CAPÍTULO 29

Llegué a la sede de la CNVC solo, y con dos horas de retraso. Los clientes estaban sentados pacientemente en el sucio suelo del vestíbulo, algunos echando una cabezadita y otros leyendo el periódico. Ernie se acercó con las llaves, molesto por mi retraso. Él también tenía su propio horario que cumplir. Abrió la puerta de la estancia y me entregó una lista con los nombres de trece probables clientes. Llamé al primero.

Me asombré de lo lejos que había llegado en una semana. Minutos antes había entrado en el edificio sin temor a que me pegaran un tiro. Había esperado a Ernie en el vestíbulo sin pensar en mi condición de blanco. Escuchaba a mis clientes con paciencia y me comportaba con eficacia, porque sabía lo que tenía que hacer. Y hasta mi aspecto estaba en consonancia con el papel que desempeñaba; llevaba barba de más de una semana; el cabello me cubría ligeramente las orejas y mostraba las primeras señales de descuido; mis pantalones color caqui estaban arrugados, al igual que mi americana azul marino, y llevaba la corbata con el nudo ligeramente flojo. Las Nike conservaban todavía su estilo, pero estaban muy gastadas. Con unas gafas de montura de concha habría sido una perfecta representación del abogado de las causas sociales.

A los clientes, sin embargo, todo eso les importaba un rábano. Lo que querían era que alguien los escuchase y yo estaba allí para eso. La lista aumentó a diecisiete, con lo que me pasé varias horas asesorando. Me olvidé de mi inminente batalla con Drake & Sweeney y también de Claire, aunque eso, por desgracia, me resultó más fácil. Me olvidé incluso de Héctor Palma y de mi viaje a Chicago.

Pero no podía olvidar a Ruby Simon. Me las ingenié para relacionarla con cada nuevo cliente al que atendía. No estaba preocupado por su seguridad, ya que había sobrevivido en la calle mucho más tiempo del que yo hubiera conseguido sobrevivir, y aun así ¿por qué había dejado una pulcra habitación de motel con televisor y ducha para ir en busca de su coche abandonado?

La respuesta era clara e inevitable: porque para una adicta al crack como ella, éste constituía una especie de imán.

Si no lograba tenerla encerrada tres noches seguidas en un motel de las afueras, ¿cómo podría ayudarla a desengancharse?

La decisión no estaba en mis manos.

La rutina de última hora de la tarde quedó interrumpida por una llamada telefónica de mi hermano mayor, Warner. Había llegado inesperadamente a la ciudad por un asunto de negocios, me hubiera llamado antes, pero no había conseguido averiguar mi nuevo número de teléfono; ¿podríamos cenar juntos? Invitaba él, aclaró sin darme tiempo a contestar; un amigo le había hablado de un nuevo restaurante fabuloso llamado Danny O’s. ¡La comida era fantástica! Yo llevaba mucho tiempo sin pensar en comidas caras.

El Danny O’s me parecía muy bien. Estaba de moda, era ruidoso, exageradamente caro y lamentablemente típico.

Me pasé un buen rato contemplando el teléfono, mucho después de que nuestra conversación hubiera terminado.

No me apetecía ver a Warner porque no quería escuchar lo que tenía que decirme. No se encontraba en la ciudad por asuntos de negocios, tal como solía ocurrir aproximadamente una vez al año. Imaginé que lo enviaban mis preocupados padres, a quienes les dolía el nuevo divorcio y les entristecía el que hubiese perdido repentinamente la razón. Era necesario que alguien comprobase qué ocurría. Siempre le tocaba a Warner.

Nos reunimos junto a la bulliciosa barra del Danny O’s. Antes de que nos diésemos la mano o nos abrazáramos, mi hermano retrocedió un paso para estudiar mi nuevo aspecto. Barba, melena, pantalones caqui, todo.

—Un auténtico radical —susurró con una mezcla a partes iguales de humor y sarcasmo.

—Me alegro de verte —dije, procurando hacer caso omiso de su actitud.

—Estás delgado.

—Pues tú no.

Se dio una palmada en el estómago como si los pocos kilos de más los hubiera aumentado aquel día.

—Ya lo perderé.

Tenía treinta y ocho años, era guapo y seguía siendo muy presumido. El simple hecho de que yo hubiera hecho un comentario acerca de su exceso de peso lo induciría a perderlo en menos de un mes.

Warner llevaba tres años soltero. Las mujeres eran muy importantes para él. Había habido acusaciones de adulterio durante su divorcio, pero por ambas partes.

—Estás estupendo —le dije.

