Cuando hice el suficiente acopio de valor como para decirle a Mordecai que necesitaba la tarde libre, él me comunicó en tono severo que mi situación era exactamente la misma que la de los demás, que nadie controlaba mi horario, y que, si necesitaba tiempo libre, tenía perfecto derecho a tomármelo. Abandoné a toda prisa el despacho. Sólo Sofía pareció advertirlo.
Me pasé una hora con el tasador de daños de la compañía de seguros. El Lexus estaba totalmente destrozado; mí compañía ofrecía veintiún mil cuatrocientos ochenta dólares con un finiquito para que después pudiera demandar a la compañía de seguros del Jaguar. Puesto que le debía al banco dieciséis mil dólares, me fui con un cheque de cinco mil y pico, cantidad más que suficiente para comprarme un coche acorde con mi nueva situación de abogado de los pobres, que no constituyera una tentación para los ladrones.
Perdí otra hora en la sala de espera de mi médico. Yo, que era un atareado abogado con teléfono móvil y muchos clientes, no podía soportar permanecer sentado entre las revistas, escuchando el tic tac del reloj.
Una enfermera me indicó que me quitase todo menos los calzoncillos. Después me pasé veinte minutos tendido sobre una fría camilla. Las magulladuras estaban adquiriendo un color marrón oscuro. El médico hurgó en las lesiones agravando mi tormento, y me dijo que volviera al cabo de dos semanas.
A las cuatro en punto llegué al despacho de la abogada de Claire, donde me atendió una antipática recepcionista vestida de hombre. Todo en aquel lugar respiraba desprecio. Los sonidos eran antimasculinos: la áspera y ronca voz de la chica que atendía el teléfono; la voz de una bruja cantando melodías country a través de los altavoces; la estridente voz que de vez en cuando se escuchaba desde el fondo del pasillo. Los colores eran suaves tonos pastel; lavanda, rosa y beige. Las revistas de la mesa auxiliar estaban allí como si fueran una declaración de principios: nada de chismes o historias románticas, sino temas serios relacionados con la mujer. No estaban destinadas a invitar a la lectura, sino a suscitar la admiración de las visitas.
Al principio, Jacqueline Hume había ganado una tonelada de dinero vaciando los bolsillos de unos médicos rebeldes, después se había ganado fama de dura al acabar con la carrera política de un par de senadores mujeriegos. Su nombre era el terror de todos los prósperos varones malcasados del distrito de Columbia. Yo estaba deseando firmar los documentos y marcharme.
Pero tuve que esperar media hora, y estaba a punto de armar un alboroto cuando una asociada me llamó y me acompañó a un despacho que había al fondo del pasillo. Allí me entregó el acuerdo de separación, y comprendí por primera vez la cruel realidad. El encabezamiento rezaba: «Claire Addison Brock contra Michael Nelson Brock».
La ley exigía que antes de divorciarnos estuviéramos seis meses separados. Leí cuidadosamente el acuerdo, lo firmé y me marché. El día de Acción de Gracias volvería a ser oficialmente libre.
Mi cuarta etapa de aquella tarde fue el aparcamiento de Drake & Sweeney, donde Polly se reunió conmigo a las cinco en punto con dos cajas de embalaje que contenían los recuerdos que aún quedaban en mi despacho.
Estuvo muy amable y eficiente conmigo, pero habló muy poco y tenía mucha prisa. Seguramente le habían colocado encima un dispositivo de escucha.
Recorrí varias manzanas y me detuve en una esquina abarrotada de gente. Marqué el número de Barry Nuzzo. Estaba reunido, como de costumbre. Dejé mi nombre, dije que era urgente y, en cuestión de treinta segundos, Barry me llamó.
—¿Podemos hablar? —le pregunté.
Di por sentado que estarían grabando la llamada.
—Pues claro.
—Estoy en la calle, en la esquina de la K y Connecticut. Vamos a tomarnos un café.
—Estaré ahí dentro de una hora.
—No, o vienes ahora mismo o nada.
