CAPÍTULO 18

Mi cursillo de orientación duró unos 30 minutos, el tiempo que nos llevó el trayecto desde el consultorio jurídico hasta la Casa del Buen Samaritano, en Petworth, hacia el nordeste. Mordecai era el que hablaba y conducía; yo permanecía sentado en silencio sosteniendo mi cartera, tan nervioso como cualquier novato a punto de ser arrojado a los lobos. Vestía tejanos, camisa blanca con corbata, una vieja chaqueta azul marino y unas gastadas zapatillas Nike con calcetines blancos. Había dejado de afeitarme. Era un abogado de la calle y podía vestirme como me diese la gana.

Naturalmente, él advirtió de inmediato el cambio de estilo cuando entré en su despacho y le anuncié que ya estaba preparado para empezar. No dijo nada, pero su mirada se demoró en las Nike. Las había visto otras veces cuando los tipos de los grandes bufetes bajaban de sus torres para pasar unas cuantas horas con los pobres. Por alguna razón inexplicable, éstos se sentían obligados a dejarse crecer las patillas y a ponerse tejanos.

—Tu clientela será una mezcla de tercios —me dijo, conduciendo muy mal con una sola mano mientras sostenía la taza de café con la otra sin prestar la menor atención a los vehículos que circulaban alrededor de nosotros.

—Un tercio, aproximadamente, tiene trabajo; otro tercio, que incluye a algunos de éstos, corresponde a familias con hijos. Un tercio está formado por incapacitados mentales y otro por veteranos de guerra. Un tercio de los que pueden optar a viviendas por sus bajos ingresos, las consigue. En los últimos quince años se han eliminado dos millones y medio de viviendas de renta baja y los programas federales de construcción de viviendas han sufrido un recorte de un setenta por ciento. No es de extrañar que la gente viva en la calle. Las administraciones están equilibrando los presupuestos a costa de los pobres.

Las estadísticas brotaban de su boca sin el menor esfuerzo. Aquello era su vida y su profesión. Como abogado acostumbrado a tomar notas con meticulosidad, reprimí el impulso de abrir mi cartera y empezar a hacer apresuradas anotaciones y me limité a escuchar.

—Esta gente cobra el salario mínimo —prosiguió—, de modo que la posibilidad de obtener viviendas de promoción privada ni siquiera se contempla. Ellos ni siquiera lo sueñan. Además, sus ingresos no han seguido el mismo ritmo que los costes de la vivienda, por eso se quedan cada vez más rezagados y, al mismo tiempo, los programas de ayuda reciben cada vez más golpes. Tenlo bien presente: sólo el catorce por ciento de los incapacitados sin hogar recibe ayuda por incapacidad. ¡Un catorce por ciento! Verás casos de este tipo a montones.

Nos detuvimos ante un semáforo en rojo, bloqueando parcialmente el cruce. Los cláxones empezaron a sonar alrededor de nosotros. Me hundí un poco más en el asiento, temiendo otra colisión. Mordecai no parecía darse cuenta de que su automóvil estaba obstaculizando el tráfico de la hora punta.

—Lo más terrible de la carencia de hogar es lo que no se ve por las calles —añadió—. Aproximadamente la mitad de los pobres gasta el setenta por ciento de sus ingresos tratando de conservar la vivienda que tiene. Según la Oficina de Vivienda y Urbanismo deberían gastar un tercio.

—En esta ciudad hay decenas de miles de personas que se aferran desesperadamente a sus viviendas; basta que dejen de pagar la mensualidad, tengan que ingresar con urgencia en el hospital o se produzca una inesperada situación de emergencia para que pierdan la vivienda.

—¿Adónde van entonces?

