pero no así la reportera.

Se había puesto en marcha una operación de búsqueda y captura. La policía del distrito de Columbia resuelta a limpiar las calles, obligaba a los vagabundos a subir a los furgones para llevárselos a otro sitio. Durante toda la noche se efectuaron redadas en la colina del Capitolio, deteniendo a todos los que dormían en los bancos, estaban sentados en el suelo o pedían limosna en las aceras, es decir, a cualquiera que tuviese aspecto de carecer de hogar. Los acusaron de vagancia, arrojar desperdicios en la vía pública, embriaguez y mendicidad.

Pero no todos fueron detenidos y conducidos a la cárcel. Dos furgones subieron por Rhode Island, en el nordeste, y soltaron su cargamento en un aparcamiento situado al lado de un centro comunitario que ofrecía comida a los vagabundos toda la noche. Otro furgón con once personas se detuvo en la Misión Calvary de la calle T, a cinco manzanas de nuestro consultorio. A los hombres se les dio a elegir entre ir a la cárcel o permanecer en la calle. El furgón se quedó vacío.