Llamé a la puerta de la casa de al lado de los Palma y una voz de mujer preguntó:
—¿Quién es?
Nadie hizo el menor esfuerzo por descorrer el pestillo y abrir. Me había pasado mucho rato planeando mi táctica. Incluso la había ensayado durante mi trayecto en automóvil hasta Bethesda. Pero no estaba muy convencido de que consiguiera sonar convincente.
—Bob Stevens —contesté con cierta inquietud—. Busco a Héctor Palma.
—¿A quién? —preguntó la mujer.
—Héctor Palma. El que vivía en la casa de al lado.
—¿Qué desea?
—Le debo dinero. Estoy tratando de localizarlo, eso es todo.
Si yo hubiera pretendido cobrar algo o efectuar alguna tarea desagradable, habría sido lógico que los vecinos se pusieran en guardia. Mi pequeña estratagema me había parecido muy ingeniosa.
—Se ha ido —contestó ella ásperamente.
—Eso ya lo sé. Pero ¿sabe usted adónde se ha ido?
—No.
—¿Ha dejado esta zona?
No lo sé.
—¿No los vio hacer la mudanza?
Naturalmente, no había manera de eludir una respuesta afirmativa, pero en lugar de mostrarse servicial, la vecina se retiró a las profundidades de su apartamento y seguramente llamó al servicio de seguridad. Repetí la pregunta y volví a tocar el timbre, sin éxito.
Me dirigí hacia la otra puerta contigua al último domicilio conocido de Héctor. Después de dos timbrazos, la puerta se entreabrió hasta donde permitía la cadena y un hombre de mi edad con mayonesa en la comisura de los labios me preguntó:
—¿Qué quiere?
Repetí el truco de Bob Stevens. Me escuchó atentamente mientras sus hijos correteaban detrás de él en el salón, donde un televisor estaba encendido a todo volumen. Eran más de las ocho, estaba oscuro y hacía frío, y yo había interrumpido su cena.
Pero el hombre no era antipático.
—No lo conocía —dijo.
—¿Y a su esposa?
—Tampoco. Viajo mucho. Casi siempre estoy fuera.
—¿Los conocía su mujer?
—No —se apresuró a contestar.
—¿Usted o su esposa los vieron mudarse?
—El fin de semana pasado no estábamos aquí.
—¿Y no tiene idea de adónde se han ido?
—Ninguna.
Le di las gracias y, al volverme, tropecé con un fornido guardia de seguridad uniformado que sostenía en la mano derecha una porra y se golpeaba con ella la palma de la mano izquierda, como hacen los polis en las películas.
—¿Qué está haciendo? —me preguntó con muy malos modos.
—Busco a una persona —respondí—. Guarde eso que lleva en la mano.
—Aquí no está permitido molestar.
—¿Está usted sordo? Busco a una persona, no pretendo molestar.
Pasé por su lado para dirigirme hacia el aparcamiento.
—Hemos recibido una queja —dijo a mi espalda. Tiene que marcharse.
—Ya me voy.
Mi cena consistió en un taco y una cerveza en un bar cercano. Me sentía más seguro comiendo en los suburbios. El local pertenecía a una cadena nacional que estaba ganando dinero a espuertas con nuevos y relucientes abrevaderos de barrio. Los clientes eran en su mayoría jóvenes funcionarios del Estado que aún no habían conseguido encontrar casa, hablaban de política y de métodos mientras bebían cerveza de barril y pegaban gritos ante las jugadas de un partido.
La soledad era consecuencia de la adaptación. Había dejado atrás a mi mujer y a mis amigos. Los siete años de trabajo a destajo en Drake & Sweeney no habían sido muy propicios para el cultivo de las amistades; y tampoco de un matrimonio. A los treinta y dos años no estaba preparado para la vida de soltero. Mientras contemplaba el partido y a las mujeres, me pregunté si tendría que regresar a los ambientes de los bares y las salas nocturnas para encontrar compañía. Me resistía a creer que no hubiera otros lugares y otros métodos.
Comencé a sentirme deprimido y me fui.
