CAPÍTULO 28

Sábado por la noche del primero de marzo, joven, soltero, no tan rico como era hasta hacía muy poco tiempo, pero tampoco en la ruina.

Un armario lleno de ropa estupenda que no estaba utilizando. Una ciudad de dos millones de personas con montones de muchachas atractivas seducidas por el centro del poder político y, según se decía, siempre dispuestas a pasárselo en grande.

Me tomé una cerveza y una pizza y, en la soledad de mi buhardilla, me dispuse a ver un partido de baloncesto universitario sin sentirme excesivamente desgraciado. Cualquier aparición en público aquella noche hubiera terminado rápidamente con un cruel saludo del tipo: «Oye, ¿tú no eres el tipo al que han detenido? Lo he visto esta mañana en el periódico».

Controlé a Ruby. El teléfono sonó ocho veces antes de que ella contestara justo cuando yo ya empezaba a preocuparme. Estaba disfrutando de lo lindo: se había tomado una larga ducha, había dado cuenta de medio kilo de caramelos y se había pasado el rato mirando la tele. No había salido de la habitación para nada.

Estaba a unos treinta kilómetros de distancia, en una pequeña localidad muy cerca de la carretera interestatal, en el campo de Virginia, donde ninguno de los dos conocía a nadie.

No existía la menor posibilidad de que pudiera encontrar droga. Volví a felicitarme.

Durante la media parte del partido entre las universidades de Duke y Carolina, el teléfono móvil que descansaba encima de la caja de plástico al lado de la pizza comenzó a sonar y me sobresaltó. Una voz femenina extremadamente agradable me dijo:

—Hola, recluso.

Era Claire, sin el menor asomo de sarcasmo.

—Hola —contesté, bajando el volumen del televisor.

—¿Cómo estás?

—Estupendamente. ¿Y tú?

—Bien. Esta mañana he visto tu sonriente rostro en el periódico y me he preocupado por ti.

Claire sólo leía el periódico los domingos, lo cual significaba que, si había visto la breve noticia acerca de mí era porque alguien se la había dado. Probablemente el mismo apasionado médico que había contestado al teléfono en ocasión de mi última llamada. ¿Estaría sola como yo aquel sábado por la noche?

—Ha sido toda una experiencia —dije, y le expliqué toda la historia, desde la aparición de Gasko hasta mi puesta en libertad.

Comprendí que le apetecía hablar y, mientras le contaba mis peripecias, llegué a la conclusión de que estaba sola, probablemente aburrida y tal vez incluso preocupada por mí.

—¿Son muy graves las acusaciones? —me preguntó.

—Por robo cualificado pueden caerte hasta diez años de cárcel —contesté, muy serio. Me gustaba la idea de que estuviera preocupada—. Pero me trae sin cuidado.

—Es sólo un expediente, ¿verdad?

—Sí, y no lo robé.

Por supuesto que lo había hecho, pero yo aún no estaba preparado para reconocerlo.

—¿Podrían retirarte la licencia?

—Si me declararan culpable del delito, sí; de forma automática.

—Eso es horrible, Mike. ¿Qué harías entonces?

—La verdad es que no lo he pensado. No creo que ocurra tal cosa.

Hablaba con toda sinceridad; no había pensado en serio en la posibilidad de perder mi licencia para el ejercicio de la abogacía. Quizás hubiera tenido que pensarlo un poco, pero no había tenido tiempo.

Nos preguntamos mutuamente por nuestras respectivas familias y recordé interesarme por su hermano James y su enfermedad de Hodgkin. El tratamiento ya se había iniciado, la familia se mostraba optimista.

Le di las gracias por llamarme y ambos prometimos que nos mantendríamos en contacto. Cuando dejé el teléfono móvil al lado de la pizza, contemplé el mudo partido en la pantalla y reconocí a regañadientes que la echaba de menos.

Ruby ya se había duchado y estaba resplandeciente con la ropa nueva que Megan le había dado la víspera. La habitación del motel se encontraba en la planta baja y la puerta se abría al aparcamiento esperándome. Salió y me dio un fuerte abrazo.

—¡No me he drogado! —exclamó con una sonrisa radiante—. ¡Me he pasado veinticuatro horas sin tocar el crack!

Volvimos a abrazarnos. Una pareja de sexagenarios salió de la habitación situada dos puertas más allá y nos miró fijamente. Sólo Dios sabe lo que pensaron.

Regresamos a la ciudad y nos dirigimos hacia el Naomi, donde Megan y su equipo de colaboradores esperaban con ansia. El anuncio de Ruby fue recibido con vítores entusiastas. Megan me había dicho que los aplausos más calurosos se dedicaban siempre a las primeras veinticuatro horas.

Como era domingo, se presentó un pastor de la zona para hacer una lectura de la Biblia.

