No tenía ninguna prisa en abandonar el despacho al término de mi primera jornada de trabajo. Mi casa era una buhardilla vacía no mucho más grande que tres compartimientos de la Casa del Buen Samaritano. Mi casa era un dormitorio sin cama, un salón con un televisor sin cable, una cocina con una mesa de jugar a las cartas y sin frigorífico. Tenía unos vagos y distantes propósitos de amueblarla y decorarla.
Sofía se fue a las cinco en punto, su hora habitual. Su barrio era conflictivo, y cuando oscurecía prefería estar en casa con la puerta cerrada. Mordecai lo hizo sobre las seis tras pasarse media hora conmigo analizando las actividades de la jornada. «No se queden hasta muy tarde y procuren irse los dos juntos», nos advirtió. Había hablado con Abraham Lebow, quien tenía previsto trabajar hasta las nueve, y le había aconsejado que nos fuéramos juntos. «Aparcad muy cerca. Apurad el paso. Vigiladlo todo».
Antes de salir se detuvo en la puerta y me preguntó:
—Bueno pues, ¿qué te parece?
—Creo que se trata de una labor fascinante. El contacto humano es un gran estímulo.
—A veces te partirá el corazón.
—Ya me lo ha partido.
—Eso está bien. Si alguna vez llegas a un punto en el que ya no te duela, será el momento de irte.
—Acabo de empezar.
—Lo sé, y es bueno que estés aquí. Nos hacía falta un blanco anglosajón protestante como tú.
—Pues me alegro de ser un símbolo.
Se marchó, y volví a cerrar la puerta. Había detectado una tácita política de puertas abiertas; Sofía trabajaba en la sala central y a mí me había hecho gracia oírla toda la tarde responder por teléfono a un burócrata tras otro mientras todo el consultorio escuchaba. Mordecai era una fiera por teléfono, su voz, profunda y sonora, rugía exigiendo toda clase de cosas y profiriendo terribles amenazas. Abraham era mucho más reposado, pero la puerta de su despacho estaba permanentemente abierta. Puesto que aún no sabía qué estaba haciendo, yo prefería mantener la del mío cerrada. Tenía la certeza de que serían pacientes conmigo.
Llamé a los tres Héctor Palma que aparecían en la guía telefónica. El primero no era el que yo buscaba. En el segundo número no contestaron. El tercero era el contestador telefónico del verdadero Héctor Palma, que con tono áspero indicaba a quien fuese que no estaba en casa, que dejara el mensaje y que ya le devolvería la llamada.
Era su voz. Con los infinitos recursos de que disponía, la empresa tenía muchos medios y lugares donde esconder a Héctor Palma. Ochocientos abogados, ciento setenta auxiliares, despachos en Washington, Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Portland, Palm Beach, Londres y Hong Kong. Eran demasiado listos como para despedirlo por el hecho de saber demasiado. Le doblarían el sueldo, lo ascenderían, lo trasladarían a la sucursal de otra ciudad y le proporcionarían un apartamento más grande.
Anoté la dirección que figuraba en la guía telefónica. Si el contestador todavía estaba puesto, era posible que aún no lo hubiesen trasladado. Con mi recientemente adquirida habilidad callejera, estaba seguro de que conseguiría localizarlo.
Oí que llamaban suavemente a la puerta, y ésta se abrió como por arte de magia. El cerrojo y el tirador estaban gastados, por lo que la puerta se cerraba sin quedar trabada. Era Abraham.
—¿Tienes un minuto? —preguntó, sentándose.
Se trataba de su visita de cortesía, su saludo. Era un hombre discreto y distante con un cierto aire de intelectual que habría podido amedrentarme si yo no me hubiera pasado siete años en un edificio con cuatrocientos abogados de todos los colores y tamaños. Conocía una docena de tipos como él, serios y arrogantes, que no hacían el menor esfuerzo por ser cordiales con los demás.
