CAPÍTULO 27

Desde un punto de vista estrictamente físico, estaba pagando un precio por mi descenso desde la torre a la calle. Las magulladuras del accidente de tráfico ya habían desaparecido casi por completo, pero el dolor de músculos y articulaciones aún duraría varias semanas. Estaba adelgazando por dos motivos: no podía permitirme el lujo de frecuentar los restaurantes que antes daba por descontados, y había perdido el interés por la comida. Me dolía la espalda por pasarme las noches en un saco de dormir en el suelo, pero estaba decidido a seguir haciéndolo en un intento de descubrir si alguna vez conseguiría acostumbrarme a ello. Tenía mis dudas.

Y, por si fuera poco, un cabrón de la calle había estado a punto de partirme la cabeza de una patada. Estuve aplicándome hielo hasta muy tarde, y cada vez que despertaba durante la noche tenía la sensación de que la cabeza me palpitaba.

Sin embargo, podía considerarme afortunado por el hecho de estar vivo y entero tras mi permanencia de varias horas en el infierno antes de que me rescatasen. El temor a lo desconocido ya se había disipado, al menos por el momento. No había agentes de la policía acechando en la sombra.

Que a uno lo acusen de robo cualificado no es ninguna broma, sobre todo cuando se es culpable.

Podía caerme un máximo de diez años de cárcel, pero ya me preocuparía por eso más tarde.

Salí a toda prisa de mi apartamento poco antes del amanecer del sábado, en busca del periódico. La cafetería de mi nuevo barrio era una pequeña panadería que permanecía abierta toda la noche, regentada por una pendenciera familia de paquistaníes en Kolorama, un sector de Adams Morgan que podía pasar de seguro a peligroso en una sola manzana. Me acerqué al mostrador y pedí un vaso grande de leche. Abrí el periódico y encontré la pequeña noticia que me había quitado el sueño.

Mis amigos de Drake & Sweeney lo habían planeado todo muy bien. En la segunda plana de la sección de información metropolitana vi una fotografía de mí tomada un año atrás para el folleto de un programa de captación de asociados que la empresa había puesto en marcha. Sólo ellos tenían el negativo.

La noticia de cuatro párrafos era breve y escueta y casi toda la información había sido facilitada al reportero por la propia empresa. Yo había trabajado siete años con ellos en el Departamento Antimonopolio, era licenciado en la Facultad de Derecho de Yale y no tenía antecedentes penales. Drake & Sweeney era el quinto bufete más grande del país, contaba con ochocientos abogados en ocho ciudades, etcétera. No se citaban las declaraciones de nadie porque no eran necesarias. El único propósito del reportaje era humillarme, y se había cumplido con creces. ABOGADO LOCAL DETENIDO POR ROBO, rezaba un titular al lado de mi cara. «Objetos robados»; así se describía el botín. Objetos robados durante mi reciente partida de la empresa.

Parecía una disputa sin importancia, un grupito de abogados peleándose por unos papeles. ¿A quién podía importarle como no fuera a mí y a alguna persona que me conociera? La vergüenza se desvanecería enseguida; en el mundo había demasiadas historias reales.

La fotografía y los antecedentes habían encontrado un amistoso reportero dispuesto a desarrollar los cuatro párrafos una vez que se confirmara mi detención. No me costó ningún esfuerzo imaginarme a Arthur, a Rafter y a los colaboradores de ambos dedicando varias horas a la planificación de mi detención y sus consecuencias, horas que sin duda serían facturadas a RiverOaks por el simple hecho de ser el cliente más implicado en todo aquello.

Aquellos cuatro párrafos en la edición del sábado serían un golpe de efecto extraordinario.

Los paquistaníes no elaboraban rosquillas rellenas con frutas. Compré en su lugar unas galletas de avena y me dirigí en coche hacia el despacho.

Ruby estaba durmiendo ante la puerta de entrada. Mientras me acercaba, me pregunté cuánto tiempo llevaría allí. Estaba cubierta con dos o tres colchas viejas. Abrí la puerta, encendí la luz y fui a preparar el café. Siguiendo nuestro ritual, Ruby se sentó directamente ante el que se había convertido en su escritorio y esperó.

