CAPÍTULO 24

Otro café con Ruby. Cuando llegué, a las ocho menos cuarto de la mañana, estaba esperándome junto a la puerta de entrada. Se alegró mucho de verme. ¿Cómo podía una persona estar tan contenta tras pasarse ocho horas tratando de dormir en el asiento trasero de un coche abandonado?

—¿Tiene una rosquilla? —me preguntó cuando encendí la luz. Ya se había convertido en una costumbre.

—Voy a ver. Siéntate; prepararé el café.

Hice tintinear los cacharros de la cocina mientras limpiaba la cafetera y buscaba algo que comer. Las rosquillas rancias de la víspera estaban aún más duras, pero era todo cuanto había. Debía renovar las existencias, por si a Ruby se le ocurría presentarse por tercer día consecutivo. Algo me decía que iba a hacerlo. Se comió una rosquilla, mordisqueando los duros bordes, tratando de parecer educada.

—¿Dónde desayunas? —le pregunté.

—Por lo general no desayuno.

—¿Y el almuerzo y la cena?

—Almuerzo en el Naomi de la calle Diez. Para cenar voy a la Misión Calvary de la Quince.

—¿Qué haces durante el día?

Estaba nuevamente inclinada sobre el vaso de papel, como si quisiera calentar su frágil cuerpo.

—Suelo pasarlo en el Naomi —contestó.

—¿Cuántas mujeres hay allí?

—No lo sé. Muchas. Nos tratan muy bien, pero allí sólo puedes estar de día.

—¿Está exclusivamente dedicado a mujeres sin hogar?

—Sí. Cierran a las cuatro. Casi todas las mujeres viven en albergues; algunas lo hacen en la calle. Yo tengo un coche.

—¿Saben que consumes crack?

—Creo que sí. Quieren que asista a reuniones para borrachos y gente que se droga. No soy la única. Muchas mujeres lo hacen también, ¿sabe?

—¿Anoche te colocaste?

Las palabras resonaron en mis oídos. Me parecía increíble que pudiera hacer semejantes preguntas.

Inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—Dime la verdad.

—Tuve que hacerlo. Lo hago todas las noches.

No pensaba regañarla. El día anterior no había hecho nada para ayudarla a encontrar un tratamiento. De pronto, semejante tarea se convirtió en mi máxima prioridad.

Me pidió otra rosquilla. Envolví la última que quedaba en papel de aluminio, se la entregué y volví a llenar la taza de café. Tenía que hacer algo en el Naomi y se le estaba haciendo tarde, así que se fue a toda prisa.

La marcha empezó en el edificio de la Fiscalía del distrito con una concentración en demanda de justicia. Puesto que Mordecai era un destacado personaje en el mundo de los indigentes, me dejó entre los manifestantes y se fue a ocupar su sitio en la tribuna.

Un coro de una iglesia cuyos miembros vestían unas túnicas color borgoña y oro se situó en las gradas y empezó a entonar himnos pegadizos. Cientos de agentes de la policía recorrían la calle tras interrumpir el tráfico. La CNVC había prometido la presencia de millares de sus activistas. Llegaron todos juntos en una desorganizada columna de hombres sin hogar, orgullosos de su condición.

Los oí antes de verlos, lanzando sus bien ensayadas consignas desde varias manzanas de distancia. Doblaron la esquina y las cámaras de televisión corrieron a su encuentro. Se reunieron delante del edificio de la Fiscalía y empezaron a agitar sus pancartas, muchas de las cuales eran de confección casera y estaban pintadas a mano. BASTA DE ASESINATOS; SALVEMOS LOS ALBERGUES; TENGO DERECHO A UN HOGAR; TRABAJO, TRABAJO, TRABAJO, rezaban. Las levantaban por encima de sus cabezas y las hacían bailar al ritmo de los himnos y de los sonoros cantos.

Varios autobuses de la iglesia se detuvieron delante de las vallas dispuestas por la policía y de ellos bajaron centenares de personas, muchas sin el menor aspecto de vivir en la calle. Eran feligreses bien vestidos, en su mayoría mujeres. La multitud crecía por momentos y el espacio que me rodeaba era cada vez más reducido. No conocía a nadie, aparte de Mordecai. Sofía y Abraham se hallaban entre los presentes, pero yo no los veía. Habían dicho que sería la manifestación de gente sin hogar más grande de los últimos diez años, la «marcha por Lontae». Unas grandes pancartas orladas de negro mostraban unas fotografías ampliadas de Lontae Burton con la siniestra pregunta ¿QUIÉN MATÓ A LONTAE? Estaban repartidas por toda la concentración y rápidamente se convirtieron en las preferidas, incluso entre los hombres de la CNVC, que llevaban sus propias pancartas de protesta. El rostro de Lontae oscilaba y se movía por encima de la masa de gente.

Una solitaria sirena silbó en la distancia y fue acercándose poco a poco. Un furgón funerario con escolta policial fue autorizado a franquear las vallas y a detenerse delante del edificio de la Fiscalía, rodeado por la muchedumbre. Se abrieron las portezuelas de atrás y los portadores, seis hombres de la calle, sacaron un ataúd falso pintado de negro y, tras colocárselo sobre los hombros, se dispusieron a iniciar el cortejo. Otros portadores sacaron cuatro ataúdes pintados del mismo color, pero mucho más pequeños.

La multitud se apartó formando un pasillo y el cortejo inició lentamente la marcha hacia las escalinatas mientras el coro entonaba un solemne réquiem que me emocionó hasta las lágrimas. Era una marcha fúnebre. Uno de aquellos pequeños ataúdes representaba a Ontario.

La muchedumbre volvió a juntarse. Las manos se levantaron para tocar los ataúdes de manera tal que éstos parecieron flotar, balanceándose lentamente.

