Se fue antes del amanecer. Una nota encima de la mesa me informaba de que se había tenido que ir a hacer la ronda y que regresaría a media mañana. Había hablado con los médicos que me atendían y era probable que no me muriese.
Parecíamos absolutamente normales y felices, una encantadora pareja cuyos miembros se profesaban un profundo afecto. Me quedé dormido preguntándome por qué razón estábamos divorciándonos.
Una enfermera me despertó a las siete y me entregó la nota. Volví a leerla mientras ella me hablaba del mal tiempo nieve y cellisca y me tomaba nuevamente la tensión. Le pedí un periódico. Me lo trajo treinta minutos más tarde, junto con los cereales del desayuno. El reportaje ocupaba la primera plana de la sección de información metropolitana. El agente de la brigada antidroga había recibido varios disparos en el transcurso de un tiroteo; su estado era muy grave. Había matado a un traficante. El segundo traficante, el conductor del jaguar, había muerto en la escena del accidente en circunstancias todavía no aclaradas. A mí no me mencionaba para nada, lo que me parecía muy bien.
Si yo no me hubiera visto envuelto en el tiroteo, éste habría sido uno de los muchos que se producían entre la policía y los traficantes de droga, y no le habría dado la menor importancia. Bienvenido a las calles. Traté de convencerme de que lo mismo habría podido ocurrirle a cualquier profesional del distrito de Columbia, pero no era fácil. Circular de noche por aquella zona de la ciudad equivalía a buscarse problemas.
La parte superior del brazo izquierdo estaba hinchada y medio azulada. El hombro y la clavícula estaban rígidos y sensibles al tacto. Las costillas sólo me dolían cuando respiraba, pero estaban tan magulladas que no podía moverme. Me dirigí al cuarto de baño donde, tras hacer mis necesidades, me miré en el espejo. Una bolsa de aire es una pequeña bomba. El impacto da de lleno en el rostro y el pecho; pero los daños eran mínimos: los ojos y la nariz un poco hinchados y el labio superior con una forma ligeramente distinta. Todo aquello desaparecería durante el fin de semana.
La enfermera regresó con otras pastillas. Le pedí que las identificara una por una y me negué a tomarlas en redondo; eran para el dolor y la rigidez, y yo quería tener la mente muy clara. El médico se presentó hacia las siete y media para echar un rápido vistazo. No tenía nada roto ni desgarrado, de modo que mis horas como paciente estaban contadas. Me sugirió otra tanda de radiografías para estar más seguro. Intenté negarme también a eso, pero ya había discutido la cuestión con mi mujer.
Me pasé una eternidad cojeando en mi habitación, comprobando el estado de las partes afectadas de mi cuerpo, mirando el telediario de la mañana, confiando en que ningún conocido entrara de repente y me viese con mi bata amarilla de cachemira.
Encontrar un automóvil que ha sufrido un accidente en el distrito de Columbia es una tarea desconcertante, sobre todo cuando se inicia poco después de producido aquél.
Empecé con el listín telefónico, mi única fuente, pero en la mitad de los números de Tráfico a los que llamé nadie contestó. En la otra mitad lo hicieron con la mayor indiferencia. Era viernes, demasiado temprano y hacía mal tiempo, ¿para qué molestarse?
Casi todos los vehículos accidentados se trasladaban a un depósito municipal de la Rasco Road, en la zona nordeste. Lo averigüé a través de una secretaria del Distrito Central. Trabajaba en el Departamento de Control Animal y yo estaba marcando números de la policía al azar. A veces los vehículos eran trasladados a otros depósitos, y no habría sido extraño que el mío aún estuviese enganchado a la grúa. Las grúas eran de propiedad privada, me explicó la secretaria, lo que siempre había causado problemas. Antes ella trabajaba en Tráfico, pero no le gustaba.
Pensé en Mordecai, mi nueva fuente de información acerca de todo lo relacionado con la calle. Esperé hasta las nueve y le telefoneé. Le conté lo ocurrido, le aseguré que a pesar de encontrarme en el hospital estaba en plena forma y le pregunté si sabía cómo localizar un vehículo accidentado. Tenía unas cuantas ideas.