—Raras veces acuden directamente a los centros de acogida. En un primer momento recurren a la familia y después a los amigos. La tensión es enorme porque su familia y sus amigos también reciben subsidios de vivienda y los arrendamientos limitan el número de personas que pueden habitar una unidad. Se ven obligados a incumplir las normas y a exponerse al desahucio. Andan de acá para allá; a veces dejan a uno de sus hijos con la hermana y a otro con un amigo. La situación va de mal en peor. Muchas personas sin hogar temen los centros de acogida y procuran evitarlos. —Hizo una pausa para dar otro sorbo al café.

—¿Por qué? —pregunté.

No todos los centros son buenos. Ha habido atracos, robos e incluso violaciones.

Y allí pensaba yo vivir el resto de mi carrera de abogado.

—He olvidado la pistola —dije.

—No te ocurrirá nada. En esta ciudad hay centenares de voluntarios que trabajan gratuitamente, jamás he oído decir que alguno de ellos haya sufrido daño alguno.

—Menos mal.

Ahora estábamos circulando con un poco más de cuidado.

—La mitad de la gente tiene algún problema de drogadicción, como tu amigo Devon Hardy —me explicó—. Es algo muy frecuente.

—¿Qué se puede hacer por ellos?

—Me temo que no demasiado. Quedan algunos programas, pero es muy difícil encontrar una cama. Tuvimos suerte de colocar a Hardy en un programa de recuperación para veteranos, pero se fue. El adicto es quien decide cuándo quiere estar sereno.

—¿Cuál es la droga más habitual?

—El alcohol. Es la más accesible. Y mucho crack, porque también es barato. Aquí verás de todo, menos drogas de diseño, que son demasiado caras.

—¿Cuáles serán mis primeros casos?

—Estás preocupado, ¿verdad?

—Sí, y no tengo la menor idea.

—Tranquilízate. El trabajo no es complicado, pero exige paciencia. Verás a personas que no reciben las prestaciones a que tienen derecho, como vales para alimentos, por ejemplo. Algún divorcio. Alguien con quejas contra un casero. Una disputa de carácter laboral. Y seguro que te toca algún caso penal.

—¿Qué tipo de caso penal?

—Cosas de poca monta. En la Norteamérica urbana se tiende a criminalizar la situación de los indigentes. En las ciudades se han aprobado toda clase de disposiciones encaminadas a perseguir a los que viven en la calle. No pueden pedir limosna, no pueden dormir en los bancos, no pueden acampar debajo de un puente, no pueden guardar sus efectos personales en un parque público, no pueden sentarse en las aceras, no pueden comer en público. Muchas de estas reglamentaciones han sido anuladas por los tribunales. Abraham ha conseguido convencer a los jueces federales de que estas disposiciones quebrantan los derechos contemplados en la Primera Enmienda a la Constitución. Por eso los municipios tratan de hacer cumplir selectivamente las leyes generales, como, por ejemplo, la de vagos y vagabundos y embriaguez en lugares públicos. Y apuntan a los sin hogar. Si un tipo bien vestido se emborracha en un bar y mea en una calleja, no pasa nada. Un mendigo mea en la misma calleja y lo detienen por orinar en público. Los barridos son muy frecuentes.

—¿Los barridos?

—Sí. Eligen una zona de la ciudad, recogen a todos los sin hogar y los sueltan en otro sitio. Atlanta lo hizo antes de los Juegos Olímpicos.

—No podían tener a todos aquellos pobres pidiendo limosna y durmiendo en los bancos de los parques ante los ojos del mundo. Enviaron a sus propios SS y eliminaron el problema. Y después presumieron de lo bonito que estaba todo.

—¿Adónde los llevaron?

—A los centros de acogida por supuesto que no, pues no tienen ninguno. Sencillamente los llevaron de un lado para otro, los soltaron en otras zonas de la ciudad como si fueran estiércol. —Tomó un rápido sorbo de café y reguló la calefacción, apartando las manos del volante durante cinco segundos—. Recuerda, Michael, que todo el mundo ha de estar en algún sitio. Esta gente carece de alternativas. Si tienes hambre, pides comida. Si estás cansado, duermes en cualquier sitio que encuentres. Si cuentas con un techo, debes vivir en algún sitio.

