CAPÍTULO 26

Los indigentes están cerca de las calles, las calzadas, los bordillos y las cunetas, el hormigón, la basura, las tapas de las alcantarillas, las bocas de incendios, las papeleras, las paradas de autobús y los escaparates de las tiendas. Cada día se desplazan lentamente por un terreno que conocen como la palma de su mano, se paran a hablar los unos con los otros porque el tiempo significa muy poco para ellos y se detienen a contemplar un automóvil con el motor calado en el centro de la calzada en medio del tráfico, a un nuevo camello en una esquina o un rostro extraño en sus dominios. Se sientan en sus aceras, escondidos bajo los sombreros y los gorros y los toldos de las tiendas y, cual si fueran unos centinelas, observan todos los movimientos que se producen alrededor de ellos. Oyen los sonidos de la calle, perciben el olor de los escapes de los autobuses y de la grasa frita de los restaurantes de mala muerte. Si un mismo taxi pasa dos veces en una hora, ellos lo saben. Si se oye el disparo de una pistola en la distancia, ellos saben dónde ha sido. Cuando un espléndido automóvil con matrícula de Virginia o Maryland aparca junto al bordillo, ellos lo vigilan hasta que se va.

Cuando un policía de paisano espera en el interior de un vehículo sin placas, ellos lo ven.

—La policía está ahí fuera, —le dijo uno de nuestros clientes a Sofía.

Ella se acercó a la puerta principal, miró hacia el sudeste por la calle Q y vio algo que le pareció un coche de la policía sin identificación. Esperó media hora y volvió a salir. Entonces se lo dijo a Mordecai.

Yo ignoraba lo que ocurría porque estaba luchando en dos frentes: contra el organismo que adjudicaba los vales para comida y contra la oficina del fiscal. Era viernes por la tarde y la burocracia urbana, que en días corrientes solía estar por debajo de los niveles normales, ya estaba cerrando con vistas al fin de semana. Ambos me comunicaron la noticia simultáneamente.

—Creo que la poli está esperándote —me anunció Mordecai en tono solemne.

—¿Dónde? —le pregunté como si eso tuviera importancia.

—En la esquina. Llevan una hora vigilando el edificio.

—A lo mejor los andan buscando a ustedes —dije, y solté una carcajada.

A nadie pareció hacerle gracia.

—He llamado —me informó Sofía—. Se ha dictado una orden de detención contra ti. Robo cualificado.

¡Un delito! ¡La cárcel! Un apuesto chico blanco entre rejas.

—No me extraña —dije, intentando disimular mi temor—. Terminemos de una vez.

—He llamado a un tipo de la Fiscalía —terció Mordecai—. Sería bonito que te permitieran entregarte.

—Sería bonito —repetí como si no tuviera la menor importancia—. Pero me he pasado toda la tarde hablando con la Fiscalía. Allí nadie te hace caso.

—Tienen doscientos abogados —dijo Mordecai, que consideraba a policías y fiscales sus enemigos naturales.

Elaboramos rápidamente un plan de acción. Sofía llamaría a un garante de fianzas que se reuniría con nosotros en la cárcel. Mordecai intentaría encontrar a un juez amistoso. Pero nadie mencionaba el hecho evidente de que era viernes por la tarde. ¿Cómo haría para sobrevivir a un fin de semana en la cárcel?

Se retiraron para efectuar sus llamadas y yo permanecí sentado ante mi escritorio, incapaz de moverme, pensar o hacer cualquier otra cosa que no fuera prestar atención al chirrido de la puerta de la calle. No tuve que esperar demasiado. A las cuatro en punto entró el teniente Gasko con un par de esbirros.

Durante mi primer encuentro con él, cuando lo sorprendí registrando el apartamento de Claire y empecé a soltarle gritos mientras anotaba nombres, amenazaba con presentar toda clase de querellas contra él y sus subalternos, respondía a sus palabras con comentarios mordaces y me sentía un brillante abogado en presencia de un policía de mierda, no se me había ocurrido pensar en la posibilidad de que algún día él pudiera darse el gusto de detenerme. Pero allí lo tenía, pavoneándose y mirándome con una sonrisa de desprecio mientras sostenía en la mano unos papeles doblados, a punto de restregármelos por las narices.

