Recién ungido escriba del grupo, me senté donde Señor me indicó con la pistola, al tiempo que sostenía los faxes en la mano. Mis compañeros llevaban casi dos horas de pie con la espalda apoyada contra la pared, todavía atados los unos a los otros y sin apenas poder moverse, por lo que ya estaban empezando a inclinarse y a encorvar los hombros con expresión de profundo abatimiento.
Sin embargo, su nivel de incomodidad estaba a punto de aumentar de manera considerable.
—Usted primero —dijo Señor—. ¿Cómo se llama?
—Michael Brock —contesté amablemente—. Encantado de conocerlo.
—¿Cuánto ganó el año pasado?
—Ya se lo he dicho. Ciento veinte mil. Antes de impuestos.
—¿Cuánto regaló?
Estaba seguro de que podía mentir. No era un especialista en tributos, pero confiaba en eludir sus preguntas. Encontré mi impreso y empecé a pasar lentamente las páginas. Claire había ganado treinta y un mil dólares como residente de segundo año de cirugía, por lo que nuestros ingresos brutos parecían bastante considerables, pero desembolsábamos cincuenta y tres mil dólares en concepto de impuestos —no sólo estatales, sino de todo tipo—, y después del pago de los préstamos estudiantiles, los gastos educativos de Claire, los dos mil quinientos dólares al mes por un bonito apartamento en Georgetown, dos estupendos coches con sus correspondientes hipotecas y toda una serie de gastos derivados de un cómodo estilo de vida, aquel año sólo habíamos dedicado veintidós mil dólares a fondos de inversión.
Señor esperaba pacientemente. De hecho, su paciencia estaba empezando a sacarme de quicio. Pensé que los chicos del SWAT ya debían de estar trepando por los respiraderos, encaramándose a los árboles más próximos, desplegándose por los tejados de los edificios adyacentes, estudiando los planos de nuestros despachos, haciendo todas las cosas que se ven en la televisión con el firme propósito de meterle una bala en el cerebro, pero él parecía ajeno a todo. Había aceptado su destino y estaba dispuesto a morir. No se podía decir lo mismo de nosotros.
No paraba de juguetear con el cable de color rojo, y eso hacía que el corazón me latiera a más de cien pulsaciones por minuto.
—Doné mil dólares a la Universidad de Yale —dije—. Y dos mil a la sección local del United Way.
—¿Cuánto entregó a los pobres?
Dudaba mucho que el dinero entregado a Yale sirviera para dar de comer a los estudiantes necesitados.
—Bueno, el United Way distribuye dinero por toda la ciudad y estoy seguro de que una parte de él sirve para ayudar a los pobres.
—¿Cuánto dio a los hambrientos?
—Pagué cincuenta y tres mil dólares de impuestos y una buena parte va a parar a prestaciones sociales, como la ayuda a jóvenes drogadictos y cosas por el estilo.
—¿Y lo hizo usted voluntariamente, con espíritu caritativo?
—No me quejé —respondí, mintiendo como casi todos mis compatriotas.
—¿Ha pasado usted hambre alguna vez?
Le gustaban las respuestas sencillas, y ni mi ingenio ni mi sarcasmo servirían de nada.
—Pues no —contesté.
—¿Ha dormido alguna vez en medio de la nieve?
—No.
—Gana usted un montón de dinero y, sin embargo, es demasiado tacaño como para darme algunas monedas en la calle. —Señaló con la pistola a los demás—. Todos ustedes pasan indiferentemente por mi lado mientras yo permanezco sentado pidiendo limosna. Se gastan más dinero en café selecto del que yo me gasto en comida. ¿Por qué no pueden ayudar a los pobres, los enfermos, los sin hogar, teniendo tanto como tienen?
Me sorprendí observando con Señor a aquellos avariciosos hijos de puta, y lo que vi no me gustó. Casi todos permanecían con los ojos bajos. Sólo Rafter miraba con expresión de furia hacia el extremo de la mesa, pensando lo que todos solíamos pensar cuando nos cruzábamos con los vagabundos de Washington: Si te doy un poco de dinero, 1) correrás a comprarte vino, 2) sólo servirá para que sigas pidiendo, 3) jamás abandonarás esta clase de vida.
Se hizo nuevamente el silencio. De pronto oí el rugido de un helicóptero y traté de imaginar lo que estarían haciendo en el aparcamiento. Siguiendo las instrucciones de Señor, las líneas telefónicas estaban desconectadas para evitar las comunicaciones. No quería hablar ni negociar con nadie. Su público estaba en la sala de juntas.
—¿Cuál de estos hombres gana más dinero? —me preguntó.
Malamud era el único socio del bufete. Rebusqué entre los papeles hasta que encontré los suyos.
—Creo que soy yo —dijo Malamud.
—¿Cómo se llama?