Y era verdad. Traje y camisa a la medida. Corbata cara. Yo tenía un armario lleno de prendas como aquéllas.

—Tú también. ¿Es así como te vistes ahora para ir al trabajo?

—Casi siempre. A veces prescindo de la corbata.

Pedimos un par de cervezas y nos las tomamos rodeados de gente. Warner estudiaba a cuanta mujer pasaba por nuestro lado.

—¿Cómo está Claire? —me preguntó. Los preámbulos estaban de más.

—Supongo que bien. Hemos pedido el divorcio por mutuo acuerdo. He dejado el apartamento.

—Y ella ¿es feliz?

—Creo que se ha alegrado de librarse de mí. Yo diría que Claire es hoy más feliz de lo que era hace un mes.

—¿Ha encontrado a otro?

—No lo creo —contesté.

Tenía que andarme con cuidado, pues buena parte de nuestra conversación, sino toda, sería transmitida a mis padres, en particular cualquier detalle escandaloso sobre los motivos del divorcio. Les encantaría echar la culpa a Claire, y si resultaba que yo la había sorprendido acostándose por ahí, el divorcio les parecería lógico.

—¿Y tú? —preguntó.

—No.

—Entonces ¿por qué divorciarse?

—Por muchas razones que prefiero no comentar.

No era lo que él quería. Su separación había sido muy desagradable y ambas partes habían luchado por la custodia de los hijos. Él me había explicado todos los detalles, a menudo hasta el extremo de provocarme un aburrimiento mortal, y ahora quería que yo hiciera lo mismo.

—¿Un día te despertaste y decidiste divorciarte sin más?

—Tú has pasado por eso, Warner. No es tan fácil.

El maitre nos acompañó al fondo de la sala. Pasamos junto a una mesa, alrededor de la cual Wayne Umstead estaba sentado con dos hombres a quienes yo no reconocí. Umstead había sido compañero mío de secuestro, el que Señor había elegido para recoger la comida del pasillo, el que había estado a punto de recibir el disparo del tirador de precisión. No me vio.

Una copia de la demanda judicial había sido entregada a Arthur Jacobs, presidente de la junta directiva, a las once de la mañana mientras yo estaba en la CNVC. Puesto que Umstead no era socio del bufete, me pregunté si sabría algo de la querella.

Vaya si sabía. En las urgentes reuniones que se habían celebrado a lo largo de toda la tarde la noticia había caído como una bomba. Había que preparar la defensa; se transmitieron órdenes; se acorraló a la gente. Ni una sola palabra a nadie que no perteneciese a la empresa. Había que aparentar que se hacía caso omiso de la querella.

Por suerte, nuestra mesa no era visible desde la de Umstead. Miré alrededor para asegurarme de que no hubiese más enemigos en el restaurante. Warner pidió martinis para los dos, pero yo me apresuré a aclarar que sólo quería agua.

Mi hermano Warner iba a tope en todo: el trabajo, el juego, la comida, la bebida, hasta los libros y las viejas películas. Había estado a punto de morir congelado durante una ventisca en una montaña en Perú y había sido mordido por una serpiente de agua venenosa mientras practicaba submarinismo en Australia. Su adaptación a la fase posterior al divorcio había sido extremadamente fácil, sobre todo porque le encantaba viajar y practicar el vuelo con ala delta, y el alpinismo, y luchar con tiburones, y perseguir a cuanta mujer se cruzara en su camino.

Como socio de un importante bufete de Atlanta, ganaba un montón de dinero. Y gastaba mucho. La cena giraría en torno al dinero.

—¿Agua? —dijo en tono despectivo—. Vamos, hombre. Toma un trago.

—No —protesté.

Warner pasaría del martini al vino. Saldríamos muy tarde del restaurante y él permanecería despierto hasta las cuatro de la madrugada manoseándose la bragueta y sacudiéndose de encima la ligera resaca como si se tratara de un momento más del día.

—Qué tonto eres —murmuró.

Eché un vistazo al menú mientras él seguía buscando faldas.

Le sirvieron la bebida y pedimos los platos.

—Háblame de tu trabajo —me dijo, procurando desesperadamente dar la impresión de estar muy interesado en el tema.

—¿Por qué?

—Porque debe de ser fascinante.

—¿Por qué lo dices?

—Has despreciado una fortuna. Tiene que haber una buena razón.

—Hay razones, y para mí son lo bastante buenas.

Warner había planeado aquel encuentro. Tenía un propósito, un objetivo y un esquema de lo que iba a decir para llegar hasta allí. Yo no sabía muy bien qué pretendía.

—La semana pasada me detuvieron —solté.