Las mujeres se reunieron en la sala principal para rezar y entonar himnos. Megan y yo nos tomamos un café en el jardín y elaboramos el plan de las próximas veinticuatro horas. Aparte de las plegarias y la adoración, Ruby se sometería a dos sesiones intensivas de AA-DA. Sin embargo, nuestro optimismo tenía ciertas reservas. Megan vivía en medio de gente drogadicta y estaba convencida de que Ruby volvería a las andadas en cuanto regresase a la calle. Era algo que veía a diario.

Yo podía permitirme el lujo de emplear la estrategia del motel durante unos cuantos días, y estaba dispuesto a hacerlo. Pero a las cuatro de aquella tarde tenía que viajar a Chicago para iniciar la búsqueda de Héctor y no sabía muy bien cuánto tiempo permanecería ausente. A Ruby le gustaba el motel y hasta parecía que le había tomado cariño.

Decidimos hacer cada cosa a su tiempo. Megan llevaría a Ruby a un motel de las afueras para que pasase allí la noche del domingo. Yo correría con los gastos y ella pasaría a recogerla el lunes por la mañana. Después ya veríamos lo que hacíamos.

Megan iniciaría también la tarea de convencer a Ruby de la necesidad de abandonar las calles. Su primera etapa sería un centro de desintoxicación, después pasaría seis meses en un albergue para mujeres en período de transición, donde se sometería a un programa de capacitación laboral y rehabilitación.

—Veinticuatro horas son un gran paso —me dijo—. Pero aún hay que subir una montaña.

Me fui en cuanto pude. Me invitó a regresar para el almuerzo. Podríamos comer los dos en su despacho y analizar cuestiones importantes. Sus ojos me desafiaban a decir que sí. Y lo dije.

Los abogados de Drake & Sweeney siempre volaban en primera clase; se creían merecedores de tal privilegio. Se alojaban en hoteles de cuatro estrellas y comían en restaurantes de lujo, pero prescindían de las limusinas, por considerarlas excesivamente extravagantes. Preferían alquilar coches Lincoln. Todos los gastos de viaje se facturaban a los clientes y, puesto que éstos tenían a su disposición a los mejores talentos jurídicos del mundo, no podían quejarse de los emolumentos.

Mi billete en el vuelo a Chicago era de tarifa turística, adquirido en el último minuto y, por consiguiente, en el temido asiento del centro. El de ventanilla estaba ocupado por un corpulento caballero con unas rodillas del tamaño de cestas de baloncesto, y el del pasillo por un maloliente jovenzuelo de unos dieciocho años con un cabello negro como el azabache peinado al estilo indio mahawk y adornado con una asombrosa cantidad de ornamentos de cuero negro y metal cromado. Permanecí apretujado entre los dos durante un par de horas, procurando no pensar en los presumidos traseros sentados allí delante, en primera clase, donde en otro tiempo yo también solía viajar.

El que estuviese en aquel avión constituía una clara violación del acuerdo de mi fianza, según el cual yo no podía abandonar el distrito sin permiso del juez, pero tanto Mordecai como yo sabíamos que se trataba de una transgresión leve que no podía tener consecuencias graves siempre y cuando yo regresara a Washington D. C.

Desde el aeropuerto O’Hare tomé un taxi para dirigirme a un barato hotel del centro de la ciudad.

Sofía no había logrado encontrar ningún otro domicilio particular de los Palma, de modo que si no conseguía localizar a Héctor en el bufete de Drake & Sweeney, mala suerte.

La filial de Chicago de Drake & Sweeney tenía ciento seis abogados y era la tercera en importancia después de los bufetes de Washington y Nueva York. El Departamento Inmobiliario era literalmente enorme, pues contaba con dieciocho abogados, más que el del bufete de Washington.

Recordé vagamente que, en mis primeros tiempos en Drake & Sweeney ésta había adquirido una próspera empresa inmobiliaria de Chicago.

Llegué al edificio de la Associated Life poco después de las siete de la mañana del lunes. Era un día desapacible en el que un fuerte viento soplaba sobre el lago Michigan. Era mi tercera visita a la ciudad y el tiempo era tan malo como en las dos anteriores. Pagué un café y un periódico para esconderme detrás de él y encontré una posición estratégica en una mesa de un rincón del espacioso vestíbulo de la planta baja. Las escaleras mecánicas llegaban hasta dos plantas más arriba, donde había una docena de ascensores.

A las siete y media de la mañana la planta baja era un hervidero de gente. A las ocho, tras haberme tomado tres tazas de café, me puse tenso, a la espera de que el hombre apareciese de un momento a otro. Las escaleras mecánicas estaban abarrotadas de ejecutivos, abogados, secretarias, todos arrebujados en gruesos abrigos y con un aspecto marcadamente similar.

A las ocho y veinte, Héctor Palma entró apresuradamente en el vestíbulo desde el lado sur del edificio, junto con otros empleados que, como él, iban a diario a la ciudad desde las localidades donde vivían. Se alisó el cabello alborotado por el viento y se encaminó directamente hacia las escaleras mecánicas. Con la mayor indiferencia posible me encaminé hacia una de éstas y fui subiendo a pie por los peldaños. Con el rabillo del ojo lo vi doblar una esquina para dirigirse hacia un ascensor.

