Por razones que no tardaría en averiguar, Mordecai aborrecía profundamente a los policías del distrito de Columbia, aun cuando casi todos ellos eran negros. En su opinión, se mostraban muy duros con los mendigos y ésa era la vara que invariablemente utilizaba para medir a los buenos y a los malos.
Pero conocía a unos cuantos. Uno de ellos era el sargento Peeler, un hombre «de las calles» según Mordecai. Peeler trabajaba con muchachos problemáticos en un centro cercano al consultorio jurídico y tanto él como Mordecai pertenecían a la misma iglesia. Peeler tenía contactos y podía tirar de unos cuantos hilos para recuperar mi coche.
Entró en el consultorio poco después de las nueve de la mañana del sábado. Mordecai y yo intentábamos entrar en calor bebiendo una taza de café. Peeler no estaba de servicio los sábados. Tuve la impresión de que habría preferido quedarse en la cama.
Me acomodé en el asiento de atrás y Mordecai se sentó al volante y no paró de hablar mientras circulábamos en dirección al nordeste por las resbaladizas calles. En lugar de la nieve que habían previsto los meteorólogos estaba cayendo una fina lluvia. Había muy poco tráfico.
Era una de esas crudas mañanas de febrero en que sólo los más valientes se atrevían a salir a la calle.
Aparcamos frente a la verja, cerrada con candado, del depósito municipal que había en las inmediaciones de la avenida Georgia.
—Esperad aquí —me indicó Peeler.
Vi los restos de mi Lexus.
Se acercó a la verja, pulsó un timbre que había en un poste y se abrió la puerta del cobertizo que albergaba el despacho. Un policía bajito y delgado se acercó con un paraguas e intercambió unas palabras con Peeler, quien a continuación regresó al automóvil, cerró la portezuela y se sacudió el agua de los hombros.
—Está esperándolo —dijo.
Me apeé, abrí el paraguas para protegerme de la lluvia y apuré el paso hacia la verja donde aguardaba el oficial Winkle, que tras mirarme con una expresión en la que no se apreciaba la menor simpatía o buena voluntad, sacó un gran manojo de llaves, consiguió dar con tres que correspondían a los gruesos candados y masculló mientras abría la verja:
—Por aquí.
Crucé con él el solar cubierto de grava evitando, en la medida de lo posible, los charcos llenos de barro y agua. Me dolía el cuerpo a cada movimiento, por lo que mis brincos y rodeos para evitarlos eran más bien limitados. Se fue directamente hacia mi coche.
Yo me dirigí al asiento delantero. No vi el expediente. Tras un instante de terror lo encontré intacto en el suelo detrás del asiento del conductor. Lo tomé y sentí deseos de irme. No estaba de humor para comprobar los daños sufridos por mi coche. Había sobrevivido, y eso era lo único que importaba. Ya discutiría con la compañía de seguros la semana entrante.
—¿Es ése? —preguntó Winkle.
—Sí —contesté, con ganas de marcharme de allí.
—Sígame.
Entramos en el cobertizo, donde una estufa de butano encendida nos echó encima una vaharada de aire caliente desde uno de los rincones. Winkle tomó una de las tablillas de papeles de la pared y clavó la mirada en el expediente que yo sostenía en la mano.
—Una carpeta de cartulina marrón —dijo, haciendo una anotación—. De unos cinco centímetros de grosor. —Seguía escribiendo, mientras yo la apretaba contra mi pecho como si fuera un tesoro.
—¿Lleva algún nombre?
No estaba en condiciones de protestar. Si conseguía hacer un comentario ingenioso, jamás me encontrarían.
—¿Por qué quiere saberlo? —pregunté.
—Déjela encima de la mesa —dijo.
Y allí la dejé.
—RiverOaks barra TAG, Inc. —dijo sin dejar de escribir—. Número de archivo TBC963381.
Sentí que el abismo se abría un poco más bajo mis pies.
—¿Es suya? —me preguntó, señalándola sin el menor asomo de sospecha.
—Sí.
—Muy bien. Ya puede irse.
Le di las gracias y no obtuve respuesta. Por un segundo deseé cruzar corriendo el depósito, pero el simple hecho de caminar ya constituía todo un reto. Cerró la verja a mi espalda.
Mordecai y Peeler se volvieron y vieron el expediente en cuanto subí al coche. Ninguno de los dos tenía idea de lo que era; sólo le había dicho a Mordecai que el expediente era muy importante y tenía que recuperarlo antes de que se perdiera.
—¿Tanto trabajo por una simple carpeta de cartulina?
Estuve tentado de pasar las páginas mientras regresábamos al consultorio, pero no lo hice.
Le di las gracias a Peeler, me despedí de Mordecai y me dirigí hacia mi nueva buhardilla conduciendo con mucho cuidado.
