Los familiares y amigos estaban esperando en el primer piso, lo más lejos posible de Señor. Una pequeña multitud de colaboradores y compañeros de trabajo se apretujaba en los despachos y los pasillos, esperando nuestro rescate. Cuando nos vieron, comenzaron a vitorear.
Puesto que yo estaba cubierto de sangre, me llevaron a un pequeño gimnasio ubicado en el sótano. Era propiedad de nuestra firma, pero los abogados casi nunca lo usaban. Estábamos demasiado ocupados como para hacer ejercicio, y a cualquiera que hubiera sido sorprendido sin trabajar se le habría asignado, casi con toda certeza, más trabajo. De inmediato me vi rodeado por varios médicos, ninguno de los cuales era mi mujer. En cuanto conseguí convencerlos de que la sangre no era mía, se tranquilizaron y me sometieron a un examen de rutina. La presión arterial había subido y el pulso estaba algo alterado. Me dieron una pastilla.
Pero lo que yo quería realmente era una ducha. Me obligaron a permanecer tendido en una mesa unos diez minutos, para controlarme la presión arterial.
—¿He sufrido un shock? —pregunté.
—Probablemente no.
Sin embargo, yo tenía la indudable sensación de que sí.
¿Dónde estaba Claire? Me había pasado seis horas encañonado, con la vida pendiente de un hilo, y ella no se había tomado la molestia de acudir a esperar con los demás familiares.
La ducha fue muy larga y caliente. Me lavé tres veces el cabello con un champú muy espeso y después me pasé una eternidad bajo el chorro de agua. El tiempo se había congelado. Todo me daba igual. Estaba vivo, respiraba y despedía vapor.
Me puse un chándal limpio y volví para que me controlaran de nuevo la tensión. Las prendas eran de otro y me estaban demasiado grandes. Entró mi secretaria y me dio un prolongado abrazo. Lo necesitaba desesperadamente. Me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Dónde está Claire? —le pregunté.
—De guardia. He intentado llamar al hospital.
Polly sabía que apenas quedaba nada de nuestro matrimonio.
—¿Cómo se encuentra? —me preguntó.
—Creo que bien.
Di las gracias a los médicos y abandoné el gimnasio. Rudolph se reunió conmigo en el vestíbulo y me abrazó con torpeza. Pronunció la palabra «felicidades», como si yo hubiera realizado una hazaña.
—Nadie espera que trabajes mañana —añadió; al parecer creía que un día libre podría curar todos mis problemas.
—No había pensado en mañana —dije.
—Necesitas descansar —me aconsejó, como si los médicos no hubieran pensado en ello.
Quería hablar con Barry Nuzzo, pero mis compañeros de secuestro ya se habían ido. Nadie había sufrido la menor lesión, exceptuando algunas laceraciones en las muñecas a causa del roce de la cuerda.
Tras haber conseguido reducir la carnicería al mínimo y haber logrado salvar y devolver la sonrisa a los buenos chicos, la emoción en Drake & Sweeney se desvaneció rápidamente. Abogados y demás miembros casi todos los del personal habían mantenido una tensa espera en el primer piso, lejos de Señor y sus explosivos.
Polly llevaba mi abrigo y yo me lo puse por encima del holgado chándal. Mis mocasines con borlas no casaban con aquella indumentaria, pero me daba igual.
—Fuera hay unos reporteros —me anunció Polly.
Ah, sí, los medios de comunicación. ¡Menudo reportaje! No el típico tiroteo improvisado, sino un grupo de abogados secuestrados por un vagabundo chiflado. Pero no habían conseguido hacer su reportaje, ¿verdad? Los abogados se habían largado, el malo había muerto de un disparo y los explosivos habían fallado al caer su propietario al suelo. ¡La que habría podido armarse! Un disparo seguido de un bombazo, un destello de luz blanca mientras se rompían los cristales de las ventanas y los brazos y las piernas de la gente aterrizaban en la calle, todo ello debidamente retransmitido en directo por canal Nueve para su principal reportaje de la noche.
—Lo acompaño a casa —anunció Polly—. Sígame.
Me alegré enormemente de que alguien me dijera lo que tenía que hacer. Mis pensamientos eran lentos y engorrosos, un encuadre tras otro sin argumento ni escenario.