Me miró boquiabierto, tal como yo había supuesto que haría.

—¿Cómo has dicho?

Le conté la historia de cabo a rabo. Se mostró crítico con el robo, pero no intenté justificarlo. El expediente propiamente dicho era otra cuestión muy complicada que ninguno de los dos deseaba explorar.

—¿Significa eso que has roto todos los lazos que te unían a Drake & Sweeney?, —me preguntó mientras comíamos.

—Con carácter permanente.

—¿Cuánto tiempo tienes previsto dedicarte a los asuntos de carácter social?

—Acabo de empezar. La verdad es que no he pensado en el final. ¿Por qué?

—¿Cuánto tiempo podrás trabajar a cambio de nada?

—Mientras pueda sobrevivir.

—O sea, que la norma es la supervivencia…

—Por el momento. ¿Cuál es la tuya?

La pregunta era ridícula.

—El dinero. Cuánto gano; cuánto gasto; cuánto puedo ahorrar y ver crecer mi dinero para que un día acumule un montón y no tenga que preocuparme por nada.

Ya lo había oído antes. La codicia descarada era digna de admiración, una versión ligeramente más burda de lo que nos habían enseñado de niños. Si trabajas duro y ganas mucho dinero, la sociedad en su conjunto se beneficiará en cierto modo de ello.

Estaba desafiándome a que lo criticase pero yo no tenía intención de hacerlo. Habría sido un combate sin vencedores; sólo un desagradable empate.

—¿Cuánto tienes? —le pregunté.

Warner se enorgullecía de su riqueza.

—Para cuando cumpla cuarenta años habré reunido un millón de dólares en fondos de inversión. Cuando cumpla cuarenta y cinco, serán tres millones. Cuando cumpla cincuenta, diez. Y entonces me retiraré.

Antes conocíamos aquellas cifras de memoria. Los grandes bufetes jurídicos eran iguales en todas partes.

—¿Y tú? —me preguntó mientras cortaba un trozo de pollo.

—Veamos… Ahora tengo treinta y dos años y cuento más o menos con cinco mil dólares. Cuando tenga treinta y cinco, si trabajo duro y ahorro dinero, tendré unos diez mil. A los cincuenta habré reunido aproximadamente veinte mil en fondos de inversión.

—No está mal. Dieciocho años de pobreza.

—Tú no sabes nada de la pobreza.

—Puede que sí. Para las personas como nosotros la pobreza es un apartamento barato, un coche de segunda mano con abolladuras y golpes, ropa de mala calidad, falta de dinero para viajar, jugar, ver mundo, ahorrar e invertir, jubilación inexistente, sin seguro médico privado ni nada.

—Perfecto. Acabas de demostrar mi afirmación. No sabes nada de la pobreza. ¿Cuánto ganarás este año?

—Novecientos mil.

—Yo ganaré treinta mil. ¿Qué harías si alguien te obligara a trabajar por treinta mil dólares?

—Me mataría.

—Lo creo. Estoy seguro de que te pegarías un tiro antes que trabajar por esa cantidad.

—En eso te equivocas. Me tomaría unas pastillas.

—Cobarde.

—No habría manera de que trabajara por tan poco.

—Podrías trabajar por tan poco, pero no podrías vivir con tan poco.

—Es lo mismo.

—En eso justamente tú y yo somos distintos —dije.

—Vaya si lo somos. Pero ¿cómo nos hemos vuelto tan distintos, Michael? Hace un mes, tú eras como yo. Y ahora mírate… con esas estúpidas patillas y esa ropa descolorida y esa tontería de ponerse al servicio de la gente y salvar a la humanidad. ¿En qué te has equivocado?

Respiré hondo y no pude evitar sentir que me hacía gracia su pregunta. Él también se tranquilizó. Éramos demasiado civilizados como para pelearnos en público.

—Eres un necio —me dijo, inclinándose hacia mí—. Estabas circulando por la vía rápida, a punto de convertirte en socio del bufete. Eres listo e inteligente, soltero y sin hijos. A los treinta y cinco años habrías estado ganando un millón de dólares al año. Haz el cálculo si quieres.

—Ya lo he hecho, Warner. He perdido la afición al dinero. Es la maldición del demonio.

—Qué original. Permíteme que te haga una pregunta. Imagínate que un día despiertas y tienes, por ejemplo, sesenta años. Estás cansado de salvar el mundo porque es, sencillamente, imposible. No tienes ni un orinal donde mear, ni un centavo, ni empresa, ni socios, ni una esposa que gane sus buenos dólares como neurocirujana, nadie que te eche una mano. ¿Qué harías?