—Tengo que ver al señor Brock —le dijo a Sofía justo en el instante en que yo abandonaba sonriendo mi despacho.

—Hola, Gasko —lo saludé—. ¿Todavía está buscando el expediente?

—No. Hoy no.

Mordecai salió de su despacho. Sofía permanecía de pie junto a su escritorio. Todo el mundo miraba a todo el mundo.

—¿Trae una orden? —preguntó Mordecai.

—Sí. Para el señor Brock aquí presente —le contestó Gasko.

—Pues vamos allá —dije acercándome a él al tiempo que me encogía de hombros.

Uno de los esbirros abrió unas esposas que le colgaban del cinturón. Decidí mostrarme sereno.

—Soy su abogado —dijo Mordecai—. Déjeme ver la orden. —Tomó el documento que le ofrecía Gasko y lo examinó mientras me esposaban con las manos a la espalda y yo sentía el roce del frío acero contra las muñecas. Las esposas me estaban demasiado ajustadas o, por lo menos, más ajustadas de lo que deberían haber estado, pero podía resistirlo, y estaba firmemente decidido a parecer despreocupado—. Tendré mucho gusto en conducir a mi cliente a la comisaría —añadió.

—Muchas gracias —contestó Gasko en tono irónico—, pero le ahorraré la molestia.

—¿Adónde irá?

—A jefatura.

—Te seguiré hasta, allí —me dijo Mordecai.

Sofía estaba hablando por teléfono, lo que me resultaba aún más consolador que el hecho de saber que Mordecai me seguiría.

Tres de nuestros clientes, unos inofensivos caballeros de la calle que habían entrado para hablar con Sofía, lo presenciaron todo. Estaban sentados en el lugar donde siempre esperaban los clientes, y al verme pasar por su lado me miraron con asombro e incredulidad.

Uno de los esbirros me sujetó fuertemente por el codo y me hizo franquear a empellones la puerta principal; pisé la acera deseando ocultarme cuanto antes en el interior de su automóvil, un sucio vehículo blanco sin identificación, aparcado en la esquina. Los indigentes lo vieron todo: la maniobra del conductor para modificar la posición del vehículo, la irrupción de los agentes, mi salida esposado y flanqueado por ellos.

«Han detenido a un abogado», comentarían en voz baja, y la noticia se propagaría rápidamente por las calles.

Gasko se acomodó a mi lado en el asiento trasero. Miré alrededor sin ver nada, mientras el pánico iba apoderándose lentamente de mí.

—Menuda pérdida de tiempo —masculló Gasko, cruzándose de piernas—. Hay ciento cuarenta asesinatos sin resolver en esta ciudad, droga en todas las esquinas y traficantes haciendo negocio en las escuelas, y tenemos que perder el tiempo con usted.

—¿Está tratando de hacerme hablar, Gasko? —pregunté.

—No.

—Muy bien.

Todavía no me había dicho mis derechos, lo que no estaba obligado a hacer hasta que comenzara a interrogarme.

El esbirro número uno conducía hacia el sur por la calle Catorce sin luces, sirenas ni el menor respeto por las señales de tráfico y los peatones.

—Pues entonces suélteme —le espeté.

—Si de mí dependiera, lo haría, pero usted ha molestado mucho a ciertas personas. El fiscal me ha dicho que están presionándolo para que le ajuste las clavijas.

—¿Quién está presionándolo? —pregunté, aun cuando conocía la respuesta. Los de Drake & Sweeney no perderían el tiempo con la policía, sino que hablarían directamente con el fiscal, echando mano de toda la terminología jurídica.

—Las víctimas —contestó sarcásticamente Gasko.

Estaba de acuerdo con su valoración; resultaba difícil imaginar a un puñado de prósperos abogados en el papel de víctimas de un delito.

Muchos personajes famosos habían sido detenidos. Traté de recordarlos. Martin Luther King había ido varias veces a la cárcel. También Boesky y Milken y otros célebres ladrones cuyos nombres no recordaba. ¿Y qué decir de todos los famosos actores y deportistas detenidos por conducir en estado de embriaguez, por solicitar los servicios de una prostituta o por tenencia de cocaína? Todos habían sido arrojados al asiento trasero de un automóvil de la policía y llevados detenidos como delincuentes comunes. Un juez de Memphis estaba cumpliendo una condena de cadena perpetua; un compañero mío de estudios había estado ingresado en un centro de rehabilitación; un antiguo cliente había sido encerrado en una prisión federal por evasión de impuestos.