—¿Los detienen?

—Cada día, y es una política pública muy estúpida. Imagínate un tipo que vive en la calle, entra en los albergues y sale de ellos, trabaja aquí o allá por el salario mínimo y hace todo lo que puede por mejorar su situación y convertirse en una persona autosuficiente, pero lo detienen por dormir debajo de un puente. Él no quisiera dormir debajo de un puente, pero todo el mundo tiene que dormir en algún sitio. Se siente culpable porque el Ayuntamiento, haciendo gala de una brillante inteligencia, ha decretado que carecer de techo es un delito. Tiene que pagar treinta dólares para salir de la cárcel y otros treinta de multa. Sesenta dólares que salen de un bolsillo casi vacío. De esta manera el tipo se hunde un poco más en la marginación. Lo detienen, lo humillan, lo castigan y, encima, tiene que comprender que su comportamiento es equivocado. Ocurre en casi todas nuestras ciudades.

—¿Y no estaría mejor en la cárcel?

—¿Has estado en la cárcel últimamente?

No.

—Pues no vayas. Los policías no están preparados para tratar a los indigentes y mucho menos a los enfermos mentales y los drogadictos. Las cárceles están abarrotadas de reclusos. El sistema judicial es una pesadilla y la persecución de los vagabundos sólo sirve para atascarlo más de lo que están. Y aquí viene lo más estúpido: mantener a una persona en la cárcel cuesta un veinticinco por ciento más por día que proporcionarle cobijo, comida, transporte y servicios de asesoramiento. Como es natural, todo eso se traduciría en un beneficio a largo plazo, y sería mucho más lógico. Un veinticinco por ciento más lógico, sin incluir los gastos del arresto y de su tramitación. De todas maneras, casi todas las ciudades están en bancarrota y muy especialmente el distrito de Columbia (recuerda que es por eso por lo que están clausurando los centros de acogida), y aun así malgastan el dinero convirtiendo a los sin hogar en unos delincuentes.

—Al parecer, la situación está madura para los litigios —dije a pesar de que Mordecai no necesitaba que lo aguijonearan.

—No paramos de presentar querellas. Los abogados de todo el país están atacando estas leyes. Los malditos ayuntamientos se gastan más dinero en honorarios de abogados que en construir centros de acogida para los indigentes. Hay que amar mucho este país. Nueva York, la ciudad más rica del mundo, no puede ofrecer cobijo a todos sus habitantes; la gente duerme en la calle y pide limosna en la Quinta Avenida, y eso molesta a los sensibles neoyorquinos, que eligen a Rudy como se llame porque les promete limpiar las calles y consigue que el competente consejo municipal declare ilegal la situación de los sin hogar, así por las buenas. No pueden pedir limosna, no pueden sentarse en las aceras, no pueden ser unos vagabundos, mientras las autoridades recortan los presupuestos y las ayudas, cierran los albergues y, al mismo tiempo, se gastan una maldita fortuna pagando a los abogados neoyorquinos para que los defiendan por haber intentado eliminar a los pobres.

—¿Cómo está Washington?

—No tan mal como Nueva York, pero temo que no mucho mejor.

Nos encontrábamos en una zona de la ciudad que dos semanas atrás yo no habría cruzado en pleno día ni siquiera con un vehículo blindado. Las lunas de los escaparates estaban protegidas con barrotes de hierro; los edificios de viviendas, unas estructuras elevadas carentes de vida, mostraban la ropa tendida en los balcones. Todos eran de ladrillo gris y se caracterizaban por la sosería arquitectónica propia de las viviendas de protección oficial.

—Washington es una ciudad negra con un porcentaje considerable de la población que vive de la beneficencia —añadió—. Atrae a muchas personas que quieren un cambio, activistas y radicales. Personas como tú.

—Yo no soy precisamente un activista ni un radical.

—Estamos a lunes por la mañana. Piensa dónde has estado todos los lunes por la mañana en los últimos siete años.