Llamé a Polly y le dije lo mismo.
—¿No va usted a venir? —preguntó, tartamudeando.
—Estoy en el hospital, Polly; ¿no me ha oído?
Percibí un cierto titubeo que me confirmó lo que me temía. Me imaginé un pastel con un cuenco de ponche a su lado, probablemente sobre la mesa de una sala de juntas, con cincuenta personas alrededor proponiendo distintos brindis y pronunciando breves discursos acerca de mis maravillosas cualidades. Había asistido a un par de fiestas de aquella clase. Eran horribles. Estaba firmemente decidido a eludir mi despedida.
—¿Cuándo le dan el alta? —me preguntó.
—No lo sé. Tal vez mañana.
Mentía. Me iría antes del mediodía, con el beneplácito de los médicos o sin él.
Más titubeos. El pastel, el ponche, los importantes discursos de personas atareadas, puede que incluso uno o dos regalos. ¿Qué iba a hacer ella ahora?
—Lo lamento —dijo.
—Yo también. ¿Alguien me busca?
—No, aún no.
—Muy bien. Por favor, comunique a Rudolph mi accidente y dígale que lo llamaré más tarde. Tengo que colgar. Quieren hacerme más pruebas.
Y así terminó mi en otro tiempo prometedora carrera en Drake & Sweeney. Me salté mi fiesta de despedida. A la edad de treinta y dos años me había liberado de los grilletes de la esclavitud empresarial y del dinero. Seguiría los dictados de mi propia conciencia. Me habría sentido estupendamente bien si no hubiese sido por el dolor que sentía en las costillas cada vez que me movía.
Claire llegó pasadas las once y estuvo de plática con mi médico en el pasillo. Yo los oía hablar en su jerga. Entraron en la habitación, me anunciaron conjuntamente el alta y yo me puse la ropa limpia que ella me había traído. Me acompañó a casa en su automóvil, pero durante el breve trayecto apenas pronunciamos palabra. No había ninguna posibilidad de reconciliación. ¿Por qué iba a cambiar las cosas un simple accidente de automóvil?
Preparó una sopa de tomate y me ayudó a tenderme en el sofá. Dejó mis pastillas alineadas en el mostrador de la cocina, me dio un par de instrucciones y se marchó.
Me pasé inmóvil unos diez minutos, el tiempo suficiente para tomarme la sopa y unas cuantas galletas saladas, y a continuación empecé a llamar por teléfono. Mordecai no había descubierto nada.
Llamé también a varias administraciones de fincas para averiguar sobre apartamentos en arriendo. Después pedí un automóvil de alquiler con chófer y por fin tomé una larga ducha caliente para que se me desentumeciera el cuerpo.
Mi chofer se llamaba León. Me senté a su lado en el asiento del acompañante, procurando no hacer muecas y reprimir los gemidos cada vez que un bache hacía sacudir el coche.
No podía permitirme el lujo de alquilar un apartamento bonito, pero quería uno que al menos fuera seguro. León tenía unas cuantas ideas. Paramos en un quiosco, donde recogí dos folletos gratuitos con información inmobiliaria del distrito.
A juicio de León, un buen sitio para vivir en aquel momento aunque la situación podía cambiar en seis meses, me advirtió era Adams Morgan, al norte de DuPont Circle. Se trataba de un barrio conocido por el que yo había pasado muchas veces sin experimentar el menor deseo de detenerme a dar una vuelta por él. Las calles estaban flanqueadas por casas adosadas de principios de siglo, todas ellas ocupadas, lo cual en el distrito de Columbia era sinónimo de vitalidad. Según León, había muchos bares y clubes, y allí estaban los mejores restaurantes entre los que se habían inaugurado recientemente. Las peores zonas se extendían justo a la vuelta de la esquina, y había que andarse con mucho cuidado. Si hasta las personas importantes como los senadores sufrían atracos en la colina del Capitolio, era evidente que nadie estaba a salvo.