Todos habían sido detenidos y acusados formalmente, les habían tomado las huellas digitales y los habían fotografiado con un numerito debajo de la barbilla. Y todos habían sobrevivido.

Sospechaba que hasta Mordecai Green debía de haber sentido el frío abrazo de las esposas.

El hecho de que finalmente hubiera ocurrido me producía cierto alivio. Podría dejar de correr, de esconderme y de vigilar para ver si alguien me seguía. La espera había terminado. Y no había sido una redada nocturna de esas que lo obligaban a uno a permanecer en el calabozo hasta la mañana siguiente. Era una hora razonable. Con un poco de suerte, podrían cumplirse todos los trámites y yo saldría bajo fianza antes de que empezara la desbandada del fin de semana.

Pero había también un elemento de horror, un temor que jamás había sentido. En la cárcel municipal podían fallar muchas cosas. Los documentos podían extraviarse. Podían producirse toda clase de demoras. La fianza podía aplazarse hasta el sábado, el domingo e incluso el lunes. Me encerrarían en un calabozo abarrotado de gente hostil y desagradable.

Se correría la voz de mi detención. Mis amigos sacudirían la cabeza y se preguntarían qué otra cosa podría hacer yo para destruir mi vida. Mis padres quedarían destrozados. No estaba muy seguro de lo que pensaría Claire, sobre todo ahora que estaba en compañía de su amante.

Cerré los ojos y procuré ponerme cómodo, una tarea imposible cuando uno está sentado sobre las manos.

El recuerdo de los trámites es borroso; Gasko me llevaba de un lado a otro como si yo fuera un cachorro extraviado. Con la cabeza gacha, me decía a mí mismo: «No mires a nadie». Primero, el inventario, todo lo que había en los bolsillos, firmar un impreso. Luego, bajar por un sucio pasillo para que me fotografiaran descalzo, de pie contra la cinta de medir, no tiene que sonreír si no quiere, pero, por favor, mire a la cámara.

Después de perfil. A continuación, a que me tomasen las huellas dactilares, donde había gente, por lo que Gasko tuvo que esposarme a una silla del pasillo como si fuera un enfermo mental mientras él iba a tomarse un café. Los detenidos pasaban por delante de mí, en distintas fases de sus trámites. Agentes por todas partes. Un rostro blanco, no de un policía sino de un acusado como yo, joven, con un elegante traje azul marino, visiblemente embriagado y con una magulladura en la mejilla izquierda. ¿Cómo era posible que alguien se emborrachase antes de las cinco de la madrugada de un viernes? Profería amenazas a voz en cuello, utilizando un vocabulario tan duro como escogido, pero nadie le hacía caso. Al cabo de un rato se marchó. Pasó el tiempo y empecé a sentirme asustado. Fuera ya estaba oscureciendo, había comenzado el fin de semana, empezarían a producirse delitos y en la cárcel aumentaría el ajetreo. Gasko regresó, me llevó al Departamento de Huellas Dactilares y contempló cómo un agente llamado Poindexter aplicaba hábilmente la tinta y comprimía mis dedos contra los papeles. No fue necesaria ninguna llamada telefónica. Mi abogado estaba muy cerca, aunque Gasko no lo había visto. A medida que bajábamos, las puertas eran cada vez más pesadas. Estábamos yendo en dirección contraria; la calle se encontraba detrás de nosotros.

—¿No puedo conseguir una fianza? —pregunté finalmente.

Más adelante vi unas ventanas con barrotes y unos atareados guardias armados.

—Creo que su abogado está trabajando en ello —contestó Gasko.

Me encomendó al sargento Coffey, quien me empujó contra la pared, me obligó a separar las piernas y me cacheó como si estuviera buscando una moneda de diez centavos. Al no encontrar nada, soltó un gruñido y me señaló un detector de metales por el que pasé sin ofenderme.

Se oyó un timbrazo, se abrió una puerta corrediza y a los lados apareció un pasillo con barrotes. Una puerta metálica se cerró a mi espalda y mi esperanza de una pronta liberación se desvaneció.