—Sentado ante mi escritorio.

—Un escritorio muy bonito.

—Sí.

—En un elegante despacho.

—Sí.

—Ahora eres un radical dijo, mirándome con una amplia sonrisa en los labios.

Y con eso terminó mi cursillo de orientación.

Más adelante, a la derecha vimos un grupo de hombres muy abrigados, acurrucados en una esquina en torno a una estufa de butano. Doblamos la esquina y aparcamos junto al bordillo. Muchos años atrás, el edificio había sido la sede de unos grandes almacenes. Un rótulo pintado a mano rezaba: CASA DEL BUEN SAMARITANO.

—Es un albergue privado —me explicó Mordecai—. Noventa camas, comida aceptable, fundado por un grupo de iglesias de Arlington. Llevamos seis años viniendo aquí.

Cerca de la entrada había una furgoneta de un banco de alimentos de la cual unos voluntarios descargaban cajas de fruta y verdura. Mordecai se dirigió a un anciano que se hallaba ante la puerta, quien nos hizo pasar.

—Voy a acompañarte en un breve recorrido por la casa dijo Mordecai.

Lo seguí cruzando la planta principal. Era un laberinto de pasillos cortos, todos flanqueados por unas pequeñas habitaciones cuadradas hechas con planchas de yeso sin pintar. Cada habitación disponía de una puerta con una cerradura.

—Buenos días —dijo Mordecai, asomando la cabeza en una de ellas.

Sentado en el borde de un catre había un hombrecillo de ojos enloquecidos, que nos miró en silencio.

—Es una buena habitación —me indicó Mordecai—. Tiene intimidad, una buena cama, sitio para guardar cosas y luz eléctrica.

Pulsó un interruptor que había junto a la puerta y la lámpara se apagó. Por un segundo la habitación quedó un poco más a oscuras, hasta que él volvió a pulsar el interruptor. Los ojos enloquecidos no parpadearon.

La habitación carecía de techo; los viejos paneles de los antiguos almacenes se encontraban a unos nueve metros por encima de ella.

—¿Y el cuarto de baño? —pregunté.

—Están en la parte de atrás. Pocos son los albergues que ofrecen cuartos de baño individuales.

—Que pase un buen día —le dijo al hombrecillo, que asintió con la cabeza.

Había varios aparatos de radio encendidos, algunos con música, otros con noticiarios. Observé gran movimiento de gente. Era un lunes por la mañana; tenían trabajos y lugares adonde ir.

—¿Es difícil conseguir habitaciones aquí? —pregunté, aunque conocía la respuesta.

Prácticamente imposible. La lista de espera es interminable, y el albergue puede decidir quiénes entran.

—¿Cuánto tiempo permanecen aquí?

—Depende. El promedio es de unos tres meses. Este es uno de los más bonitos, de modo que se sienten seguros en él. En cuanto consiguen estabilizar su situación, el albergue trata de encontrarles un alojamiento acorde con sus ingresos.

Nos acercamos a la directora del albergue, una joven calzada con botas de combate, a quien me presentó como «nuestro nuevo abogado».

Ella me dio la bienvenida al albergue. Mientras Mordecai y la joven hablaban de un cliente que había desaparecido, me alejé por el pasillo hasta que encontré la sección familiar. Oí llorar a un bebé y me encaminé hacia una puerta abierta. La habitación era ligeramente más espaciosa que la otra y estaba dividida en compartimientos diminutos. Una fornida muchacha de no más de veinticinco años estaba sentada en una silla, a tres metros de distancia de donde me encontraba, desnuda de cintura para arriba, dando el pecho a una criatura sin que mi presencia le causara la menor turbación. Los niños de corta edad saltaban sobre la cama; en la radio sonaba un rap.

De pronto se llevó la mano derecha al otro pecho y me lo ofreció. Di media vuelta y regresé junto a Mordecai.