Mientras nos dirigíamos a Adams Morgan, León tropezó de repente con un bache más grande que su automóvil. Caímos en él, permanecimos en suspenso en el aire algo así como diez segundos y aterrizamos violentamente. No pude evitar soltar un grito de dolor. León me miró con expresión horrorizada, y no pude por menos que contarle la verdad acerca de dónde había dormido la víspera. Aminoró considerablemente la marcha y se convirtió en mi corredor de fincas. Me ayudó a subir por las escaleras de un ruinoso apartamento cuya alfombra despedía un inconfundible olor a orina de gato. Sin dejar lugar a dudas, León le dijo a la casera que debería darle vergüenza enseñar una vivienda en semejantes condiciones.
La segunda parada fue una buhardilla rehabilitada.
Quedaba en la quinta Planta, no había ascensor y la calefacción dejaba mucho que desear. León le dio cortésmente las gracias al encargado.
La siguiente buhardilla estaba en el cuarto piso, pero contaba con un limpio y bonito ascensor. Era una casa adosada en Wyoming, una calle arbolada a dos pasos de Connecticut. El alquiler ascendía a quinientos cincuenta dólares al mes, y dije que sí antes de verla. Me sentía cada vez peor y no hacía más que pensar en las pastillas analgésicas que me había dejado en el mostrador de la cocina. Estaba dispuesto a alquilar lo que fuese, en este caso tres pequeñas habitaciones en una buhardilla con techos inclinados, un cuarto de baño con unas tuberías en aparente buen estado, suelo limpio y un poco de vista a la calle.
—Lo tomamos —le dijo León al casero.
Yo estaba apoyado contra una puerta, a punto de caer desplomado al suelo. En un pequeño despacho del sótano leí apresuradamente el contrato, lo firmé y extendí el cheque del depósito y el alquiler del primer mes.
Claire quería que me fuera aquel fin de semana, y yo estaba dispuesto a complacerla.
Ignoro si a León le extrañó mi traslado desde la elegancia de Georgetown a un palomar de tres habitaciones de Adams Morgan, pero era demasiado profesional como para hacer pregunta alguna. Me llevó a nuestro apartamento y esperó en el coche mientras yo me tragaba las pastillas y dormía una siesta.
El sonido de un teléfono me devolvió a la realidad. Lo busqué a tientas, lo encontré y conseguí contestar.
—¿Diga?
—Creí que estabas en el hospital. —Era Rudolph.
Oí su voz y la reconocí, aun cuando la bruma de los analgésicos aún no se había disipado.
Lo estaba —contesté con voz pastosa—. Ahora no lo estoy. ¿Qué quieres?
—Te hemos echado de menos esta tarde.
Lo imaginaba; el numerito del ponche y el pastel.
—Yo no tenía previsto verme envuelto en un accidente de circulación. Te ruego que me perdones.
—Muchas personas querían despedirse de ti.
—Pueden dejarme una nota. Diles que me la envíen por fax.
—Te encuentras muy mal, ¿verdad?
—Sí, Rudolph. Es como si un coche acabara de atropellarme.
—¿Tomas medicamentos?
—¿Por qué te preocupas tanto?
—Perdona. Oye, Braden Chance ha estado en mi despacho hace una hora. Quiere verte urgentemente. Curioso, ¿verdad?
La bruma se disipó por completo.
—¿Por qué quiere verme?
No me lo ha dicho, pero está buscándote.
—Dile que me he ido.
—Ya se lo he dicho. Siento molestarte. Pásate por aquí si tienes un momento. Aún te quedan amigos en la firma.
—Gracias, Rudolph.
Me guardé las pastillas en el bolsillo. León estaba echando una cabezada en el coche. Mientras circulábamos a toda velocidad, llamé a Mordecai. Había encontrado el informe del accidente; el servicio de grúa era Hundley Towing. La empresa utilizaba un contestador automático en casi todas sus llamadas. Las calles estaban resbaladizas, había habido muchos accidentes y las grúas no daban abasto. Finalmente, hacia las tres un mecánico se puso al teléfono, pero no me sirvió de nada.