La escena contenía un gran dramatismo y las cámaras instaladas cerca de la tribuna captaron la impresionante marcha del cortejo. En las cuarenta y ocho horas siguientes veríamos la escena repetida varias veces por la televisión.

Los ataúdes fueron colocados el uno al lado del otro con el de Lontae en el centro, un poco por debajo de la tribuna donde se encontraba Mordecai. Los filmaron y fotografiaron desde todos los ángulos posibles, y a continuación dieron comienzo los discursos.

El moderador era un activista que empezó dando las gracias a todos los grupos que habían participado en la organización de la marcha. La lista era impresionante. Mientras él iba recitando los nombres, quedé gratamente sorprendido por el considerable número de albergues, misiones, comedores sociales, coaliciones, consultorios jurídicos, clínicas, iglesias, centros, grupos asistenciales, programas de capacitación laboral y de desintoxicación e incluso algunos cargos públicos, todos ellos responsables en mayor o menor medida de la celebración de aquel acto. Contando con un apoyo tan grande, ¿cómo era posible que existiera el problema de los vagabundos? Los seis oradores siguientes contestaron a mi pregunta. En primer lugar, por falta de fondos, y, en segundo, por culpa de los recortes presupuestarios, la insensibilidad del Gobierno central, el desinterés de las autoridades municipales y de las personas con medios para resolverlo, un sistema judicial excesivamente conservador y un largo etcétera.

Cada orador repitió los mismos temas, excepto Mordecai, que habló en quinto lugar y provocó un silencio sepulcral entre los presentes con su relato de las últimas horas de los Burton. Cuando contó cómo le había cambiado el pañal al bebé, probablemente el último de su vida, no se oía ni un carraspeo ni un susurro. Contemplé los ataúdes como si uno de ellos contuviera el cadáver del bebé.

Después, explicó Mordecai con voz profunda y sonora, la familia abandonó el albergue y regresó a las calles, donde Lontae y sus hijos sólo sobrevivieron unas cuantas horas. Mordecai se tomó muchas licencias en el relato de los acontecimientos, pues nadie sabía lo que había ocurrido. Yo sí lo sabía, pero me daba igual. La muchedumbre lo escuchaba como hipnotizada. Cuando describió los últimos momentos de Lontae y los pequeños, apretujados en el interior del vehículo en un vano intento de conservar el calor, oí a mi alrededor el llanto de varias mujeres.

En aquel instante mis pensamientos se volvieron egoístas. Si aquel hombre, mi amigo y compañero de profesión, podía cautivar a una multitud de miles de personas desde una tribuna situada a cuarenta metros de distancia, ¿qué no sería capaz de hacer con los doce miembros del jurado, sentados lo bastante cerca de él como para poder tocarlo?

Comprendí de pronto que el juicio de Burton jamás conseguiría llegar tan lejos. Ningún abogado defensor en su sano juicio permitiría que Mordecai Green predicara en presencia de un jurado compuesto por afroamericanos. Si nuestras conjeturas resultaban ser ciertas y conseguíamos demostrarlo, el juicio no llegaría a celebrarse.

Tras pasarse una hora y media escuchando discursos, la muchedumbre ya comenzaba a perder la paciencia y quería ponerse en marcha. El coro reanudó sus cantos y los portadores levantaron los ataúdes y los llevaron a hombros, encabezando el cortejo para alejarse del edificio. Detrás de los féretros caminaban los máximos dirigentes, entre ellos Mordecai. Los demás los seguíamos. Alguien me entregó una pancarta de Lontae, que sostuve tan arriba como los demás manifestantes. Los seres privilegiados no hacen marchas ni protestan; su mundo, pulcro y seguro, se rige por unas leyes cuyo propósito es preservar su felicidad.

Yo jamás me había echado a la calle; ¿para qué? A lo largo de las primeras dos manzanas me sentí un poco extraño caminando en medio de la multitud enarbolando una pancarta en la que se exhibía el rostro de una madre negra de veintidós años que había alumbrado cuatro hijos ilegítimos. Pero yo ya no era la misma persona de unas cuantas semanas atrás. No habría podido volver a serlo ni aun queriéndolo. Mi pasado giraba en torno al dinero, las propiedades y la posición social, cuestiones todas ellas que ahora me desagradaban.

Así pues, me relajé y disfruté del paseo. Canté con los indigentes, moví mi pancarta en perfecta sincronía con las demás e incluso entoné himnos que no conocía. Saboreé mi primer ejercicio de protesta civil. No sería el último.

Las vallas nos protegían en nuestro lento avance hacia la colina del Capitolio. La marcha se había organizado muy bien y el número de asistentes llamaba enormemente la atención. Los ataúdes fueron depositados en las escalinatas del Capitolio. Nos congregamos alrededor de ellos y escuchamos otra serie de encendidos discursos pronunciados por activistas de los derechos civiles y dos miembros del Congreso. Los discursos ya se habían quedado anticuados; había oído suficiente. Mis hermanos sin hogar tenían muy poco que hacer. Había abierto treinta y un archivos desde que el lunes iniciara mi nueva carrera. Treinta y una personas de carne y hueso me esperaban para que les consiguiera vales de Comida, les buscase alojamiento, presentara demandas de divorcio, las defendiera de acusaciones delictivas, encontrase el modo de que cobraran los salarios que les debían, paralizara desahucios, las ayudara a librarse de sus drogodependencias y obrara el milagro de que se hiciera justicia. En mi calidad de abogado especialista en legislación antimonopolio raras veces tenía que ver a mis clientes. En la calle las cosas eran distintas.

Le compré un cigarro barato a un vendedor callejero y me fui a dar un breve paseo por el Mall.