CAPÍTULO 20

El martes era el día de ingresos en la Comunidad para la No Violencia Creativa o CNVC, el mayor albergue del distrito.

Una vez más, conducía Mordecai. Su plan era acompañarme durante la primera semana y después dejarme suelto en las calles.

Mis amenazas y advertencias a Barry Nuzzo habían caído en saco roto. Drake & Sweeney pensaba pegar duro, y no me extrañaba.

La incursión en mi antiguo apartamento antes del amanecer había sido una grosera advertencia de lo que iba a ocurrir. Tuve que confesarle a Mordecai la verdad acerca de lo que había hecho.

—Mi mujer y yo nos hemos separado —dije en cuanto el vehículo se puso en marcha—. Me he mudado de casa.

El pobre hombre no estaba preparado para una noticia tan amarga a las ocho de la mañana.

—Lo siento —musitó; me miró y a punto estuvo de atropellar a un imprudente peatón.

—No lo sientas. A primera hora de esta mañana la policía ha hecho una incursión en mi antiguo apartamento, buscándome a mí y, más concretamente, un expediente que me llevé al dejar la empresa.

—¿Qué clase de expediente?

—El de Devon Hardy y Lontae Burton.

—Te escucho.

—Tal como ahora sabemos, Devon Hardy tomó unos rehenes y resultó muerto porque Drake & Sweeney lo había desalojado de su hogar junto con otros dieciséis adultos y algunos niños. Lontae y su pequeña familia formaban parte del grupo.

—Esta ciudad es un pañuelo —dijo Mordecai tras reflexionar por un instante.

—El almacén desalojado estaba ubicado casualmente en unos terrenos en los que RiverOaks tenía previsto construir un edificio para el servicio de Correos. Se trata de un proyecto de veinte millones de dólares.

—Conozco el almacén. Siempre ha estado ocupado por squatters.

—Sólo que no eran squatters, o al menos no lo creo.

—¿Es una conjetura o lo sabes con certeza?

—Por el momento, es una conjetura. El expediente ha sido manipulado; han eliminado algunos papeles y han añadido otros. Un auxiliar llamado Héctor Palma se encargó de realizar el trabajo sucio (las visitas al lugar y el desahucio propiamente dicho), y ahora se ha convertido en mi informador anónimo. Me envió una nota en la que me comunicaba que los desahucios eran ilegales. Me facilitó un juego de llaves para que consiguiera el expediente. A partir de ayer ya no trabaja en el bufete del distrito.

—¿Dónde está?

—Me encantaría saberlo.

—¿Él te dio las llaves?

—No me las entregó en persona, sino que las dejó encima del escritorio con las instrucciones correspondientes.

—¿Y tú las utilizaste?

—Sí.

—¿Para robar un expediente?

—No pensaba robarlo. Me dirigía al consultorio para fotocopiarlo cuando un insensato se saltó un semáforo en rojo y me envió al hospital.

—¿Es el expediente que recuperaste del interior de tu coche?

—Sí. Iba a copiarlo y devolverlo a su archivador en Drake & Sweeney. Nadie se habría enterado.

—Pongo en duda la conveniencia de hacerlo. —Estuvo en un tris de llamarme estúpido, pero nuestra relación todavía era incipiente—. ¿Qué es lo que le falta? —preguntó.

Le resumí la historia de RiverOaks y su carrera para hacerse con la construcción del edificio de Correos.

—Tenía que conseguir rápidamente el solar. La primera vez que Palma acudió al almacén, lo atracaron. Memorándum para el expediente. Volvió con un guardia de seguridad. Falta el memorándum. Fue debidamente anotado en el diario del expediente y más tarde retirado, quizá por Braden Chance.

—¿Qué decía el memorándum?

—No lo sé; pero tengo la corazonada de que Héctor inspeccionó el almacén, encontró a los squatters en sus improvisados apartamentos, habló con ellos y se enteró de que le pagaban un alquiler a Tillman Gantry. No eran ocupantes ilegales, sino inquilinos con derecho a toda la protección que se contempla en la Ley de Arrendamientos Urbanos. Para entonces, el derribo ya estaba decidido, se tenía que cerrar la venta, Gantry estaba a punto de ganar mucho dinero, el memorándum no se tuvo en cuenta y se llevó a cabo el desalojo.