Nos tomamos el café y las galletas mientras comentábamos las noticias matinales. Tras intercambiar información, leí una noticia que me interesaba y otra que le interesaba a ella. Omití la que se refería a mi persona.

La tarde anterior Ruby había abandonado la reunión de AA-DA en el Naomi. La sesión matinal había transcurrido sin incidentes, pero en la siguiente ella se había largado. Megan, la directora, me había telefoneado una hora antes de que Gasko hiciese acto de presencia.

—¿Cómo te encuentras esta mañana? —le pregunté cuando terminamos de leer el periódico.

—Bien, ¿y usted?

—Bien. No me he drogado. ¿Tú te has drogado?

Inclinó levemente la cabeza, desvió rápidamente la mirada y, tras una brevísima pausa, contestó:

—No. Estoy desenganchada.

—Eso no es cierto. A mí no me mientas, Ruby. Soy tu amigo y tu abogado y voy a ayudarte a ver a Terrence; pero si me mientes no podré hacerlo. Mírame a los ojos y dime si te has drogado.

Consiguió encogerse todavía más y, con los ojos fijos en el suelo, respondió:

—Me he drogado.

—Gracias. ¿Por qué te fuiste de la reunión de AA-DA ayer por la tarde?

—No me fui.

—La directora dijo que sí.

—Pensaba que ya habían terminado.

No quería dejarme arrastrar a una discusión inútil.

—¿Irás hoy al Naomi?

—Sí.

—Muy bien. Yo te llevaré, pero tienes que prometerme que asistirás a las dos reuniones.

—Se lo prometo.

—Tienes que ser la primera en llegar a las reuniones y la última en marcharte de ellas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Y la directora estará vigilándote.

Asintió con la cabeza y se tomó otra galleta, la cuarta. Hablamos de Terrence, de la rehabilitación y la desintoxicación mientras yo presenciaba una vez más la desesperanza de los drogadictos. El mantenerse apartada de la droga durante apenas veinticuatro horas era un reto que la abrumaba.

Tal como yo sospechaba, había estado consumiendo crack, una droga miserablemente barata y que producía adicción instantánea.

Mientras nos dirigíamos en mi automóvil al Naomi, Ruby me preguntó de repente:

—Lo han detenido, ¿verdad?

Estuve a punto de saltarme un semáforo en rojo. Era analfabeta y posiblemente se hubiese pasado desde el amanecer ante la puerta del despacho; ¿cómo era posible que hubiera visto el periódico?

—Sí.

—Me lo parecía.

—¿Cómo te has enterado?

—En la calle se oyen cosas.

De modo que los indigentes se transmitían los unos a los otros sus propias noticias. El joven abogado del consultorio de Mordecai había sido detenido. La poli se lo habían llevado como si de un squatter se tratara.

—Fue un malentendido —dije, aunque no creía que a ella le importase.

Empezaron a cantar sin esperarla; las oímos mientras subíamos por los peldaños de la entrada del Naomi. Megan abrió la puerta y me invitó a un café. En la sala principal de la planta baja, en lo que antes había sido un elegante salón, las visitantes del Naomi cantaban, compartían experiencias y se contaban mutuamente sus problemas. Nos pasamos unos cuantos minutos contemplándolas. Yo era el único varón presente y me sentía casi un intruso.

Megan me sirvió una taza y me acompañó en un rápido recorrido por el centro. Hablábamos en voz baja porque no lejos de allí unas mujeres estaban rezando. En el primer piso, cerca de la cocina, estaban las habitaciones de descanso y las duchas; las mujeres que sufrían depresiones salían a menudo al pequeño jardín trasero para estar a solas. El tercer piso estaba ocupado por despachos, y una sala rectangular llena de sillas, donde se llevaban a cabo conjuntamente las reuniones de Alcohólicos Anónimos y Drogadictos Anónimos.

Mientras subíamos por los angostos peldaños, un coro rompió gozosamente a cantar en el piso de abajo. El despacho de Megan estaba en el tercer piso. Me invitó a entrar y, en cuanto me senté, me arrojó a las rodillas un ejemplar del Post.

—Qué noche tan movidita, ¿verdad? —me dijo sonriendo.

Contemplé de nuevo mi fotografía.

—No ha estado mal.

—¿Y eso qué es? —preguntó, señalándose la sien.