—Quería darte la bienvenida —dijo, y a continuación se lanzó a una apasionada defensa de la especialización jurídica en cuestiones sociales. Era un chico de la clase media de Brooklyn, había estudiado derecho en Columbia, había pasado tres años horribles en una empresa de Wall Street, cuatro años en Atlanta con un grupo de lucha contra la pena de muerte y dos decepcionantes años en la colina del Capitolio hasta que le llamó la atención un anuncio de una publicación jurídica, solicitando un abogado para el consultorio jurídico de la calle Catorce—. No existe vocación más sublime que el derecho —añadió—. Es algo más que ganar dinero. —Después soltó un discurso contra los grandes bufetes y los abogados que ganaban millones de dólares en honorarios. Un amigo suyo de Brooklyn estaba ganando diez millones de dólares anuales con sus querellas contra los fabricantes de implantes mamarios de silicona—. ¡Diez millones de dólares al año! ¡Con eso se podría alojar y dar de comer a todos los indigentes del distrito de Columbia!
En cualquier caso, se alegraba de mi conversión y lamentaba el incidente de Señor.
—¿A qué te dedicas en concreto? —le pregunté.
Resultaba evidente que Abraham estaba disfrutando. Era fogoso e inteligente y utilizaba un vocabulario tan amplio que me daba vueltas la cabeza.
—A dos cosas. Política. Trabajo con otros abogados para reformar la legislación, y dirijo los litigios, en general, acciones populares. Hemos presentado una querella contra el Departamento de Comercio porque los vagabundos apenas estaban representados en el censo del noventa. Hemos interpuesto una demanda contra el sistema escolar del distrito por negarse a admitir a los niños desamparados. Hemos emprendido una acción popular porque el distrito anuló indebidamente varios millares de subvenciones de alojamiento sin el obligado procedimiento. Hemos atacado muchos de los estatutos destinados a criminalizar la condición de las personas que carecen de hogar. Presentaremos querellas contra casi todo si joden a los indigentes.
—Son unos litigios muy complicados.
—Lo son, pero, afortunadamente, aquí en el distrito de Columbia hay muchos abogados excelentes dispuestos a dedicarnos tiempo. Yo soy el entrenador. Elaboro la estrategia del partido, reúno el equipo y decido las jugadas.
—¿No ves a los clientes?
—Algunas veces. Pero trabajo mejor cuando estoy solo en mi cuartito de allí. Por eso me alegro de que te hayas unido a nosotros. Tenemos muchas cosas que hacer y necesitamos ayuda.
Se levantó de un salto; la conversación había terminado. Habíamos decidido marcharnos a las nueve en punto. Se fue. Mientras soltaba una de sus parrafadas, observé que no llevaba anillo de casado.
El derecho era su vida. El viejo dicho según el cual el derecho era una amante celosa había alcanzado un nuevo nivel con personas como Abraham y yo.
El derecho era lo único que teníamos.
La policía del distrito esperó hasta casi la una de la madrugada para atacar como si de un comando se tratase. Llamaron al timbre y de inmediato empezaron a aporrear la puerta con los puños.
Para cuando Claire consiguió orientarse, levantarse de la cama y echarse algo encima del pijama, ellos ya estaban por derribar la puerta a puntapiés.
—¡Policía! —anunciaron en respuesta a su aterrorizada pregunta.
Abrió lentamente y retrocedió horrorizada mientras cuatro hombres —dos de uniforme y dos de paisano— entraban en el apartamento como si unas vidas humanas corrieran peligro.
—¡Apártese! —le espetó uno.
Claire se había quedado sin habla.
—¡Apártese! —le gritó otro.
Cerraron ruidosamente la puerta a su espalda. El jefe, el teniente Gasko, vestido con un barato y ceñido traje de calle, se adelantó y sacó del bolsillo unos papeles doblados.
—¿Es usted Claire Brock? —preguntó en una pésima imitación de Colombo.