—Había diecisiete personas.

—Sin contar los niños.

—¿Conoces los nombres de los demás?

—Sí. Alguien, sospecho que Palma, me hizo llegar una lista. Si pudiéramos localizar a esas personas, tendríamos testigos.

—Tal vez; pero lo más probable es que Gantry los haya amenazado. Es un hombre importante con una pistola muy grande; se cree una especie de padrino. Cuando le dice a alguien que se calle, éste obedece o acaba flotando en un río.

—Pero tú no le tienes miedo, ¿verdad, Mordecai? Vamos a localizarlo y a acosarlo un poco; se vendrá abajo y lo contará todo.

—Llevas mucho tiempo en la calle, ¿no es cierto? He contratado a un insensato.

—Cuando nos vea echará a correr.

Las bromas no resultaban muy eficaces a aquella hora de la mañana. La calefacción del automóvil tampoco, a pesar de que el ventilador funcionaba a toda velocidad. El interior del coche estaba helado.

—¿Cuánto cobró Gantry por el almacén? —preguntó Mordecai.

—Doscientos mil. Lo había comprado seis meses atrás; en el expediente no se indica por cuánto.

—¿Y a quién se lo compró?

—Al Ayuntamiento. Estaba abandonado.

—Debió de pagar unos cinco mil. Diez mil como máximo.

—No fue un mal negocio. Gantry ha subido de categoría. Siempre se había dedicado a cosas de poca monta, casas adosadas, túneles de lavado de coches, tiendas de comestibles, pequeños negocios.

—¿Y por qué razón iba a comprar un almacén y dividir el espacio en apartamentos baratos de renta baja?

—Para disponer de dinero en efectivo. Supongamos que pagó cinco mil y se gastó otros mil en levantar tabiques e instalar un par de lavabos. Se da de alta de la luz y ya tiene un negocio. Se corre la voz y aparecen los inquilinos; les cobra cien dólares mensuales pagaderos sólo en efectivo. De todos modos, a sus clientes les importan un bledo los papeles. Deja que el almacén parezca un edificio abandonado para que, en caso de que se produzca una inspección municipal, él pueda decir que son unos simples squatters. Promete echarlos, pero no tiene la menor intención de hacerlo. Es algo que ocurre constantemente por aquí. Alojamientos ilegales.

Estuve a punto de preguntarle por qué el Ayuntamiento no obligaba a cumplir la ley, pero me contuve. La respuesta habría sido los incontables baches de las calles que nadie arreglaba por falta de presupuesto; la flota de vehículos de la policía, un tercio de los cuales se encontraba en tan mal estado que su utilización era un peligro; las escuelas con los tejados a punto de derrumbarse; y las quinientas madres y criaturas sin hogar que no conseguían encontrar cobijo. La ciudad no funcionaba, así de sencillo.

Y un casero renegado que en realidad sacaba a la gente de la calle, no constituía precisamente una prioridad.

—¿Y cómo localizarás a Héctor Palma? —preguntó.

—Supongo que la empresa habrá sido lo bastante lista como para no despedirlo. Tienen otros siete bufetes, e imagino que lo habrán escondido en algún sitio. Daré con él.

Estábamos en el centro de la ciudad. Mordecai señaló con el dedo y dijo:

—¿Ves esos remolques amontonados? Es Mount Vernon Square.

Se trataba de una media manzana rodeada por una valla muy alta que impedía la visión desde el exterior. Los remolques eran de distintas formas y tamaños, algunos se encontraban en muy mal estado y todos parecían sucios y malolientes.

—Es el peor albergue de la ciudad. Son los viejos remolques del servicio de Correos que el Gobierno regaló al distrito de Columbia, el cual a su vez tuvo la brillante idea de llenarlos de gente sin hogar. Están apretujados en el interior de los remolques como las sardinas en una lata.

Al llegar al cruce de la Segunda con la D, me señaló un alargado edificio de tres pisos, en el que se hacinaban mil trescientas personas.

La CNVC había sido fundada a principios de la década de los setenta por un grupo de antibelicistas que se había reunido en Washington para presionar al Gobierno.