A mi compañero de celda le gustaban mis zapatillas. Y se las quedó.

Echó un vistazo a mis gastadas Nike.

—¿Estas?

—Sí. Bonitas, ¿verdad?

—¿Cuánto has estado en la cárcel?

—Un par de horas. Bastaron para recuperarme. Ahora soy un hombre nuevo.

Volvió a sonreír, una sonrisa perfecta, nuestras miradas se cruzaron por un instante y observé que no llevaba anillo de casada. Era alta y demasiado delgada. Llevaba el cabello, pelirrojo oscuro, cortado por encima de las orejas como una estudiante de preuniversitario. Sus ojos eran color marrón claro, muy grandes y redondos y muy agradables de contemplar por un par de segundos. Me llamó la atención que fuera tan atractiva y me sorprendió que no me hubiera percatado antes de ello.

¿Estaría tendiéndome una trampa? ¿Me habría llevado a su despacho por alguna razón inconfesable? ¿Cómo era posible que la víspera no hubiese reparado en aquella sonrisa y en aquellos ojos?

Hicimos un intercambio de biografías. Su padre era un pastor de la Iglesia Episcopaliana, en Maryland, aficionado de los Redskins y gran enamorado del distrito de Columbia. En su adolescencia ella había decidido trabajar por los pobres. No existía vocación más sublime.

Tuve que confesarle que jamás había sentido el menor interés por los pobres hasta dos semanas atrás. La fascinó la historia de Señor y los efectos purificadores que había ejercido sobre mí.

Me invitó a regresar a la hora del almuerzo para ver qué hacía Ruby. Si salía el sol tal vez pudiésemos comer en el jardín.

Los abogados de los pobres no son distintos de las demás personas. Pueden encontrar románticos los lugares más insólitos, como, por ejemplo, un albergue para mujeres sin hogar.

Tras pasarme una semana recorriendo las zonas más peligrosas del distrito de Columbia, permanecer varias horas en los centros de acogida y mezclarme y relacionarme con los vagabundos, ya no experimentaba la necesidad de esconderme detrás de Mordecai cada vez que salía. Mordecai era un escudo muy valioso, pero para sobrevivir en las calles yo debía arrojarme al lago y aprender a nadar.

Tenía una lista de casi treinta centros de acogida, albergues y comedores frecuentados por los indigentes, y una lista de los nombres de las diecisiete personas desalojadas, incluidos a Devon Hardy y Lontae Burton.

Mi primera parada del sábado por la mañana después del Naomi fue la Iglesia Cristiana del Monte Galaad, cerca de la Universidad Gallaudet. Según mi plano, era el comedor social más cercano al cruce de New York con Florida, donde antes se levantaba el almacén. Cuando llegué, a las nueve, la directora, una joven llamada Gloria, estaba sola en la cocina cortando apio, muy preocupada por el hecho de que aún no hubiera llegado ningún voluntario. Tras presentarme y convencerla de que mis credenciales estaban en regla, me señaló una tabla de madera y me pidió que cortase cebolla.

¿Cómo podía un abogado de los pobres decir que no?

Lo había hecho una vez en la cocina de Dolly, le expliqué, durante la nevada. Gloria era amable, pero tenía prisa, de modo que mientras cortaba cebolla y me enjugaba los ojos, pasé a describirle el caso en que estaba trabajando y le recité los nombres de las personas desalojadas junto con Devon Hardy y Lontae Burton.

—Nosotros no nos ocupamos de los casos —dijo—. Nos limitamos a darles de comer. No conozco muchos nombres.

Llegó un voluntario con un saco de patatas. Gloria me dio las gracias y tras tomar la copia de la lista que le entregué, me prometió que prestaría más atención a los nombres de la gente.

Mis movimientos estaban planeados; tenía que hacer varias visitas y disponía de muy poco tiempo.

Hablé por teléfono con un médico de la Clínica del Capitolio, un centro privado de atención a los indigentes. La clínica conservaba la ficha de todos los pacientes. Era sábado y el lunes él le pediría a la secretaria que cotejara mi lista con los archivos del ordenador. Si encontraba alguna coincidencia, la secretaria me llamaría.

Tomé el té con un sacerdote católico de la Misión del Redentor situada en las cercanías de la calle Rhode Island, quien examinó cuidadosamente los nombres. No le sonaba ninguno.