—Nate Malamud.
Hojeé la declaración de Nate. No era muy habitual conocer los detalles íntimos del éxito de un compañero, pero en aquel instante no me alegré de poder hacerlo.
—¿Cuánto? —me preguntó Señor.
Olí, los placeres del código de la declaración de la renta. ¿Qué le interesa, señor? ¿Los ingresos brutos? ¿La renta bruta ajustada? ¿Los ingresos netos? ¿La base imponible? ¿Ingresos de salarios y sueldos? ¿O ingresos de negocios e inversiones? El sueldo de Malamud en el bufete ascendía a cincuenta mil dólares mensuales y su bonificación anual, aquella con la que todos soñábamos, era de quinientos diez mil. Había sido un año muy bueno, y todos lo sabíamos. Él era uno de los muchos socios del bufete que habían ganado más de un millón de dólares.
Decidí apostar sobre seguro. Había otros muchos ingresos escondidos en el reverso de los impresos —rendimientos de propiedades, dividendos, un pequeño negocio—, pero pensé que si Señor echaba un vistazo a la declaración tendría dificultades para entender las cifras.
—Un millón coma cien mil —respondí, callándome otros doscientos mil.
Señor reflexionó por unos instantes.
—Ha ganado usted un millón de dólares —le dijo a Malamud, que no se avergonzaba en absoluto de ello.
—Pues sí.
—¿Cuánto dio a los pobres y a los indigentes?
Yo ya estaba examinando el detalle de sus deducciones para averiguar la verdad.
—No lo recuerdo muy bien. Mi mujer y yo colaboramos con muchas obras benéficas. Sé que hicimos una donación, creo que de cinco mil dólares, al Fondo Greater D. C., que, como usted seguramente sabrá, reparte dinero entre los necesitados. Damos mucho dinero y nos alegramos de hacerlo.
—Estoy seguro de que se alegran —replicó Señor, por primera vez con tono de sarcasmo.
No estaba dispuesto a permitir que le explicásemos cuán generosos éramos. Quería, sencillamente, los datos escuetos. Me ordenó que enumerara los nueve nombres y anotase al lado de cada uno de ellos los ingresos del año anterior y las correspondientes donaciones a obras benéficas.
Me llevó algunos minutos y no supe si darme prisa o tardar deliberadamente. ¿Nos mataría a todos en caso de que no le gustara el resultado? A lo mejor convenía que no me diese prisa. Estaba clarísimo que nosotros los ricos habíamos ganado un montón de dinero y habíamos entregado muy poco para obras de caridad. Al mismo tiempo, sabía que cuanto más se prolongara la situación más complicado sería rescatarnos.
No había mencionado para nada la posibilidad de ejecutar a un rehén cada hora. No quería que sacaran de la cárcel a sus amigotes. Por lo visto, no quería nada.
Me demoré, un buen rato. Malamud encabezaba la marcha. La retaguardia la cerraba Colburn, un asociado a la firma desde hacía tres años que percibía unos ingresos brutos de apenas ochenta y seis mil dólares. Me quedé de piedra al comprobar que mi compañero Barry Nuzzo ganaba cien mil dólares más que yo. Ya hablaríamos de eso más tarde.
—Si lo redondeamos, son tres millones de dólares —le dije a Señor, que al parecer había vuelto a quedarse dormido sin apartar los dedos del cable de color rojo.
Sacudió lentamente la cabeza.
—¿Y cuánto para los pobres?
—El total de aportaciones suma ciento ochenta mil dólares.
—No me interesa el total de las aportaciones. No nos incluya a mí y a los míos en la categoría de quienes asisten a esos elegantes clubes para blancos en los que se subastan botellas de vino y autógrafos y se dan unos cuantos dólares a los Boy Scouts. Estoy hablando de comida. Comida para los hambrientos que viven en la misma ciudad que ustedes. Comida para los niños pequeños. Aquí mismo, en esta ciudad en que ustedes ganan millones, nosotros tenemos niños que pasan hambre por la noche y lloran a causa de ello.
¿Cuánto para comida?
Estaba mirándome. Yo permanecía con la vista fija en los papeles que tenía delante. No podía mentir.
—Hay comedores de beneficencia en toda la ciudad —añadió—, lugares donde los pobres y los sin hogar reciben algo para comer. ¿Cuánto dinero dan ustedes a los comedores sociales? ¿Dan algo?
—No de manera directa —contesté—. Pero algunas de las obras benéficas…
—¡Cállese! —Volvió a agitar la maldita pistola—. ¿Qué me dice de los albergues para los indigentes? Los lugares donde dormimos cuando fuera hay una temperatura de diez grados bajo cero. ¿Cuántos de esos albergues figuran en estos papeles?
Me falló el ingenio.
—Ninguno —susurré.