No cabía duda de que se trataba de Héctor. Decidí no forzar la suerte. Mis suposiciones habían sido acertadas; lo habían sacado de Washington en mitad de la noche y lo habían enviado al bufete de Chicago, donde sería más fácil controlarlo, sobornarlo con más dinero y, en caso necesario, amenazarlo.

Sabía dónde estaba y sabía que no saldría de allí antes de ocho o diez horas.

Desde el segundo nivel del vestíbulo, desde el que se disfrutaba de una espléndida vista del lago, telefoneé a Megan. Ruby había sobrevivido a otra noche; habían transcurrido cuarenta y ocho horas y la cuenta seguía. Llamé a Mordecai para comunicarle mi descubrimiento.

Según el anuario de la empresa del año anterior, en el Departamento inmobiliario de Chicago había tres socios. De acuerdo con lo que se indicaba en el directorio del vestíbulo, todos estaban en la planta quincuagésimo primera. Elegí uno de ellos al azar: Dick Heile.

Subí con la oleada de personal de las nueve hasta el piso quincuagésimo primero y, al salir del ascensor, me encontré en un conocido ambiente de mármol, latón, madera de nogal, iluminación indirecta y valiosas alfombras.

Mientras me acercaba tranquilamente a la recepcionista, miré alrededor en busca de los lavabos. No vi ninguno.

La recepcionista estaba contestando al teléfono con los auriculares puestos. Fruncí el entrecejo y procuré poner la mayor cara de sufrimiento posible.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? —me preguntó con una cordial sonrisa entre llamada y llamada.

Apreté los dientes, respiré hondo y contesté:

—Mire, tengo una cita a las nueve con Dick Heile, pero me siento mareado. Debe de ser algo que he comido. ¿Podría usar el lavabo?

Me llevé las manos al vientre y me incliné hacia delante, con lo que al parecer la convencí de que estaba a punto de vomitar encima de su escritorio.

Su sonrisa se desvaneció mientras se levantaba de un salto y señalaba con el dedo.

—Allí al fondo, doblando la esquina a la derecha.

Ya me había puesto en Movimiento, inclinándome aún más como si estuviera a punto de estallar de un momento a otro.

—Gracias —dije con voz entrecortada.

—¿Puedo ayudarle en algo? —me preguntó.

Sacudí la cabeza, demasiado acongojado como para poder hablar. Entré en el lavabo de caballeros, me encerré en un retrete y esperé.

Al ritmo al que sonaba su teléfono, la recepcionista estaría demasiado ocupada como para preocuparse por mí. Iba vestido como un abogado de un gran bufete, de manera que mi aspecto no resultaba sospechoso. Al cabo de diez minutos salí del lavabo y avancé por el pasillo en dirección contraria a la de recepción. Al llegar al primer escritorio vacío, tomé unos papeles grapados y garabateé algo en ellos sin dejar de caminar como si tuviera importantes asuntos entre manos. Echaba rápidos vistazos en todas direcciones, registrando los nombres que aparecían en las puertas y los escritorios, así como de secretarias demasiado atareadas como para levantar la vista, abogados de cabello gris en mangas de camisa, jóvenes abogados hablando por teléfono con las puertas de sus despachos entreabiertas, mecanógrafas escribiendo rápidamente al dictado.

¡Qué familiar me resultaba todo aquello!

Héctor disponía de despacho propio, una pequeña oficina sin ninguna placa en la puerta. Lo vi por el hueco de la puerta entornada, entré rápidamente y la cerré a mi espalda. Se echó hacia atrás en su asiento y levantó las manos como si estuviera apuntándole con una pistola.

—Pero ¿qué demonios…?

—Hola, Héctor.

No había ninguna pistola y no se trataba de un atraco, sino de un mal recuerdo. Apoyó las palmas de las manos en el tablero del escritorio y, esbozando una sonrisa, repitió:

—Pero ¿qué demonios…?

—¿Qué tal Chicago? —pregunté al tiempo que me sentaba en el borde del escritorio.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —inquirió con incredulidad.

—Yo podría hacerle a usted la misma pregunta.

—Estoy trabajando —contestó, rascándose la cabeza.

A ciento cincuenta metros por encima del nivel de la calle, encerrado en su cuartito sin ventanas, aislado por varios niveles de gente más importante, Héctor había sido localizado por la única persona de la que estaba huyendo.

—¿Cómo me ha encontrado?

—Fue muy fácil, Héctor. Ahora soy un abogado de la calle más listo que el hambre. Si huye, volveré a encontrarlo.

—Ya no huyo —dijo apartando la mirada. Sus palabras no estaban destinadas exclusivamente a mí.

—Mañana interpondremos una querella —anuncié—. Los acusados serán RiverOaks, TAG y Drake & Sweeney. No tiene ningún sitio donde esconderse.

—¿Quiénes son los demandantes?

—Lontae Burton y familia. Más tarde, cuando encontremos a los demás desalojados, los añadiremos.