Regresé a la ciudad conduciendo muy despacio, pues no me apetecía demasiado encerrarme en mi buhardilla. Como inquilino, mi nombre debía de figurar en la base de datos de algún ordenador y la policía no tendría demasiadas dificultades en enterarse de dónde vivía. Si pensaban detenerme, estaba seguro de que lo harían por la noche. Se divertirían mucho pegándome un susto llamando a la puerta a altas horas y, tras zarandearme un poco me colocarían las esposas, me sacarían a empellones al rellano, bajarían conmigo en ascensor sujetándome dolorosamente por los sobacos y me empujarían al asiento posterior de un coche patrulla para llevarme a la prisión municipal, donde sería el único profesional blanco detenido aquella noche.
Nada les complacería más que arrojarme a un calabozo lleno a rebosar del habitual surtido de matones y dejarme abandonado a mi suerte.
Hiciera lo que hiciere, siempre llevaba conmigo dos cosas. Una de ellas era un teléfono móvil para poder llamar a Mordecai en cuanto me detuvieran. La otra era un fajo de veinte billetes de cien dólares para pagar la fianza y evitar con ello el calabozo.
Aparqué a dos manzanas de distancia y eché un vistazo a todos los coches vacíos por si descubría en el interior de alguno de ellos un personaje sospechoso.
Llegué a mi buhardilla ileso y sin que nadie me hubiera detenido.
Mi salón estaba ahora amueblado con dos sillas de jardín y una caja de plástico que me servía tanto de mesita auxiliar como de asiento. El televisor estaba colocado encima de otra caja de plástico. Me hacía gracia la escasez de mobiliario, y ya había decidido que la casa sería para mí solo. Nadie vería cómo vivía.
Había llamado mi madre. Escuché la grabación. Ella y papá estaban preocupados por mí y querían visitarme. Le habían comentado la situación a mi hermano Warren, y era posible que éste también hiciese el viaje. Me parecía estar oyendo su análisis de mi nueva existencia. Alguien tenía que hacerme entrar en razón.
La marcha por Lontae fue la principal noticia del telediario de las once. Se ofrecían primeros planos de los cinco ataúdes negros en las escalinatas del edificio de la Fiscalía del distrito y más tarde durante su recorrido por la calle. Se mostraba a Mordecai predicando a las masas. La muchedumbre era mucho más numerosa de lo que yo pensaba; calculaban unas cinco mil personas. El alcalde no había querido hacer ningún comentario.
Apagué el televisor y marqué el número de Claire. Llevábamos cuatro días sin hablar y me pareció conveniente tener con ella un detalle de cortesía. Técnicamente aún estábamos casados. Sería bonito que cenásemos juntos la semana siguiente, o la otra.
Al tercer timbrazo, una voz desconocida contestó a regañadientes.
—Hola.
Era una voz masculina.
Por un instante, el asombro me impidió hablar. Eran las once y media de la noche de un jueves. Claire tenía a un hombre en casa. Yo llevaba menos de una semana fuera del apartamento. Estuve a punto de colgar, pero me sobrepuse y dije:
—Claire, por favor.
—¿De parte de quién? —preguntó el desconocido en tono malhumorado.
—De Michael, su marido.
—Se está duchando —contestó sin ocultar su satisfacción.
—Dígale que he llamado —dije, y colgué rápidamente el auricular.
Estuve caminando por las tres habitaciones de mi buhardilla hasta la medianoche. Entonces volví a vestirme y a pesar del frío salí a dar un paseo. Cuando un matrimonio se desmorona, se analizan todos los guiones. ¿Había sido, sencillamente, un distanciamiento progresivo o había habido algo más que eso? ¿Acaso no había sabido interpretar los signos? ¿Era aquel hombre una aventura de una noche o llevaban varios años viéndose? ¿Sería un apasionado médico casado y con hijos o un joven y viril estudiante que le daba lo que ella no encontraba en mí?
Me repetía una y otra vez que no importaba. No nos divorciábamos por culpa de las infidelidades. Ya era demasiado tarde para preocuparme por la posibilidad de que ella hubiera estado acostándose con otro.