Los clientes nos esperaban. Nuestro despacho ocupaba un rincón del comedor, cerca de la cocina; por mesa contábamos con una silla de tijera que habíamos pedido prestada a la cocina. Mordecai abrió un archivador del rincón y pusimos manos a la obra. Seis personas esperaban sentadas en unas sillas contra la pared.

—¿El primero? —llamó Mordecai.

Se acercó una mujer con su silla. Se sentó delante de sus letrados, ambos con una pluma y unos folios en la mano, uno de ellos un veterano abogado de la calle y el otro un novato.

Se llamaba Waylene, veintisiete años, dos hijos y sin marido.

—La mitad de ellos procede del albergue —me explicó Mordecai mientras ambos tomábamos notas—. La otra mitad, de la calle.

—¿Los atendemos a todos?

—A todos los que carecen de hogar.

El problema de Waylene no era complicado. Había trabajado en un restaurante de comida rápida antes de dejarlo por un motivo que Mordecai no consideró importante, y le debían las últimas dos pagas. Como no tenía domicilio fijo, el empleador había enviado los cheques a una dirección equivocada. Los cheques habían desaparecido; el empleador se desentendió del asunto.

—¿Dónde estará usted la semana que viene? —le preguntó Mordecai.

En un sitio, o tal vez en otro; no lo sabía. Buscaba trabajo, y si lo encontraba era posible que ocurriesen otras cosas y entonces ella podría irse a vivir con fulanito de tal. O buscarse un lugar para ella sola.

—Recuperaré su dinero e indicaré que envíen los cheques a mi despacho. —Le entregó una tarjeta de visita—. Llámeme a este número dentro de una semana.

La joven tomó la tarjeta, nos dio las gracias y se retiró a toda prisa.

—Telefonea al restaurante donde trabajaba esta chica, identifícate como su abogado, muéstrate amable al principio y después, si no colaboran, arma un alboroto. En caso de que sea necesario, pásate por allí y recoge personalmente los cheques.

Anoté las instrucciones como si fueran muy complicadas. A Waylene le debían doscientos diez dólares. El último caso en el que yo había intervenido en Drake & Sweeney había sido una disputa antimonopolio en la que estaban en juego novecientos millones de dólares.

El segundo cliente no supo exponernos ningún problema legal concreto. Sólo quería hablar con alguien. Estaba borracho o mentalmente enfermo, probablemente ambas cosas a la vez. Mordecai lo acompañó a la cocina y le ofreció una taza de café.

—Algunos de estos pobrecillos no pueden resistir la tentación de hacer cola —me explicó.

La número tres era una residente del albergue; llevaba en él dos meses y, por consiguiente, la cuestión del domicilio presentaba menos problemas. Tenía cincuenta y ocho años, ofrecía un aspecto pulcro y cuidado y era viuda de un veterano de guerra. Según el montón de papeles que hojeé mientras mi jefe hablaba con ella, tenía derecho a una pensión de viudez, pero los cheques estaban siendo enviados a una cuenta de un banco de Maryland a la que ella no tenía acceso. Ella lo había explicado y sus papeles lo confirmaban.

—La Asociación de Veteranos es un buen organismo —dijo Mordecai—. Conseguiremos que envíen los cheques aquí.

La cola fue aumentando mientras atendíamos con eficacia a los clientes. Mordecai ya lo había visto todo muchas veces: interrupción de los vales de comida por falta de domicilio permanente; negativas de los administradores de fincas a devolver los depósitos de garantía; impago de las pensiones por alimento de los hijos; orden judicial de detención por extensión de cheques sin fondos; reclamación de pensión de invalidez a la Seguridad Social. Después de dos horas y diez clientes, me desplacé al otro extremo de la mesa y empecé a interrrogarlos personalmente.

