Cuando el miércoles por la mañana llegué al trabajo, vi a una mujer menuda sentada con la espalda apoyada contra nuestra puerta.
Eran casi las ocho; el despacho estaba cerrado; la temperatura era inferior a cero. Al principio pensé que se había quedado a pasar la noche allí, para protegerse del viento, pero cuando vio que me acercaba se levantó de un salto y me dijo:
—Buenos días.
La saludé con una sonrisa y empecé a buscar las llaves.
—¿Es usted abogado? —me preguntó.
—Sí.
—¿Para personas como yo?
Pensé que era una indigente, la única condición que exigíamos a nuestros clientes.
—Desde luego. Pasa, por favor —dije al tiempo que abría la puerta.
Hacía más frío dentro que fuera. Regulé un termostato que, según mis investigaciones, no estaba conectado con nada. Preparé café y encontré unas cuantas rosquillas rancias en la cocina. Se las ofrecí y rápidamente se comió una.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Estábamos sentados en la sala, cerca del escritorio de Sofía, esperando a que estuviese listo el café y rezando para que se calentaran los radiadores.
—Ruby.
—Yo soy Michael. ¿Dónde vives, Ruby?
—Por aquí y por allá.
Llevaba un chándal gris del Hoya de Georgetown, unos gruesos calcetines marrones y unas sucias zapatillas blancas sin marca. Tenía entre treinta y cuarenta años, estaba delgada como un palillo y era ligeramente bizca.
—Vamos —dije sonriendo—, tengo que saber dónde vives. ¿En algún centro de acogida?
—Antes vivía en un albergue, pero tuve que irme. Por poco me violan. Tengo un coche.
No había visto ningún vehículo aparcado cerca del edificio al llegar.
—¿Tienes coche?
—Sí.
—¿Sabes conducir?
—No. Duermo en el asiento de atrás.
Contra mi costumbre, estaba haciendo preguntas sin un cuaderno a mano. Llené de café dos grandes vasos de papel y ambos nos dirigimos a mi despacho, donde, gracias a Dios, el radiador gorgoteaba. Cerré la puerta. Mordecai no tardaría en llegar y jamás había aprendido el arte de entrar con discreción.
Ruby se sentó en el borde de la silla de tijera destinada a mis clientes, inclinada sobre el vaso de café, que sostenía con ambas manos, como si fuese la última fuente de calor de que pudiera gozar en la vida.
—¿En qué puedo ayudarte? —inquirí, provisto ya de un surtido de cuadernos tamaño folio.
—Se trata de mi hijo, Terrence. Tiene dieciséis años y se lo han llevado.
—¿Quién se lo ha llevado?
—El Ayuntamiento, la gente que se encarga de las adopciones.
—¿Y dónde está ahora?
—Lo tienen ellos.
Sus respuestas eran unos breves y nerviosos estallidos.
—¿Por qué no te tranquilizas y me hablas de Terrence? —le propuse.
Y lo hizo. Sin hacer el menor esfuerzo por mirarme a los ojos me soltó toda la historia. Tiempo atrás, no recordaba cuánto, pero Terrence debía de tener unos diez años, los dos vivían solos en un pequeño apartamento. La detuvieron por vender droga y la encerraron cuatro meses en la cárcel. Terrence se fue a vivir con su tía. Cuando la soltaron, recogió a Terrence y ambos iniciaron una existencia de pesadilla en las calles. Dormían en coches, en edificios desocupados o debajo de los puentes cuando hacía buen tiempo; si hacía frío, se iban a un albergue. Se las arregló para que el niño fuera a la escuela. Pedía limosna en las aceras, vendía su cuerpo —«hacer la calle», lo llamaba—, o un poco de crack. Hacía lo que hiciera falta con tal de que Terrence estuviese bien alimentado, vistiera como Dios manda y fuese a la escuela.
Pero era una adicta y no consiguió librarse del crack. Se quedó embarazada y, cuando nació el niño, el Ayuntamiento se hizo inmediatamente cargo de él. Padecía síndrome de abstinencia.
No parecía sentir el menor afecto por el niño; sólo le importaba Terrence. Los del Ayuntamiento empezaron a hacerle preguntas acerca de él, y madre e hijo se hundieron progresivamente en las sombras de la falta de hogar. Desesperada, recurrió a una familia para la que había trabajado como asistenta, los Rowland, cuyos hijos ya eran mayores y se habían marchado del hogar. Vivían en una acogedora casita cerca de la Universidad Howard. Ruby ofreció pagarles cincuenta dólares al mes a cambio de que Terrence viviese con ellos. Encima del porche trasero tenían un pequeño dormitorio; ella lo había limpiado muchas veces, y le pareció que sería ideal para Terrence. Los Rowland dudaron un poco al principio, pero finalmente se mostraron de acuerdo.