El matrimonio había terminado, eso era todo. Por el motivo que fuese. Claire podía irse al infierno. Estaba lejos y olvidada. Yo era libre de ir detrás de otras mujeres, y las mismas normas eran válidas para ella.
Faltaría más.
A las dos de la madrugada me encontré sin saber cómo en DuPont Circle, donde no presté la menor atención a los silbidos de los maricas y pasé junto a varios hombres que dormían en los bancos, envueltos en varias capas de ropa y colchas. Era peligroso, pero me daba igual.
Unas horas más tarde compré una caja de rosquillas surtidas en un Krispy Kreme, además de dos vasos de café y un periódico. Ruby estaba esperándome fielmente en la puerta, muerta de frío. Tenía los ojos más enrojecidos que de costumbre y tardó unos segundos en sonreír al verme.
Nos sentamos ante uno de los escritorios de la sala, el que estaba menos cubierto de expedientes antiguos. Dejé un espacio libre y serví el café y las rosquillas. No le gustaban las de chocolate; prefería las rellenas de fruta.
—¿Tú lees el periódico? —le pregunté mientras lo desdoblaba.
—No.
—¿Sabes leer?
—No mucho.
Se lo leí yo. Empezamos por la primera plana, sobre todo porque publicaba una fotografía de los cinco ataúdes, que parecían flotar en un mar de personas. El reportaje ocupaba la mitad inferior de la plana y estaba encabezado por unos grandes titulares. Ruby me escuchó con mucha atención. Había oído hablar de la muerte de la familia Burton; los detalles la fascinaron.
—¿Yo también podría morir así? —preguntó.
—No. A menos que tu coche tenga motor y enciendas la calefacción.
—Ojalá tuviera calefacción.
—Correrías el riesgo de morir congelada.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que podrías morirte de frío.
Se limpió la boca con una servilleta y tomó un sorbo de café. La noche en que murieron Ontario y su familia la temperatura era de unos seis grados bajo cero. ¿Cómo habría sobrevivido Ruby?
—¿A dónde vas cuando hace mucho frío? —le pregunté.
—No voy a ninguna parte.
—¿Te quedas en el coche?
—Sí.
—¿Y cómo evitas congelarte?
—Tengo muchas mantas. Me cubro con ellas.
—¿Nunca vas a un albergue?
—Nunca.
—¿Irías a un albergue si yo te ayudara a ver a Terrence?
Ladeó la cabeza y me dirigió una extraña mirada.
—Repítalo —dijo.
—Tú quieres ver a Terrence, ¿verdad?
—Claro.
—Pues entonces tienes que alejarte del crack, ¿verdad?
—Claro.
—Y para alejarte del crack tendrías que permanecer por un tiempo en un centro de desintoxicación.
¿Estarías dispuesta a hacerlo?
—Puede que sí —contestó—. He dicho puede.
Era un paso muy pequeño, pero no insignificante.
—Puedo ayudarte a ver a Terrence y a volver a formar parte de su vida, pero tienes que alejarte definitivamente de las drogas.
—Y eso ¿cómo se hace? —preguntó, rehuyendo mi mirada.
Hizo girar el vaso de café entre las manos mientras el vapor le subía hasta el rostro.
—¿Hoy irás al Naomi?
—Sí.
—He hablado con la directora. Hoy tienen dos reuniones, de alcohólicos y drogadictos juntos. Se llaman AA y DA. Quiero que asistas a las dos. La directora me llamará.
Asintió con la cabeza como una niña que acabara de recibir una reprimenda. En aquel momento no me parecía oportuno insistir. Mordisqueó sus rosquillas y se tomó el café mientras yo le leía una noticia tras otra. No le importaban los asuntos exteriores ni el deporte, pero las noticias ciudadanas le encantaban. Había votado una vez, muchos años atrás, y asimilaba fácilmente todo lo que se refería a la política del distrito. Comprendía muy bien los reportajes que giraban en torno a los delitos. Un largo editorial reprochaba al Congreso y al Ayuntamiento su falta de interés por la creación de servicios para los indigentes. Lontae no sería la única, advertía. Otros niños morirían en las calles a la sombra del Capitolio de Estados Unidos.