Abandonamos la planta por la puerta de servicio. El aire nocturno era frío y cortante, y aspiré con fuerza, hasta que me dolieron los pulmones. Mientras Polly corría en busca del coche, me escondí en la esquina del edificio y contemplé el espectáculo circense que tenía delante. Había vehículos de la policía, ambulancias, unidades móviles de la televisión e incluso una bomba contra incendios. Todos estaban recogiendo sus cosas para marcharse. Una de las ambulancias se encontraba estacionada con la parte posterior de cara al edificio, esperando sin duda para llevarse a Señor al depósito de cadáveres.
¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!, me dije una y otra vez, sonriendo por vez primera. ¡Estoy vivo!
Cerré fuertemente los ojos y recé una breve y sincera oración de acción de gracias.
Los sonidos fueron regresando poco a poco. Mientras permanecíamos sentados en silencio, Polly al volante a la espera de que yo dijera algo, oí la penetrante detonación del rifle del tirador, seguido del sordo rumor de la bala al dar en el blanco y de la estampida de los demás rehenes saltando apresuradamente de la mesa para cruzar corriendo la puerta.
¿Qué había visto? Había vuelto los ojos hacia la mesa, donde los siete miraban fijamente la puerta, y había mirado otra vez a Señor mientras éste levantaba la pistola Y apuntaba contra la cabeza de Umstead. Yo me encontraba directamente detrás de él cuando resultó alcanzado. ¿Qué había impedido que la bala lo traspasara y me diese también a mí? Las balas traspasan muros, puertas y personas.
—No pensaba matarnos —susurré.
Polly se alegró de oír mi voz.
—¿Qué pensaba hacer entonces?
—No lo sé.
—¿Qué quería?
—No lo dijo. Es curioso lo poco que hablamos. Nos pasamos varias horas mirándonos, sencillamente.
—¿Por qué no quería hablar con la policía?
—¿Quién sabe? Ése fue su mayor error. Si hubiera mantenido los teléfonos conectados, yo habría logrado convencer a la policía de que no iba a matarnos.
—No les estará echando la culpa a los polis, ¿verdad?
—No. Recuérdeme que les escriba unas cartas.
—¿Va usted a trabajar mañana?
—¿Qué otra cosa podría hacer?
—Tal vez le conviniese tomarse un día libre.
—Lo que necesito es un año libre. Un día no me sirve de nada.
Nuestro apartamento estaba en el tercer piso de una casa adosada de la calle P de Georgetown. Polly se detuvo junto al bordillo. Le di las gracias, bajé y adiviné por las ventanas oscuras que Claire no estaba en casa.
Conocí a Claire cuando sólo llevaba una semana en Washington. Acababa de salir de Yale con un puesto de trabajo fabuloso en una empresa poderosa y un brillante futuro por delante como los otros cincuenta novatos de mi promoción. Ella estaba haciendo un máster en ciencias políticas en la American University. Su abuelo había sido gobernador del estado de Rhode Island y su familia llevaba siglos muy bien relacionada.
Drake & Sweeney, como todas las grandes empresas, considera el primer año como un campo de trabajos forzados. Me deslomaba quince horas diarias seis días a la semana, y los domingos Claire y yo disfrutábamos de nuestra cita semanal. Las noches de los domingos me las pasaba en el despacho. Llegamos a la conclusión de que si nos casábamos dispondríamos de más tiempo para estar juntos. Por lo menos, podríamos compartir una cama, pero lo único que hacíamos era dormir.
La boda fue multitudinaria y la luna de miel muy breve. Cuando se empañó el brillo, volví a pasarme noventa horas semanales en el despacho. Durante el tercer mes de nuestra unión estuvimos dieciocho días sin hacer el amor. Ella los contó.
Se portó muy bien el primer año, pero después se cansó de que me olvidase de ella. Yo no se lo reprochaba, pero en los sagrados despachos de Drake & Sweeney los jóvenes asociados no se quejan. Menos del diez por ciento de cada promoción alcanza la categoría de socio, así que la competencia es despiadada. Las recompensas son muy grandes, por lo menos de un millón de dólares al año. Contabilizar muchas horas de trabajo es más importante que la felicidad de una esposa. El divorcio es frecuente. Ni se me habría ocurrido pedirle a Rudolph que aligerara mi carga.
En nuestro segundo año de convivencia hubo menos romanticismo que en el primero, y empezamos a pelearnos. Ella terminó el máster, obtuvo un empleo horrible en el Departamento de Comercio y se convirtió en una persona muy desdichada. Y yo no estaba ciego.