Cerró los ojos y se pellizcó el caballete de la nariz.

—Recuerda a Lontae, ¿no es cierto, Héctor? Era la joven madre que se enfrentó a la policía cuando usted estaba desalojándolos a todos. Usted lo vio y se sintió culpable porque conocía la verdad, sabía que ella le pagaba un alquiler a Gantry. Lo puso en su memorándum, el del 27 de enero, y se encargó de que figurara debidamente registrado en el expediente. Lo hizo porque sabía que en determinado momento Braden Chance lo eliminaría, tal como efectivamente hizo. Por eso estoy aquí, Héctor. Quiero una copia de aquel memorándum. Tengo en mi poder el resto del expediente y su contenido se hará público muy pronto. Quiero ese memorándum.

—¿Qué le hace pensar que tengo una copia?

—Es usted demasiado listo como para no haberlo copiado. Sabía que Chance eliminaría el original para cubrirse las espaldas. Pero ahora se van a descubrir sus manejos. No se hunda con él.

—¿Adónde puedo ir?

—A ningún sitio —contesté—. No tiene ningún sitio adonde ir.

Héctor lo sabía. Puesto que él conocía la verdad acerca del desalojo, en determinado momento y de alguna manera se vería obligado a declarar. Su declaración hundiría a Drake & Sweeney y él estaría perdido. Mordecai y yo habíamos analizado el curso de los acontecimientos. Podríamos ofrecer unas migajas.

—Si usted me entrega el memorándum —dije—, yo no diré de dónde lo he sacado. Y no lo llamaré a declarar como testigo, a menos que me vea absolutamente obligado a hacerlo.

Sacudió la cabeza.

—Podría mentir, ¿sabe? —masculló.

—Por supuesto que sí; pero no lo hará porque lo detendrían. Es fácil demostrar que el memorándum figuraba en el expediente, del que más tarde fue retirado. No podrá negar que fue usted quien lo redactó. Después contaremos con las declaraciones de las personas a las que hizo desalojar. Serán unos testigos fabulosos ante un jurado del distrito de Columbia íntegramente formado por negros. Hemos hablado con el guardia de seguridad que lo acompañó el 27 de enero.

Héctor estaba contra las cuerdas. En realidad, no habíamos conseguido localizar al guardia de seguridad; en el expediente no constaba su nombre.

—Ni se le ocurra mentir —le advertí—. Sólo serviría para agravar la situación.

Él era demasiado honrado como para mentir. A fin de cuentas se trataba de la persona que me había hecho llegar la lista de los desahuciados y las llaves que necesitaba para robar el expediente. Tenía alma y conciencia y no podía ser feliz escondiéndose en Chicago y huyendo de su pasado.

—¿Les ha dicho Chance la verdad? —pregunté.

—No lo sé —contestó—. Lo dudo. Hace falta valor, y Chance es un cobarde. Imagino que sabrá que van a despedirme.

—Es posible, pero podrá presentar una estupenda demanda contra ellos. Yo me encargaré de todo. Volveremos a demandarlos y no le cobraré ni un centavo.

Llamaron a la puerta. Ambos dimos un respingo; nuestra conversación nos había hecho retroceder en el tiempo.

—¿Sí? —dijo.

Entró una secretaria; tras estudiarme detenidamente, anunció:

—El señor Peck está esperando.

—Enseguida estoy con él —contestó Héctor mientras ella se retiraba muy despacio, dejando la puerta abierta.

—Tengo que dejarlo —dijo.

—No pienso irme sin una copia del memorándum.

—Este mediodía espéreme junto a la fuente que hay delante del edificio.

—Allí estaré.

Le guiñé un ojo a la recepcionista al cruzar el vestíbulo.

—Gracias —le dije—. Ya estoy mucho mejor.

—Me alegro —contestó.

Desde la fuente nos dirigimos hacia el oeste por la Grand Avenue y entramos en una abarrotada tienda judía de comidas preparadas.

Mientras hacíamos cola para comprar un bocadillo, Héctor me entregó un sobre.

—Tengo cuatro hijos —me susurró—. Protéjame, se lo ruego.

Tomé el sobre y estaba a punto de decir algo cuando él retrocedió y desapareció entre la gente. Lo vi salir por la puerta y pasar por delante del escaparate con las solapas del abrigo levantadas hasta las orejas, casi corriendo, como si huyese de mí.

Me olvidé del almuerzo. Recorrí las cuatro manzanas que me separaban del hotel, pedí la cuenta e introduje todas mis cosas en un taxi. Hundido en el asiento trasero, sin que nadie en el mundo supiera dónde estaba en aquellos momentos, abrí el sobre.