Ella asintió boquiabierta.
—Soy el teniente Gasko. ¿Dónde está Michael Brock?
—Ya no vive aquí —consiguió balbucir Claire.
Los otros tres esperaban allí cerca, preparados para arrojarse encima de lo que fuera.
Gasko no se lo creía, pero no tenía una orden de detención sino tan sólo una autorización de registro.
—Traigo una autorización para registrar este apartamento, firmada a las cinco de esta tarde por el juez Kisner. —Desdobló los papeles y los mostró como si en semejante momento alguien pudiera leer y comprender la letra pequeña—. Apártese, por favor.
Claire retrocedió un poco más.
—¿Qué buscan? —preguntó.
—Está en los papeles —contestó Gasko, arrojándolos sobre el mueble bar.
Los cuatro policías se dispersaron por el apartamento.
El teléfono móvil se encontraba al lado de mi cabeza, que descansaba sobre un cojín en el suelo, en la parte superior de mi saco de dormir. Como parte de mi esfuerzo por identificarme con mis nuevos clientes, era la tercera noche que dormía en el suelo. Comía poco, dormía aún menos y estaba tratando de comprender lo que eran los bancos de los parques y las aceras. Tenía el lado izquierdo extremadamente dolorido, magullado y morado hasta la rodilla, por lo que procuraba dormir sobre el lado derecho.
Era un precio muy bajo. Tenía un techo, calefacción, una puerta cerrada, un empleo, la certeza de que al día siguiente comería, el futuro.
Encontré el teléfono a tientas y contesté:
—¿Diga?
—Michael —susurró Claire—. La policía está registrando el apartamento.
—¿Cómo?
—Están aquí en este momento. Son cuatro y tienen una autorización judicial.
—¿Qué quieren?
—Buscan un expediente.
—Voy para allí.
—Date prisa, por favor.
Irrumpí en el apartamento como un poseso. Gasko resultó ser el primer policía con quien tropecé.
—Mi nombre es Michael Brock. ¿Quién demonios es usted?
—Soy el teniente Gasko —contestó en tono despectivo.
—Déjeme ver su placa. —Me volví hacia Claire, quien, apoyada contra la nevera, se estaba tomando un café, un poco más serena y tranquila—. Dame un papel —le pedí.
Gasko se sacó la placa del bolsillo y la sostuvo en alto para que yo la viera.
—Larry Gasko —dije—. Será usted la primera persona contra la que interponga una querella a las nueve en punto de esta mañana. ¿Quién lo acompaña?
—Hay otros tres —intervino Claire, entregándome una hoja de papel—. Creo que están en los dormitorios.
Me dirigí hacia la parte de atrás seguido de Gasko y de Claire, algo más rezagada.
En el dormitorio de invitados vi a un agente uniformado que, a gatas en el suelo miraba debajo de la cama.
—Muéstreme su placa —exigí. Se levantó de golpe, dispuesto a luchar. Me adelanté un paso, rechiné los dientes y agregué—: Su placa, imbécil.
—¿Quién es usted? —preguntó, retrocediendo con la mirada fija en Gasko.
—Michael Brock. ¿Y usted?
Sacó una placa.
—Darrel Clark —dije en voz alta mientras anotaba el nombre—. Acusado número dos.
—No puede usted demandarme —masculló.
—Ya verá si no puedo. Dentro de ocho horas lo demandaré ante un tribunal federal exigiendo un millón de dólares por registro ilegal. Y ganaré, conseguiré que se celebre un juicio y lo perseguiré sin piedad hasta que se declare insolvente.
Los otros dos agentes salieron de mi antiguo dormitorio y me rodearon. Miré a Claire.
—Trae la cámara de video, por favor —le pedí yo—. Quiero grabarlo.
Claire se dirigió hacia el salón.
—Tenemos una autorización firmada por un juez —dijo Gasko, un poco a la defensiva.
Los otros tres se adelantaron para estrechar el cerco.