Por aquel entonces eran buena gente. Ruby fue autorizada a visitar a su hijo durante una hora todas las noches. Las notas escolares del niño mejoraron; estaba aseado y a salvo, y Ruby se sentía muy feliz.
Organizó su vida en torno a la de Terrence: nuevos comedores sociales y programas de acogida más cerca de los Rowland; distintos albergues para casos urgentes; distintos callejones, parques y coches abandonados. Cada mes conseguía reunir el dinero y jamás se saltaba la visita nocturna a su hijo.
Hasta que volvieron a detenerla. La primera vez fue por ejercicio de la prostitución; la segunda por dormir en el banco de un parque de Farragut Square. Puede que hubiera una tercera, pero no lo recordaba.
En una ocasión la llevaron corriendo al Hospital General del distrito de Columbia. Alguien la había encontrado tendida en la calle sin conocimiento. La enviaron a un centro para drogadictos, pero se fue a los tres días porque echaba de menos a Terrence.
Una noche estaba con el niño en la habitación de éste cuando él le miró el vientre y le preguntó si volvía a estar embarazada.
Ella respondió que creía que sí. ¿Quién era el padre? No tenía ni idea. Él la maldijo y le pegó tales gritos que los Rowland le pidieron que se fuera.
Durante su embarazo, Terrence apenas le prestó atención. Fue muy doloroso dormir en coches, mendigar por las calles, contar las horas que faltaban para ver a su hijo y, cuando este momento llegaba, ser objeto de su desprecio durante una hora, sentada en un rincón de la habitación mientras él hacía los deberes.
Al llegar a este punto de su relato, Ruby se echó a llorar. Tomé unas notas y oí que Mordecai paseaba a grandes zancadas por la sala principal, tratando de iniciar una discusión con Sofía.
Su tercer embarazo, del que apenas hacía un año, se saldó con otra criatura con síndrome de abstinencia, de la que el Ayuntamiento se hizo cargo de inmediato.
Se pasó cuatro días sin ver a Terrence mientras permanecía en el hospital recuperándose del parto. Cuando le dieron el alta, regresó a la única vida que conocía.
Terrence era un alumno aventajado, excelente en matemáticas y español, tocaba muy bien el trombón y era un estupendo actor en las representaciones teatrales de la escuela. Soñaba con ingresar en la Academia Naval. El señor Rowland era militar retirado.
Ruby llegó una noche a visitar a su hijo en muy mal estado. La señora Rowland discutió con ella en la cocina. Ambas cambiaron palabras muy duras y se dieron ultimatos. Terrence se puso de parte de los Rowland; tres contra una. O ella buscaba la ayuda que necesitaba o le prohibirían las visitas. Ruby contestó que se llevaría al niño. Terrence dijo que no iría con ella a ninguna parte.
Al día siguiente, una asistente social del Ayuntamiento estaba esperándola. Alguien se había adelantado y había acudido a los tribunales. Cederían a Terrence en adopción. Los nuevos padres serían los Rowland, con quienes ya llevaba tres años viviendo. Las visitas terminarían a menos que ella se sometiera a un programa de desintoxicación y no consumiese drogas durante un período de sesenta días.
Habían transcurrido tres semanas.
—Quiero ver a mi hijo —dijo—. Lo echo mucho de menos.
—¿Estás sometiéndote a un tratamiento de desintoxicación? —le pregunté.
Sacudió rápidamente la cabeza y cerró los ojos.
—¿Y por qué no?
—No consigo que me admitan.
Yo no tenía ni idea de qué trámites había que realizar para que admitiesen en un centro de desintoxicación a una adicta al crack que vivía en la calle, pero ya era hora de que lo averiguara. Me imaginé a Terrence en su caldeada habitación, bien alimentado, bien vestido, a salvo, limpio, haciendo sus deberes bajo la severa supervisión del señor y la señora Rowland, que lo querían casi tanto como la propia Ruby.