El memorándum tenía el típico formato de Drake & Sweeney, escrito en el ordenador de Héctor, con el código del cliente, el número del archivo y la fecha en letra menuda en la parte inferior izquierda. Estaba datado el 27 de enero y Héctor Palma se lo había enviado a Braden Chance; se refería al desahucio del almacén de la calle Florida por parte de RiverOaks-TAG. Aquel día, a las 9.15 de la mañana, Héctor se había presentado en el almacén con un guardia armado, un tal Jeff Mackle, de la empresa Rock Creek Security, y se había marchado a las 12:30. El almacén era de dos pisos y, tras constatar la presencia de los squatters en la planta baja, Héctor había subido al primer piso, donde no parecía que hubiese nadie. Después había subido al segundo piso y allí había visto basura, ropa vieja y los restos de una hoguera que alguien había encendido muchos meses atrás.

En el extremo oeste de la planta baja había descubierto once apartamentos provisionales que alguien había construido simultáneamente y a toda prisa con madera rechapada y yeso sin pintar.

Los apartamentos, dispuestos con cierto orden, eran aproximadamente del mismo tamaño, a juzgar por el exterior, ya que Héctor no había podido entrar en ninguno de ellos. Todas las puertas estaban hechas del mismo material sintético de color claro, probablemente plástico, y tenían un tirador y una cerradura.

El cuarto de baño estaba sucio y al parecer era muy utilizado.

Héctor había encontrado a un hombre que, tras identificarse sencillamente como Herman, no dio muestras de querer hablar. Héctor le preguntó qué alquiler se cobraba por los apartamentos y Herman contestó que ninguno; era un squatter. La presencia de un guardia armado y de uniforme ejerció un efecto disuasorio en la conversación.

En el lado este del edificio Héctor encontró diez cubículos de diseño y construcción similar. El llanto de un niño lo indujo a acercarse a una puerta.

Le pidió al guardia que se escondiera en las sombras y llamó a la puerta. Le abrió una joven madre con una criatura en brazos y unos niños pequeños apretujados alrededor de sus piernas. Héctor le comunicó que era el representante de un bufete jurídico, que el edificio había sido vendido y que en pocos días se la invitaría a marcharse. Al principio, la mujer dijo que era una squatter, pero pasó al ataque de inmediato. Aquel era su apartamento. Se lo había alquilado a un hombre llamado Johnny, que solía presentarse hacia el 15 de cada mes para cobrar cien dólares. Ignoraba quién era el propietario del edificio; ella sólo trataba con Johnny. Llevaba allí tres meses y no podía marcharse porque no tenía ningún otro sitio adonde ir. Trabajaba veinte horas a la semana en una tienda de comestibles.

Héctor le dijo que recogiera sus cosas y se preparara para marcharse. El edificio sería demolido en cuestión de diez días. La joven madre se puso histérica. Héctor trató de provocarla un poco más. Le preguntó si tenía alguna prueba de que pagaba un alquiler. Ella sacó el bolso que guardaba debajo de la cama y le entregó un trozo de papel, el resguardo de una caja registradora de una tienda de comestibles. En el reverso alguien había garabateado: «Rec. de Lontae Burton, 15 de enero, 100 dólares alquiler».

El memorándum tenía dos páginas de extensión, pero había una tercera página grapada, una copia de un recibo casi ilegible. Héctor la había tomado, la había copiado y había grapado el original al memorándum. Aunque la escritura era apresurada, la ortografía defectuosa y la copia borrosa, se trataba de un documento sensacional. Debí de soltar alguna especie de exclamación, pues el taxista volvió repentinamente la cabeza y luego me estudió a través del espejo retrovisor.

El memorándum era una descripción fidedigna de lo que Héctor había visto y oído. No había ninguna conclusión, ninguna advertencia a sus superiores. «Vamos a soltarles un buen trozo de cuerda —debió de pensar—, a ver si se ahorcan». Era un auxiliar jurídico de ínfima categoría, no podía dar consejos, expresar opiniones o poner obstáculos a un acuerdo.

Desde el aeropuerto O’Hare le envié un fax a Mordecai. En caso de que mi avión se estrellara o de que me robasen el expediente, quería que se guardara una copia en las más recónditas profundidades de los archivadores del consultorio jurídico de la calle Catorce.

Dado que ignorábamos, como probablemente le ocurriese a todo el mundo, quién era el padre de Lontae y puesto que su madre y todos sus hermanos estaban entre rejas, tomamos la decisión táctica de pasar por alto a la familia y utilizar como cliente a un fideicomisario. El lunes por la mañana, durante mi estancia en Chicago, Mordecai había comparecido ante un juez del Tribunal de Familia del distrito de Columbia y había pedido un fideicomisario provisional que se encargara de la herencia de Lontae Burton y de todos sus hijos. Se trataba de un trámite de rutina que se hacía en privado. Como el juez era amigo de Mordecai, la petición se aprobó en tan sólo unos minutos, y así conseguimos un nuevo cliente. Se llamaba Wilma Phelan, una asistente social conocida de Mordecai. Su papel en el litigio revestiría escasa importancia, pero ella tendría derecho a una pequeña compensación en caso de que se cobrara algo.