León encontró la empresa Hundley en la calle Rhode Island, cerca de la Séptima. En tiempos mejores había sido una próspera gasolinera, pero ahora era, a la vez, garaje, servicio de grúas, agencia de coches de segunda mano y servicio de alquiler de remolque de caravanas.
Todas las ventanas estaban protegidas con barrotes de hierro. León se acercó todo lo que pudo a la entrada.
—Vigile —le dije mientras bajaba y entraba a toda prisa. La puerta de vaivén me golpeó el brazo izquierdo. El dolor me obligó a inclinarme hacia delante. Un mecánico vestido con un grasiento mono dobló una esquina y me miró con cara de pocos amigos.
Le expliqué la razón de mi presencia. Tomó una tablilla con sujetapapeles y estudió las notas. Oí a unos hombres hablar y soltar maldiciones al fondo del local, debían de estar jugando a los dados, bebiendo whisky o, probablemente, vendiendo crack.
—Lo tiene la policía —dijo sin dejar de examinar los papeles.
—¿Sabe por qué?
—Pues la verdad es que no. ¿Hubo algún delito o algo así?
—Sí, pero mi coche no tuvo nada que ver.
Me miró con semblante inexpresivo. Tenía sus propios problemas.
—¿Se le ocurre dónde podría estar? —pregunté lo más amablemente que pude.
—Cuando se los quedan, suelen llevarlos a un depósito de la calle Georgia, al norte de Howard.
—¿Cuántos depósitos municipales hay?
Se alejó encogiéndose de hombros.
—Más de uno —contestó antes de desaparecer.
Abrí la puerta con mucho cuidado y regresé al coche de León.
Ya había oscurecido cuando encontramos el depósito, media manzana protegida por una valla metálica rematada con alambre de púas. Dentro había centenares de coches accidentados dispuestos al azar, algunos amontonados encima de otros.
León permaneció a mi lado en la acera, mirando a través de la valla metálica.
—Está allí —dije, señalándolo con el dedo.
El Lexus se hallaba al lado de un cobertizo, con el morro apuntando hacia nosotros. El impacto había destrozado la parte izquierda. El guardabarros había desaparecido y el motor estaba aplastado y a la vista.
—Es usted un hombre de suerte —susurró León.
Al lado de mi coche estaba el Jaguar; tenía la capota hundida y todas las ventanillas arrancadas.
En el cobertizo había una especie de despacho, pero estaba cerrado y a oscuras.
La entrada estaba cerrada con gruesas cadenas. El alambre de púas brillaba bajo la lluvia. A la vuelta de la esquina, no lejos del lugar donde nos encontrábamos, vi a unos tipos con pinta de duros. Adiviné que estaban observándonos.
—Larguémonos de aquí dije.
León me llevó al Aeropuerto Internacional, el único lugar donde yo sabía que se podía alquilar un coche.
La mesa estaba puesta y en la cocina había comida china. Claire me esperaba con cierta inquietud, aunque me habría resultado imposible adivinar cuánta. Le informé que había tenido que alquilar un coche siguiendo las instrucciones de mi compañía de seguros. Me examinó como un competente médico y me hizo tomar una pastilla.
—Pensaba que ibas a descansar —dijo.
—Lo he intentado, pero ha sido imposible. Estoy muerto de hambre.
Sería nuestra última cena juntos como marido y mujer, y todo terminaría tal como había empezado: con una comida rápida preparada en un restaurante cualquiera.
—¿Conoces a un tal Héctor Palma? —me preguntó al cabo de un rato.
Tragué saliva.
—Sí.
—Ha llamado hace una hora. Dijo que necesitaba hablar contigo. ¿Quién es?
Es un auxiliar de la empresa. Tendría que haber pasado la mañana con él revisando uno de mis casos. Debe de estar en un apuro.
Me lo imagino. Quiere reunirse contigo esta noche a las nueve en el Nathan’s de la calle M.
—¿Por qué en un bar? —musité.
No lo dijo. Me pareció que no se fiaba.
El apetito se me pasó de golpe, pero seguí comiendo para aparentar tranquilidad. Aunque no era necesario, ya que a Claire le importaba un bledo.