—Hay tantos —dijo.

El único susto de la mañana me lo llevé en la Coalición de la Libertad, una espaciosa sala de convenciones construida por una asociación olvidada hacía ya mucho tiempo, y reconvertida más tarde en centro comunitario. A las once empezó a formarse delante de la entrada principal la cola para el almuerzo. Puesto que yo no había ido allí para comer, me acerqué directamente a la puerta. Algunos hombres que esperaban la comida creyeron que pretendía colarme y me insultaron. Estaban hambrientos, se habían puesto repentinamente furiosos y el hecho de que yo fuera blanco no contribuía a mejorar la situación. ¿Cómo era posible que me hubieran confundido con un indigente? En la puerta había un voluntario que también me tomó por un insensato y me apartó violentamente con el brazo. Otro acto de violencia contra mi persona.

—¡No vengo para comer! —exclamé, airado—. ¡Soy un abogado de la gente sin hogar!

Todos se calmaron de inmediato; de pronto me convertí en un hermano de ojos azules y me dejaron entrar en el edificio sin ulteriores agresiones. El director era el reverendo Kip, un hombrecillo apasionado que llevaba alzacuello y boina roja. No congeniamos. Cuando se enteró de que a) yo era abogado; b) mis clientes eran los Burton; c) estaba trabajando en su caso; y d) cabía la posibilidad de que al final se cobrara una indemnización por daños y perjuicios, empezó a pensar en el dinero.

Perdí treinta minutos con él y me fui, no sin jurarme a mí mismo que le enviaría a Mordecai.

Telefoneé a Megan y me excusé por no poder almorzar con ella. Mi pretexto fue que me encontraba en la otra punta de la ciudad con una larga lista de personas a las que todavía tenía que ver. La verdad es que no sabía si ella estaba flirteando conmigo. Era bonita, inteligente y tremendamente simpática; en definitiva, justo lo que menos necesitaba. Llevaba casi diez años sin flirtear; ya no conocía las reglas.

Pero Megan tenía una gran noticia. Ruby no sólo había sobrevivido a la sesión matinal de AA-DA sino que, había jurado que no se drogaría durante veinticuatro horas.

—Esta noche no tiene que estar en la calle —dijo Megan, que había presenciado la emocionante escena desde el fondo de la sala—. En doce años no ha pasado ni un solo día sin drogarse.

Como es natural, yo no podía ser de gran utilidad. Megan tenía varias ideas.

La tarde fue tan infructuosa como la mañana, aunque averigüé la localización de todos los centros de acogida del distrito. Además, conocí a muchas personas, establecí contactos e intercambié tarjetas de visita con gente a la que probablemente volvería a ver.

Kelvin Lam seguía siendo el único desalojado al que habíamos podido localizar. Incluyendo a Devon Hardy y Lontae Burton, me quedaban catorce personas y todas parecían haberse esfumado.

Los sin hogar empedernidos acuden de vez en cuando a los albergues a comer o a que les den un par de zapatos o una manta pero se van sin dejar el menor rastro. No quieren ayuda. No experimentan el menor deseo de contacto humano. Costaba creer que los catorce restantes pertenecieran a esta categoría. Un mes atrás vivían bajo techo y pagaban alquiler.

«Paciencia —me repetía Mordecai—. Los abogados de la calle tienen que ser pacientes».

Ruby me recibió en la entrada del Naomi con una sonrisa radiante y un abrazo caluroso. Había completado las dos sesiones. Megan ya había sentado las bases para las doce horas siguientes; no permitirían que se quedara en la calle. Ruby se había mostrado de acuerdo.

Abandonamos la ciudad y seguimos por el oeste hacia Virginia. En un centro comercial de las afueras compramos un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico, jabón, champú y muchos caramelos. Nos alejamos un poco más de la ciudad y en el pueblo de Gainesville encontré un motel nuevo y reluciente que anunciaba habitaciones individuales a cuarenta y dos dólares la noche.

Pagué con mi tarjeta de crédito; seguro que de podría deducir el gasto.

Dejé allí a Ruby, pidiéndole encarecidamente que permaneciera en la habitación con la puerta cerrada hasta que yo pasase a recogerla el domingo por la mañana.