CAPÍTULO 23

El número cinco de la lista de desalojados era Kelvin Lam, un nombre que a Mordecai le sonaba vagamente. En cierta ocasión éste había calculado la cantidad de personas sin hogar en el distrito en unas diez mil, y había por lo menos un número análogo de expedientes repartidos por todo el consultorio jurídico de la calle Catorce. A Mordecai le sonaban todos los nombres.

Recorrió el circuito de las cocinas sociales, centros de acogida y proveedores de servicios, predicadores, agentes de policía y otros abogados que se ocupaban de los indigentes. Cuando oscureció, bajamos a una iglesia del centro de la ciudad rodeada de edificios comerciales y lujosos hoteles. En un espacioso sótano situado dos pisos más abajo, el programa de las Cinco Barras de Pan se hallaba en pleno apogeo.

La sala estaba llena de mesas plegables rodeadas de hambrientos que comían y charlaban. No era un comedor social; en los platos había maíz, patatas, un trozo de algo que parecía pollo o pavo, ensalada de frutas y pan. Yo no había cenado, y el aroma me despertó el apetito.

—Llevo años sin venir por aquí —dijo Mordecai mientras ambos permanecíamos de pie en la entrada—. Dan de comer a trescientas personas al día. ¿No te parece maravilloso?

¿Y de dónde sale la comida?

—De la Cocina Central del D. C., un servicio de la CNVC. Han desarrollado un extraordinario sistema de recogida de excedentes alimenticios de los restaurantes locales, y no me refiero a las sobras, sino los alimentos sin cocinar que se estropean si no se utilizan de inmediato. Tienen una flota de furgonetas frigorífico y recorren la ciudad recogiendo alimentos que llevan a la cocina, donde los guisan y congelan. Más de dos mil al día.

—Pues tiene muy buena pinta.

—Son francamente buenas.

Una joven llamada Liza se acercó a nosotros. Era nueva en las Cinco Barras de Pan. Mordecai había conocido a su predecesora, de quien ambos hablaron brevemente mientras yo me entretenía mirando comer a la gente.

Reparé en algo que debería haber observado antes. Entre los indigentes se advertían distintos niveles en la escala socioeconómica. Alrededor de una mesa seis hombres comían y comentaban animadamente un partido de baloncesto que acababan de mirar en la televisión. Iban razonablemente bien vestidos. Uno estaba comiendo con los guantes puestos, pero, dejando aparte ese detalle, el grupo habría podido estar sentado en cualquier bar obrero de la ciudad sin que sus componentes fueran inmediatamente calificados de personas sin hogar. Detrás de ellos, un corpulento individuo con unas gruesas gafas ahumadas comía solo, tomando el pollo con los dedos. Llevaba unas botas de goma muy parecidas a las que yo le había visto a Señor. Su chaqueta estaba muy sucia y deshilachada. No prestaba la menor atención a cuanto lo rodeaba. Estaba claro que su vida era considerablemente más dura que la de los hombres que se reían en la mesa de al lado. Éstos disponían de agua caliente y jabón, mientras que él no. Ellos dormían en albergues. Él lo hacía en los parques, con las palomas. Pero todos carecían de hogar.

Liza no conocía a Kelvin Lam, pero preguntaría por ahí. La vimos caminar entre la gente, hablar con unos y con otros, indicando las papeleras de un rincón, echando una mano a una anciana.

En determinado momento tomó asiento entre dos hombres que no se molestaron en mirarla mientras seguían conversando entre sí. Después se fue a otra mesa, y a otra. Lo más sorprendente fue la aparición de un abogado, un joven asociado de un importante bufete, voluntario del Consultorio jurídico de las Personas Sin Hogar de Washington. Reconoció a Mordecai, con quien había coincidido el año anterior en una campaña de recogida de fondos. Nos pasamos un rato hablando de cuestiones jurídicas, tras lo cual se fue a una habitación del fondo para iniciar sus tres horas de asesoramiento.

—El consultorio jurídico con que colabora cuenta con ciento cincuenta voluntarios —dijo Mordecai.

—¿Es suficiente? —pregunté.

—Nunca es suficiente. Creo que tendríamos que revitalizar nuestro programa de voluntarios. No sé si te animarías a hacerte cargo de él y supervisarlo. A Abraham le gusta la idea.

Era grato saber que Mordecai y Abraham, y sin duda también Sofía, habían estado comentando la posibilidad de que yo dirigiese un programa.