Entre los barrotes del estrecho pasillo asomaban manos y brazos. Todos nos miraron mientras pasábamos por delante de ellos. Volví a bajar la vista. Coffey echaba un vistazo a las distintas celdas; me pareció que contaba a la gente. Nos detuvimos delante de la tercera a la derecha.

Mis compañeros de encierro eran negros, y mucho más jóvenes que yo. Al principio conté cuatro; después vi a un quinto tendido en la litera superior. Había dos camas para seis personas. La celda era un pequeño cuadrado con tres paredes de barrotes, por lo que uno podía ver a los reclusos de la celda contigua y a los del otro lado del pasillo. La pared del fondo era de hormigón, con un pequeño retrete en un rincón.

Coffey cerró ruidosamente la puerta detrás de mí. El tipo de la litera de arriba se incorporó y dejó las piernas colgando cerca del rostro de un sujeto sentado en la litera inferior. Los tres me miraron con rabia mientras yo permanecía de pie al lado de la puerta, procurando mostrarme sereno y tranquilo al tiempo que trataba desesperadamente de encontrar un lugar en el suelo donde poder sentarme sin tocar a ninguno de mis compañeros de celda, lo que sin duda habría resultado peligroso.

Afortunadamente, no iban armados. Afortunadamente, alguien había instalado un detector de metales. No tenían pistolas ni navajas; yo no llevaba nada de valor, aparte de la ropa. Mi reloj, mi billetero, mi teléfono móvil, el dinero en efectivo, todo lo que llevaba encima me lo habían quitado y habían hecho un inventario.

Imaginé que la parte anterior de la celda debía de ser más segura que la posterior. No presté atención a las miradas de mis compañeros de encierro y ocupé mi lugar en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta. Al fondo del pasillo alguien estaba pidiendo a gritos la presencia de un guardia.

Estalló una pelea dos celdas más abajo y, a través de los barrotes y las literas vi al borracho blanco del traje azul marino acorralado por dos corpulentos negros que estaban golpeándole la cabeza. Otras voces los animaban, y todo el pasillo se alborotó. No era un buen momento para ser blanco.

Se oyó un silbido estridente, se abrió una puerta y apareció Coffey blandiendo una porra. La pelea terminó de repente y el borracho se quedó inmóvil, tendido boca abajo en el suelo. Coffey se acercó a la celda y preguntó qué había ocurrido. Nadie lo sabía; nadie había visto nada.

—¡A ver si se quedan quietos! —gritó Coffey, y luego se marchó.

Transcurrieron varios minutos. El borracho empezó a gemir; oí que alguien vomitaba. Uno de mis compañeros de celda se levantó y se acercó a mí. Su pie descalzo rozó ligeramente mi pierna. Levanté la vista y lo aparté. Me miró enfurecido y comprendí que era el final.

—Qué chaqueta tan bonita —dijo.

—Gracias —murmuré, procurando no sonar sarcástico ni provocador.

La chaqueta era una vieja americana de color azul marino que llevaba todos los días junto con unos pantalones vaqueros y zapatillas de color caqui, mi atuendo de radical. No merecía la pena dejarme matar por ella.

—Qué chaqueta tan bonita —repitió, y me dio un golpecito con el pie. El tipo de la litera de arriba saltó al suelo y se acercó para observarla mejor.

—Gracias —repetí.

Tendría unos dieciocho o diecinueve años, era alto y delgado, y en su cuerpo no se advertía un solo gramo de grasa; probablemente era miembro de una banda y se había pasado toda la vida en las calles. Se daba aires y estaba deseando impresionar a los demás con su bravuconería. Jamás le habría resultado tan fácil darle una patada a un trasero como al mío.

—Yo no tengo una chaqueta tan bonita —dijo.

Otro golpe más fuerte con el pie, con ánimo de provocarme.

Debía de ser un muchacho de la calle, pensé. No podía robarme la chaqueta porque no hubiera podido echar a correr con ella.

—¿Quieres que te la preste? —pregunté sin levantar la vista.

—No.

Me acerqué las rodillas a la barbilla, adoptando una posición defensiva. En caso de que me pegara un puntapié o un puñetazo, no pensaba responder. Cualquier resistencia daría lugar a que los otros cuatro se acercaran de inmediato y se lo pasaran en grande aporreando al tipo blanco.