No quería que los muchachos tuvieran tiempo de urdir planes. Ni de preparar dispositivos de escucha.
—Bueno, vamos a ver. Sí, de acuerdo. Podré arreglarlo.
—Estoy en el café Bingler’s.
—Lo conozco.
—Te espero. Ven solo.
—Has visto demasiadas películas, Mike.
A los diez minutos ambos estábamos sentados delante de la luna de un abarrotado local con una humeante taza de café en la mano, contemplando el tráfico de peatones de la Connecticut.
—¿Por qué la autorización de registro? —pregunté.
—El expediente es nuestro. Tú lo tienes y nosotros queremos recuperarlo. Así de sencillo.
—Pues no lo encontraréis, de modo que ya podéis dejar de hacer los malditos registros.
—¿Dónde vives ahora?
Solté un gruñido y le dediqué mi mejor carcajada sarcástica.
—Después de una autorización de registro suele producirse una orden de detención —dije—. ¿Es eso lo que va a ocurrir?
—No estoy autorizado a informarte acerca de ello.
Gracias, amigo.
—Mira, Michael, Para empezar vamos a dejar claro que estás equivocado. Te has llevado algo que no es tuyo, y eso se llama, pura y llanamente, robar. Al hacerlo te has convertido en adversario de la empresa. Yo, tu amigo, sigo trabajando en ella. No puedes esperar que te ayude en unos momentos en que tus acciones pueden perjudicarnos. Tú has creado este lío, no yo.
—Braden Chance no lo ha dicho todo. Ese hombre es un gusano, un tipejo arrogante que cometió un delito de procedimiento ilegal y ahora está intentando protegerse. Os quiere hacer creer que se trata del simple robo de un expediente y que podéis perseguirme, pero esos documentos podrían constituir una humillación para la empresa.
—¿Qué propones entonces?
—Que me dejéis en paz y no cometáis ninguna estupidez.
—¿Cómo mandar detenerte, por ejemplo?
—Para empezar, sí. Me he pasado todo el día volviendo la cabeza, y no tiene gracia.
—No tenías que haber robado ese expediente.
—No tenía previsto hacerlo, ¿comprendes? Fue un préstamo. Quería fotocopiarlo y devolverlo, pero no pudo ser.
—O sea, que al final confiesas tenerlo en tu poder.
—Sí, pero también puedo negarlo.
—Estás jugando con fuego, Michael, y acabarás por quemarte.
—No, si me dejáis en paz. Te propongo una tregua de una semana. Nada de autorizaciones de registro. Nada de detenciones.
—Muy bien, ¿qué ofreces a cambio?
—No utilizaré el expediente para poner en aprietos a la empresa.
Barry sacudió la cabeza y tomó un sorbo de humeante café.
—No estoy en condiciones de cerrar tratos. No soy más que un simple asociado.
—¿Es Arthur el que lleva la voz cantante?
—Por supuesto…
—Pues dile que sólo hablaré contigo.
—Supones demasiadas cosas, Michael. Supones que la empresa quiere hablar contigo. Y la verdad es que no. Están furiosos por el robo del expediente y por tu negativa a devolverlo. No puedes reprochárselo.
—Procura que lo comprendan, Barry. Ese expediente será una noticia de primera plana; grandes titulares y entrometidos reporteros que contarán docenas de historias. Si me detienen, acudiré directamente al Post.
—Has perdido el juicio.
—Es probable. Chance tenía un auxiliar llamado Héctor Palma. ¿Has oído hablar de él?
—No.
—Pues no estás enterado de todo.
—Nunca dije que lo estuviera.
—Palma sabe demasiado acerca del expediente. Desde ayer ya no trabaja donde trabajaba la semana pasada. Ignoro dónde está, pero sería interesante averiguarlo. Pregúntaselo a Arthur.
—Devuelve ese expediente, Michael. No sé qué te propones hacer con él, pero no puedes utilizarlo en un juicio.
Apuré mi café y me bajé del taburete.