—Ampliará nuestra base, nos hará más visibles en la comunidad jurídica y nos ayudará a obtener dinero.

—Pues claro —dije sin demasiada convicción.

—La cuestión del dinero me asusta, Michael. La Fundación Cohen está en muy mala situación. No sé cuánto tiempo conseguiremos sobrevivir. Me temo que nos veremos obligados a pedir más limosnas, como todas las restantes obras benéficas de la ciudad.

—¿Nunca te has dedicado a reunir fondos?

—Muy poco. Es un trabajo extremadamente duro y lleva mucho tiempo.

Liza regresó.

—Kelvin Lam está en la parte de atrás —indicó, asintiendo con la cabeza—. La segunda mesa desde el fondo. Lleva una gorra de los Redskins.

—¿Has hablado con él? —le preguntó Mordecai.

Sí. Está sereno y con la mente despejada; dice que se alojaba en la CNVC y que trabaja a tiempo parcial en una empresa de recogida de basura.

—¿Tenéis algún cuartito que podamos utilizar?

—Pues claro.

—Dile que un abogado de los sin hogar necesita hablar con él.

Lam no nos saludó ni tendió la mano. Mordecai se sentó en el borde de la mesa. Yo me quedé de pie en un rincón. Lam tomó la única silla que había y me dirigió una mirada que me puso la carne de gallina.

—No pasa nada —dijo Mordecai, utilizando su mejor tono tranquilizador—. Tenemos que hacerte unas cuantas preguntas, eso es todo.

Lam ni siquiera nos miró. Iba vestido como un residente de albergue —pantalones vaqueros, camiseta, zapatillas, chaqueta de lana—, lo cual lo diferenciaba de quienes dormían debajo de un puente, con sus múltiples y malolientes capas de ropa.

—¿Conoces a una mujer llamada Lontae Burton? —preguntó Mordecai actuando en nombre de nosotros, los abogados.

Lam negó con la cabeza.

—¿Y a Devon Hardy?

Otro no.

—¿El mes pasado vivías en un almacén abandonado?

—Sí.

—¿En la esquina de New York con Florida?

—Sí.

—¿Pagabas alquiler?

—Sí.

—¿Cien dólares al mes?

—Sí.

—¿A un tal Tillman Gantry?

Lam se quedó inmóvil y cerró los ojos para reflexionar.

—¿A quién? —preguntó.

—¿Quién era el propietario del almacén?

—Yo le pagaba el alquiler a un tipo que se llamaba Johnny.

—¿Y para quién trabajaba ese tal Johnny?

—No lo sé ni me importa.

—¿Cuánto tiempo estuviste viviendo allí?

—Unos cuatro meses.

—¿Por qué te fuiste?

—Me desalojaron.

—¿Quién te desalojo?

—No lo sé. Un día aparecieron unos policías con unos tipos. Nos llevaron a rastras y nos echaron a la acera. Un par de días después derribaron el almacén con un bulldozer.

—¿Les explicaste a los policías que pagabas un alquiler por vivir allí?

—Muchos lo dijeron. Una mujer con unos niños pequeños intentó resistirse, pero no le sirvió de nada.

Yo prefiero no meterme con la policía. Da mal resultado, tío.

—¿Te enviaron alguna notificación antes del desahucio?

—No.

—¿No recibisteis ningún aviso?

—No. Nada. Se presentaron sin más.

—¿No les entregaron ningún escrito?

—Ninguno. Los policías dijeron que éramos ocupantes ilegales y que teníamos que irnos enseguida.

—Os instalasteis allí el pasado otoño, hacia el mes de octubre.

—Algo así.

—¿Cómo encontrasteis el lugar?

—No lo sé. Alguien dijo que en el almacén alquilaban unos pequeños apartamentos. Un alquiler barato, ¿sabe? Fui allí para comprobarlo. Estaban levantando unos tabiques y colocando unas tablas. Había un techo, un lavabo no muy lejos, agua corriente. No estaba mal.

—¿Y te instalaste allí?

—Exacto.

—¿Firmaste un contrato de alquiler?

No. El tipo me dijo que el apartamento era ilegal y que no se podía hacer nada por escrito. Me pidió que si alguien preguntaba dijese que era un squatter.

—¿Y quería el dinero en efectivo?

—Sólo en efectivo.

—¿Pagabas todos los meses?

—Lo intentaba. Venía a cobrar sobre el día quince.

—¿Estabas al corriente de pago cuando te echaron?

