Me encerré en el despacho. El consultorio estaba más frío el domingo que el sábado, y yo llevaba puesto un grueso jersey, unos pantalones de pana y unos calcetines térmicos. Me senté junto a mi escritorio con dos humeantes tazas de café delante, dispuesto a leer el periódico. El edificio tenía calefacción, pero no pensaba encenderla.
Echaba de menos mi sillón giratorio de cuero, que giraba, se balanceaba e inclinaba a mi antojo. El nuevo era ligeramente mejor que esas sillas de tijera que se alquilan para las bodas. En días normales prometía ser muy incómodo, pero yo estaba tan magullado que en esos momentos me parecía un instrumento de tortura.
El escritorio era un desvencijado mueble de segunda mano, probablemente sacado de una escuela abandonada, era cuadrado y macizo, con tres cajones en cada lado, de los cuales se abrían cuatro. Las dos sillas para los clientes que había delante eran de tijera, una de ellas negra y la otra de un color verdoso que yo jamás había visto.
Las paredes llevaban décadas sin que nadie las pintara y habían adquirido un tono amarillo limón pálido. El yeso estaba agrietado y las arañas se habían adueñado de los rincones del techo. La única decoración era un cartel enmarcado que anunciaba una Marcha por la justicia en julio de 1988.
El suelo era de roble antiguo y los bordes de las tablas estaban desgastadas, lo que significaba que habían sido rozadas por muchos pies en años anteriores. Estaba barrido y la escoba y el recogedor que había en un rincón eran una delicada manera de decirme que yo tendría que encargarme de la limpieza del lugar.
¡Oh, cuán bajo pueden caer los poderosos! Si mi hermano Warren me hubiera visto sentado allí un domingo, muerto de frío junto a mi triste y pequeño escritorio, con las paredes de yeso agrietadas y encerrado bajo llave para que mis presuntos clientes no me atracaran, me habría soltado unos insultos tan sonoros y variados que hubiese experimentado el impulso de anotarlos.
No acertaba a comprender la reacción de mis padres. Muy pronto me vería obligado a telefonearles para darles el disgusto de mi cambio de domicilio.
Una violenta llamada a la puerta me hizo dar un respingo. Me incorporé en mi asiento sin saber qué hacer. ¿Acaso los delincuentes de la calle venían por mí? Mientras me acercaba a la puerta, se produjo otra llamada, y entonces vi una figura que trataba de mirar a través de los barrotes y el grueso cristal de la puerta de entrada.
Era Barry Nuzzo, temblando de frío y temiendo ser víctima de una agresión. Abrí y lo hice pasar.
—¡Menuda pocilga! —exclamó alegremente, mirando alrededor mientras yo volvía a cerrar la puerta con llave.
—Bonito, ¿verdad? —dije, y retrocedí mientras me preguntaba a qué obedecería su visita.
—¡Esto parece un vertedero!
El sitio le hacía gracia. Rodeó el escritorio de Sofía a la vez que se quitaba lentamente los guantes sin atreverse a tocar nada por temor a provocar un alud de carpetas.
Procuramos limitar los gastos generales para quedarnos con todo el dinero dije. Era un viejo chiste que circulaba en Drake & Sweeney. Los socios discutían constantemente a propósito de los gastos generales, pero, al mismo tiempo, la mayoría de ellos quería cambiar la decoración de sus despachos.
—¿O sea que has venido aquí por dinero? —me preguntó con expresión risueña.
—Por supuesto.
—Has perdido el juicio.
—He descubierto mi vocación.
—Sí, oyes voces.
—¿Para eso has venido? ¿Para decirme que estoy chiflado?
—He llamado a Claire.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que te habías ido.
—Es verdad. Vamos a divorciarnos.
—¿Qué te pasa en la cara?
Una bolsa de aire.
—Ah, sí; lo había olvidado. Creía que sólo se había abollado el guardabarros.
—Y se abolló.
Dejó el abrigo sobre el respaldo de una silla y rápidamente volvió a ponérselo.
—¿La reducción de los gastos generales significa no pagar la factura de la calefacción?
—De vez en cuando nos saltamos un mes.
Recorrió la estancia y asomó la cabeza por las puertas de los pequeños despachos laterales.
—¿Quién financia este proyecto?
—Una fundación.
—¿Una fundación que está quedándose sin fondos?
—Sí, y rápidamente.
—¿Y cómo lo encontraste?
—Señor solía venir por aquí. Éstos eran sus abogados.
—El bueno de Señor… —musitó Barry. Interrumpió momentáneamente su inspección y fijó la mirada en la pared. ¿Crees que nos habría matado?