—Aquí mi amigo ha dicho que tienes una chaqueta muy bonita —masculló el de la litera de arriba.

—Y le he dado las gracias.

—Ha dicho también que él no tiene ninguna tan bonita.

—¿Y qué puedo hacer yo? —pregunté.

—Un regalo sería lo más apropiado.

Se acercó un tercero y me vi rodeado. El primero me dio una patada en el pie y sus compañeros se acercaron un poco más. Estaban a punto de atacarme; cada uno de ellos esperaba a que el otro empezara. Me quité rápidamente la americana y la arrojé hacia ellos.

—¿Eso es un regalo? —preguntó el primero, agarrándola al vuelo.

—Es lo que tú quieres que sea —contesté, mirando el suelo.

No vi su pie. Recibí un golpe impresionante en la sien izquierda que hizo que mi cabeza chocase dolorosamente contra los barrotes de atrás.

—¡Mierda! —exclamé, y me llevé la mano a la sien. Preparándome para el ataque, añadí—: Puedes quedarte con la maldita chaqueta.

—¿Es un regalo?

—Sí.

—Pues muchas gracias, hombre.

—De nada —repuse, frotándome la mejilla. Tenía toda la cabeza entumecida.

Se retiraron y permanecí hecho un ovillo.

Transcurrieron varios minutos, aunque yo había perdido la noción del tiempo. El borracho de dos celdas más abajo trataba de recuperarse y estaba llamando otra vez al guardia. El muchacho que se había quedado con mi chaqueta no se la puso. La celda se la tragó.

Sentía que el rostro me palpitaba, pero no estaba sangrando. En caso de que no sufriera más lesiones, podría considerarme afortunado. Un compañero del fondo del pasillo anunció a gritos que quería dormir y empecé a temer lo que pudiera depararme aquella noche. Seis reclusos y dos camas muy estrechas. ¿Teníamos que dormir en el suelo sin manta ni almohada?

Sentado sobre una superficie cada vez más fría, miré a mis compañeros de celda y me pregunté qué delitos habrían cometido. Yo me había llevado un expediente con intención de devolverlo, y, sin embargo, allí estaba, como un indeseable entre traficantes, ladrones de coches, violadores y probablemente, asesinos.

No tenía apetito, pero pensé en la comida. No tenía cepillo de dientes, no necesitaba ir al lavabo, pero ¿qué ocurriría cuando necesitara hacerlo? ¿Dónde estaba el agua para beber? Las cosas más esenciales adquirieron de pronto una importancia trascendental.

—Qué zapatillas tan bonitas —dijo alguien. Di un respingo, levanté la mirada y vi a otro, de pie junto a mí. Llevaba unos sucios calcetines blancos y sus pies eran varios centímetros más largos que los míos.

—Gracias —susurré.

Las zapatillas en cuestión eran unas viejas Nike de entrenamiento. No eran de baloncesto y no había ninguna razón que justificara el interés de mi compañero de celda. Por una vez, pensé que más me hubiese valido llevar puestos mis elegantes mocasines con borlas.

—¿Qué número calzas? —me preguntó.

—El cuarenta y dos.

El muchacho que se había quedado con mi americana se acercó; el mensaje había sido transmitido y recibido.

—La misma talla que yo —dijo el primero.

—¿Los quieres? —le pregunté, y de inmediato empecé a desatar los cordones—. Toma, quiero regalarte mis zapatillas. —Sacudí rápidamente los pies para quitármelas y él las tomó.

Por un instante deseé preguntar qué ocurriría con mis vaqueros y mi ropa interior.

Mordecai apareció sobre las siete de la mañana. Coffey me sacó de la celda y mientras avanzábamos por los pasillos, me preguntó:

—¿Dónde están sus zapatillas?

—En la celda —contesté—. Me las han quitado.

—Voy por ellas.

—Gracias. También tenía una chaqueta azul marino.

Me miró el ojo izquierdo que empezaba a hincharse.

—¿Cómo se encuentra?

—Maravillosamente bien. Soy libre.

Mi fianza ascendía a diez mil dólares. Mordecai estaba esperándome con el garante. Le pagué mil dólares en efectivo y firmé los papeles. Coffey me llevó las zapatillas y la americana y así terminó mi encarcelamiento. Sofía esperaba en su coche y rápidamente nos fuimos de allí.