—No del todo.

—¿Cuánto debías?

—Un mes, quizá.

—¿Te echaron por eso?

—No lo sé. No dieron ninguna explicación. Nos echaron a todos de golpe.

—¿Conocías a las demás personas que vivían en el almacén?

—Conocía a una o dos. Pero cada cual estaba en su casa. Cada apartamento tenía una buena puerta que se podía cerrar con llave.

—La madre que has mencionado, la que se enfrentó con la policía, ¿la conocías?

—No. La vi un par de veces. Vivía al otro lado.

—¿Al otro lado?

—Sí. En la parte central del almacén no había cañerías, por eso construyeron los apartamentos en los extremos.

—¿Podías ver su apartamento desde el tuyo?

—No. Era un almacén muy grande.

—¿Qué tamaño tenía tu apartamento?

—Tenía dos habitaciones; el tamaño no lo sé.

—¿Tenían electricidad?

—Sí, tendieron unos cables. Podíamos enchufar aparatos de radio y cosas así. Teníamos luz y agua corriente, pero el lavabo era común.

—¿Tenían calefacción?

—No mucha. Hacía frío, pero no tanto como cuando uno duerme en la calle.

—O sea, que estaban contentos en aquel lugar.

—Estaba bastante bien. Quiero decir que por cien dólares al mes no estaba mal.

—Dices que conocías a otros dos. ¿Cómo se llamaban? —Herman Harris y Shine no sé qué.

—¿Dónde están ahora?

—No los he visto.

—¿Dónde vives?

—En la CNVC.

Mordecai se sacó una tarjeta de visita del bolsillo y se la entregó a Lam.

—¿Cuánto tiempo te quedarás allí? —le preguntó.

—No lo sé.

—¿Puedes mantenerte en contacto conmigo?

—¿Por qué?

—Es posible que necesites un abogado. Llámame si cambias de albergue o te vas a vivir por tu cuenta.

Lam tomó la tarjeta en silencio. Le dimos las gracias a Liza y regresamos al despacho.

Tal como ocurre en todos los juicios, había varias maneras de proceder contra los acusados. Éstos eran tres —RiverOaks, Drake & Sweeney y TAG—, y no creíamos que hubiera que añadir ningún otro. El primer método era el de la emboscada; otro, el de servicio y volea.

En caso de que eligiéramos la emboscada, prepararíamos el esquema de nuestras alegaciones, acudiríamos a un tribunal, interpondríamos una querella, lo filtraríamos a la prensa y confiaríamos en poder demostrar lo que creíamos saber. La ventaja era el elemento sorpresa, el sonrojo de los acusados y, al menos eso esperábamos, también el de la opinión pública. El inconveniente era el equivalente jurídico de arrojarse al vacío desde un acantilado con la firme pero no confirmada creencia de que abajo hay una red.

El método del servicio y volea empezaría con una carta a los acusados, en la que haríamos las mismas alegaciones, pero en lugar de demandarlos los invitaríamos a discutir la cuestión.

Se produciría un intercambio de cartas, en el que cada una de las partes podría predecir en general lo que iba a hacer la otra. Si se lograba demostrar la acusación, lo más probable era que se llegara discretamente a un acuerdo, con lo que se evitaría el litigio.

La táctica de la emboscada nos atraía a Mordecai y a mí por dos razones. La empresa no había mostrado el menor interés en dejarme en paz; los dos registros eran una clara prueba de que Arthur, y Rafter y su banda de especialistas del Departamento de Litigios tenían intención de hacerme la vida imposible. Mi detención sería una noticia sensacional que sin duda filtrarían a la prensa con la intención de humillarme y aumentar la presión sobre mí. Debíamos prepararnos para atacar.

La segunda razón apuntaba directamente al núcleo de nuestro caso. Héctor y los demás testigos no podían ser obligados a declarar hasta que interpusiéramos una querella. Durante el período de presentación de pruebas que seguiría a esto tendríamos ocasión de hacer toda clase de preguntas a los acusados, que se verían obligados a responder bajo juramento. También podríamos solicitar la declaración de cualquier persona que quisiéramos. En caso de que encontráramos a Héctor Palma, estaríamos en condiciones de someterlo a un duro interrogatorio. Si lográbamos dar con los demás desalojados, no podrían evitar decir lo que había ocurrido. Teníamos que averiguar lo que todo el mundo sabía y sólo podíamos hacerlo valiéndonos de las pruebas presentadas ante un tribunal.