En el transcurso de sus protestas por los alrededores del Capitolio conocieron a unos veteranos del Vietnam que vivían en la calle, y empezaron a acogerlos. Se trasladaron a barrios más grandes de distintos lugares de la ciudad y su número aumentó. Al terminar la guerra se preocuparon por la apurada situación de los indigentes del distrito de Columbia. A principios de los años ochenta apareció en escena un activista llamado Mitch Snyder, quien se convirtió rápidamente en la voz ruidosa y apasionada de la gente de la calle.

La CNVC encontró un colegio estatal abandonado y todavía propiedad del Gobierno y lo ocupó con seiscientos squatters. Se convirtió en su cuartel general y en su hogar. Trataron de expulsarlos por distintos medios, pero todo fue inútil. En 1984 Snyder hizo una huelga de hambre de cincuenta y un días de duración para llamar la atención de la sociedad sobre la situación de abandono en que se encontraban los sin hogar. Cuando faltaba un mes para su reelección, el presidente Reagan anunció su valeroso plan de convertir el edificio en un albergue modelo para quienes carecían de hogar. Snyder dio por finalizada su huelga. Todo el mundo estaba contento. Una vez conseguida la reelección, Reagan renegó de su promesa y se produjeron toda suerte de desagradables litigios.

En 1989 el Ayuntamiento construyó un albergue en el sudeste, muy lejos del centro, y empezó a preparar el traslado de los sin hogar de la CNVC; pero muy pronto descubrió que éstos eran un hueso muy duro de roer. No querían irse. Snyder anunció que estaban tapiando las ventanas y preparándose para un asedio. Empezó a circular el rumor de que allí dentro había ochocientas personas, que tenían un arsenal, que estallaría una guerra.

El Ayuntamiento retiró su ultimátum y consiguió restablecer la paz. La CNVC alcanzó las mil trescientas camas y se convirtió en el albergue más grande del país. Mitch Snyder se suicidó en 1990 y el Ayuntamiento le dedicó una calle.

Cuando llegamos eran casi las ocho y media, la hora en que los residentes se marchaban. Muchos tenían trabajo y casi todos deseaban pasar el día fuera de allí. Unos cien hombres holgazaneaban cerca de la entrada, fumando y conversando jovialmente acerca de las cosas de que se suele hablar en una fría mañana después de un descanso nocturno cálido y reparador. Tras franquear la puerta del primer nivel, Mordecai entró en una especie de garita y habló con un supervisor. Firmó y cruzamos el vestíbulo abriéndonos paso entre un enjambre de hombres que salían a toda prisa. Traté de que no reparasen en mi palidez, pero me fue imposible. Iba razonablemente bien vestido, con chaqueta y corbata. Durante toda mi vida había conocido la riqueza, y ahora flotaba a la deriva en un mar de negros, duros jóvenes de la calle, la mayoría con antecedentes penales y muy pocos de ellos con tres dólares en el bolsillo. Estaba seguro de que alguno me partiría el cuello y me robaría la cartera. Evité mirarlos a la cara y bajé los ojos con ceño. Nos detuvimos junto a la puerta de ingresos.

—Las armas y la droga están terminantemente prohibidas —anunció Mordecai mientras los hombres bajaban apresuradamente por la escalera.

Me tranquilicé un poco.

—¿Alguna vez te pones nervioso aquí dentro?

—Uno se acostumbra.

Para él era fácil decirlo. Hablaba el mismo idioma.

Al lado de la puerta, sujeta a una tablilla con broche de presión, había una hoja para el consultorio jurídico. Mordecai la tomó y ambos estudiamos los nombres escritos en ella. Hasta el momento nuestros clientes eran trece.

—Un poco por debajo de la media —dijo Mordecai. Mientras esperábamos a que abrieran, me facilitó más información—. Aquello de allí es la oficina de Correos. Una de las tareas más exasperantes de este trabajo es la de mantenernos al día acerca de nuestros clientes. Los domicilios son muy escurridizos. Los buenos albergues permiten que los residentes envíen y reciban correspondencia. —Me señaló otra puerta—. Eso es el cuarto de la ropa. Se admiten de treinta a cuarenta nuevos residentes cada semana. El primer paso es una revisión médica; la tuberculosis es el mayor peligro. El segundo paso es una visita a aquel cuarto para recibir tres juegos de ropa: muda, calcetines y demás. Una vez al mes un cliente puede pedir otro traje; de modo que al terminar el año tiene un vestuario aceptable. Y no son porquerías. Reciben más donaciones de ropa de las que necesitan.