Nos sorprendió levantándose de un salto con los palitos de color rojo claramente visibles por debajo de la cinta adhesiva plateada. Empujó la silla hacia atrás de un puntapié.
—¿Y qué me dice de las clínicas? Tenemos unas pequeñas clínicas en las que unos médicos (unos honrados médicos que antes ganaban mucho dinero) nos entregan su tiempo para ayudar a los enfermos. No cobran nada. Antes el Gobierno nos ayudaba a pagar el alquiler, a comprar medicinas y material. Ahora en el Gobierno manda Neut, y todo el dinero ha desaparecido. ¿Cuánto dan ustedes a las clínicas?
Rafter me miró como si me pidiese que hiciera algo, tal vez descubrir de repente algún detalle en los impresos de las declaraciones y exclamar: «¡Fíjese en eso, maldita sea! ¡Hemos dado medio millón de dólares a las clínicas y a los comedores sociales!».
Rafter habría hecho precisamente eso, pero yo no. No quería que me pegaran un tiro; nuestro secuestrador era mucho más listo de lo que parecía.
Pasé las hojas de las declaraciones mientras Señor se acercaba a las ventanas y atisbaba por el extremo de las minipersianas.
—Hay agentes por todas partes —dijo en voz lo suficientemente alta como para que lo oyésemos—. Y montones de ambulancias. —Después se olvidó de lo que ocurría abajo y rodeó la mesa hasta detenerse muy cerca de sus rehenes, que observaban cada uno de sus movimientos, prestando especial atención a los explosivos. Levantó poco a poco la pistola y apuntó directamente a la nariz de Colburn desde unos cincuenta centímetros de distancia—. ¿Cuánto dinero dio a las clínicas?
—Nada —contestó Colburn, cerrando fuertemente los ojos, a punto de echarse a llorar.
Se me heló el corazón y contuve la respiración.
—¿Cuánto a los comedores sociales?
—Nada.
—¿Cuánto a los albergues para los sin hogar?
—Nada.
En lugar de disparar contra Colburn, Señor apuntó a Nuzzo y repitió las mismas tres preguntas. Nuzzo le dio las mismas respuestas y Señor fue recorriendo la hilera, apuntando, haciendo las mismas preguntas y recibiendo las mismas respuestas. Con gran pesar comprobamos que no disparó contra Rafter.
—Tres millones de dólares. —Dijo con tono de hastío— y ni una maldita moneda de diez dólares para los enfermos y los hambrientos. Son ustedes unos miserables.
Nos sentíamos unos miserables. Comprendí que no iba a matarnos.
¿Cómo había conseguido la dinamita un vulgar mendigo? Y ¿quién le había enseñado a conectar los cartuchos?
Al anochecer dijo que estaba hambriento y me ordenó que llamase al «jefe» para que pidiera sopa en la misión metodista de la calle L con la Diecisiete.
Allí ponían más verduras en el caldo, nos explicó, y el pan no era tan rancio como en la mayor parte de los comedores sociales.
—¿El comedor social sirve comida a domicilio? —preguntó Rudolph con incredulidad.
Su voz resonó en la estancia a través del altavoz.
—¡Hazlo, Rudolph! —le grité—. Y que haya suficiente para diez personas.
Señor me ordenó que colgara y volvió a desconectar las líneas.
Me pareció ver a nuestros amigos y a un escuadrón de policías cruzar velozmente la ciudad en medio del tráfico de la hora punta para bajar a la pequeña y tranquila misión donde los andrajosos mendigos permanecían inclinados sobre sus cuencos de caldo, preguntándose qué demonios ocurría. Mandando diez raciones, pan del mejor.
Nuestro secuestrador se acercó otra vez a la ventana justo en el momento en que volvía a oírse el rumor del helicóptero. Atisbó por el extremo de la persiana, se apartó, se tiró de la barba y reflexionó acerca de la situación. ¿Para qué querían un helicóptero? Quizá para evacuar a los heridos. Umstead se había pasado una hora moviéndose, para gran consternación de Rafter y Malamud, que estaban atados a él por las muñecas. Al final, ya no pudo resistirlo.
—Perdone, señor, pero es que tengo que…, ir al cuarto de los chicos.
Señor seguía tirándose de la barba.
—El cuarto de los chicos… ¿Qué es el cuarto de los chicos?
—Necesito mear, señor —dijo Umstead cual si fuera un alumno de primaria—. Ya no aguanto más.
Señor miró alrededor y vio un jarrón de porcelana inocentemente colocado sobre una mesita auxiliar. Con otro movimiento de la pistola me ordenó que desatara a Umstead.
—El cuarto de los chicos está allí —indicó.
Umstead sacó las flores del jarrón y, de espaldas a nosotros, se pasó un buen rato meando mientras mirábamos al suelo.