En teoría, nuestro caso era muy sencillo: Los squatters del almacén le pagaban un alquiler a Tillman Gantry, o a alguien que trabajaba para él, en efectivo, sin contrato y sin recibos. A Gantry se le había presentado la oportunidad de vender el inmueble a RiverOaks, pero todo debía hacerse muy rápido. Gantry había mentido a RiverOaks y a los abogados de la constructora acerca de los squatters.

Drake & Sweeney, actuando con gran diligencia, había enviado a Héctor Palma para que inspeccionara el inmueble antes de concretar la operación. Héctor había sido atracado durante su primera visita, había llevado consigo un guardia de seguridad en la segunda y, al inspeccionar el almacén, había descubierto que los residentes no eran squatters sino inquilinos. Se lo comunicó en un memorándum a Braden Chance, quien tomó la fatídica decisión de no hacer caso y cerrar el trato. Los inquilinos habían sido desalojados sin contemplaciones y sin seguir el procedimiento que exigía la ley, como si fueran meros intrusos.

Un desahucio legal habría requerido por lo menos treinta días más, un período de tiempo que ninguna de las dos partes estaba dispuesta a perder. Pasado ese lapso, lo peor del invierno ya habría quedado atrás, así como las amenazas de nevadas y de temperaturas bajo cero, y no habría sido necesario dormir en un coche con la calefacción encendida. Se trataba tan sólo de gente sin hogar, que carecía de documentos y recibos de alquiler y cuyo rastro resultaba muy difícil de seguir.

No era un caso complicado, pero presentaba obstáculos enormes. Conseguir la declaración de unas personas sin hogar podía ser muy peligroso, sobre todo si el señor Gantry decidía dejar sentir su autoridad. Él mandaba en las calles, un terreno en el que no me apetecía demasiado luchar. Aunque Mordecai había tejido una amplia red de favores y rumores no podía competir con la artillería de Gantry. Nos pasamos una hora discutiendo las distintas maneras de evitar la acusación de TAG. Por motivos obvios, el juicio sería mucho más embrollado y peligroso en caso de que Gantry fuera una de las partes. Podíamos interponer una querella sin mencionar su nombre y dejar que los otros dos acusados —RiverOaks y Drake & Sweeney— lo arrastraran al juicio como tercer acusado.

Pero Gantry formaba parte de nuestra teoría de la responsabilidad y no incluirlo como acusado nos habría causado dificultades a medida que avanzara el juicio.

Teníamos que encontrar a Héctor Palma y, a continuación, convencerlo de que presentara el memorándum oculto o nos revelase su contenido. Lo primero sería fácil; lo segundo, tal vez imposible. Probablemente no estuviese dispuesto a hacerlo, pues tenía mujer y cuatro hijos, como se había ocupado de recordarme, y debía conservar su puesto de trabajo. El juicio planteaba otros problemas, empezando por el de simple procedimiento. Nosotros como abogados no teníamos autoridad para interponer una querella en nombre de los herederos de Lontae Burton y sus cuatro hijos. Era necesario que nos contratase la familia. Puesto que su madre y sus dos hermanos estaban en la cárcel y la identidad de su padre aún no se conocía, Mordecai era partidario de presentar al Tribunal de Familia una solicitud de nombramiento de un fideicomisario que se encargara de los asuntos de la herencia de Lontae. De esta manera podríamos prescindir de su familia, al menos por el momento. En caso de que percibiéramos una indemnización, la cuestión de la familia se convertiría en una pesadilla. Lo más lógico era pensar que los cuatro niños procedían de dos o más padres, por lo que en caso de que se satisficiera una indemnización cada uno de ellos debería ser informado.

—Ya nos encargaremos de eso más tarde —dijo Mordecai—. Primero tenemos que ganar el juicio.

Nos encontrábamos en la sala ante el escritorio que había al lado del de Sofía. Yo tecleaba en el vetusto ordenador, y Mordecai dictaba mientras paseaba por la habitación.

Permanecimos en el despacho hasta medianoche, preparando la estrategia, redactando una y otra vez el texto de la querella, examinando teorías, discutiendo el procedimiento, soñando con el mejor medio de arrastrar a RiverOaks y a mi antigua empresa a un juicio espectacular. Él lo veía como un punto decisivo, un momento trascendental para invertir el declive del interés de la opinión pública por los indigentes. Yo lo veía como un medio para enmendar un error, sencillamente.