La Fundación Cohen estaba mal administrada desde el punto de vista económico, pero se regía por unas normas y disposiciones que cubrían todos los aspectos imaginables de un consultorio jurídico sin ánimo de lucro. Leonard Cohen había sido un abogado visiblemente aficionado a los detalles. A pesar de que estaba mal visto y no se fomentaba demasiado, el consultorio tenía potestad para hacerse cargo de casos de lesiones u homicidio culposo y para la percepción de honorarios imprevistos. Pero la cuantía de las retribuciones se limitaba al veinte por ciento de la indemnización, lo que constituía una cantidad muy inferior al tercio de la suma que normalmente se cobraba. Algunos abogados llegaban a cobrar incluso el cuarenta por ciento.

Del veinte por ciento de los honorarios imprevistos, el consultorio podía quedarse con la mitad; el diez por ciento restante iba a parar a la fundación. En trece años Mordecai había tenido dos casos de honorarios imprevistos. El primero lo había perdido a manos de un mal jurado. El segundo había sido el de una mujer atropellada por un autobús urbano. Había conseguido obtener una indemnización de cien mil dólares, lo que le reportó al consultorio la impresionante suma de diez mil dólares, parte de los cuales se utilizaron en la compra de nuevos teléfonos y ordenadores.

El juez aprobó a regañadientes nuestro contrato al veinte por ciento, y estuvimos preparados para interponer la querella.

El partido de Georgetown contra Syracuse comenzaba a las siete treinta y cinco. Mordecai se las arregló para conseguir dos entradas. Mi vuelo llegó al aeropuerto a las seis y veinte en punto y, media hora después me reuní con Mordecai en la entrada este de la U. S. Air Arena de Landover. Estábamos allí con casi veinte mil aficionados. Mordecai me entregó la entrada y extrajo de uno de los bolsillos del abrigo un abultado sobre cerrado, remitido a mi nombre al consultorio por correo certificado. Procedía del Colegio de Abogados del distrito de Columbia.

—Se ha recibido hoy —me anunció, sabiendo exactamente cuál era su contenido—. Me reuniré contigo en nuestras localidades —añadió, y desapareció entre una nube de estudiantes.

Abrí el sobre y busqué un lugar lo bastante iluminado como para poder leer. Mis amigos de Drake & Sweeney estaban echando mano de toda su artillería. Se trataba de una demanda oficial ante la Sala de Apelaciones, en la que se me acusaba de conducta contraria a la ética. Las alegaciones ocupaban tres páginas, pero habrían podido limitarse a un párrafo. Yo había robado un expediente, quebrantando así el derecho a la intimidad. Era un chico malo a quien se debería 1) retirar la licencia con carácter permanente, o 2) suspender durante muchos años y/o 3) reprender públicamente. Y, puesto que el expediente aún no había aparecido, el asunto era urgente y, por tanto, se tenía que dar curso inmediato a la investigación y los trámites correspondientes.

El sobre contenía notificaciones, impresos y otros papeles a los que apenas eché un vistazo. El golpe fue tan tremendo que me apoyé contra la pared para no perder el equilibrio y poder examinar los hechos. Por supuesto que había pensado en un posible expediente disciplinario del Colegio. Habría sido poco realista creer que la empresa no utilizaría todos los medios a su alcance para recuperar aquellos documentos, pero pensaba que mi detención los habría calmado momentáneamente.

Estaba claro que no. Querían sangre. Era una típica estrategia de los bufetes importantes en la que no se contemplaba la toma de prisioneros, y yo la comprendía muy bien. Sin embargo, lo que ellos no sabían era que a las nueve de la mañana del día siguiente yo tendría el enorme placer de demandarlos por diez millones de dólares por los homicidios culposos de los Burton.

A mi juicio, ya no podían hacerme nada más. Se habían terminado las órdenes judiciales. Y también las cartas certificadas. Todas las cuestiones estaban sobre el tapete y se habían trazado todas las líneas. Si bien el que tuviese en mis manos aquellos papeles era en cierto modo un alivio, constituía también un motivo de inquietud. Desde que iniciara mis estudios de derecho diez años atrás, jamás se me había pasado seriamente por la cabeza la posibilidad de trabajar en otro campo. ¿Qué haría yo sin mi licencia para ejercer?

Claro que Sofía no la tenía y era igual que yo.

Mordecai se reunió conmigo en la entrada que conducía a nuestras localidades. Le hice un breve resumen de la petición que se había presentado al Colegio. Me dio el pésame.

Aunque el partido prometía ser muy tenso y emocionante, el baloncesto no era nuestra principal prioridad. Jeff Mackle trabajaba a tiempo parcial como guardia de seguridad en Rock Creek Security y también desempeñaba esas funciones en el pabellón deportivo. Sofía había conseguido localizarlo, y suponíamos que debía de ser uno de los cien guardias uniformados que patrullaban alrededor del edificio, presenciando el partido gratuitamente y vigilando a los aficionados.

No sabíamos si era mayor, joven, blanco, negro, gordo o delgado, pero los guardias de seguridad llevaban una plaquita con su nombre sobre el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. Recorrimos los pasillos y las entradas hasta llegar casi a la media parte, en que Mordecai lo descubrió, cortejando a una agraciada taquillera de la puerta D, un lugar que yo había inspeccionado dos veces.