El origen del dinero era el Gobierno federal, lo que no era de extrañar en el distrito de Columbia. La administración de Correos proyectaba construir en la ciudad un edificio de veinte millones de dólares para el servicio de paquetería, y RiverOaks era una de las muchas empresas agresivas que aspiraban a construirlo, alquilarlo y gestionarlo. Se habían estudiado al menos tres emplazamientos, todos en zonas degradadas de la ciudad, la lista de los cuales había sido publicada el pasado mes de diciembre. RiverOaks había empezado a comprar ávidamente toda una serie de inmuebles baratos por si llegaba a necesitarlos.
TAG era una empresa debidamente registrada cuyo único accionista era un tal Tillman Gantry, descrito en un memorándum del expediente como antiguo proxeneta, estafador de poca monta y delincuente condenado en dos ocasiones. Se trataba, en definitiva, de uno de los muchos personajes de esa clase que abundaban en la ciudad. Tras purgar sus delitos, Gantry había descubierto los automóviles usados y los inmuebles. Compraba edificios abandonados que unas veces reformaba ligeramente para volver a venderlos y otras, cedía en alquiler. En el expediente se enumeraban catorce propiedades de TAG. El camino de Gantry se cruzó con el de RiverOaks cuando el servicio de Correos de Estados Unidos necesitó más espacio.
El 6 de enero Correos comunicó a RiverOaks por carta certificada que la empresa había sido elegida como contratista propietaria arrendataria del nuevo edificio de paquetería. En un memorándum de acuerdo se especificaba un alquiler anual de un millón y medio de dólares por un período garantizado de veinte años. El documento señalaba, con la celeridad propia de las empresas no estatales, que el acuerdo entre RiverOaks y Correos debería firmarse no más tarde del 1 de marzo, o de lo contrario quedaría sin efecto. Tras siete años de proyectos y estudios, el Gobierno quería que el edificio se construyera de la noche a la mañana.
RiverOaks, junto con sus abogados y sus corredores de fincas, puso manos a la obra. En enero la empresa adquirió unos inmuebles en Florida Avenue cerca del almacén donde se había producido el desahucio. El expediente incluía dos planos de la zona en los que se indicaban, con distintos colores, los inmuebles ya adquiridos y los que estaban siendo objeto de negociación.
Sólo faltaban siete días para el 1 de marzo; no era de extrañar que Chance hubiera echado en falta el expediente enseguida.
El almacén de Florida Avenue había sido adquirido el mes de julio del año anterior por una suma no revelada en la documentación que yo poseía. RiverOaks lo había comprado por doscientos mil dólares el 31 de enero, cuatro días antes de que tuviera lugar el desahucio que había dejado en la calle a Devon Hardy y a la familia Burton.
En el desnudo suelo de madera de lo que sería mi salón, extendí con sumo cuidado todas las hojas que componían el expediente, las examiné y las describí detalladamente en un cuaderno para luego volver a colocarlas en el mismo orden. Allí estaban todos los papeles que debía haber en cualquier archivo correspondiente a inmuebles: datos tributarios de los años anteriores, escrituras previas, un acuerdo de compraventa del inmueble, correspondencia con el corredor de fincas y documentos de cierre de la operación. La venta se haría en efectivo y, por consiguiente, no intervendría ningún banco.
En la solapa interior izquierda de la carpeta estaba el llamado diario, un impreso utilizado para registrar cada apunte, con la fecha y una breve descripción. Se podía juzgar la capacidad organizadora de una secretaria de Drake & Sweeney por el grado de detalle del diario de la carpeta. Todo cuanto se incluía en el expediente documentos, planos, fotografías o gráficos tenía que anotarse en el diario. Es lo que nos habían inculcado durante nuestro período de entrenamiento. Casi todos lo habíamos aprendido tras un arduo esfuerzo; no había nada más exasperante que examinar un grueso expediente en busca de algo que no estaba lo bastante detallado. Según un axioma de la empresa: «Si no consigues encontrarlo en treinta segundos, no sirve para nada».
El expediente de Chance contenía información exhaustiva; su secretaria era una mujer meticulosa. Pero alguien lo había manipulado.
El 22 de enero Héctor se había dirigido solo al almacén para llevar a cabo una inspección de rutina previa a la compra. Al franquear la puerta, había sido atracado por dos delincuentes callejeros que lo habían golpeado en la cabeza con una especie de estaca y le habían robado el billetero y el dinero en efectivo a punta de navaja. El 23 de enero se había quedado en casa y había preparado un memorándum para ser incluido en el expediente, en el cual describía el atraco. La última frase decía: «Regresaré el lunes 27 de enero con protección para inspeccionar el lugar». El memo figuraba debidamente registrado en el diario, pero no había ninguna referencia a su segunda visita. Un apunte del diario del 27 de enero rezaba: «Memorándum de HP, visita al lugar, inspección del local».
Héctor fue al almacén con un guardia el 27 de enero, inspeccionó el lugar, descubrió sin duda la masiva presencia de squatters y redactó un informe que, a juzgar por sus restantes escritos, debía de ser muy pormenorizado.