—Bueno, ya he pensado en eso; llamaría a mi hermano mayor, que para entonces será inmensamente rico.

—¿Y si me he muerto?

—Inclúyeme en tu testamento. El hermano pródigo.

Volvimos a concentrarnos en la comida y la conversación se desvaneció. Warren era lo bastante arrogante como para pensar que un duro enfrentamiento me haría entrar en razón. Creía que unas certeras descripciones de las consecuencias de mis errores me inducirían a dejarme de tonterías y a buscarme un empleo en toda regla.

Me parecía oírlo decir a mis padres: «Yo hablaré con él».

Aún le quedaban unas cuantas municiones. Me preguntó qué paquete de beneficios teníamos en el consultorio jurídico de la calle Catorce. Muy menguado, contesté. ¿Y qué tal el plan de jubilación? No había ninguno, que yo supiera. Me dijo que, a su juicio, antes de regresar al mundo real debería pasarme sólo un par de años salvando almas. Le di las gracias, y él me dio el espléndido consejo de que me buscara una mujer que tuviese las mismas ideas que yo, pero con dinero, y me casara con ella.

Nos despedimos en la acera, delante del restaurante. Le aseguré que sabía lo que hacía y que no me pasaría nada, y le pedí que diese a nuestros padres un informe optimista de la situación.

—No hagas que se preocupen, Warner. Explícales que aquí todo va de maravilla.

—Llámame si tienes hambre —me dijo en tono de chanza.

Lo saludé con la mano y me fui.

El Pylon Grill era una cafetería del Foggy Bottom que permanecía abierta toda la noche, muy cerca de la Universidad George Washington. Era conocida como lugar de reunión de insomnes y adictos a las noticias. La primera edición del Post llegaba cada noche poco antes de las doce y el local estaba tan lleno de gente como una tienda de comida preparada a la hora del almuerzo. Compré un periódico y me senté a la barra, cuyo aspecto era de lo más extraño, pues todos los clientes que había delante de ella leían ávidamente el periódico. Me llamó la atención el silencio que reinaba en el Pylon. El Post había llegado unos minutos antes que yo y treinta personas lo leían tan afanosamente como si se hubiera declarado una guerra.

El reportaje era típico del Post. Empezaba en la primera plana bajo un llamativo titular y seguía en la página diez, donde se publicaban las fotografías, entre las que se incluían una de Lontae sacada de las pancartas de la marcha en demanda de justicia, una de Mordecai tomada cuando tenía diez años menos y un trío que sin duda humillaría a los príncipes de sangre azul de Drake & Sweeney. Arthur Jacobs figuraba en el centro, con una fotografía policial de Tillman Gantry a su izquierda y, a su derecha, otra del mismo tipo correspondiente a Devon Hardy, relacionado con los hechos sólo porque había sido desalojado y había resultado muerto de manera muy espectacular.

Arthur Jacobs flanqueado por dos delincuentes, dos criminales afroamericanos con unos numeritos sobre el pecho, alineados como iguales en la décima plana del Post.

Ya podía imaginarlos en sus despachos y en las salas de juntas con las puertas cerradas y los teléfonos desconectados tras haber cancelado todas las reuniones. Planearían sus respuestas, se inventarían cien estrategias distintas, llamarían a sus expertos en relaciones públicas. Sería su hora más negra.

La guerra de faxes empezaría muy temprano. Las fotografías del trío se enviarían a los grandes bufetes jurídicos del país, y todos se partirían de risa.

Gantry ofrecía un aspecto amenazador, y no pude evitar asustarme al pensar contra quién estábamos enfrentándonos.

Después aparecía mi fotografía, la misma que el periódico había utilizado el sábado anterior al anunciar mi detención. Se me describía como el eslabón entre el bufete y Lontae Burton, aunque el reportero ignoraba que yo la había conocido personalmente.

El reportaje era largo y exhaustivo. Empezaba con el desalojo y todos los que habían intervenido en él, incluido Hardy, quien se había presentado siete días después en la sede de Drake & Sweeney, donde había tomado rehenes, uno de los cuales era yo. De mí pasaba a Mordecai, y de éste a la muerte de los Burton. Mencionaba mi detención, pero yo había procurado facilitar al reportero la menor información posible acerca del disputado expediente.

El reportero había cumplido con su promesa. No se citaba nuestro nombre, sólo se hablaba de fuentes autorizadas. Ni yo mismo habría podido escribirlo mejor.

Ni una sola palabra de los acusados. Al parecer, el autor del reportaje se había tomado muy pocas molestias, o ninguna, en ponerse en contacto con ellos.