Mackle era un blanco corpulento de rostro vulgar y edad aproximada a la mía. Tenía un cuello y unos bíceps enormes y un tórax musculoso y prominente. Decidimos que sería yo quien lo abordase.

Sosteniendo una de mis tarjetas de visita entre los dedos, me acerqué lentamente a él y me presenté.

—Señor Mackle, soy Michael Brock, abogado.

Me dirigió la mirada que suele suscitar semejante saludo y tomó la tarjeta sin hacer ningún comentario. Había interrumpido su coqueteo con la taquillera.

—¿Podría hacerle unas cuantas preguntas? —añadí en mi mejor interpretación de investigador de homicidios.

—Puede. Y yo puedo no contestar.

Le guiñó un ojo a la taquillera.

—¿Ha desempeñado usted alguna vez funciones de vigilancia por cuenta de Drake & Sweeney, un importante bufete jurídico del distrito?

—Es probable.

—¿Los ha ayudado en alguna ocasión a hacer algún desahucio?

Había tocado el nervio. Su rostro se endureció de inmediato y la conversación acabó prácticamente allí.

—No creo —contestó, apartando la mirada.

—¿Está seguro?

—No. La respuesta es no.

—¿No ayudó a esta empresa a desalojar un almacén lleno de squatters el día 4 de febrero?

Sacudió la cabeza, entornó los ojos y apretó las mandíbulas.

Alguien de Drake & Sweeney había visitado al señor Mackle, o lo que era más probable, la empresa había amenazado a su empleado.

Comoquiera que fuese, Mackle me miró con actitud impenetrable. La taquillera estaba mirándose las uñas. Me habían excluido de su mundo.

—Más tarde o más temprano tendrá que responder a mis preguntas —dije.

Contrajo los músculos de las mandíbulas, pero no contestó. No quise insistir. El tipo se había puesto nervioso y en cualquier momento podía estallar y emprenderla a puñetazos con un humilde abogado de la calle. Ya me habían atizado suficiente en las dos semanas anteriores.

Vi diez minutos de la segunda mitad del partido y me fui con espasmos en la espalda, secuela del accidente de tráfico.

El motel era nuevo y se alzaba en el extremo norte de Bethesda. Costaba cuarenta dólares por noche, pero después de tres noches ya no pude permitirme el lujo de sufragar la terapia de encierro de Ruby. Megan opinaba que ya era hora de que regresase a casa. Si estaba dispuesta a desengancharse, la verdadera prueba se produciría en la calle.

A las siete y media de la mañana del martes llamé a su puerta del segundo piso. Habitación 220, según las instrucciones de Megan. No hubo respuesta. Volví a llamar y probé el tirador. La puerta estaba cerrada. Corrí al vestíbulo y le pedí al recepcionista que llamara a la habitación. No hubo respuesta. Nadie había salido, ni había ocurrido nada extraño.

Llamaron a una ayudante del director y la convencí de que se trataba de una emergencia. Fue en busca de un guardia de seguridad y los tres nos dirigimos hacia la habitación. Por el camino, le expliqué a la ayudante del director lo que estábamos haciendo con Ruby y la razón por la cual la habitación no estaba a su nombre. Advertí que no le hacía gracia el que utilizáramos su precioso motel para desintoxicar a adictos al crack.

La habitación estaba vacía y la cama, intacta, no parecía que se hubiera utilizado en toda la noche. No había nada fuera de su sitio y ella no había dejado ningún efecto personal.

Les di las gracias y me fui. El motel se encontraba por lo menos a quince kilómetros de distancia de nuestro despacho. Llamé a Megan para ponerla al corriente y poco a poco me abrí camino hacia la ciudad junto con un millón de personas que iban a diario al trabajo. A las ocho y cuarto, en medio de un embotellamiento, llamé al despacho y le pregunté a Sofía si habían visto a Ruby. Me contestó que no.

La acción legal iba directamente al grano. Wilma Phelan, albacea de la herencia de Lontae Burton y sus hijos, demandaba a RiverOaks, Drake & Sweeney y TAG, Inc., por asociación para la comisión de un desahucio contrario a la ley. La lógica era muy simple y la relación de causa efecto, evidente. Si nuestros clientes no hubieran sido expulsados de su apartamento, no se habrían visto en la necesidad de vivir en el automóvil, y si no hubieran vivido en el automóvil, no habrían muerto. Se trataba de una preciosa teoría de la responsabilidad cuyo atractivo residía en su sencillez. Cualquier jurado del país habría podido seguir su lógica.

La negligencia y/o los actos intencionales de los acusados habían provocado unas muertes previsibles. A los que vivían en la calle les ocurrían cosas muy malas, sobre todo si eran madres solteras con hijos de corta edad. Si quien era expulsado ilegalmente de su casa sufría un daño, alguien tenía que pagar las consecuencias.