A pesar del considerable dolor que sentía, me dirigí a pie hacia la calle M bajo una fina lluvia que se estaba transformando en aguanieve. Aparcar un viernes por la noche habría sido imposible. Quería estirar un poco los músculos y despejarme la mente.
El motivo de la reunión debía de ser algún problema. Me preparé para lo que me esperaba. Traté de inventarme unas mentiras a fin de borrar mi rastro y otras mentiras a fin de borrar las anteriores. Tras haberme convertido en ladrón, mentir no me parecía tan grave. Cabía la posibilidad de que Héctor actuara en nombre de la empresa; hasta era posible que llevara unos escuchas encima. Decidí que prestaría mucha atención y diría muy poco.
El Nathan’s estaba medio vacío. Había llegado con diez minutos de antelación, pero él ya estaba allí, esperándome en un pequeño reservado. En cuanto me acerqué, se levantó de un salto y me tendió la mano.
Usted debe de ser Michael. Soy Héctor Palma, del Departamento Inmobiliario; encantado de conocerle.
Era una agresión, un estallido de personalidad que me puso en guardia. Le estreché la mano medio aturdido y le dije algo así como:
—Encantado de conocerle.
Me indicó el reservado y, con una cordial sonrisa en los labios, dijo:
—Tome asiento.
Me incliné cuidadosamente y me introduje en el reservado.
—¿Qué le ha pasado en la cara? —me preguntó.
—Le he dado un beso a una bolsa de aire.
—Ah, sí, ya me he enterado del accidente —repuso con excesiva rapidez—. ¿Cómo se encuentra? ¿Tiene algún hueso roto?
—No —contesté muy despacio, tratando de adivinar sus intenciones.
—Me enteré de que al otro lo habían matado —añadió una décima de segundo después de que yo hubiera hablado.
Llevaba la voz cantante y yo tenía que seguirlo.
—Sí; era un traficante de droga.
—Menuda ciudad —masculló mientras se acercaba el camarero—. ¿Qué va a tomar? —me preguntó.
—Un café —contesté.
En aquel momento, mientras decidía qué iba a tomar, su pie empezó a rozarme la pierna.
—¿Qué cervezas tienen? —le preguntó al camarero.
El hombre, que como todo camarero aborrecía que se lo preguntaran, miró al frente y empezó a soltar la retahíla de marcas.
El roce de su pie contra mi pierna hizo que ambos nos miráramos a los ojos. Medio oculto detrás del camarero, se señaló imperceptiblemente el pecho con el dedo índice derecho.
—Una Molston Light —anunció de repente.
El camarero se retiró. Llevaba escuchas y estaban observándonos. Dondequiera que estuvieran, no podían vernos a través de un camarero. Experimenté el instintivo deseo de volver la cabeza para echar un vistazo a los clientes del bar, pero resistí la tentación gracias, en buena medida, a que tenía el cuello más rígido que una tabla.
Ésa era la explicación de que me hubiese saludado como si jamás nos hubiéramos visto. Héctor había estado sometido durante el día a un interrogatorio implacable y lo había negado todo.
—Soy auxiliar del Departamento Inmobiliario —me explicó—. Usted conoce a Braden Chance, uno de los socios de la empresa.
—Sí.
Puesto que sabía que mis palabras estaban siendo grabadas, diría lo menos posible.
—Trabajo sobre todo para él —prosiguió—. Usted visitó su despacho la semana pasada y hablamos un momento.
—Si usted lo dice. No recuerdo haberlo visto.
Capté una leve sonrisa, una suavización de la piel que rodeaba los ojos, detalles que una cámara de vigilancia no podría detectar. Por debajo de la mesa, le rocé la pierna con el pie. Confiaba en que estuviéramos bailando al mismo son.
—Mire —dijo—, la razón de que le haya pedido que se reúna aquí conmigo es la desaparición de un expediente del despacho de Braden.
—¿Acaso se me acusa de ello?