El memorándum había desaparecido del expediente, lo que no constituía delito alguno; yo mismo había sacado constantemente documentos de los expedientes sin hacer ninguna anotación en el diario. Pero siempre volvía a dejarlos en su sitio. Cualquier cosa que figurase registrada en el diario tenía que estar en la carpeta.
La operación se había cerrado el viernes 31 de enero. El martes Héctor regresó al almacén para echar a los squatters. Lo ayudó un guardia de un servicio privado de seguridad, un agente de policía del distrito de Columbia y cuatro matones de una empresa de desahucios. Según el memo, de dos páginas, tardaron tres horas. Por más que tratara de ocultar sus sentimientos, Héctor no tenía valor para llevar a cabo desahucios.
El corazón me dio un vuelco cuando leí lo siguiente: «La madre tenía cuatro hijos, uno de ellos un bebé. Vivía en un apartamento de dos habitaciones sin cañerías. Dormían sobre dos colchones, en el suelo. Luchó contra el policía en presencia de sus hijos. Al final, la echaron».
De modo que Ontario había sido testigo de la lucha de su madre.
Había una lista de los desalojados, diecisiete en total sin contar los niños, y coincidía con la que alguien había dejado sobre mi escritorio el lunes por la mañana junto con una copia del reportaje del Post.
En la parte posterior de la carpeta, en una hoja suelta que no había merecido el honor de figurar en el diario, estaban las diecisiete notificaciones de desahucio. Ninguna de ellas había sido enviada. Los squatters no tienen derechos, ni siquiera el de recibir una notificación. Las notificaciones se habían preparado con posterioridad en un intento de borrar las huellas. Probablemente las hubiese añadido el propio Chance después del incidente de Señor por si eran necesarias.
La manipulación parecía tan evidente como insensata, pero Chance era un socio, y resultaba prácticamente inaudito que un socio entregase una carpeta.
Nadie la había entregado; la habían robado. Constituía un hurto, un delito cuyas pruebas se estaban reuniendo en aquellos momentos. El ladrón era un idiota.
Como parte del ritual llevado a cabo siete años atrás, antes de mi incorporación a la empresa, unos investigadores privados me habían tomado las huellas dactilares. Sería muy fácil establecer una relación entre aquellas huellas y las que sin duda habrían tomado en el archivador de Chance. Sería cuestión de minutos. Estaba seguro de que ya lo habrían hecho. ¿Se cursaría una orden de detención? Era inevitable.
Casi todo el suelo estaba cubierto de papeles cuando terminé, tres horas después de haber empezado. Volví a ordenar cuidadosamente el expediente, me fui al consultorio y lo copié.
Se había ido de compras, rezaba la nota. Teníamos un bonito juego de maletas que no habíamos mencionado al hacer el reparto de bienes. En un futuro próximo ella viajaría más que yo, por lo que decidí quedarme con los objetos más baratos, un talego de lona y unas bolsas de gimnasia. No quería que me encontrara en casa, por lo que arrojé sobre la cama las cosas indispensables, como calcetines, ropa interior, camisetas, artículos de aseo y zapatos, pero sólo los que había utilizado el año anterior. Ella podría deshacerse de lo demás. Vacié rápidamente mis cajones y el lado del botiquín de medicamentos que me correspondía. Herido y dolorido tanto física como mentalmente, arrastré las bolsas hasta el coche y volví a subir para recoger varios trajes y demás prendas de vestir. Encontré mi viejo saco de dormir, que llevaba por lo menos cinco años sin usar, y decidí llevármelo, junto con un cubrecama acolchado y una almohada. Tenía derecho a llevarme también mi despertador, mi radio y mi reproductor portátil de discos compactos, así como algunos de éstos, el televisor en color de trece pulgadas que había en el mostrador de la cocina, una cafetera, el secador del cabello y el juego de toallas azules.
Cuando tuve el coche lleno, dejé una nota, en la que explicaba que me había ido, al lado de la que ella había dejado. No quise mirarla; experimentaba unos sentimientos contradictorios a los que no estaba preparado para enfrentarme. No estaba muy seguro de cómo se mudaba uno a otra casa, pues apenas si lo había hecho.
Cerré la puerta y bajé por la escalera. Sabía que volvería al cabo de un par de días para recoger el resto de mis efectos personales, pero intuía que era la última vez que bajaba por aquellos peldaños.
Claire leería la nota, examinaría los cajones y los armarios para ver qué me había llevado y, cuando comprendiera que me había marchado de verdad, se sentaría en el estudio y derramaría una lagrimita. Aun cuando era probable que llorase en serio, no tardaría en recuperarse, y entonces pasaría sin dificultad a la siguiente fase.
Mientras me alejaba, no experimenté la menor sensación de liberación. Tanto Claire como yo habíamos perdido.