—¿Un año?

—Sí. Al cabo de un año los echan a la calle. Puede parecer muy duro, pero no lo es, ya que el objetivo es la autosuficiencia. Cuando alguien ingresa aquí sabe que dispone de doce meses para asearse, dejar la bebida, adquirir algunos conocimientos y encontrar un trabajo. Casi todos se van antes de que concluya el plazo. A algunos les gustaría quedarse aquí para siempre.

Un hombre llamado Ernie se presentó con un impresionante llavero. Abrió la puerta de la sala de ingresos y, una vez que se hubo marchado, nos dispusimos a facilitar asesoramiento. Mordecai se acercó a la puerta con la tablilla y llamó al primero:

—Luther Williams.

Luther apenas pasaba por la puerta e hizo crujir la silla cuando se sentó delante de nosotros. Vestía un uniforme de faena de color verde y llevaba unos calcetines blancos que asomaban por encima de unas sandalias de goma anaranjadas. Trabajaba por las noches en una sala de calderas del Pentágono. Su amiga lo había abandonado llevándoselo todo, y, por si fuera poco, estaba endeudado hasta el cuello. Había perdido su apartamento y se avergonzaba de vivir en el albergue.

—Necesito un respiro —musitó.

Me compadecí de él.

Tenía que pagar un montón de facturas y las entidades de crédito lo acosaban. Por el momento, se había escondido en la CNVC.

—Vamos a hacer una declaración de insolvencia —me dijo Mordecai.

Yo no tenía la menor idea de cómo se hacía una declaración de insolvencia. Fruncí el entrecejo y asentí con la cabeza. Luther pareció darse por satisfecho. Nos pasamos unos veinte minutos rellenando impresos, y él se fue muy contento.

El siguiente cliente fue Tommy, quien entró con brío en la estancia y nos tendió una mano con las uñas pintadas de un rojo brillante. Yo se la estreché; Mordecai se abstuvo de hacerlo. Tommy estaba siguiendo un programa intensivo de desintoxicación —era adicto al crack y la heroína—, debía unos impuestos atrasados. Llevaba tres años sin hacer la declaración de la renta y Hacienda había descubierto de repente sus descuidos. Además, debía un par de miles de dólares de pensión por alimentos de su hijo. Me tranquilizó en cierto modo saber que, aun a su manera, era padre. El programa de desintoxicación era muy intenso —siete días por semana— y no permitía que el interesado tuviese un trabajo de jornada completa.

—No hay forma de que te libres de pagar los impuestos ni la pensión para alimentos de tu hijo —le explicó Mordecai.

—Pero es que yo no puedo trabajar porque estoy desintoxicándome y si dejo la desintoxicación volveré a la droga. Si no puedo trabajar y no puedo declararme insolvente, ¿qué puedo hacer?

—Nada. No te preocupes por eso hasta que termines el programa de desintoxicación y encuentres un trabajo. Entonces llama a Michael Brock, aquí presente.

Tommy me guiñó un ojo sonriendo y abandonó la estancia como si flotara entre nubes.

—Creo que le gustas —me dijo Mordecai.

Ernie nos entregó otra hoja en la que figuraban once nombres. Fuera se había formado una cola de gente. Decidimos dividir esfuerzos. Yo me fui al fondo de la estancia, Mordecai se quedó donde estaba y empezamos a atender a los clientes de dos en dos.

En mi segundo día de trabajo como abogado de los pobres a tiempo completo ya estaba tomando notas y actuando como si tuviese la misma categoría que mi colega. A continuación, me tocó un joven acusado de tráfico de droga. Lo anoté todo para poder comentárselo a Mordecai más tarde, en el consultorio.