Me lo imaginé desayunando en torno a la mesa familiar, recitando listas de palabras mientras se comía su cuenco de cereales calientes y la señora Rowland apartaba a un lado el periódico de la mañana y ponía a prueba sus conocimientos de español. Terrence era un niño equilibrado y normal, a diferencia de mi pobre cliente, que vivía en el infierno.
Y ella quería que yo volviera a reunirlos.
—Eso llevará algún tiempo —le dije sin saber el tiempo que podría llevar cualquiera de los asuntos que tenía entre manos. En una ciudad en la que quinientas familias esperaban un pequeño espacio en un centro de acogida, no debía de haber muchas camas para drogadictos.
—No podrás ver a Terrence hasta que dejes de drogarte —añadí, procurando adoptar un tono santurrón.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y permaneció en silencio.
Comprendí lo poco que sabía acerca de la drogadicción. ¿De dónde sacaba la droga? ¿Cuánto dinero le costaba? ¿Cuántas dosis se administraba cada día? ¿Cuánto tiempo tardaría en recuperarse? ¿Y después, para curarse? ¿Qué posibilidades tenía de librarse de un hábito con el que llevaba viviendo más de diez años?
¿Y qué hacía el Ayuntamiento con todos aquellos bebés que nacían con el síndrome de abstinencia? Carecía de documentos, de dirección y de carné de identidad; sólo tenía una historia desgarradora. Al verla tan a gusto sentada en la silla de mi despacho me pregunté cuándo podría decirle que se marchara. El café ya se había terminado.
Unas voces estridentes, de las que sólo reconocí la de Sofía, me devolvieron a la realidad. Mientras corría hacia la puerta, mi primer pensamiento fue que otro chiflado como Señor acababa de entrar con una pistola.
Pero se trataba de otras pistolas. Había regresado el teniente Gasko acompañado de un buen número de refuerzos. Tres agentes uniformados se habían acercado a Sofía, que protestaba hecha una furia, sin el menor resultado.
Otros dos polis de vaqueros y camiseta esperaban para entrar en acción. Salí de mi despacho justo en el momento en que Mordecai salía del suyo.
—Hola, Mikey —me saludó Gasko.
—¿Qué demonios significa esto? —gritó Mordecai con una voz que retumbó contra las paredes de la estancia.
Uno de los agentes de uniforme llegó a extraer su revólver reglamentario.
Gasko se acercó a Mordecai y, mostrándole unos papeles, dijo:
—Tenemos una orden de registro. ¿Es usted el señor Green?
—Lo soy —contestó Mordecai, y le arrebató los papeles de la mano.
—¿Qué está buscando? —le pregunté a gritos a Gasko.
—Lo mismo que la otra vez —contestó, también a gritos—. Dénoslo y tendremos mucho gusto en retirarnos.
—No está aquí.
—¿Qué es este expediente que se menciona aquí? —preguntó Mordecai, echando un vistazo a la orden de registro.
—El expediente del desahucio —contesté.
—No he visto su demanda —me dijo Gasko. Reconocí a los dos agentes uniformados; eran Lilly y Blower—. Habla demasiado —añadió.
—¡Largo de aquí! —le soltó Sofía a Blower al ver que éste se acercaba a su escritorio.
Gasko parecía dispuesto a desempeñar a fondo su papel.
—Mire, señora —le dijo con su habitual sonrisa despectiva—. Podemos hacerlo de dos maneras. O bien, usted se sienta en esa silla y cierra el pico, o bien le ponemos las esposas y usted permanece dos horas sentada en el asiento posterior de un automóvil.
Un agente estaba asomando la cabeza al interior de los despachos laterales. Intuí que Ruby, detrás de mí, se tranquilizaba.
Cálmate —le dijo Mordecai a Sofía—. Procura calmarte.
—¿Qué hay arriba? —me preguntó Gasko.
—Un almacén —respondió Mordecai.
—¿Es suyo el almacén?
—Sí.
—No está aquí —dije—. Pierden el tiempo.
—Pues lo perdemos y listo.
Un presunto cliente abrió la puerta de entrada, provocándonos a todos un sobresalto. Echó un rápido vistazo a la estancia y finalmente fijó la mirada en los tres policías de uniforme. A continuación se marchó a toda prisa.
Le pedí a Ruby que también se fuera. Después entré en el despacho de Mordecai y cerré la puerta.
—¿Dónde está el expediente? —me preguntó él en voz baja.
—No está aquí, te lo juro. Sólo tratan de hostigarme.
—La orden parece válida. Ha habido un robo así que es razonable suponer que el expediente lo tiene el abogado que lo sustrajo.