Lo resumí de modo que Ruby lo comprendiese, y se mostró de acuerdo con todas las afirmaciones.
Había empezado a caer una llovizna fría, por lo que decidí acompañar a Ruby en mi coche hasta su segunda parada del día. El Centro Femenino de Naomi era una casa adosada de cuatro plantas, situada en la calle 10 Noroeste, en una manzana de edificios similares. Abría a las siete de la mañana, cerraba a las cuatro de la tarde y cada día ofrecía comida, duchas, ropa, actividades y servicio de asesoramiento para cualquier mujer sin hogar que pasara por allí. Ruby era una asidua, y cuando entramos sus amigas la saludaron cordialmente. Hablé en voz baja con la directora, una joven llamada Megan. Ambos decidimos aunar fuerzas para obligar a Ruby a abandonar las drogas. La mitad de las mujeres de allí estaba mentalmente enferma, la mitad consumía estupefacientes, un tercio era cero positivo. Que Megan supiera, Ruby no padecía ninguna enfermedad infecciosa.
Cuando me fui, las mujeres se habían reunido en la sala principal para cantar.
Estaba trabajando afanosamente en mi despacho cuando Sofía llamó a la puerta y entró sin darme tiempo a contestar.
—Mordecai me ha dicho que buscas a una persona —soltó.
Llevaba un cuaderno tamaño folio para tomar notas.
Reflexioné por un instante y me acordé de Héctor.
—Ah, sí. Es verdad.
—Puedo ayudarte. Dime todo lo que sepas de esa persona. —Se sentó y empezó a escribir mientras yo le daba su nombre, dirección, último puesto de trabajo conocido, descripción física y su condición de casado con cuatro hijos.
—¿Edad?
—Unos treinta años.
—¿Sueldo aproximado?
—Treinta y cinco mil.
—Teniendo cuatro hijos, al menos uno debe de estar en edad escolar. Con este sueldo y viviendo en Bethesda, dudo que asista a una escuela privada. Es hispano, lo que significa que probablemente sea católico. ¿Algo más?
No se me ocurría nada más. Se marchó a su escritorio, donde empezó a hojear un grueso cuaderno de apuntes. Dejé la puerta abierta para poder ver y oír. La primera llamada la hizo a alguien de Correos. La conversación pasó de inmediato al español, por lo que no entendí de qué hablaba. Las llamadas se sucedieron. Decía «hola» en inglés, preguntaba por su contacto y pasaba a su lengua materna. Telefoneó a la sede de la diócesis católica, lo que la llevó a otra serie de rápidas llamadas.
Perdí el interés.
Al cabo de una hora se acercó a mi puerta y me dijo:
—Se han ido a vivir a Chicago. ¿Quieres la dirección?
—Pero ¿cómo has…? —pregunté con incredulidad.
—No preguntes. Un amigo de un amigo de su iglesia. Se fueron precipitadamente durante el fin de semana. ¿Necesitas su nueva dirección?
—¿Cuánto tardarás en averiguarla?
—No será fácil, pero puedo indicarte el camino a seguir.
Había por lo menos seis clientes sentados en la sala, esperando a que Sofía los asesorase.
—Ahora no —le dije—. Quizá más tarde. Te lo agradezco.
—Ni hablar.
Ni hablar. Yo tenía previsto pasarme unas cuantas horas más cuando oscureciera, llamando a las puertas de los vecinos, a merced del frío, eludiendo a los guardias de seguridad y confiando en que nadie me pegara un tiro. Y ella se había pasado una sola hora al teléfono y había localizado a la persona que yo buscaba.
Drake & Sweeney contaba con cien abogados en su filial de Chicago. Yo había estado allí dos veces a propósito de unos casos antimonopolio. Los despachos estaban en un rascacielos a la orilla del lago. El vestíbulo, de varios pisos de altura, tenía fuentes, escaleras mecánicas y un sinfín de tiendas en su perímetro. Era el lugar ideal para esconder y vigilar a Héctor Palma.