El siguiente caso me impresionó: un blanco de unos cuarenta años sin tatuajes, cicatrices en la cara, dientes rotos, pendientes, ojos inyectados en sangre ni nariz colorada. Llevaba barba de una semana y debía de hacer un mes que se había cortado el pelo al rape. Cuando nos dimos la mano, advertí que la suya estaba húmeda y laxa. Se llamaba Paul Pelham y llevaba tres meses en el albergue. Había sido médico.

Las drogas, el divorcio, la ruina económica y la retirada de la licencia ya eran agua pasada, unos recuerdos que, a pesar de ser recientes, ya estaban borrándose. Necesitaba, sencillamente, alguien con quien hablar, y si era blanco tanto mejor. De vez en cuando, lanzaba miradas temerosas a Mordecai.

Había sido un destacado ginecólogo en Scranton, Pennsylvania, con una casa preciosa, un Mercedes, una esposa muy guapa y dos hijos. Primero empezó a consumir Valium para pasar después a sustancias más fuertes. Por si fuera poco, se aficionó a las delicias de la cocaína y de las enfermeras de su clínica. Como actividad adicional, se dedicaba al negocio inmobiliario, para lo que contaba con la financiación de numerosas entidades bancarias. Un día, en el transcurso de un parto normal, el bebé se le cayó al suelo y murió.

El padre, un respetado pastor protestante, presenció el accidente. Pelham sufrió la humillación de un juicio, se hundió en las drogas y en las enfermeras y, al final, todo se derrumbó. Una paciente le contagió un herpes, él se lo contagió a su mujer y ésta se quedó con todo y se fue a vivir a Florida.

Su historia me dejó estupefacto. A todos los clientes que había conocido hasta entonces a lo largo de mi breve carrera como abogado de los indigentes les había pedido que me contaran de qué manera habían acabado en la calle. Quería cerciorarme de que algo así jamás podría sucederme; de que las personas de mi clase no tenían que preocuparse por la posibilidad de que les ocurriera semejante desgracia.

Pelham me fascinó porque, por primera vez, podía mirar a un cliente y pensar que bien podría ser yo. La vida podía ingeniárselas para derribar al suelo prácticamente a cualquiera. Y él estaba más que dispuesto a hablar de todo aquello.

Me dio a entender que tal vez su calvario aún no hubiese terminado. Yo había escuchado suficiente y estaba a punto de preguntarle por qué razón necesitaba a un abogado, cuando me dijo:

—En mi declaración de insolvencia oculté unas cuantas cosas.

Mordecai atendía con rapidez a sus clientes mientras nosotros, los dos chicos blancos, seguíamos charlando animadamente. Decidí volver a tomar notas.

—¿Qué clase de cosas?

El abogado que le había tramitado la declaración de insolvencia era un estafador, me explicó, y añadió que los bancos se habían apresurado a impedirle la redención de las hipotecas por falta de pago y lo habían arruinado. Pelham hablaba en un suave susurro y se detenía cada vez que Mordecai lo miraba.

—Y aún hay más —agregó.

—¿Qué?

—Eso es confidencial, ¿verdad? Quiero decir que he hablado con muchos abogados, pero siempre les he pagado. Bien sabe Dios lo que les he pagado.

—Absolutamente confidencial —lo tranquilicé.

Aunque trabajara de manera gratuita, el que se pagaran honorarios o no para nada influía en el privilegio de la confidencialidad entre abogado y cliente.

—No puede decírselo a nadie.

—No lo haré, se lo aseguro.

Se me ocurrió pensar que vivir en un albergue para personas sin hogar en el centro del distrito de Columbia junto con otras mil trescientas almas debía de ser una forma estupenda de esconderse.

Pareció calmarse y, bajando todavía más la voz, dijo:

—Cuando nadaba en la abundancia descubrí que mi mujer se acostaba con otro hombre. Me lo dijo una de mis pacientes. Cuando te dedicas a examinar a mujeres desnudas, éstas te lo cuentan todo. Quedé destrozado. Contraté los servicios de un investigador privado y comprobé que era verdad. El otro hombre…, bueno, digamos que un día desapareció.

Hizo una pausa para que yo hiciera algún comentario. —¿Desapareció?— pregunté.

—Sí. Jamás se le ha vuelto a ver.

—¿Ha muerto? —no lograba disimular mi asombro. Asintió levemente con la cabeza.