—El registro es ilegal —repliqué—. Las personas que han firmado la autorización serán demandadas, al igual que cada uno de ustedes. Serán suspendidos de empleo y probablemente de sueldo y tendrán que enfrentarse con un juicio.
—Gozamos de inmunidad —dijo Gasko.
—Eso ya lo veremos.
Claire regresó con la cámara.
—¿Les has explicado que yo no vivo aquí? —le pregunté.
—Sí —contestó, acercándose la cámara al ojo.
—Y, sin embargo, ustedes siguieron adelante con el registro, lo cual lo convirtió instantáneamente en ilegal. Deberían haberse detenido, pero entonces no hubiera tenido gracia, ¿verdad? Es mucho mejor husmear en los asuntos personales de los demás. Tuvieron una oportunidad, pero la desperdiciaron. Ahora pagarán las consecuencias.
—Está chiflado —soltó Gasko.
Procuraban disimular su temor, pero sabían que yo era abogado. No me habían encontrado en el apartamento, de modo que quizá yo supiese de qué estaba hablando. No lo sabía, pero en aquel momento la cosa sonaba bien.
El hielo legal sobre el que estaba patinando era muy delgado.
No le hice caso.
—Sus nombres, por favor —dije dirigiéndome a los otros dos. Sacaron las placas. Ralph Lilly y Robert Blower. Les di las gracias, como un auténtico experto, y añadí—: Serán los acusados números tres y cuatro. Y ahora, ¿por qué no se marchan?
—¿Dónde está el expediente? —preguntó Gasko.
—El expediente no está aquí porque yo no vivo aquí. Por eso será usted demandado, oficial Gasko.
—No crea que me asusta; me demandan cada dos por tres —dijo.
—Mejor para usted. ¿Quién es su abogado?
En la trascendental décima de segundo que siguió no pudo facilitarme el nombre de ninguno. Fui al estudio y ellos me siguieron a regañadientes.
—Márchense —les dije—. El expediente no está aquí.
Claire seguía grabando todo con la cámara de video, por lo que procuraban reducir al mínimo sus agresiones verbales. Blower musitó algo acerca de los abogados mientras los tres se encaminaban hacia la puerta.
Cuando se hubieron ido, leí la autorización de registro. Claire me observó, mientras tomaba café junto a la mesa de la cocina. El sobresalto inicial se había disipado; había vuelto a recuperar la calma e incluso la gélida frialdad de antes. No quería reconocer que se había llevado un susto de muerte, no se atrevía a parecer siquiera un poco vulnerable y, desde luego, no estaba dispuesta a dar la impresión de que me necesitaba aunque sólo fuera un poco.
—¿Qué hay en el expediente? —preguntó.
En realidad, no le interesaba. Lo que quería era una cierta seguridad de que nada semejante volvería a ocurrir.
—Es una historia muy larga.
Comprendió el mensaje: «No preguntes».
—¿De veras vas a demandarlos?
—No. No hay fundamento para un juicio. Sencillamente quería librarme de ellos.
—Ha dado resultado. ¿Pueden volver?
—No.
—Es bueno saberlo.
Doblé la autorización de registro y me la guardé en el bolsillo. Sólo se refería a un objeto: el expediente de RiverOaks-TAG, que en aquellos momentos se encontraba muy bien escondido entre las paredes de mi nuevo apartamento junto con una copia del mismo.
—¿Les has dicho dónde vivo? —inquirí.
—No sé dónde vives —contestó.
Se produjo una pausa durante la cual habría sido apropiado que me preguntara dónde vivía. Pero no lo hizo.
—Lamento mucho lo ocurrido, Claire.
—No te preocupes; pero prométeme que no volverá a ocurrir.
—Te lo prometo.
Me fui sin un abrazo, un beso o el menor contacto, de la clase que fuera. Me limité a decir buenas noches y salir por la puerta. Era justo lo que ella quería.