Al cabo de cuatro años en la empresa, empezaron a hacernos veladas insinuaciones acerca de nuestras posibilidades de convertirnos en socios. Los numerosos asociados se reunieron y compararon las insinuaciones. Todos llegaron unánimemente a la conclusión de que yo estaba circulando por el carril rápido que conduce a la categoría de socio. Pero tuve que trabajar todavía más duro.
Claire ingresó en la Facultad de Medicina de Georgetown. Cansada de permanecer sentada en casa mirando la televisión, pensó que tenía tanta capacidad de enfrascarse en sus propios asuntos como yo en los míos. Me pareció una idea maravillosa, pues me libraba de casi todo el sentimiento de culpa.
Se hizo el firme propósito de pasar más tiempo que yo fuera de casa, y de esa manera ambos fuimos deslizándonos hacia la estupidez de la obsesiva afición al trabajo. Dejamos de pelearnos y, sencillamente, nos distanciamos. Ella tenía sus amigos y sus intereses, y yo tenía los míos. Por suerte, no cometimos el error de reproducirnos.
Ojalá hubiera hecho las cosas de otra manera. Al principio estábamos enamorados, pero dejamos que el amor se nos escapara de las manos.
Al entrar en el apartamento a oscuras sentí necesidad de Claire por primera vez en muchos años. Cuando uno se ha enfrentado cara a cara con la muerte, necesita comentarlo. Necesita que lo necesiten, que lo acaricien, que alguien le diga que lo ama.
Me preparé un vodka con hielo y me senté en el sofá del estudio. Estaba furioso y enfurruñado porque me sentía solo.
De pronto, mis pensamientos se centraron en las seis horas que había pasado con Señor.
Dos vodkas más tarde oí las pisadas de Claire. Abrió la puerta y me llamó:
—Michael.
No dije una sola palabra, porque aún estaba furioso y enfurruñado. Entró en el estudio y se detuvo en seco al verme.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó con sincera preocupación.
—Muy bien —contesté en voz baja.
Dejó el bolso y el abrigo y se acercó al sofá, avasallándome con su estatura.
—¿Dónde estabas? —le pregunté.
—En el hospital.
—Claro. —Tomé un buen sorbo—. Mira, he tenido un día muy malo.
—Lo sé todo, Michael.
—¿De veras?
—Sí.
—Entonces ¿dónde demonios estabas?
—En el hospital.
—Un loco retuvo como rehenes a nueve de nosotros durante seis horas. Ocho familias acudieron allí porque estaban un poco preocupadas. Fuimos afortunados y escapamos, y a mí tuvo que acompañarme a casa mi secretaria.
—No pude ir.
—Pues claro que no pudiste. Qué desconsideración la mía.
Se sentó en una silla al lado del sofá. Nos miramos con expresión de furia.
—Nos obligaron a permanecer en el hospital —dijo fríamente—. Estábamos al corriente de la situación de los rehenes y sabíamos que cabía la posibilidad de que hubiera alguna baja. El procedimiento habitual cuando se produce una situación de este tipo es comunicarlo a los hospitales, y entonces todo el personal tiene que estar disponible.
Bebí otro trago mientras buscaba un comentario mordaz.
—En tu despacho no te habría servido de ayuda —añadió—. Estaba esperando en el hospital.
—¿Llamaste?
—Lo intenté. Las líneas estaban bloqueadas. Al final, hablé con un policía, pero me colgó.
—De eso hace más de dos horas. ¿Dónde has estado desde entonces?
—En la sala de quirófano. Hemos perdido a un niño en una intervención. Lo había atropellado un coche.
—Lo lamento —dije. No acertaba a comprender cómo podían los médicos enfrentarse con tanta muerte y tanto dolor. Yo sólo había visto dos cadáveres en mi vida, y uno era el de Señor.
—Yo también lo lamento. —Se fue a la cocina y regresó con un vaso de vino.
Permanecimos un rato sentados en la penumbra. Como no estábamos acostumbrados a practicar la comunicación, no resultaba nada fácil.
—¿Quieres que hablemos de ello? —me preguntó.
—No. Ahora no.
Y era cierto. El alcohol se había mezclado con las pastillas y mi respiración era muy pesada. Pensé en Señor, en su calma y su tranquilidad a pesar de la pistola que empuñaba y de la dinamita que llevaba sujeta al vientre. Había permanecido impasible durante largos lapsos de silencio.
Lo que yo quería era silencio. Ya hablaría al día siguiente.