Cuando terminó, Señor nos dijo que empujáramos la mesa de juntas hasta las ventanas. Medía más de cinco metros y era de nogal macizo, como todo el mobiliario de Drake & Sweeney. Yo en un extremo y Umstead soltando gruñidos en el otro, conseguimos desplazarla casi dos metros hasta que Señor nos dijo que nos detuviéramos. Después me ordenó que atase a Rafter con Malamud y dejó libre a Umstead. Jamás comprenderé por qué lo hizo.
Después ordenó a los restantes siete rehenes que se sentaran sobre la mesa de espaldas a la pared. Nadie se atrevió a preguntar por qué, pero yo pensé que pretendía crear un escudo humano contra los tiradores de precisión. Más tarde averigüé que la policía tenía tiradores en el edificio de al lado. Tal vez Señor los había visto.
Después de haberse pasado cinco horas de pie, Rafter y compañía agradecieron aquel descanso. Umstead y yo recibimos la orden de sentarnos en unas sillas mientras Señor se acomodaba en el extremo de la mesa. Y esperamos.
La vida en la calle debía de ser una escuela de paciencia. Al parecer, nuestro secuestrador se daba por satisfecho con permanecer sentado largo rato en silencio con los ojos ocultos detrás de las gafas y la cabeza absolutamente inmóvil.
—¿Quiénes son los que hacen los desahucios? —musitó sin dirigirse a nadie en particular. Esperó un par de minutos antes de repetir la pregunta.
Nos miramos perplejos los unos a los otros sin saber de qué estaba hablando. Mantenía los ojos fijos en un lugar de la mesa situado a escasa distancia del pie derecho de Colburn.
—No sólo hacen caso omiso de los pobres, sino que contribuyen a dejarlos en la calle.
Como es natural, todos asentimos a un tiempo con la cabeza. Si quería maltratarnos verbalmente, estábamos dispuestos a aceptarlo.
Nuestra comida llegó pocos minutos antes de las siete.
Se oyó una repentina llamada a la puerta. Señor me ordenó que telefonease para que advirtieran a la policía de que mataría a uno de nosotros en caso de que viera u oyese a alguien fuera. Se lo expliqué cuidadosamente a Rudolph, insistiendo en la necesidad de que no se intentara llevar a cabo un rescate. Estábamos negociando.
Rudolph dijo que lo comprendía.
Umstead se acercó a la puerta, la abrió y miró a Señor a la espera de sus instrucciones. Señor se ubicó detrás de él con la pistola a menos de treinta centímetros de su cabeza.
—Abra la puerta muy despacio —le indicó.
Yo me encontraba a escasa distancia de Señor cuando se abrió la puerta. La comida estaba colocada en un carrito de los que utilizaban nuestros auxiliares para trasladar de un lugar a otro las ingentes cantidades de papel que producíamos. Vi cuatro grandes recipientes de plástico llenos de sopa y una bolsa marrón con pan. No sé si había algo de beber. Jamás lo averiguamos.
Umstead dio un paso al frente y salió al pasillo, tomó el carrito y estaba a punto de tirar de él hacia el interior de la sala de juntas cuando el disparo restalló en el aire. Un solitario tirador de la policía estaba escondido detrás de una estantería situada al lado del escritorio de Madame Devier, a unos doce metros de distancia, y desde allí pudo ver con toda claridad lo que necesitaba. Cuando Umstead se inclinó hacia delante para tomar el carrito, la cabeza de Señor quedó al descubierto durante una décima de segundo, tiempo suficiente para que el tirador le volase la tapa de los sesos.
Señor se tambaleó hacia atrás sin emitir el menor sonido y mi rostro quedó inmediatamente cubierto de sangre y líquidos. Pensé que también había resultado alcanzado Y recuerdo que solté un grito de dolor. Umstead estaba soltando berridos en el pasillo. Los otros siete bajaron apresuradamente de la mesa y corrieron entre exclamaciones hacia la puerta, la mitad de ellos arrastrando a la otra mitad.
Yo caí de rodillas y me cubrí los ojos esperando de un momento a otro la explosión de la dinamita, y después eché a correr hacia la otra puerta para alejarme del alboroto. La abrí, y cuando miré por última vez a Señor, lo vi estremecerse sobre una de nuestras costosas alfombras orientales. Tenía las manos flácidas junto a las caderas, lejos del cable de color rojo.
El pasillo se llenó de repente de chicos del SWAT, todos protegidos con unos impresionantes cascos y unos gruesos chalecos antibalas. Eran varias docenas y avanzaban agachados, formando una masa borrosa. Nos agarraron y nos condujeron hacia los ascensores, cruzando la zona de recepción.
—¿Está usted herido? —me preguntaron.
No lo sabía. Tenía la cara y la camisa cubiertas de sangre y una sustancia pegajosa que más tarde un médico calificó de líquido encefalorraquídeo.