—No. Nadie le hacía caso. Era otro pobre tipo sin hogar. Quería que le hicieran caso.
—¿Se te pasó en algún momento por la cabeza la posibilidad de abalanzarte sobre él?
—No, más bien pensaba apoderarme de su arma y pegarle un tiro a Rafter.
—Ojalá lo hubieras hecho.
—Quizá la próxima vez.
—¿Tienes un poco de café?
—Pues claro. Siéntate.
No quería que Barry me acompañara a la cocina, pues ésta dejaba mucho que desear. Encontré una taza, la lavé rápidamente y la llené de café. Lo invité a pasar a mi despacho.
—Bonito —dijo, mirando alrededor.
—Aquí es donde se hacen los grandes negocios expliqué con orgullo.
Tomamos posiciones a ambos lados del escritorio en unas chirriantes sillas a punto de romperse.
—¿Con esto soñabas en la Facultad de Derecho? —me preguntó.
—Ya no me acuerdo de la Facultad de Derecho. He facturado muchas horas desde entonces.
Finalmente me miró a la cara sin sonreír, como si hubiese pasado el momento de hacer bromas. Por mucho que me doliera, no pude evitar preguntarme si Barry llevaría un escucha oculto. Habían enviado a Héctor al combate con un micro debajo de la camisa, así que eran capaces de hacer otro tanto con Barry. Él no se habría ofrecido voluntariamente, pero era probable que lo hubiesen presionado. Yo me había convertido en un enemigo.
—¿De modo que viniste aquí en busca de Señor…? —dijo.
—Supongo que sí.
—¿Y qué has descubierto?
—¿Te estás haciendo el tonto, Barry? ¿Qué ocurre en la empresa? ¿Estáis estrechando el cerco en torno a mí?
Sopesó cuidadosamente las preguntas mientras tomaba rápidos sorbos de café.
—Este brebaje es horrible dijo, a punto de escupirlo. Pero por lo menos está caliente. Lamento lo de Claire.
—Prefiero no hablar de eso.
—Falta un expediente, Michael. Todo el mundo te señala.
—¿Quién sabe que estás aquí?
—Mi mujer.
—¿Te envía la empresa?
—Rotundamente, no.
Lo creí. Era amigo mío desde hacía siete años, y a veces había sido muy íntimo. Pero en general habíamos estado demasiado ocupados como para cultivar nuestra amistad.
—¿Por qué me señalan? —pregunté.
—El expediente tiene algo que ver con Señor. Fuiste a ver a Braden Chance y le pediste que te dejara examinarlo. Te vieron en las inmediaciones de su despacho la noche en que desapareció.
—Hay pruebas de que alguien te facilitó unas llaves que quizá no deberías haber tenido.
—¿Eso es todo?
—Eso y las huellas dactilares.
—¿Las huellas dactilares? —inquirí yo, fingiendo sorpresa.
—Por todas partes. En la puerta, en el interruptor de la luz, en el archivador. Son idénticas. Estuviste allí, Michael. Te llevaste el expediente. ¿Qué pretendes hacer con él?
—¿Qué sabes de ese expediente?
Señor fue desalojado por uno de nuestros clientes. Ocupaba el inmueble ilegalmente. Perdió la chaveta, nos pegó un susto a todos y tú estuviste casi a punto de ser alcanzado por un disparo. Te desmoronaste.
—¿Eso es todo?
—Es todo lo que ellos nos han dicho.
—¿Quiénes son ellos?
—Los peces gordos.
—A última hora del viernes todos recibimos unos memorandos y cuando digo todos me refiero a los abogados, las secretarias, los auxiliares, todo el mundo, informándonos de que se había sustraído un expediente, de que eras el sospechoso y de que ningún empleado de la casa debía mantener contactos contigo. Ahora mismo tengo prohibido estar aquí.
—No se lo diré a nadie.
—Gracias.
Aunque Braden Chance hubiese establecido una relación entre el desahucio y Lontae Burton, no sería capaz de confesárselo a nadie.
Ni siquiera a los demás socios. Barry estaba diciendo la verdad. Probablemente pensara que mi único interés por el expediente era Devon Hardy.
—Entonces ¿por qué has venido?
—Soy tu amigo. Todo está desquiciado en este momento. El viernes la policía estuvo en el bufete, ¿te imaginas? La semana pasada un chiflado nos retuvo como rehenes. Ahora tú te has arrojado al abismo, y, por si fuera poco, el asunto de Claire. ¿Por qué no hacemos una pausa? Vámonos a algún sitio un par de semanas. Con nuestras mujeres.
—¿Adónde?
—No lo sé. Qué más da. A las islas.