—Una tregua de una semana —dije, alejándome. Y pídele a Arthur que te ponga al corriente.
—Arthur no recibe órdenes de ti —replicó en tono áspero.
Me marché con rapidez, abriéndome paso entre la gente de la acera, prácticamente corriendo hacia DuPont Circle, deseoso de alejarme de Barry y de cualquier otro que hubieran enviado para espiarme.
Según la guía telefónica el domicilio de los Palma era un edificio de apartamentos en una urbanización de Bethesda. Como no tenía prisa y necesitaba pensar, rodeé la ciudad por la carretera de circunvalación, donde el tráfico era intenso.
Calculé que las probabilidades de que la policía me detuviese en el plazo de una semana eran del cincuenta por ciento. La empresa no tenía más remedio que ir por mí, y si Braden Chance les hubiera ocultado efectivamente la verdad a Arthur y a la junta directiva, ¿por qué no jugármelo el todo por el todo? Había suficientes pruebas sustanciales del robo como para convencer a un magistrado de la conveniencia de dictar una orden de detención.
El incidente de Señor había trastornado a la empresa. Chance había sido objeto de una reprimenda, los jefes lo habían interrogado exhaustivamente y era inconcebible pensar que éste hubiera confesado haber obrado mal de forma deliberada. Habría mentido en la esperanza de manipular el expediente y salir indemne. A fin de cuentas, sus víctimas sólo habían sido un puñado de squatters.
Pero en tal caso, ¿cómo había conseguido librarse de Héctor con semejante rapidez? No se trataba de una cuestión de dinero; Chance era socio de la empresa. En su lugar, yo le habría ofrecido dinero a Héctor con una mano mientras con la otra lo amenazaba con un despido fulminante. Y le habría pedido un favor a un socio de Denver, por ejemplo el rápido traslado de un auxiliar. No habría sido difícil.
Héctor estaba fuera, ocultándose de mí o de cualquier otro que pudiera hacerle preguntas.
¿Y lo del detector de mentiras? ¿Habría sido una simple amenaza de la empresa contra Héctor y contra mí? ¿Y si éste se hubiera sometido a la prueba y la hubiera superado? Lo dudaba.
Chance necesitaba a Héctor para ocultar la verdad. Héctor necesitaba a Chance para proteger su puesto de trabajo. En determinado momento, el socio debía de haber bloqueado la idea del detector de mentiras, en caso de que en algún momento ésta hubiera sido tomada en consideración.
La urbanización era alargada y se había construido sin orden ni concierto, añadiendo nuevos edificios hacia el norte, cada vez más lejos de la ciudad. Las calles que lo rodeaban estaban llenas de hamburgueserías, gasolineras, tiendas de alquiler de videos y todo lo que necesitaban para ahorrar tiempo quienes iban a la ciudad o venían de ella.
Aparqué junto a unas pistas de tenis e inicié el recorrido por el complejo de edificios. Me lo tomé con calma; después de aquella aventura no tenía adónde ir. Los policías del distrito podían acechar en cualquier lugar con una orden de detención y unas esposas. Procuré no pensar en las terroríficas historias que había oído contar acerca de la cárcel municipal, pero una de ellas me había quedado grabada a fuego en la memoria. Unos años atrás un joven asociado de Drake & Sweeney se había pasado varias horas bebiendo en un bar de Georgetown un viernes a la salida del trabajo. Mientras circulaba en dirección a Virginia, había sido detenido por sospecha de conducción en estado de embriaguez. En la comisaría se había negado a someterse a la prueba de alcoholemia y había sido encerrado de inmediato, en el calabozo de los borrachos. El calabozo estaba abarrotado de gente y él era el único que vestía traje, el único que llevaba un espléndido reloj y unos estupendos mocasines y el único blanco. Tras pisar sin querer el pie de un compañero de celda, fue golpeado salvajemente hasta quedar convertido en una sanguinolenta piltrafa. Se pasó tres meses en el hospital, donde le reconstruyeron la cara, y después regresó a su casa de Wilmington, donde su familia se hizo cargo de él. Los daños cerebrales habían sido muy leves, pero suficientes para impedirle afrontar los rigores de una importante empresa.