—Bien… no, pero es un posible sospechoso. Se trata de un expediente que usted pidió ver cuando irrumpió en su despacho la semana pasada.
—Eso significa que me acusan —dije en tono airado.
Todavía no, tranquilícese. La empresa está llevando a cabo una investigación exhaustiva, y, sencillamente, estamos hablando con todas las personas que se nos ocurren. Puesto que yo oí que usted le pedía a Braden el expediente, la empresa me ha pedido que le hable. Eso es todo.
—No sé de qué me habla.
—¿No sabe nada del expediente?
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a llevarme un expediente del despacho de un socio?
—¿Se sometería usted a un detector de mentiras? —me preguntó.
—Pues claro —contesté con firmeza e incluso con indignación.
Por nada del mundo me habría sometido a un detector de mentiras.
—Nos piden que todos los que estuvimos mínimamente cerca del expediente nos sometamos a esa prueba.
Nos sirvieron el café y la cerveza y ello nos ofreció una breve pausa para evaluar la situación. Héctor acababa de decirme que se encontraba en una situación apurada. La prueba del detector de mentiras lo destrozaría. ¿Conocía a Michael Brock antes de que éste abandonara la empresa? ¿Había hablado con él del expediente que faltaba? ¿Le había facilitado una copia de algo sacado de dicho expediente? ¿Lo había ayudado a sacar el expediente que faltaba? Sí o no. Duras preguntas con respuestas sencillas. Habría sido imposible superar la prueba mintiendo.
—También están tomando huellas dactilares —añadió bajando un poco la voz, no para evitar el micrófono oculto sino más bien para suavizar el golpe.
No dio resultado. La posibilidad de dejar huellas no se me había ocurrido ni antes ni después del robo.
—Mejor para ellos.
—Se han pasado toda la tarde tomándolas. En la puerta, el interruptor de la luz, el archivador… Un montón de huellas.
—Espero que encuentren al hombre que buscan.
—En realidad, es pura casualidad, ¿sabe? Braden tenía cien archivadores abiertos en su despacho y el único expediente que falta es precisamente el que usted quería ver.
—¿Acaso insinúa algo?
—Sólo lo que he dicho. Pura casualidad.
Todo era un montaje destinado a nuestros oyentes.
Quizá conviniese que yo mejorara un poco mi interpretación.
—No me gusta su tono de voz —le dije prácticamente a gritos—. Si quiere acusarme de algo, vaya a la policía, consiga una orden judicial y mande detenerme. De lo contrario, será mejor que se guarde sus estúpidas opiniones.
—La policía ya interviene —anunció en tono gélido, borrando de golpe mi falso arrebato de cólera—. Se trata de un caso de robo.
—Por supuesto. Atrape al ladrón y deje de perder el tiempo conmigo.
Bebió un buen sorbo de cerveza.
—¿Le dio alguien un juego de llaves del despacho de Braden?
—Naturalmente que no.
—Pues bien, han encontrado una carpeta vacía encima de su escritorio, junto con una nota acerca de las dos llaves, una de la puerta y la otra de un archivador.
—No sé nada de eso —declaré con la mayor arrogancia que pude, tratando de recordar el último lugar donde había dejado la carpeta vacía. Las cosas se complicaban; no me habían enseñado a pensar como un criminal, sino como un abogado.
Héctor tomó otro largo trago de cerveza y yo un sorbo de café.
Ya habíamos dicho suficiente. Tanto la empresa como Héctor habían transmitido sus mensajes. La primera quería recuperar el expediente con todo su contenido intacto. El segundo quería hacerme saber que su implicación podía costarle el puesto.
De mí dependía salvarlo. Podía devolver el expediente, confesarlo todo y prometer que mantendría su contenido en secreto, en cuyo caso era probable que la empresa me perdonase. Nadie saldría perjudicado. La condición para la devolución podría ser la protección del puesto de trabajo de Héctor.
—¿Alguna otra cosa? —pregunté, repentinamente deseoso de marcharme.
—Nada más. ¿Cuándo podrá someterse usted al detector de mentiras?
—Ya le llamaré.
Tomé mi abrigo y me fui.