Habíamos estudiado brevemente la posibilidad de emprender otra acción legal por la muerte de Señor, también ilegalmente desahuciado, pero cuya muerte no podía considerarse previsible. La toma de rehenes y el hecho de haber recibido un disparo en el transcurso de dicho acto no era una sucesión razonable de acontecimientos en el caso de una persona agraviada en sus derechos civiles. Además, la víctima no habría suscitado el interés de un jurado. Decidimos dejar descansar permanentemente a Señor.

Drake & Sweeney pediría de inmediato al juez que me exigiera la devolución del expediente. Cabía la posibilidad de que el juez me obligase a hacerlo, lo que equivaldría a una confesión de culpabilidad. Además, cualquier prueba derivada del contenido de los documentos robados podía ser rechazada.

El martes revisé el borrador definitivo con ayuda de Mordecai, quien volvió a preguntarme si quería seguir adelante. Para protegerme, él estaba dispuesto a renunciar a cualquier acción legal. Lo habíamos discutido varias veces. Hasta habíamos elaborado una estrategia por la cual dejaríamos correr el pleito de los Burton, negociaríamos una tregua con Drake & Sweeney para que mi nombre quedara excluido, esperaríamos un año, hasta que se calmaran los ánimos, y después le traspasaríamos la causa a un amigo suyo de la otra punta de la ciudad. Resolvimos que era una mala estrategia y la desechamos.

Firmamos las alegaciones y nos dirigimos al Palacio de Justicia. Mientras Mordecai conducía, volví a leer el texto de nuestra acción legal y noté que a medida que nos acercábamos, los papeles que sostenía en las manos me resultaban cada vez más pesados.

La clave sería la negociación. La revelación de lo ocurrido humillaría a Drake & Sweeney, un bufete tremendamente arrogante y orgulloso cuya fama se basaba en la credibilidad, el servicio al cliente y la honradez. Yo conocía la mentalidad de los grandes abogados, que se jactaban de no cometer ninguna maldad. Conocía la paranoia que provocaba el hecho de ser tenido por ruin en el sentido que fuera. Sabía que se sentían culpables por ganar tanto dinero y, en consecuencia, experimentaban el deseo de parecer compasivos con los menos afortunados.

Los de Drake & Sweeney se equivocaban, pero a mi juicio ignoraban hasta qué extremo. Suponía que Braden Chance debía de estar muerto de miedo en su despacho, rezando para que pasara aquella hora.

Sin embargo, yo también me equivocaba. Tal vez pudiéramos acercar posiciones y llegar a un acuerdo. De lo contrario, un día no muy lejano Mordecai Green tendría el gusto de presentar el caso Burton ante un jurado favorablemente dispuesto y de exigirles un montón de dólares en concepto de indemnización. Y el bufete tendría el gusto de llevar el caso de mi robo cualificado hasta sus últimas consecuencias, con un resultado en el que yo prefería no pensar.

El caso Burton jamás llegaría a la sala del tribunal. Yo aún pensaba como un abogado de Drake & Sweeney. La idea de enfrentarse con un jurado del distrito de Columbia los aterrorizaría, y la vergüenza inicial los induciría a buscar a toda prisa la manera de reducir sus pérdidas.

Tim Claussen, un compañero de estudios de Abraham, era reportero del Post. Estaba esperando ante la puerta de la secretaría del juzgado, donde le entregamos una copia de la demanda judicial. La leyó mientras Mordecai presentaba el original y nos hizo unas cuantas preguntas que respondimos encantados, aunque con carácter extraoficial.

En el distrito, la tragedia de los Burton estaba convirtiéndose rápidamente en un delicado problema político y social. Todos iban pasándose mutuamente la culpa con vertiginosa rapidez. Los jefes de los departamentos municipales se acusaban los unos a los otros. El consejo municipal acusaba al alcalde, quien a su vez acusaba al consejo y al Congreso, algunos de cuyos miembros más derechistas habían analizado lo bastante el caso como para echar la culpa al alcalde, el consejo y la ciudad en su conjunto.

La idea de atribuir toda la responsabilidad de lo ocurrido a un grupo de prósperos abogados blancos podía dar lugar a un reportaje sorprendente. Claussen —un tipo duro y cáustico, de vuelta de todo al cabo de muchos años de profesión— no podía reprimir su entusiasmo.

La emboscada tendida por la prensa a Drake & Sweeney no me preocupaba en absoluto. El bufete había establecido las reglas del juego la semana anterior al informar a un periodista acerca de mi detención. Ya me imaginaba a Rafter y a su pequeña banda de especialistas en litigios sentados alrededor de la mesa de juntas, llegando al acuerdo de que efectivamente era lógico alertar a los medios acerca de mi detención; y no sólo eso sino entregarles también una bonita fotografía del criminal. Así me avergonzarían, me humillarían, harían que me arrepintiese de mi acción y me obligarían a devolver el expediente y hacer lo que quisieran.

Conocía su mentalidad y sabía cómo se jugaba a aquel juego.

No tuve ningún inconveniente en echar una mano al reportero.