El primer despacho estaba cerrado. Seguí andando por la acera en busca de otro. En la guía telefónica no figuraba el número del apartamento. Era un complejo muy seguro. Había bicicletas y juguetes de plástico en los pequeños patios. A través de las ventanas se veía a las familias comer y mirar la televisión. Las ventanas no estaban protegidas con barrotes. Los automóviles apretujados en los aparcamientos eran los típicos de tamaño medio que solían utilizar quienes iban a diario a la ciudad y casi todos estaban limpios y tenían los cuatro tapacubos.
Un guardia de seguridad me obligó a detenerme. Tras comprobar que yo no suponía ninguna amenaza, me señaló la oficina principal, a casi medio kilómetro de distancia.
—¿Cuántas unidades hay en este lugar? —le pregunté.
—Un montón —contestó. ¿Por qué tenía él que saber el número?
El encargado del turno de noche era un estudiante que se estaba comiendo un bocadillo; aun cuando tenía un libro de física abierto delante de él, estaba mirando en la tele el partido de los Bullets contra los Knicks. Le pregunté por Héctor Palma y tras consultar en un ordenador, me dio un número, el G-134.
—Pero se han mudado a otro sitio —añadió con la boca llena.
—Sí, ya lo sé —dije—. Yo trabajaba con Héctor. El viernes fue su último día. Estoy buscando un apartamento y quisiera ver el suyo.
—Sólo los sábados —me interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Tenemos novecientas unidades. Y hay una lista de espera.
—El sábado me marcho.
—Lo lamento —dijo, y a continuación tomó otro bocado sin apartar la mirada de la pantalla del televisor.
Me saqué el billetero del bolsillo.
—¿Cuántos dormitorios? —pregunté.
—Dos —contestó mirando el monitor.
Héctor tenía cuatro hijos. Estaba seguro de que su vivienda debía de ser más espaciosa.
—¿Cuánto al mes?
—Setecientos cincuenta.
Saqué un billete de cien dólares y los ojos le brillaron.
—Trato hecho. Dame la llave. Echo un vistazo y vuelvo dentro de diez minutos. Nadie se enterará.
—Tenemos una lista de espera —repitió al tiempo que dejaba el bocadillo en una bandeja de papel.
—¿Está ahí? —pregunté señalando el ordenador.
—Sí —contestó, y se secó la boca.
—Pues entonces es fácil cambiar el orden.
Sacó las llaves de un cuartito y tomó el dinero.
—Diez minutos —dijo.
El apartamento estaba muy cerca, en la planta baja de un edificio de tres pisos. La llave funcionaba. El olor de pintura reciente se escapó a través de la puerta antes de que yo entrara. De hecho, aún no habían terminado de pintar; en el salón vi una escalera de mano, unos lienzos para cubrir muebles y unos cubos de color blanco.
Un equipo de especialistas en huellas dactilares no habría podido encontrar ni rastro del clan Palma. Todos los cajones, armarios y vitrinas estaban vacíos; todas las alfombras y los revestimientos habían sido arrancados y retirados. No había polvo, telarañas ni suciedad debajo del fregadero de la cocina. Todo estaba esterilizado. Todas las habitaciones tenían una capa reciente de pintura mate de color blanco menos el salón que estaba a medio terminar.
Regresé al despacho y arrojé la llave sobre el mostrador.
—¿Qué tal? —me preguntó el chico.
—Demasiado pequeño —contesté—. Pero gracias de todos modos.
—¿Quiere que le devuelva el dinero?
—¿Estás estudiando?
—Sí.
—Pues quédate con él.
—Gracias.
Me detuve en la puerta y pregunté:
—¿Dejó Palma su nueva dirección para que le envíen la correspondencia?
—Creía que usted trabajaba con él.
—Es verdad —dije, y cerré rápidamente la puerta a mi espalda.