—¿Y qué conseguiríamos con eso?
—Ante todo, relajarnos. Jugaríamos un poco al tenis. Dormiríamos. Cargaríamos las pilas.
—¿Paga la empresa?
—Pago yo.
—Te olvidas de Claire. Todo ha terminado, Barry. Ha tardado mucho tiempo, pero ha terminado.
—De acuerdo. Nos vamos tú y yo.
—Pero tú no puedes mantener ningún contacto conmigo.
Se me ocurre una idea. Creo que podría ir a ver a Arthur y mantener una larga charla con él. Se puede arreglar. Tú devuelves el expediente, te olvidas de su contenido, la casa perdona y olvida, tú y yo nos vamos un par de semanas a Maui a jugar al tenis y, a nuestro regreso, vuelves al elegante despacho que te corresponde.
—Te han enviado aquí, ¿verdad?
—No, te lo juro.
—No dará resultado, Barry.
—Dime por qué no. Te lo ruego.
—Ser abogado significa algo más que facturar horas y ganar dinero. ¿Por qué queremos convertirnos en unas putas empresariales? Ya estoy cansado de todo eso, Barry. Quiero otra cosa.
—Pareces un estudiante de primer curso de derecho.
—Exactamente. Elegimos esta profesión porque pensábamos que el derecho era una vocación sublime. Ser abogados nos permitiría luchar contra la injusticia y los males de la sociedad y hacer toda clase de buenas obras. Entonces éramos muy idealistas. ¿Por qué no podemos volver a serlo?
—Por las hipotecas.
—No pretendo reclutarte. Tienes tres hijos; por suerte, Claire y yo no tenemos ninguno. Puedo permitirme el lujo de volverme un poco chiflado.
En un rincón, un radiador, en el que no había reparado, empezó a crujir y a soltar un silbido. Lo miramos confiando en recibir un poco de calor. Pasó un minuto. Pasaron dos.
—Van por ti, Michael —musitó Barry, mirando el radiador sin verlo.
—¿Ellos? ¿Quieres decir nosotros?
—Sí. La empresa. No se puede robar un expediente. Piensa en el cliente. El cliente tiene derecho a que sus asuntos sean confidenciales. Si se pierde un expediente, la empresa no tiene más remedio que buscarlo.
—¿Me acusarán de un delito?
—Tal vez. Están furiosos, Michael, y no puedes reprochárselo. Están pensando en la posibilidad de pedir medidas disciplinarias al Colegio de Abogados. Es muy probable que te retiren la licencia. Rafter ya está trabajando en ello.
¿Por qué no apuntó Señor un poco más bajo?
—Están decididos a todo.
—La empresa tiene más que perder que yo.
Me miró fijamente en silencio. Ignoraba el contenido del expediente.
—¿Hay algo más que lo de Señor? —preguntó.
—Mucho más. La empresa saldrá muy mal parada. Si vienen por mí, yo iré por ellos.
No se puede utilizar un expediente robado. Ningún tribunal del país lo aceptaría como prueba. Tú no entiendes de litigios.
—Pero estoy aprendiendo. Diles que se retiren. Recuerda que tengo el expediente, y que lo que contiene apesta.
—No eran más que unos squatters, Michael.
—Es mucho más complicado de lo que parece. Alguien tiene que sentarse con Braden Chance y averiguar la verdad. Dile a Rafter que haga sus deberes antes de cometer un disparate.
—Créeme, Barry, eso es cosa de primera plana. No os atreveréis a salir de casa.
—¿Propones una tregua? Tú conservas el expediente y nosotros te dejamos en paz.
—Por el momento, tal vez. La semana que viene o la otra, no lo sé.
—¿Por qué no hablas con Arthur? Yo actuaré de mediador. Nos reuniremos en un despacho los tres y aclararemos este asunto a puerta cerrada. ¿Qué te parece?
—Demasiado tarde. Ha habido muertos.
—Señor hizo que lo mataran.
—Hubo otros dije. Comprendí que ya era suficiente. A pesar de ser mi amigo, Barry les contaría nuestra conversación a los jefes.
—¿Quieres explicármelo? —inquirió.
—No puedo. Es confidencial.
—Suena un poco falso, viniendo de un abogado que roba expedientes.
El radiador comenzó a gorgotear y durante un buen rato no pudimos hacer otra cosa que contemplarlo. Ninguno de los dos quería decir cosas de las que más tarde pudiera arrepentirse. Se interesó por los restantes abogados del consultorio. Lo acompañé en un rápido recorrido.
—Increíble —musitó más de una vez. Luego, ya en la puerta, preguntó:
—¿Podemos seguir en contacto?
—Desde luego.