Mi primer cliente fue Marvis. Quería divorciarse. Yo también. Tras escuchar su triste historia, experimenté el impulso de correr a casa y besarle los pies a Claire. La mujer de Marvis se dedicaba a la prostitución. Había sido decente hasta que descubrió el crack. El crack la llevó hasta un camello, de éste pasó a un proxeneta y finalmente a la vida de las calles. Por el camino robó y vendió todo lo que ambos poseían y acumuló deudas a cuenta del marido. Él se declaró insolvente. Ella se llevó a los dos hijos y se fue a vivir con su proxeneta.

Marvis quería hacer unas cuantas preguntas acerca de la mecánica del divorcio, y, puesto que yo sólo tenía unos conocimientos básicos al respecto, me escabullí como mejor pude. Mientras tomaba notas tuve una visión fugaz de Claire sentada en aquel preciso instante en el lujoso despacho de su abogada, ultimando los planes para disolver nuestra unión.

—¿Cuánto durará? —me preguntó, sacándome de mi breve ensoñación.

—Seis meses —contesté—. ¿Cree que ella se opondrá?

—¿A qué se refiere?

—A si accederá al divorcio.

—No hemos hablado de eso.

La mujer se había ido de casa un año atrás y, a mi juicio, se trataba de un claro caso de abandono del hogar conyugal. Si a ello se añadía el adulterio, el divorcio estaba chupado.

Marvis llevaba una semana en el albergue. Era serio y juicioso y buscaba trabajo. Disfruté de la media hora que pasé con él y me comprometí a conseguirle el divorcio.

La mañana pasó volando y mi nerviosismo se desvaneció. Estaba esforzándome en ayudar a personas reales con problemas reales, a personas insignificantes que no tenían ningún otro lugar donde encontrar asistencia jurídica. Se sentían intimidadas, y no sólo por mí, sino por el vasto universo de las leyes, las reglamentaciones, los tribunales y la burocracia. Aprendí a sonreír y a hacer que se sintieran cómodas. Algunas se disculpaban por no poder pagarme. El dinero no tenía importancia, les decía yo. El dinero no tenía importancia.

A las doce devolvimos la mesa para que pudieran servir el almuerzo. La zona del comedor se había llenado de gente; la sopa estaba lista.

Puesto que nos encontrábamos en el barrio, nos detuvimos a comer en el Florida Avenue Grill. El mío era el único rostro blanco del bullicioso restaurante, pero ya me estaba acostumbrando a mi palidez. Nadie había intentado asesinarme todavía. Al parecer, a nadie le importaba.

Sofía encontró un teléfono que casualmente funcionaba. Estaba debajo de un montón de expedientes en el escritorio más cercano a la puerta. Le di las gracias y me retiré a la intimidad de mi despacho. Conté ocho personas esperando en silencio los consejos legales de Sofía, que no era abogado. Mordecai me sugirió que dedicase la tarde a trabajar en los casos de los que nos habíamos hecho cargo por la mañana en el Buen Samaritano. Eran diecinueve en total. También me insinuó la conveniencia de que me diese prisa para ayudar a Sofía en su trabajo.

Si pensaba que el ritmo de la calle iba a ser más lento, me equivocaba. De repente, me hundí hasta las orejas en los problemas de otras personas. Por suerte, gracias a mis antecedentes de trabajador obsesivo logré estar a la altura de la situación.

No obstante, mi primera llamada telefónica la hice a Drake & Sweeney. Pregunté por Héctor Palma del Departamento Inmobiliario y me dijeron que esperara. Colgué al cabo de cinco minutos y volví a llamar. Pensé en la posibilidad de telefonear a Polly y pedirle que mirara a ver qué le había ocurrido a Héctor. O quizás a Rudolph, o a Barry Nuzzo o a mi auxiliar preferido. Pero entonces caí en la cuenta de que ya no eran mis amigos. Me había ido. Estaba en el campo opuesto. Era el enemigo. También era una fuente de problemas, y los jefes les habían prohibido hablar conmigo.

En el listín telefónico había tres Héctor Palma. Iba a llamarlos, pero las líneas estaban ocupadas. El consultorio tenía dos líneas y cuatro abogados.