Intenté decir algo que sonara jurídicamente brillante, de inventarme alguna incisiva estratagema legal que detuviera en seco el registro y obligara a los policías a salir por piernas. Pero me fallaron las palabras. Más bien me avergoncé de ser el culpable de que la policía metiera las narices en el consultorio.
—¿Tienes una copia del expediente? —inquirió Mordecai.
—Sí.
—¿Y no se te ha ocurrido devolverles el original?
—Imposible. Equivaldría a admitir mi culpabilidad. No saben a ciencia cierta que estoy en posesión del expediente, y, aunque lo devolviera, imaginarían que lo he copiado.
Se rascó la barbilla, al tiempo que asentía con la cabeza. Salimos de su despacho justo en el momento en que Lilly daba un traspiés junto al escritorio que había al lado del de Sofía.
Una montaña de carpetas cayó al suelo. Sofía le pegó un grito y Gasko se lo pegó a ella. La tensión estaba deslizándose rápidamente de las simples palabras a la agresión física.
Cerré la puerta de entrada para que nuestros clientes no presenciaran el registro.
—Vamos a hacerlo de la siguiente manera —anunció Mordecai.
Los agentes lo miraron enfurecidos, a pesar de su deseo de que alguien los orientara. Registrar un bufete jurídico era algo muy distinto a una redada de un bar lleno de menores de edad.
—El expediente no está aquí, ¿de acuerdo? Empezaremos con esta promesa. Pueden ustedes mirar todos los expedientes que quieran, pero no pueden abrirlos. Ya que eso sería violar la intimidad del cliente. ¿Les parece bien?
Los otros policías miraron a Gasko, quien se encogió de hombros como si la propuesta le pareciera aceptable.
Empezamos por mi despacho; los seis policías, Mordecai y yo nos apretujamos en la pequeña estancia, procurando por todos los medios no tocarnos. Abrí todos los cajones de mi escritorio, para muchos de los cuales tuve que recurrir a un fuerte tirón. En determinado momento oí que Gasko comentaba para sus adentros:
—Bonito despacho.
Saqué uno a uno los expedientes de mis armarios, se los pasé a Gasko por delante de las narices y volví a dejarlos en su sitio. Sólo llevaba allí desde el lunes, de modo que, no había mucho que registrar.
Mordecai abandonó el despacho y se dirigió hacia el teléfono que había sobre el escritorio de Sofía. Cuando Gasko declaró oficialmente registrado mi despacho, salimos justo en el momento en que Mordecai decía a quien hubiese llamado:
—Sí, señor juez, muchas gracias. Está aquí mismo. —Con una amplia sonrisa le pasó el auricular a Gasko y añadió—: Es el juez Kisner, el caballero que ha firmado la orden de registro. Quiere hablar con usted.
Gasko tomó el auricular como si se lo entregara un leproso y, sosteniéndolo a varios centímetros de su oído, dijo:
—Gasko al habla.
Mordecai se dirigió a los demás policías.
—Señores, pueden registrar esta habitación pero no así en los despachos laterales, órdenes del juez.
—Sí, señor —musitó Gasko, y colgó el auricular.
Nos pasamos una hora controlando sus movimientos mientras ellos iban de escritorio en escritorio, cuatro en total incluido el de Sofía. Al cabo de pocos minutos comprendieron que el registro sería infructuoso, por lo que decidieron prolongarlo, moviéndose con la mayor lentitud posible. Cada escritorio estaba cubierto de carpetas cerradas desde hacía mucho tiempo. Los libros y las publicaciones jurídicas, cubiertos de polvo, llevaban varios años sin que nadie los hojeara.
Hubo que eliminar algunas telarañas. Cada expediente estaba etiquetado con el nombre del caso, escrito a mano o bien a máquina. Dos agentes anotaban los nombres que Gasko y los otros les decían. Fue una tarea aburrida y totalmente inútil.
Dejaron el escritorio de Sofía para el final. Ella misma se encargó de decirles los nombres de los expedientes, deletreando hasta los más fáciles, como Jones, Smith o Williams. Los agentes mantenían las distancias. Ella abría los cajones justo lo suficiente para que echaran un rápido vistazo. Tenía un cajón personal que nadie quería ver. Yo estaba seguro de que allí dentro guardaba armas de fuego.
Se fueron sin decir ni adiós. Me disculpé ante Sofía y Mordecai por aquella intromisión y me retiré a la seguridad de mi despacho.