—¿Sabe dónde está?

Otra inclinación de la cabeza.

—Y eso ¿cuándo fue?

—Hace cuatro años.

Noté que me temblaba la mano mientras lo anotaba. Se inclinó hacia delante y susurró:

—Era un agente del FBI. Un viejo compañero de estudios de la Universidad de Pennsylvania.

—Vamos, hombre —dije sin estar demasiado seguro de que estuviera diciéndome la verdad.

—Van por mí.

—¿Quiénes?

—Los del FBI. Llevan cuatro años persiguiéndome.

—¿Y qué pretende que haga yo?

—No lo sé. Quizá llegar a un acuerdo con ellos. Estoy harto de que me pisen los talones.

Analicé la situación mientras Mordecai terminaba con un cliente y llamaba a otro. Pelham observaba todos sus movimientos.

—Necesito más información —le dije—. ¿Conoce el nombre del agente?

—Sí. Sé cuándo y dónde nació.

—Y cuándo y dónde murió.

—Sí.

Él no llevaba encima notas ni documentos.

—¿Por qué no va a verme a mi despacho? —le sugerí—. Traiga toda la información de que disponga. Allí podremos hablar.

—Lo pensaré —dijo, y echó un vistazo a su reloj.

Me explicó que trabajaba a tiempo parcial como conserje de una iglesia y que tenía prisa. Nos dimos un apretón de manos y se marchó.

Estaba aprendiendo rápidamente que uno de los retos que planteaba el ser abogado de los sin hogar era la capacidad de escuchar. Muchos de los clientes sólo querían hablar con alguien. Todos habían sido golpeados y apaleados de una manera u otra, y, puesto que el servicio de asesoría jurídica era gratuito, ¿por qué no desahogarse con los abogados? Mordecai era un maestro en el arte de hurgar delicadamente en los relatos y descubrir si había en ellos alguna cuestión en la que él pudiese intervenir. Yo aún no me había acostumbrado al hecho de que las personas pudieran ser tan pobres.

También estaba aprendiendo que los mejores casos eran los que podían resolverse sobre la marcha y sin necesidad de actuaciones posteriores. Tenía el cuaderno de notas lleno de peticiones de vales para alimentos, asistencia domiciliaria, servicios del Seguro Médico, tarjetas de la Seguridad Social e incluso permisos de conducir. Cuando teníamos alguna duda, rellenábamos un impreso.

Veintiséis clientes habían pasado por nuestra consulta antes del mediodía. Cuando nos fuimos, estábamos agotados.

—Vamos a dar un paseo —propuso Mordecai al salir a la calle. El cielo estaba despejado y el viento frío resultaba estimulante tras habernos pasado tres horas encerrados en una reducida habitación sin ventanas. En la acera de enfrente se levantaba el bonito y moderno edificio del Tribunal Fiscal de Estados Unidos. De hecho, la CNVC estaba rodeada de construcciones mucho más bonitas y modernas. Nos detuvimos al llegar a la esquina de la Segunda y la D para echar un vistazo al edificio.

—El contrato de arrendamiento expira dentro de cuatro años —dijo Mordecai—. Los buitres de las inmobiliarias ya están rondando por aquí. Dos manzanas más allá está previsto construir un nuevo centro de convenciones.

—La lucha será muy dura.

—Será una guerra.

Cruzamos la calle y echamos a andar en dirección al Capitolio.

—¿Qué le pasaba a ese blanco? —me preguntó.

El único blanco había sido Pelham.

—Una historia asombrosa —contesté sin saber muy bien por dónde empezar—. Antes era médico en Pennsylvania.

—¿Quién lo persigue ahora?

—¿Cómo?

—¿Quién lo persigue ahora?

—El FBI.

—Pues qué bien. La última vez era la CIA.

Me detuve en seco; él siguió andando.

—¿Lo has visto otras veces?

—Sí, suele visitarnos. Peter no sé qué.

—Paul Pelham.

—Eso también varía —dijo Mordecai volviendo la cabeza—. Es una historia impresionante, ¿verdad?

No pude contestar. Permanecí inmóvil mientras Mordecai, con las manos metidas en los bolsillos de la trinchera, seguía caminando medio muerto de risa.